Capítulo 15: El primer engendro: crueldad

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    En Evan existían confines inexplorados llamados: «zonas negras». Estos codiciados reinos llenos de tesoros perdidos se cubrían, por obvia razón, por una mancha oscura en los mapas. Desde los principios de la humanidad han sido objeto de fascinación y anhelo, pero al ser gobernados por seres de poder inimaginable, la aspiración de adentrarse ha resultado imposible, un sueño frustrado que solo se acumulaba.

   Cuando un zein alcanzaba el incomparable nivel noventa, se le empezaba a llamar «zein zaga». El poder de estas criaturas era tal, que ni siquiera los reyes magos lograron expulsarlos a su planeta de origen, Everos, cuando se desenvolvió el conflicto para liberar la tierra de los extraterrestres mágicos hace mil quinientos años, la tal guerra llamada: «Gran purga de Evan».

    La lucha entre magos y zeins zagas fue de proporciones épicas, extendiéndose por un siglo entero. Las batallas amenazaron con desgarrar la misma tierra, con explosiones mágicas y hechizos que redibujaban el paisaje con cada enfrentamiento. Fue entonces que, en lugar de seguir batallando, se pactó un equilibrio irrompible entre ambas fuerzas: los zeins podían seguir gobernando sus zonas negras mientras no invadieran el territorio humano y contribuyeran con sus poderes a mantener la armonía climática de la esfera terrestre. 

    Dicho pacto continuaba vigente hasta el día de hoy, año 3215. En total, los zeins gobernaban doce zonas. Si estos pedazos terrestres se unieran, formarían un pequeño pero considerable continente.

    Todos los zeins eran conocidos por jamás romper un solo pacto, así que guardaban el acuerdo aun tras la caída de los reyes magos en la manifestación de la locura mágica. ¿Cómo se mantenían a lo largo de los siglos? Era gracias a sus capacidades de revivir, absorbiendo la energía de sus raksaras sirvientes. 

    De esta forma, mantenían un trabajo de suma importancia. En la invasión extraterrestre, cuando miles de zeins cayeron desde Evan, modificándolo al antojo de sus fisiologías, se crearon anomalías fantásticas como el mar de hielo, Nevadra, y el mar de fuego, Samadra. Sin embargo, estos océanos exhalaban climas extremos y, peor aún, vientos opuestos que eclosionaban en peligrosas tormentas. Los reyes lograron estabilizarlos en gran parte, pero los zeins hicieron el resto y seguían haciéndolo.

    Sin embargo, y a pesar de la importancia de esta función, había quien deseaba alzarse sobre él, impulsado por la sed de poder y control.

    El imperio de Sydon.

    Durante mucho tiempo, gracias a su maestría en la manipulación, se habían dedicado a socavar y cuestionar los cimientos de esta alianza ancestral. Para ganarse el favor del mundo, difundieron la idea de que las zonas negras mantenían secretos oscuros y codiciados por los magos. Aprovechando la desconfianza, el miedo y el odio, persuadieron a la población de que los pactos eran una traición contra la humanidad, una muestra de preferencia y privilegio hacia las criaturas mágicas por encima de los humanos. Incluso insinuaban que conquistar las zonas negras podría proporcionar respuestas para romper la maldición. A estas alturas, los pueblos estaban convencidos de que era hora de reclamar las zonas negras como territorio humano, para liberar los recursos y los conocimientos ocultos.

    Hoy, después de otros tres meses de meticulosa preparación, el imperio estaba listo para lanzar su ataque contra una zona negra gobernada por un zein zaga llamado Abbacan. La reciente resurrección del zein, y la consiguiente debilidad de él y sus raksaras, presentaba una oportunidad que no podían desaprovechar.

    El primer escuadrón, una fuerza formidable de tres mil hombres, avanzaba con la determinación de quien cree estar reclamando un legado. Cada paso que daban resonaba con un eco de libertad.

