Capítulo 8: El clan de Razerat

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  En vano, Darien luchaba por ignorar las sombras que se paseaban por debajo de los árboles en el Valle de los Reflejos, extendiéndose en una alfombra de espectros a lo largo de la oscuridad nocturna. Sus formas caprichosas desafiaban la razón, tan intrincadas como las siluetas de criaturas fantasmales y tan amorfas como volutas de pintura negra arrojadas al azar.

   El profesor no podía evitar recordar ciertas cosas: el incremento de seres insectoides que los alumnos capturaron en fotos en el comedor, las palabras de Vincent sobre un enjambre cayendo del cielo, la furia enloquecida de los insectos durante el terremoto, y a Kyogan niño asegurando que el valle sí tenía contacto con algo de otro mundo.

   «El primer engendro tiene forma de escarabajo», pensó oprimiendo su entrecejo con dos dedos, buscando apaciguar la marejada de ideas que azotaban su mente.

   Consideraba que las casualidades no podían ser ignoradas y que la presencia antinatural de los seres insectoides guardaba una oscura relación con el primer engendro, y su forma. El valle era un espejo de un más allá y era evidente que el compendio de estas señales había anunciado la llegada de la criatura más bélica que la humanidad había conocido.

   Por lo tanto, y entendiendo que había cierto patrón de anunciamiento, debería aceptar que los reflejos del valle podían darle una pista sobre las apariencias que tendrían los siguientes engendros de Erebo.

   ¿Debía... mirar?

   Con una cautela casi tétrica, como quien teme toparse con un monstruo al otro lado de una puerta, bajó la vista al suelo. Lo que vio lo dejó tan confuso como petrificado por un frío glacial. No era una figura clara lo que yacía allí, sino un borrón confuso, pero algo en él le resultaba familiar... ¿era una cabeza humana?, con una cabellera que recordaba a la paja. Debajo de ella, apenas distinguibles, parecían emerger... ¿almohada, y una guitarra?

   Sacudió la cabeza y susurró mientras dejaba caer un suspiro.

   —Por Arcana.

   Un peso inmenso y agobiante oprimía sus hombros, como si el destino del mundo dependiera de sus decisiones. A pesar de esto sabía que nada justificaba perder la concentración, dejándose arrastrar por señales demasiado difusas.

   —¿Darien? —preguntó Trinity, esperándolo junto a los demás miembros de Los guardianes del Albor.

   —Voy.

   Trinity invocó a Dahara para viajar a Zaragon, la montaña más imponente del mundo, lugar donde el cielo podía tocarse con los dedos y cada rincón se bañaba con la luz de las estrellas.

   Zaragon albergaba en su seno una ciudad olvidada por el tiempo, petrificada en un laberinto de rocas. Entre las fisuras de la montaña, cascadas celestes caían con la gracia de cortinas oníricas, entonando melodías relajantes que se unían a los roncos silbidos del viento. La montaña también era conocida por su vínculo con Rumen, el mes rojo, una constelación que teñía con pinceladas naranjas y carmesí cada uno de sus pliegues, creando un espectáculo de luces que, aunque ardían con la intensidad de las llamas, no desprendían calor alguno.

   En el cenit de esta maravilla natural se alzaba un templo que alguna vez fue un coloso entre las nubes, pero hoy un aura de silencio desolador lo envolvía, como si lamentara su deterioro y abandono. En sus salas parecía resonar la Canción del Tiempo, un eco de tambores solemnes y flautas que acariciaban el misticismo. Un himno que, en realidad, había sido la desgracia de los habitantes de Zaragon, ya que gracias a él habían desaparecido de la faz de Evan. Dos eran las posibles razones: o bien fueron castigados por Arcana por intentar perturbar el fluir del tiempo, o se perdieron en la distorsión temporal que ellos mismos provocaron con su éxodo.

   —Me voy a morir pronto, pero ¿saben qué?, ¡es una forma tan bella de tirar la pata! ¡Hic! —Esaú, quien cargaba a Kyogan entre sus brazos, interrumpió el silencio después de que Dahara dejase a Los Guardianes del Albor cerca de la cima y emergieran camino al templo.

