Capítulo 1: Argus, la escuela de entrenamiento

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    Casi nadie en este mundo sabe lo que significa el Ragnarök. Y así pudiese ser mejor, creía la sombra que caminaba entre las tres lunas. 

    Porque cuando llegue los tomará a todos por sorpresa.

    Shinryu no podía creer lo que estaba leyendo, pero allí estaba, frente a sus ojos, un diario de papel ligeramente azulado, tintado por las partículas de veritonita que impregnaban sus páginas, con un titular que anunciaba una tragedia para toda la humanidad:

    «Se confirma un drástico aumento de los seguidores de Erebo».

    Tales seguidores habían liderado un ataque de maná y explosiones contra la capital del imperio de Sydon, no lejos del castillo donde residía la emperatriz. Sesenta y dos muertos y más de trescientos heridos fue el resultado de la manifestación de dichos malvados, personas que proclamaban una religión distorsionada y aseguraban que había que pecar por un «bien mayor».

    Fieles adoradores del dios de la oscuridad.

    Para Shinryu, era imposible entender que existieran personas tan desesperadas que dedicaran su fe al dios de la maldad, Erebo, quien se regocijaba con el sufrimiento, la injusticia y todas las impurezas que brotaban del ser humano. ¡¿Cómo un dios así podría dar respuestas ante las necesidades más apremiantes del mundo?!

    Incapaz de leer algo más, se dirigió a la ducha con la intención de limpiar su mente. Necesitaba recuperar el entusiasmo que había traído consigo, porque este día prometía ser uno de los más felices de su vida y nada debería estropearlo. Lamentablemente, mientras comenzaba a alistar las dos maletas y su imponente espada de doble filo, la alegría seguía resistiéndose a visitar su rostro. No fue sino hasta el cabo de un rato que una voz interior logró silenciar su abatimiento: «¿Acaso no recuerdas todo lo que luchaste por este momento? ¡Anímate de una vez!».

    Una sonrisa se abrió paso, renuente pero genuina. Al fin y al cabo tenía más motivos para estar alegre que entristecido. ¡Al fin y al cabo estaba a punto de ir a Argus...!

    A la escuela que educaba a guerreros para cazar magos.

    Con un suspiro, abandonó el hotel en el que se había hospedado, siendo recibido por la claridad del sol mañanero y la visión encantadora de Álice. El pueblo, que precedía la escuela, se asemejaba a un tapiz de casas de ladrillo que se desplegaba a través de un extenso horizonte de suelo empedrado. Flanqueando estos pequeños y organizados hogares, se alzaban montañas con motas azules, como vigías ancestrales salpicados con cristales.

    Las herrerías que lo recibieron a lo largo del camino entonaban una sinfonía de martillos y yunques, mientras las tiendas disponían sus maravillas, ofreciendo desde criaturas exóticas hasta artefactos cuya función solo podía adivinarse. Los laboratorios alquímicos, con sus chimeneas erguidas, lanzaban gigantescas burbujas cromáticas que se esparcían sobre Álice, confiriéndole un aire mágico y un extraño aroma a jabón mezclado con hierba recién rociada en lluvia.

    Más adelante, Shinryu se encontró con un tren blanco que serpenteaba por el pueblo. Su forma se le hizo recordar una bala blanca, pero su silueta aerodinámica solo pintaba una ilusión de velocidad, pues su andar era de lo más apacible.

    Todo a su alrededor era una danza entre lo coloquial y tecnológico, y él, en el centro de todo, se sentía parte de ella, un espectador y a la vez protagonista de una historia que apenas comenzaba. 

    Le resultaba increíble saber que Álice había sido construida por la misma escuela Argus, como una extensión de sí misma, para mantener las viviendas y todo tipo de comercio fuera de sus instalaciones.