    Sin embargo, entre las filas, el miedo y la duda se entrelazaban con la bravura. Algunos soldados cuestionaban en susurros: «¡¿Libertad?!, solo estamos mordiéndole la cola a los monstruos». «Respetemos los pactos». «¡Los magos nos mantuvieron a salvo en el pasado, incluso la emperatriz lo reconoce! ¿Por qué debemos hacer esto?»

    Los soldados tenían un especial temor hacia Abbacan, una monstruosidad que podía ser nombrado como el rey de todos los insectos, pero de fuego. Allí, en esos sectores asfixiantes donde los vapores volcánicos envolvían la tierra rojiza, y los raksaras vivían de las cenizas nutritivas que dejaban caer los árboles cobrizos y las flores cargadas de etherio puro.

    Todo el paisaje ante ellos señalaba la influencia del fuego, destinado solo para aquellos que tuvieran un maná demasiado resistente a ese medio.

    En el corazón de esta tierra yerma, se alzaban tres volcanes, monstruosidades naturales que desgarraban el cielo, rodeados por árboles gigantescos y acorazados con etherio, cuyas ramas se extendían como dedos esqueléticos hacia el firmamento. Y allá, en lo más profundo, vivía el magna, un combustible, un zafiro líquido de altísimo valor que el imperio anhelaba con el hambre de los raksaras desérticos.

    Al caer la tarde, Sydon alcanzó la base del volcán medio, rodeándolo con cuatro escuadrones desde cada dirección cardinal. En general, todo estaba saliendo demasiado bien. El primer grupo había enfrentado nada más que a unos pocos raksaras de fuego en el camino: insectos con el tamaño de leones, serpientes de muchas cabezas y roedores que entraban en la carne escupiendo veneno. A pesar de ello, el costo fue doloroso: trece valientes habían caído en batalla. Aun así, el sentimiento de triunfo resplandecía. Por otro lado, estaban seguros de que la presencia escasa de enemigos era una prueba de que los dioses divinos estaban respaldando sus decisiones.

    —¡Avancen! —ordenó el comandante principal.

    Según los estudios, los pocos raksaras se debían al deterioro provocado por el extenso tiempo que llevaba la zona negra funcionando con cada resurrección efectuada. Era un ciclo de vida y muerte que tenía su costo. Los imperiales confirmaban que habían estado viviendo bajo el asecho de un fantasma: las zonas negras no eran esos reinos de muerte que solían ser.

    Sin embargo, aún desconocían muchos de sus funcionamientos, así que no entendieron por qué se toparon con una neblina ligeramente rosa que custodiaba la entrada a un mundo desconocido, emanando un aroma denso, con fuertes notas azucaradas, un toque ácido y ferroso que les hacía recordar la fabricación de pócimas altamente tóxicas. Algunos observaban en silencio, mientras apuntaban hacia todos los lados con las armas, precavidos, hasta que el comandante ordenó limpiar la niebla con la magia del viento.

    Tres mujeres, con movimientos gráciles y gracias a los zeins enlazados en la sangre de sus espíritus, lanzaron una ráfaga que embistió la niebla. Cuando esta se disipó parcialmente, se reveló algo incomprensible: cristales carmesíes, entrelazados con hueso y sangre, formaban un laberinto de letras y líneas desconocidas, como si fueran los restos de un antiguo hechizo o una profecía olvidada. En lo alto, una esfera palpitante y grotesca, llena de vida propia, capturó aún más los suspiros de alarma. Había mariposas eléctricas revoloteando a su alrededor, tejiendo el nacimiento de una criatura inminente y monstruosa, más allá de lo que podían concebir. 

    —¡Atrás, den dos pasos atrás! —ordenó el comandante, con los ojos desorbitados.

    Los protectores se mantenían como estatuas de carne y hueso, con sus músculos tensos bajo el peso de gigantes escudos metálicos que parecían fundirse con el calor. El aire sofocante se arrastraba por sus gargantas como si estuviera vivo, robándoles el aliento con cada inhalación. De repente, un escalofrío antinatural se deslizó por sus columnas, raspando la médula de sus huesos y haciendo que sus dientes castañetearan involuntariamente.