   Trinity lo miró preocupada, consciente de que Esaú estaba literalmente borracho por haber bebido demasiado éter, poción que contenía una sustancia con efectos similares al etanol.

   —¿Cuánto éter se ha bebido este muchachito? —gruñó Dyan con una mirada que criticaba todo mientras avanzaba con brazos cruzados.

   —Lleva alrededor de cincuenta botellas —respondió Darien con un suspiro hondo y los ojos centrados en el camino empinado—. Es prácticamente lo único que ha estado bebiendo en todos estos días.

   —¡Se le va a romper el estómago si sigue así! —exageró Dyan.

   Esaú se detuvo con una risotada para esculcar en uno de sus bolsillos y retirar otra botellita de éter. Se la bebió con una sonrisa de oreja a oreja.

   —¡¿Lo está disfrutando?! —exclamó el líder con los ojos tan abiertos que lucían saltones.

   —Solo ignóralo, Dyan. —Darien continuó avanzando con el anhelo de terminar esto rápido.

   —Venga, mi demonio extremadamente amargado, ¡bebe de mi maná, vamos! —Con una expresión juguetona, Esaú acarició el rostro dormido de Kyogan como si fuera un bebé. De pronto sus ojos se iluminaron al imaginarse algo que para él sería fantástico—. ¿Cómo reaccionará si se entera de que le estuve acariciando la cara? ¿Me golpeará? —Rio a carcajadas—. No lo perdonaré si no intenta cortarme un brazo con una cuchillada o torturarme con unos alicates.

   —¡Ay, Esaú, deja de hablar estupideces y más encima con ese toque morboso tan horrible que le pones! —sentenció Soraya, la vidente del grupo, cuyos ojos de niña aterrada no paraban de rebuscar figuras que pudiesen amenazarla.

   —Tu cállate, suripanta mal hecha —replicó molesto.

   —¡Maldito gusano con ojos caídos, no has cambiado ni un poco! —respondió con los brazos en jarra—. ¡Sigues exactamente igual! ¿Cuántos años necesitas para madurar así sea un maldito gramo? Déjame decirte que te estás acercando a los treinta, pero te sigues comportando como un loco.

   —¿A quién le dices así? —preguntó levantando un dedo con el que pretendió demostrar una actitud tajante, pero su borrachera desequilibró el gesto—. ¡Te recuerdo que mis ojos caídos son altamente halagados por todas las chicas y chicos de Argus! En cambio tú, ¡hic!, sigues igual de fea que siempre, sin nada rescatable, escuálida y plana; y cobarde a más no poder. Estos años en Aeris no te sirvieron ni pa' endurecer las piernas; sigues teniendo los muslos de un flan. ¡Hic!

   —¡Pero ¿tú qué dices...?! —Un asombro se coló por las facciones indignadas de Soraya.

   —Muchachos, no es momento para andar discutiendo, por favor —intervino Kiran mientras reacomodaba un bolso con artefactos extravagantes y piedras preciosas en su espalda—. Hay que centrarnos en la misión.

   Al cabo de poco tiempo, llegaron al Templo de los Perdidos, una estructura que ni siquiera conservaba techo y cuyas paredes caídas solo reflejaban una destrucción pretérita. Sin embargo, el lugar estaba impregnado de etherio puro, un elemento invisible que viajaba en el aire pero que, al estar altamente concentrado, se manifestaba como un polvo de estrellas.

   A pesar de su estado ruinoso, este era el único lugar donde podían invocar al grupo de zeins conocido como El Clan de Razerat.

  Kiran se dirigió al corazón del templo para depositar allí las piedras preciosas y tesoros acumulados por Dyan: armas arrebatadas a zeins en batallas épicas, como una espada que brillaba como diamante puro, un bastón que contenía una esfera y arcos con colmillos demoníacos.

   Trinity, con un collar en mano, se aproximó para recitar un antiguo hechizo que representaba el pacto con el Clan de Razerat. La adrenalina electrizó el aire de inmediato.