    El bullicio de la gente, el movimiento cargado de fervor y las criaturas tan peculiares, como un jabalí tricornio de tamaño colosal, le hicieron sentir sobrecogido. ¡Pero no debía temer!, se dijo a sí mismo. Ya era un chico grande y entrenado; tenía quince años, para ser exactos.

    Habría regalado unos años de vida por explorar el pueblo a fondo, pero debía encontrar a Kiran, el profesor encargado de recibirlo. Para su suerte, no le costó hallar el lugar de encuentro: una gran plaza que marcaba uno de los límites del pueblo. 

    Sin embargo, ni siquiera alcanzó a entrar cuando fue asaltado por una escena desagradable: la plaza estaba sumida en el caos. Humo, gritos, instrumentos musicales rotos y flores pisoteadas componían un escenario de devastación recién desatada. Los bancos aparecían destrozados y la estatua de una mujer alada, con suaves plumas que simbolizaban una divinidad bondadosa, era devorada por las llamas.

    Shinryu la miró alarmado y la reconoció enseguida.

    «¡Loíza!»

    En su devoción, supuso que el caos era el resultado de un trágico accidente. La idea de un ataque deliberado contra la diosa del amor le parecía más que inverosímil. Pero entonces, las palabras de una mujer lo sacudieron:

    —Solo los ciegos se postran ante imágenes sin vida. ¡Canten, pues, sigan adorando a esa falsedad inventada por los templos para mantener a la gente idiotizada!

    Desde un rincón en la plaza, varios alumnos vestidos de blanco se habían congregado para rendir homenaje a los tres dioses divinos hasta que, evidentemente, habían sido interrumpidos por esa mujer y varios sujetos que la respaldaban. Shinryu consideraba que era un acto de suma profanación. ¿Qué mal había en adorar a los dioses? Sin la guía de Loíza, no habría ni compasión; sin Tharos, el sol no bañaría el mundo con su luz, y sin Arcana, los sueños y las habilidades espirituales no existirían.

    —¡Entiéndanlo de una vez por todas, los tres dioses divinos no existen! —espetó la mujer, exponiendo su corazón roto y cargado de impotencia—. ¡¿No pueden darse cuenta?! 

    Unos guardias también estaban en el lugar, ellos luchando por contener a los manifestantes que corrían por los alrededores buscando más destrucción. La gente del pueblo observaba apartada, algunos con una mezcla de ira y preocupación.

    —¡Trescientos treinta y cuatro años llevamos soportando a los magos enloquecidos y esos supuestos dioses siguen sin mover un solo dedo! —La rabia de la protestante reverberó sobre la plaza.

    Un guardia la abordó por la espalda, pero ella, con venas palpitantes en el rostro, luchó hasta propinarle un golpe en las costillas que le permitió separarse de él.

    —¡Argus no es más que un centro de hipócritas que le enseña a los estudiantes a seguir la doctrina de dioses falsos!

    —¡Cállate de una vez por todas! —exigió una herrera quien se alzó frente a ella—. ¿Cómo te atreves a atacar a nuestros jóvenes estudiantes de esta manera? ¡Ellos solo querían expresar su agradecimiento a los tres dioses! ¡¿Acaso eres una seguidora del dios oscuro?!

    —¡Quisiera serlo, porque parece que es el único dios que sí responde! —gritó entre lágrimas, sin importarle la gravedad de su declaración.

    La multitud se volvió inmediatamente en su contra, incapaz de soportar una escoria que sí parecía seguir al oscuro dios. Usaron todo lo que había en el suelo para atacarla: escombros, pedazos de madera. Cada agresión los llenó de orgullo y ni siquiera se detuvieron cuando unos restos metálicos abrieron su frente en hileras de sangre. 

    Aun así, ella persistía en su postura. Hasta que otro guardia logró someterla, pero entonces ella, acorralada y consumida por el delirio, decidió realizar el peor acto de todos:

     —¡Con toda la fuerza de mi espíritu y alma, maldigo la vida de Loíza, de Arcana y Tharos! ¡Los maldigo a los tres!