    Desde las profundidades de la niebla emergió un sonido que no debería existir en este mundo. Era un murmullo que se transformó en un gruñido, una voz que parecía arrastrar consigo el eco de infinitos tormentos. Cada sílaba goteaba agonía, como si las palabras hubieran sido forjadas en las fauces del peor inferus y regurgitadas por una garganta carcomida por eones de sofoco y maldad.

    —Ah... ¡Kiajhh! Ehh...

    —¿Qué rayos...? —susurró el comandante.

    A través de la bruma ondulante, se deslumbró la silueta de un hombre esquelético cuya figura desafiaba la lógica. El comandante y sus soldados se esforzaron por mantener la compostura, pero sus ojos, dilatados por el asombro y el terror, los traicionaban. Sus mentes luchaban por comprender lo imposible: ningún ser humano debería estar vivo en ese volcán.

    El calor, que superaba los cincuenta grados, no era propicio para humanos normales. En tales condiciones, el maná, que protegía el cuerpo, amenazaba con agotarse rápidamente, así que nadie debería permanecer demasiado tiempo allí. Llegar hasta ese punto no solo requería sobrevivir al calor, sino también burlar a los raksaras y zeins inferiores que custodiaban Abbacan. Sin embargo, el camino estaba desprovisto de cadáveres, salvo aquellos dejados por las fuerzas imperiales. ¿Cómo había logrado este ser esquelético tal hazaña?

    Por último, los zeins, celosos guardianes de sus dominios prohibidos, no toleraban intrusos. La muerte era el destino inevitable para cualquier insensato que osara adentrarse en sus tierras. 

    Solo existía una excepción a esta regla: los reyes magos. ¡Pero se habían extinguido hacía tres siglos!

    —¡¿Quién está ahí?! ¡Identifíquese ahora! —exigió el comandante—. ¿Cómo es posible que haya llegado a este lugar?

    La voz del hombre desconocido volvió a emerger, ahora alejándose de la niebla, como si resonara desde un umbral entre la vida y la muerte, un eco etéreo de un alma atrapada entre dos mundos.

    —Ah... yo también fui abandonado por mi mamá.

    —¡Identifíquese o atacaremos! ¡Soldados, prepárense! —ordenó el comandante, cada vez más perturbado.

    Todos seguían preguntándose quién, quién podía entrar en un lugar como este y estar en pie.

    —Identifiquen su nivel —ordenó el comandante a un grupo de soldados que se encargaban de tal tarea—. ¡Y ustedes, soldados de eriol, continúen limpiando la niebla!

    El viento mágico repitió su ataque a través de las tres mujeres, pero esta vez una barrera de maná carmesí protegió la neblina, dejándola intacta.

    «¡¿Maná puro?! ¿Será de ese sujeto?», se preguntó el comandante.

    —¡¿Y bien, cuál es su nivel?! —ordenó saber a un grupo de soldados que intentaban apuntar al individuo con una enorme caja, similar a una cámara fotográfica rústica y poco eficiente, que se utilizaba para leer el nivel de maná.

    —¡Hay demasiado estorbo en el aire! ¡Y el funcionamiento de este artefacto no es inmediato!

    El comandante maldijo la situación.

    —Yo solo vine aquí para que mamá esté finalmente orgullosa de mí —susurró la voz de la niebla.

    —¡Le he ordenado identificarse! ¡Si no lo hace, atacaremos de una vez!

    Los ojos del comandante se abultaban, resaltando junto con las venas que cruzaban por su frente y sienes, mientras el escalofriante individuo se disipaba y aparecía constantemente a través de esa niebla. Luego, adoptó un tono distinto, como si entonara un cántico mezclado con dolores y agradecimientos:

    —Madre, ¿les debo decir lo que ocurre? Quizás sea bueno que sepan que solo estoy cumpliendo con lo que él me encomendó. Vine aquí y pude abrir mis ojos como me pediste... y vi directamente al primer engendro que ha estado creciendo en el cielo por tantos milenios, a crueldad. Es gigante, más allá de lo que mis ojos alcanzan observar, aunque carece de cuerpo físico. ¡Pero yo estoy aquí para ayudarlo!