   —¡Ay, Arcana, ay, Arcana! —Soraya temblaba como si estuviera ante un nuevo evento apocalíptico—. ¿De verdad Razerat estará de acuerdo con todo esto? ¡Estaremos a su merced! ¡Se supone que debíamos invocarlo solo cuando decidiéramos irnos contra los...!

   —¡Que se atreva a ponerse loco ese tipo, que se atreva! —rabió Dyan, luego miró a Soraya—. ¿Tú piensas que no puedo contra ese loco? ¡Si le pone un dedo encima a cualquiera de ustedes le demostraré quién es el fuerte aquí!

   —¡Pero cinco zeins lo acompañan, Dyan, cinco!

   —¡¿Dónde está tu confianza en mí?! —preguntó sintiéndose juzgado—. ¿Piensas que me pueden vencer fácilmente o qué?

   »¡Argh, yo más bien aprovecharé para poner a Razerat en su lugar y recordarle unas cuántas cosas! ¡Yo fui el que lo salvé una vez! ¡Porque yo lo que yo tengo es rabia! ¿En serio tengo que entregar todo esto por el mocoso? ¡Pobre de él que...!

   —Usa la sensatez, Dyan, y cállate un rato —sentenció Darien con fastidio—. No es momento de más quejas, sino de actuar como un líder.

   Dyan hinchó los ojos.

   —Esaú, coloca a Kyogan en la plataforma —ordenó Darien.

   —¡Shí señor! ¡Hic! —Esaú avanzó hacia una plataforma que parecía un centro de sacrificios.

   —¿Me mandas a callar? —preguntó Dyan al profesor—. ¿Tú crees que es fácil para mí sacrificar todo lo que he conseguido por Kyogan? ¡Estas cosas vale más que un millón de geones!

   Darien lo ignoró.

   —¡Oe! —insistió Dyan.

   —¡Después veremos cómo recuperar tus objetos! Ahora basta, tenemos que hacer esto rápido.

   El líder de Argus chasqueó la lengua, rabeando otro poco hasta que se llevó un sobresalto cuando Esaú cayó con Kyogan sobre la plataforma, enredándose con él y ensuciándose con el polvo del templo.

   —Nadie vio eso —aseguró el asesino.

   —Ven, Soraya —demandó Darien tomándole la mano a Soraya—. Solo repite conmigo.

   Soraya obedeció y se desplegó en un conjuro, aferrándose a la mano del profesor. Cada palabra formaba un coro alrededor de Trinity, quien dirigía a el hechizo de invocación.

   Entretanto, Kiran también recitaba su propio hechizo junto a las armas.

   Todos los Guardianes del Albor, a excepción de Dyan, entregaban sus manás al cielo en un torrente de ofrendas vivas. Cada maná era para un zein en específico.

   Al romperse el collar de Trinity, símbolo del pacto cumplido, cometas de luz brotaron desde las alturas, entrelazándose en un ballet de reflejos mientras arrastraban estelas de colores que parecían narrar epopeyas relampagueantes. Cada destello de luz formaba la silueta de un guerrero.

   Razerat emergió como un monarca de un reino ancestral. Su armadura brillaba con el dorado de un arma recién forjada en la lava, un fulgor estelar que narraba en cada coraza, cicatriz y greba la crónica de mil batallas legendarias.

   El zein descendió con una risa arrogante y desenfrenada a pocos metros de Kyogan, haciendo retumbar el suelo. Hachas colgaban de sus manos mientras cuernos brotaban de sus orejas de lobo. A su lado descendieron cinco guerreros más, cada uno con un dominio elemental distinto: un glacial con aura celeste, un caballero refinado con cuerpo de piedras preciosas, un maestro de las armas metálicas, una mujer que irradiaba chispas eléctricas desde su piel lila y un ser colosal hecho de tierra.

   —¡¿A quién debo matar?! —rugió Razerat, haciendo girar sus hachas con ferocidad. Su brutal voz resonó en el espacio, encogiendo el corazón de todos los presentes, a excepción de Dyan.