    El silencio cayó con el peso de una losa metafórica entre la multitud. El guardia la soltó enseguida y el resto se apartó con la certeza de que caería un rayo celestial.

    Pero nada se asomó desde ningún lado. 

    De esta forma, la mujer sonrió de manera temblorosa pero radiante. Ella sabía que maldecir a los dioses divinos era una de las mejores formas de encender la ira divina. Los incontables castigos, que incluso desgarraron almas humanas en pedazos, yacían relatados en piedra; piedras que claramente habían sido construidas por «los corruptos sacerdotes».

    Allí, en pie, era un testimonio viviente de una verdad que nadie podía negar más: los dioses divinos habían abandonado a la humanidad de tal forma que ni siquiera sus castigos se manifestaban.

    —¿Qué otra prueba desean?—preguntó con el anhelo de abrir los corazones que la observaban—. Debemos buscar una solución diferente para que los magos...

    Fue interrumpida por el súbito zumbido de un objeto pasando por su sien. Al tocarse la zona afectada, se encontró con la sangre tocando sus palmas. Luego levantó la mirada, aturdida, y lo que observó luego fue para ella mucho peor: la ira en todos los pueblerinos, quienes no tardaron en escupir gritos y acusaciones, convencidos de que debían defender a los dioses a cualquier costo. Algunos aseguraron que la falta de juicio había sido una obra de misericordia, otra prueba más de que Loíza, Arcana y Tharos sí existían por mucho que no se hicieran sentir.

    En la perspectiva de esta mujer, en cambio, los dioses habían dejado a la humanidad a la deriva mucho antes de que la maldición de los magos asolara la tierra. Ningún acto de arrepentimiento o adoración eran suficientes para invocar su regreso. ¿Por qué seguir esperando tanto de ellos?

    —¡Si existen, si son tan poderosos y misericordiosos, entonces que me devuelvan a mis dos hermanas pequeñas! —suplicó, desgarrando su ser—. Porque un lunático mago se las dio de comida a los monstruos del mar, riéndose, pues según él no eran más que masas de carne que nacieron para ser alimento. ¡Vamos, poderosos dioses, revivan a mis hermanas, actúen a través de cualquier fuerza! ¡Ciérrenme la boca si esa es la única manera de demostrar mi equivocada manera de pensar!

    La multitud fue golpeada con una variedad de emociones: algunos se petrificaron, otros mostraron rostros desencajados, y hubo quienes se negaron a creerle.

    Finalmente, la atmósfera se cortó con la llegada de los soldados imperiales, quienes, con su fuerza superior, impusieron el anhelado orden. La comandante se hizo ver con una extensa cabellera y armadura centelleante.

    —Llévense presos a todos —ordenó con una frialdad despiadada—. Ya sean seguidores de Erebo o no, han cometido un delito grave, ¡especialmente esta mujer!

     Algunos manifestantes intentaron resistirse, pero la mayoría prefirió rendirse con los corazones rotos, incluyendo la mujer, quien ya no tenía fuerzas.

    —Tal vez los dioses divinos hayan mostrado clemencia hacia tu vida —dijo la líder imperial—, por lo tanto, nosotros también lo haremos. Pero los has maldecido y debes ser castigada, algo que nuestras manos sí pueden llevar a cabo. Somos el imperio de Sydon, la encarnación de la voluntad divina, y nos ocupamos de asuntos demasiado insignificantes para la inmensa esencia de los dioses.

    Los soldados condujeron a los manifestantes hacia carruajes motorizados, que parecían bestias estrambóticas encapsuladas sobre ruedas. 

    La líder, por su parte, se dirigió hacia un hombre de cuerpo musculoso y cabello rojo tan corto, que revelaba perfectamente la forma redondeada de su cabeza. Era un profesor de Argus, Kiran.