    »¿Por qué tiene forma de escarabajo y siento tanta, pero tanta empatía por él, madre? ¿Por qué sufre? ¿Quién fue el imbécil que lo encarceló mientras se desarrollaba? ¿Acaso no entiende que nunca es bueno... encarcelar a una bestia?, menos a una que tiene tanta hambre.

    —¡Si no se identifica, lo catalogaremos como a un mago loco!

    —Estos estúpidos siempre piensan que la magia es sinónimo de locura. —Suspiró.

    —¡Ataquen!

    Balas, disparos eléctricos, ráfagas de maná, latigazos de viento y todo tipo de ataques se dirigieron contra esa niebla, pero esta resistió gracias a esa muralla férrea de maná carmesí.

    —¡¿Qué nivel tiene el maná de este tipo?! —interrogó un soldado.

    El horror pareció dibujar dos círculos enterrados y negros alrededor del comandante cuando vio el maná carmesí arrastrándose fuera de esa niebla, como algo vivo.

    —¡Esto no es normal, comandante, ningún maná se expande de esa manera a menos que sea demasiado poderoso! —gritó un soldado, suplicando con sus ojos una retirada.

    —¡¿Aún no pueden detectar el maldito nivel?!

    —No, creo que sí, pero... —titubeó una de aquellas personas encargadas de manejar la cámara.

    —¡¿Sí o no?! ¡¿Qué le está pasando?!

    —El maná de ese sujeto es solo de nivel sesenta..., comandante —informó ahogado, preso del horror y la confusión.

    El comandante creyó haber escuchado muy mal. Si el maná del sujeto era setenta, quería decir que era poderoso, sí, pero insuficiente para manifestar tanto alcance.

    —Creo que el maná que está fluyendo no es de él —comunicó una mujer con los ojos titilando en nerviosismo—, sino de un zein que está vinculado a su cuerpo.

    —¿Cómo?

    —¿Querían aprovechar que Abbacan renació hace poco y se halla más débil? —preguntó el hombre de la niebla, ahora lleno de excitación y malicia —. ¿Cómo es posible que, siendo el grandísimo imperio de Sydon, se hayan olvidado de que los zeins zagas pueden clamar a los dioses cuando su núcleo comienza a desgastarse...? En este caso, al único dios que existe. 

    »¡EREBO!

    »¡Levántate, Abbacan! —ordenó, alzando los brazos, mientras la niebla se disolvía y la tierra comenzaba a temblar—. no permitas a estos soldados interrumpirme más. Aprovéchalos y sé lo más cruel que puedas, así el escarabajo crecerá lo que le haga falta y me mostrará su completo cuerpo, ¡hecho para devorar almas!

    La tierra se agrietó con un estruendo ensordecedor. No eran tentáculos lo que surgían de las profundidades, sino una marea de gusanos colosales, negros como la obsidiana y tan viscosos que parecían derretirse sobre sí mismos, retorciéndose en un frenesí putrefacto, desprendiendo un hedor a carne quemada.

    —¡Alimenta a tu dios como has prometido! ¡Y Haz que Sydon pague! —gritó el hombre con salvaje regocijo.

    El volcán ante los soldados comenzó a desmoronarse en una lluvia de cenizas ardientes, como si no fuese más que una frágil cáscara de polvo dejando escapar un contenido apocalíptico acumulado por incontables siglos. La tierra se estremeció en una vorágine, vomitando ríos de lava incandescente que fluían al igual que la viscosa sangre de las entrañas de un titán. Rocas al rojo vivo estallaban en las alturas en una mortífera lluvia, mientras nubes de humo se arremolinaban alrededor del sol, sofocando su luz.

    Y entonces él llegó.

    Abbacan emergió desde la cima del volcán, surgiendo de un río de lava que ascendió hacia el cielo antes de estallar y desprenderse de él gracias al rechinar de sus inmensas alas, cuyo zumbido chirriante auguraba muerte para todos los testigos. Era como un insecto humanoide de siete metros, una endemoniada fusión de carne palpitante y metal fundido. Sus extremidades inferiores eran dos sables de fuego líquido que dejaban surcos humeantes en su andar. Sus alas formaban una «X», ejecutando una danza letal de hojas candentes. De sus garras surgían espadas afiladas, idénticas a los aguijones de los insectos más venenosos, mientras sus ojos de un ámbar ardiente parecían devorar todo con su fulgor, hundidos en una piel carbonizada, agrietada e impenetrable.