   La colosal figura rozaba los cuatro metros de altura, y su maná, un fuego estelar que vibraba en el aire, era suficiente para doblegar a los que rodeaban al líder de Argus.

   —¡No te llamamos para la guerra planeada! —replicó Dyan—, sino para algo muy distinto.

   —¡¿Cómo que no me llamaron para guerrear?! —bramó Razerat—. ¡¿Te recuerdo cuál fue nuestro pacto?! ¡¿Qué?! ¡¿Qué?! —El zein escupió fuego por la boca mientras sacudía la cabeza con furia, incapaz de contener sus ansias—. ¡¿Se atreven a usar el pacto para algo distinto?! ¡Me prometieron que me llamarían para enfrentar a vuestra emperatriz! ¡Yo quiero pelear, pelear, pelear! ¡Más ahora con todo lo que está pasando en nuestro sistema solar!

   —¡¿Dónde está la carne?! —la única zein de aspecto femenino rechinó sus dientes triangulares mientras su mirada sádica buscaba presas. Se deleitó al ver a una humana de cabello negro temblando como una hoja—. ¡Tú..., tú te ves deliciosa!

   Se abalanzó sobre ella, pero entonces una oscuridad inesperada se interpuso para protegerla: una nube que vibraba con el sonido de un millar de aleteos, como si contuviera un enjambre de murciélagos. De la nube emergió un joven de piel gris, con la arrogancia y el desdén de un adolescente aliado a la oscuridad, con su rostro maquillado con líneas siniestras que reflejaban su rebeldía.

   Era el zein de Soraya.

   —Eh, ¡tú eres el famoso chupasangre! —exclamó la guerrera zein—. Adaros, ¿no?

   »Entonces tú debes ser Soraya —concluyó al mirar a la chica temblorosa—. Ay, Adaros, ¿no te aburre estar enlazado con una humana particularmente cobarde?

   —Es la inmundicia que me tocó —espetó Adaros, sacudiendo su armadura, que parecía una chaqueta negra con pliegues sanguinarios.

   La guerrera zein rió, luego evaluó su alrededor con una mirada más seria.

   —Y no eres el único zein rondando por los alrededores, hasta acá percibo el odioso aroma de Dahara. ¿Por qué invocaste a tu zein, Trinity? ¿Por un acto de prevención? ¿O es una amenaza contra nosotros?

   —¡¿Dónde está mi guerra, Dyan?! —insistió Razerat.

   —Algún día puede que te la dé, Razerat —determinó el hombre con una sonrisa desafiante.

   —¿Qué insinúas? —preguntó acercando su gigantesco rostro a él, sorprendido por su valentía—. ¿Acaso quieres pelear conmigo?

   Ambos guerreros comenzaron a liberar su maná, un poder tan colosal que espesó el ambiente y provocó un rugido ensordecedor, como volcanes a punto de estallar. Razerat sonrió.

   —Tan valiente como siempre, Argus Dyan.

   Dyan también sonrió.

   —Pero de nada te servirá. —Los labios de Razerat se torcieron con molestia—. Sabes perfectamente que aceptaré pelear contigo si en este mismo momento no me explicas por qué me has invocado a mí y a mi clan fuera de nuestro convenio. ¿Y bien?

   Darien se acercó para explicar la situación de Kyogan y la necesidad de sanarlo, algo que no le gustó a Razerat en lo absoluto:

   —¡¿Me llaman para sanar a un humano?! —Un fuego iracundo estalló alrededor de él—. ¡¿Y cuántas veces tengo que decir que no me llamen Razerat?! ¡Yo me llamo Vikingo, Vikingo he dicho!

   Los acompañantes de Dyan retrocedieron unos pasos aún sin entender por qué el zein insistía con ser llamado «Vikingo». Nadie en el mundo conocía esa palabra, ni siquiera él mismo, pero aseguraba haberla oído de «algún lado».

   —¡Cálmate, tonto rabioso! —Dyan gritó con una fuerza bruta, un grito tan potente que estremeció la atmósfera.