    —Debe tener más cuidado en el futuro, profesor. Sería apropiado que uno de ustedes o algún escolta acompañe a los alumnos cuando deseen rendir culto a los tres dioses divinos —advirtió la líder imperial.

    Kiran inclinó la cabeza, con la palma extendida sobre el corazón.

    —Comprometo mi alma para cuidar de mis alumnos.

    —Los seguidores de Erebo pueden desatar un nuevo tiempo de oscuridad, profesor, uno como ninguno. ¿Está usted preparado para lo que desatarán? —preguntó mientras se acomodaba una bufanda hasta cubrirse la nariz, dejando solo ver unos ojos afilados.

    Kiran sintió un escalofrío correr por su columna.

    Después de otra mirada fría, la imperial se subió al vagón en uno de los carruajes, donde encontró a la mujer y a otros manifestantes. Allí, dentro de la oscuridad de las cuatro paredes y en su búsqueda obsesiva de lealtad hacia los dioses divinos, exigió saber si la mujer era o no seguidora de Erebo. La protestante afirmó que lo sería solo si el dios oscuro podía devolverle sus apreciadas hermanas.

   La líder no tuvo piedad ante tal respuesta: con indignación, maniobró un rápido movimiento con su espada, logrando cortar la cabeza de la mujer en menos de un parpadeo, desatando un chorro de sangre que salpicó desordenadamente sobre las paredes del vagón. La cabeza cayó a un lado con los ojos llenos de lágrimas y la boca abierta en un grito que nunca pudo expresar por completo.

    Los demás prisioneros se pusieron de pie con horror e intentaron reclamar algo que, a pesar de todo, era ilegal, pero fueron rápidamente silenciados por los demás guerreros imperiales, quienes les golpearon sin piedad. 

    La líder miró la escena con indolencia, limpiándose la sangre que había manchado su armadura, una mugrosa sustancia para ella.

    Así, se marchó de Álice en el carruaje, en una postura tan erguida y orgullosa, que parecía creerse una heroína de la mismísima humanidad.

    Shinryu, quien había estado en un rincón de la plaza sin decir palabra alguna, recogió las maletas que había dejado caer. Con un latigazo de dolor que insistía con derribarlo, se irguió y avanzó sin más. El chico parecía hábil para caminar por encima del dolor, mas no por ello impedía que su semblante se hiciera oscuro y cabizbajo, propio de una persona que se había acostumbrado a guardar los sentimientos en una bóveda de silencio.

    Así, se dirigió hacia el profesor Kiran y esperó en silencio, el profesor que debía guiarlo, hasta que este se percató de su presencia:

    —¡¿Tú eres Shinryu?! —preguntó, sosteniendo una carpeta entre sus manos, luego comenzó a leer uno de los papeles mientras se comía la cabeza—: Akari Yaid Izari Belga... Shinryu, ¿no?

    El menor estaba acostumbrado a todo tipo de reacciones debido a su largo y exótico nombre. Asintió, causando que el rostro desconcertado del profesor cambiara al de preocupación súbita.

    —¿Estás bien? ¡¿No te pasó nada?!

    Shinryu conocía a Kiran solo a través de revistas, donde leyó muchas veces sobre su manera paternal de ser. Su corazón tembló conmovido al ver que sus ojos, dos cálidas flamas cargadas de humanismo y sinceridad, eran más reales de lo que había imaginado.

    Kiran se disculpó por la horrible bienvenida que había recibido. Ante esto, Shinryu solo respondió con silencio, con su mirada atenta a él, a la espera de algo. El profesor, algo incómodo en un inicio, concluyó diciendo:

    —No nos atrasemos más. Vamos a la escuela.

    —Pero profesor, aún no me ha aclarado algo.

    —¿Qué cosa?

    —¿Realmente me aceptaron en Argus? —preguntó tensionado.