    —Como ordenes, seguidor de Erebo —respondió Abbacan, cuya voz resonante cubrió los volcanes, como si fuese liberada desde las fuerzas del cielo negro.

    El comandante se cubría detrás sus protectores con la boca desencajada, soltando hileras de saliva y sudor.

    —¡Primera línea, rodeen a los demás y mantengan posición! ¡Línea dos, ataquen a distancia! ¡Línea tres, fortalezcan los hechizos de protección, línea cuatro, purifiquen el ambiente y reprendan con sus hechizos etéreos a Abbacan!

    Abbacan descendió en un aterrizaje demoledor, rompiendo la barrera del sonido con un estampido que retumbó sobre los tímpanos. Sus colosales patas se movieron en un borrón carmesí, destrozando la línea delantera de los soldados con una facilidad obscena. Escudos se partieron en un corte limpio y perfecto mientras cuerpos eran seccionados por la mitad.

    Luego, con un simple movimiento de sus espadas gemelas, tres cabezas rodaron por los aires en una grotesca fuente de sangre envenenada. Los cuellos fueron cercenados con impecable precisión, dejando muñones humeantes. Los cráneos rebotaron con un chapoteo enfermizo al caer en los cada vez más profundos charcos escarlata, salpicando icor caliente sobre los rostros horrorizados de los soldados restantes.

    —¡Protejan, he dicho, protejan! —vociferaba el comandante, mientras una sensación de estallido emocional se reflejaba en el endurecimiento de sus hombros y brazos, dificultando hasta el más mínimo movimiento.

    Abbacan levantó sus espadas al cielo y un enjambre de insectos surgió desde las nubes, una invasión de millones de criaturas armadas en tenazas. Fue así que los soldados terminaron de comprobar el fin de sus vidas y de sus corazones escandalizados. Pero así, debían luchar por el honor, por... Sydon, ¡por la emperatriz!

    Se desataron hechizos curativos agilizados en desesperación que no lograban contrarrestar la  sinfonía cruda hecha de polvo humano. Alaridos que imploraban socorro escapaban de un soldado, quien vomitaba sangre mientras cucarachas entraban en su carne, devorándole los músculos y tendones. Gusanos entraron por sus tímpanos para comer de toda carne hasta alcanzar su cerebro y romper con todas sus conexiones.

    —Imbéciles —murmuró el sujeto de la niebla, caminando entre el paisaje.

    Era un hombre de figura desgarrada, apenas cubierto por unas pobres prendas, un aldeano cuyos ojos eran dos ónices destilando traumas pasados cohesionados con malicia. Después de alcanzar una esquina donde reposaban los restos de lo que una vez fue su madre: la columna y la calavera que descansaban sobre una funda de cuero, se inclinó con una lágrima cayendo de él.

    —Ya está todo listo, mamá, tranquila. —Sonrió con una mezcla de amor y desvarío—. ¿Cómo, qué es lo que me dices que vea ahora? —preguntó extrañado.

    De pronto, levantó la mirada hacia el cielo. Algo vio en él que llenó sus ojos con más lágrimas.

    —Ah... Erebo... cuánto me gustaría poder verte —anheló, pero se silenció un momento, notando que algo anormal sucedía en el mundo invisible—. Siento que algo... ¿te preocupa? —preguntó, pero negó con un movimiento de cabeza, no comprendiendo lo que sucedía con el dios de la oscuridad—. No, perdóname, me he equivocado. Mis ojos aún son muy pobres para captar lo que sientes.

    Sangre de más soldados salpicó en el torso del sujeto junto a una cabeza decapitada que rodó ante sus pies. Él solo la ignoró y continuó hablando con Erebo:

    —Mejor cuéntame... cómo un pequeño escarabajo, pequeño e indefenso, ignorados por todos gracias a su simpleza, se transformó en el primero de tus engendros. ¡Cuán maravilloso será cuando sus hermanos nazcan y caminen con él en este mundo! ¡Quiero conocerlos...!