   —¡Ustedes, insolentes, están irrespetando mi fuerza!

   —¡Qué bah!, lo que pasa es que tú no escuchas a nadie; estás peor que yo.

   —¿Peor que tú? —preguntó con una chispa de curiosidad.

   —¡Sí pues!, la gente me dice que no escucho, que soy un bruto, ¡pero tú me superas!

   —¡¿Y qué quieres que escuche?!

   —Ese muchacho que ves ahí posee la totalidad mágica —Darien apuntó a Kyogan.

   Razerat, es decir, Vikingo, se quedó sin palabras.

   —¿QUÉ?

   Darien procedió a explicarle la historia de Kyogan, cómo se le conoció, cómo creció y cómo batalló contra un zein llamado Vicarious. La rotura en su red a raíz de dicha batalla era una prueba de que poseía la totalidad mágica, ya que solo alguien con las doce magias podía dañar su red.

   Hubo un silencio inquietante, una expectativa y luego intrigas olímpicas. ¿Qué era Kyogan?, fue la pregunta que reverberó en los zeins invocados. Entonces así Vikingo sugirió ante su clan usar sus magias para presentarles la inquietud. Creían tener suficiente afinidad entre ellos como para unir sus magias y comunicarse con ellas de una manera efectiva.

   Vikingo, al tener la magia exodus, debería ser capaz de indagar por encima de cualquier otro zein.

   Sin previo aviso desató un hechizo astral contra Kyogan, una nebulosa iracunda que alertó a Trinity, obligándole a correr en su socorro antes de ser detenida por Darien.

   —¡Magia maestra, dueña del cosmos, reina de todos los dominios, creadora de todo lo conocido, te pido hoy, como una de tus creaciones y portadores, que me reveles desde el río del saber por qué este humano tiene todas las magias!

   Un huracán de magia y poder envolvía a todos los presentes, creando una fuerza centrífuga de colores y estruendos cósmicos. Razerat revolvía sus hachas en el aire como si envolviera la propia magia y conjurara sus profundidades.

   Cada chispa parecía lanzar un escrutinio sobre Kyogan. El hechizo, en sí, representaba lo que Los guardianes del albor habían anhelado observar desde que conocieron a Kyogan, lo que esperaban que él mismo conjurara en un futuro para comprender su condición. Sus corazones se postraron ante la expectativa a pesar de que sabían que solo algunas magias estaban participando y que el conjuro no era completo.

   Pero entonces todo empezó a calmarse y a desaparecer sin que hubiera una sola respuesta.

    Hasta que... se escuchó un grito, uno femenino que rugió como si llevara atrapada en algún recóndito lugar de las esferas invisibles clamando auxilio, como si un inferus se centrara sobre ella, como si el mundo se cayera en sus pies y los latigazos de la destrucción la abrieran una y otra vez.

   El alarido se detuvo de un momento a otro cuando las magias apagaron el huracán para luego desvanecerse con cierto despliegue de molestia.

   Los rostros pálidos reflejaban un concierto de incertidumbre y una sorpresa tal que llegaba a desdoblar sus espíritus, donde ni siquiera los alientos podían ser oídos.

   —¡¿Y qué carajos fue eso?! —cuestionó Dyan.

   Miró a Trinity, a Rechel, a Kiran, pero ninguno demostraba saber nada, hasta que Darien dijo que había sido «un grito de las magias», una especie de distorsión como la que podía encontrarse en una radio que no encuentra su señal. Era un indicativo de se le estaba exigiendo a las magias responder algo sin presentarse ante ella con los ingredientes necesarios.

   Su teoría, aunque lógica, no disolvió algunas dudas. ¿Por qué el chillido fue femenino y expresó sufrimiento? 

   —El grito también puede simbolizar algo que está dentro de él. Al fin y al cabo las magias reaccionan, en este caso a la mente, al ser completo de quien intentaron analizar.

   Trinity dirigió unos ojos consternados a Darien.

   —Pero ¿qué tiene que ver un grito femenino con él?