    —¿Qué? —cuestionó creyendo haber oído mal—. ¿Shinryu, después de todo lo que he dicho y ha sucedido aún lo dudas? —Suspiró conmovido a causa de los ojos inofensivos y anhelantes del chico.

    —Pero ¿he sido aceptado del todo?

    —Pero por supuesto que sí, muchacho, por favor. 

    Shinryu abrió los ojos, mostrando una mirada traumatizada, hasta que las lágrimas brotaron mientras empezaba a agradecer un montón de veces, sin importar la sorpresa abrupta que causaba en el profesor.

    —¡Disculpe mi pregunta, profesor, y sé que es tonta! Pero usted... usted sabe cuánto pedí...

    —Supongo que tus dudas también se deben a que tu matrícula estará sujeta bajo condiciones especiales —dijo comprensivo—. Pero permíteme explicarte todo una vez estemos en la escuela, ¿de acuerdo?

    El chico no podía contener sus lágrimas, y la razón era una sola: toda su vida había esperado escuchar una simple palabra: «aceptación». Las respuestas que había recibido de las cuatro escuelas principales habían sido muy distintas durante muchos años: «Lo sentimos, pero es imposible para nosotros aceptar a un alumno con tu condición peculiar».

    Pero ahora estaba en Álice. ¡Ya estaba hecho! Más allá lo esperaba la escuela, lugar que almacenaba todos sus sueños. 

    Después de limpiarse muy bien los ojos, avanzó junto al profesor entre las calles empedradas del pueblo, hasta que llegaron a la salida donde se encontraron con una peculiar prueba que cotidianamente impedía la entrada a los senderos de Argus: los kymaeles, unas criaturas de la especie raksa, protegían el sendero contra todo aquel que no tuviera el olor de la flor Calista. Eran felinos con pieles franjeadas en diversos colores y una punta de cola que parecía lanza. Aunque Shinryu se tensó al ser olfateado, fue aprobado sin problemas, por lo que pudo montar un kymael de mayor tamaño que lo llevaría a su anhelado destino.

    Durante el camino, le fue muy difícil no atropellar sus pensamientos entre una pregunta y otra: ¿cuánto aprendería en Argus? ¡¿Haría amigos?!

    ¿Qué le dirían todos una vez sepan sobre su condición?

    ¿Y sería realmente capaz de enlazarse con un zein? Con una de esas criaturas que podrían prestarle unas pocas magias, llevándolo a parecerse mínimamente a un mago, aunque, por supuesto, jamás se podía ser como uno de ellos de forma artificial.

    La ansiedad corría hacia su cúspide, sin embargo, se vio interrumpida cuando el camino se ensanchó para revelar la majestuosa entrada de Argus. El suelo que se extendía por los alrededores era una amplia y curvada cancha, acogiendo las imponentes patas de los kymaeles. Al frente, se alzaban las murallas de la escuela, colinas cuyas formas ondulantes rodeaban el palacio más grandioso del área este de Sydon. Cada tramo estaba bañado de un blanco tan fresco y luminoso, que era cual pastel tentando a ser rozado con los dedos. Las dos puertas de entrada, en cambio, se hacían destacar con su madera azulada, abiertas entre dos soldados escultóricos y arrodillados que rendían reverencia a los valientes visitantes.

    Al traspasar las murallas, Shinryu se encontró con un jardín exuberante que precedía a las torres de la escuela, columnas orgullosas y meticulosamente organizadas. La magnitud de todo lo que se desplegaba ante sus ojos lo hizo sentir más diminuto y humilde que nunca. Algunas torres parecían vestirse con placas de oro que se posicionaban con gracia y cuidado a través de la divina arquitectura. Desde la estatua de un dragón, brotaba una cascada cristalina que alimentaba numerosas fuentes. El agua que salpicaba componía un ballet entre las diversas flores, creando una sinfonía multicolor y un patinaje a través del viento, un poema de belleza que terminó por arrebatar el corazón de Shinryu.