    —¡Maldito lunático, maldito hijo de la oscuridad! —El comandante se abalanzó contra él con su rostro retorcido por la ira y el dolor, blandiendo una espada cubierta de hielo.

    Y entonces, antes que el individuo cadavérico pudiese reaccionar, el comandante lo decapitó, acabando así con una de las pocas personas que entendía todo lo que se estaba gestando en el cielo, en ese lugar y con el primer engendro de Erebo.

    Trinity se encontraba en la base de un volcán, con los oídos zumbando y la visión nublada por el sofocante y destruido ambiente. Con esfuerzo, gateó hacia tres hombres gravemente heridos que habían escapado del primer escuadrón: uno sin brazos, otro con los ojos derretidos por el fuego y el último con fracturas repartidas a lo largo de su esqueleto.

    Quiso sanarlos, pero el primero falleció antes de que siquiera pudiera tocarlo, mientras el segundo relataba con balbuceos lo que había sufrido. El tercer soldado, sintiendo sus órganos destruidos, imploró a Trinity que llevara un mensaje de consuelo a su hija y única familia.

    —Es mi niña —dijo aferrándose a las manos de Trinity, anclando en ella sus últimas fuerzas—. Solo tiene diez años y está en tu escuela. Dile que no se deje llevar por ninguna corriente de odio, ¡por favor!, dile que no sea como los demás, dile que no le haga caso al imperio ni a los que se dicen ser influenciadores, solo a ti y la diosa Loíza. Así parezca no escucharnos, dile que crea en ella, porque gracias a Loíza y su recuerdo es que tenemos algo de humanidad en este podrido... mundo.

    Trinity lloró con él mientras sostenía sus manos. En medio de su desconcierto, aquellas palabras le desgarraron el corazón. Nunca imaginó que un soldado imperial le demostraría en una situación así que siempre creyó en la vida y no en lo que profesaba el imperio. Los ojos del hombre temblaban ante el miedo a la muerte. Aun así, se esforzó por continuar:

    —Dile que haga buenos amigos en la escuela, amigos que piensen como tú y yo. ¡Trinity, la envié a Argus solo por ti! —clamó, con sus lágrimas desvaneciéndose a través de sus mejillas—. Haz de este mundo un lugar mejor para mi niñita. ¡El amor por encima de todo! Y si algún día... ha de casarse —añadió, empezando a perder la voz y el brillo de sus ojos—. Si algún día... que lo haga bajo el pacto de... Loí...

    Entonces el hombre cerró sus ojos. Con un gemido de dolor, Trinity le acarició el cabello.

    —Descansa en las manos de Loíza, soldado. Prometo llevar tu mensaje.

    Intentó curar al segundo hombre, pero fue en vano, ya que su corazón había dejado de latir por la escasa sangre en sus venas. La curandera entendió muy poco lo que le había dicho sobre un escarabajo, primer engendro de erebo, un sujeto enloquecido y un feto formando una monstruosidad.

    Con determinación, se unió al resto de los escuadrones y partió a enfrentar a Abbacan y a ese feto abominable. Aunque luchó con valentía, resultó muy herida y necesitó tiempo para sanar.

    Una vez se recuperó lo necesario, regresó al palacio de Argus, decidida en transformar la escuela en un lugar mejor, siguiendo el principal designio de la diosa Loíza para el mundo:

    Amor por encima de todo.

    Se había propuesto modificar la influencia de Sydon astutamente y restaurar la esencia original de Argus, cuando los alumnos solo se entrenaban con el principal objetivo de proteger la humanidad, cuando reinaba lo puro y benevolente. 

    Consideraba que era una misión vital en este tiempo, ya que la crueldad y todas las fallas del ser humano estaban desembocando en algo desconocido y descomunal, algo ante lo cual, nadie, ni el imperio o cualquier otro poder del mundo, estaba preparado para enfrentar.

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