   —No lo sé, Trinity —Suspiró con pesar, recordando que aún había muchas cosas que no sabían de Kyogan.

   Analizaron otro poco la situación sin llegar a nada.

   —¡No entiendo nada! —rabeó Vikingo con sus hachas alzadas al cielo.

   —¡Ahora sabes lo que sentimos! —bufó Dyan.

   —¿A qué te refieres?

   —¡JA! Es que tú no sabes nada. ¡Pasa que este muchachito lo único que nos ha traído desde que lo conocemos son dolores de cabeza! Y ahora acaba de darnos uno más.

   —¿Sí? —El gran zein arqueó una peluda ceja, notando que para Dyan era un suplicio proteger a Kyogan—. Los magos suelen ser muy compl...

   —¡Que no es un mago! —gritó—. ¿No entiendes? ¡No existe un mago con las doce magias, por eso Kyogan no es uno de esos malditos!

   —¡Ya veo! —Vikingo, a pesar su ferocidad, era muy crédulo como la mayoría de su especie.

   Dyan continuó quejándose de Kyogan y Vikingo le escuchó muy curioso ante el comportamiento humano. Poco a poco se expresaron como grandes amigos.

   Finalmente, con algunas palabras de Trinity, los zeins aceptaron ayudar para sanar al ardana.

   Las magias etéreas de Soraya y Trinity abrieron una vía al espíritu de chico, identificando un circuito de redes fracturado en su interior. Todos presentaron sus magias hasta que lograron reparar las fugas.

   —Vikingo, por favor, haz con nosotros un pacto de silencio —dijo Trinity—. La condición de Kyogan aún no puede ser conocida ni siquiera en vuestra especie.

   —Comprendo —respondió contemplativo y serio—. Le temes a los zeins demoniacos, ¿no?

   —A ellos más que a nadie —confesó estremecida—. Y me preocupa Erebo, me preocupa demasiado. Se sabe que algunos zeins zaga de la especie demonio han podido comunicare con él. No quiero siquiera suponer cuál sería la reacción del dios oscuro.

   »Ten en cuenta que la condición de Kyogan puede ser una respuesta de Arcana para la enfermedad de la locura. Para mí se está repitiendo una historia, cuando Arcana respondió con la creación de los magos para librarnos de vuestra invasión.

   »Pero, aunque me duela reconocerlo, los diseños divinos pueden verse interrumpidos por la mano de Erebo, así que, por favor...

   —Tu solicitud ha sido aceptada, Trinity, compañera de Dyan.

   »Y a mí también me preocupa Erebo, y más allá de lo que imaginas.

   —Estamos adentrándonos a una guerra oculta —declaró Trinity—. Los engendros de Erebo son reales. Yo percibí al escarabajo descendiendo de los cielos.

   —Entonces es cierto... En everos también se murmuraba que los engendros de Erebo son reales. Y ahora hacen falta solo cuatro más.

   Vikingo aceptó las disculpas, tomó las ofrendas y luego pactó no solo para luchar contra la emperatriz en un futuro cercano, sino también contra todo lo que estuviese planeando Erebo.

   Ahora, con la red de Kyogan sana, Trinity esperaba que su niño despertara pronto de su coma. No solo deseaba hablar con él y abrazarlo, también quería que sus magias fuesen usadas para dar respuestas sobre los engendros.

   Pero el tiempo pasó, y pasó, y al cabo de dos meses seguía sin despertar. Cyan se hundía a su lado, ya no comía, ya no se preocupaba por el mundo, ya no le importaba Argus. Sus ojos decaídos no hacían más que añorar el despertar de su única familia, pero el tiempo no hacía más que despellejar poco a poco su corazón.

   ¿Por qué Kyogan no se recuperaba del coma?

   Lo que nadie sabía aún era sobre la presencia de «alguien» en ese cuarto donde dormía, alguien que observaba día a día el deterioro de Cyan y los vanos intentos de Trinity por ayudar a Kyogan.

   Alguien que no podía ser visto, ni olido siquiera.

   Alguien que tenía la apariencia de Kyogan.

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