    —Bienvenido a Argus, muchacho —expresó el profesor, contagiado por el encanto que Shinryu le proyectaba.

    Los ojos del menor eran un verdadero espectáculo luminoso.

    El resto del día consistió en realizar los tan esperados trámites de matrícula y otros. La escuela estaba casi desierta, con solo unos cuantos alumnos que se alojaban en ella, esto comprobaba que faltaban aún dos días para que las clases iniciaran.

    Cerca de la noche, Shinryu se encaminó hacia la oficina del profesor jefe, quien lo condujo a tomar una decisión crucial que determinaría gran parte de su vida en la escuela: debía elegir entre las clases B1 o B2.

    —Te aconsejo que escojas la clase B1, muchacho —dijo Kiran, frotándose las manos con nerviosismo.

    —¿De verdad? ¿Pero puedo saber por qué, profesor? —preguntó con curiosidad.

    —Uhm, bueno, porque... ehh... ¡No, muchacho, no te compliques y solo hazme caso! La clase B1 es mejor, mejor para ti; yo sé por qué te lo digo.

    Ante la mirada extrañada del joven, Kiran se adelantó a decir:

    —¡Ya se está haciendo tarde! Es hora de que conozcas la zona de los dormitorios.

    Shinryu fue guiado hacia los dormitorios, ubicados en dos edificios de formas exóticas al aire libre. Un jardín los antecedía, adornado con pequeñas canaletas y puentes artesanales construidos con madera blanca y de un rojo elegante.

    Cuando la oscuridad se apoderó del cielo, Shinryu se encontró incapaz de imponer orden a su cabeza. En su cuarto, recordaba vívidamente el ataque a la plaza, a la mujer y las nefastas noticias del mundo.

    Sabía, por supuesto, que la raíz de todos los problemas residía en la maldición de los magos que aún no se solucionaba. Las sociedades seguían enfermándose debido a las medidas inhumanas que imponían para controlar a los que nacían con magia.

    Shinryu simplemente no lo soportaba más, por lo que se arrodilló junto a su cama y rezó a Loíza, a la diosa que lo entregaron cuando entró a la sociedad. 

    —Yo no quiero que el mundo siga cayendo de esta manera. ¡Loíza... estoy aquí, al fin en Argus, úsame de algún modo! Recuerda que yo sé algo que puede cambiar todo esto: conozco a la única maga inmune del mundo.

   Antes de cerrar sus ojos, se preguntó: «¿Mi oración habrá servido de algo...?»

    A pesar de que durmió con la mente llena de ideas, se levantó dispuesto a dar todo, muy temprano, cuando el sol apenas se erguía. Cargó un nuevo mapa consigo, una pequeña mochila y su espada de dos manos. El entusiasmo le hacía vibrar, ya que el profesor Kiran le había dicho que podía explorar la escuela en las zonas marcadas por el mapa. ¡¿Quién no estaría entusiasmado al revisar un palacio lleno de estructuras exóticas, cargado de historias y con paredes que susurraban magia?! Además, las clases iniciaban mañana, así que tenía todo el día para curiosear.

    «¡Creo que hay una parroquia en la que puedo seguir orando!»

    Sin embargo, antes de lanzarse a su aventura, Shinryu experimentó la vivencia más rara que un alumno podría esperar dentro de una escuela, incluso en una como Argus, incluso en un mundo donde la magia existía. Mientras se acercaba a un pequeño puente que lo llevaría fuera del jardín de los dormitorios, se encontró con un conejo.

    Pero lo realmente asombroso no residía allí, sino en la apariencia de la criatura: era de un blanco cristalino y estaba conformada por infinitas partículas que parecían un conjunto de estrellas diminutas moldeándolo en su forma de conejo, dándole un toque cósmico y celestial.

    Tenía la altura de una pequeña bota. Y se encontraba sentado, observando a Shinryu con ansias, como si lo hubiera estado esperando hacía tanto... tanto tiempo.


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