Capítulo 24: Los mercenarios

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    «Amados dioses divinos, esta noche me dirijo a ustedes para pedirles perdón (sí, otra vez). No es mi intención escaparme de la escuela nuevamente, pero les ruego comprender mi falta de alternativas. Debo cumplir mi juramento con Kyogan.»

    »Dios de la fuerza, Tharos; diosa del intelecto, Arcana; diosa la bondad, Loíza, no sé cuál de ustedes sea el dios al que Kyogan pertenece, así que les pido a los tres que lo perdonen por lo que está haciendo. Yo creo que en el fondo él no tiene malas intenciones. O bueno... creo que tiene motivos para ser así. No se enfaden mu...»

    —¿Qué carajos estás haciendo? —cuestionó el mago—. ¿Por qué avanzas tan lento y miras al suelo?

    Shinryu levantó la cabeza con el cuello adolorido debido a la tensión acumulada, deteniéndose de golpe, sintiéndose delatado. ¿Kyogan se habría dado cuenta de que estuvo orando por él?

    Por fortuna, no dijo nada, aunque su aura avasalladora indicó que sí sospechaba. Aun así, Shinryu no pudo evitar orar en cada oportunidad que halló en el camino contiguo. La cantidad de raksaras aumentaba a medida que se adentraban en el Valle de los Reflejos, entre los caminos enmarañados, espinas y rocas desparramadas, peñascos y sombras que la noche cultivaba como cuevas abiertas esperando el descuido de cualquier presa. Más adelante, por si fuera poco, habitaban raksaras de nivel cincuenta hacia arriba, peligrosas monstruosidades incluso para los estudiantes más diestros.

    Pero, confiando en los dioses y consciente de que Kyogan lo protegía con su enorme poder, se propuso mantener la mayor calma posible. Sin embargo, seguía preocupado ante la idea de acercarse demasiado a los mercenarios, sobre todo con su capacidad tan escasa en el sigilo. El mago le había explicado que los peligrosos sujetos se reunirían esta noche con un informante que contrataron para que les investigara cómo invocar el zein. Kyogan quería espiar el momento exacto.

    —Kyogan, ¿puedo preguntarte algo?

    —¿Qué?

    —¿Dónde me esconderé yo mientras espías a los mercenarios? —inquirió, tratando de sonar valiente, tratando.

    Kyogan lo miró sobre el hombro con un destello tan demoníaco como culpabilizado, como si su escasa humanidad se enredara bajo intenciones que incluso él reconocía eran malas.

    —No te esconderás en ninguna parte, estarás ahí, conmigo, espiándolos —aclaró con una seriedad que dejó a Shinryu helado.

    —¡¿Có-cómo?!

    —Lo único que harás será mantenerte callado —gruñó Kyogan.

    —¡Pero...!

    —¡Los mercenarios no tienen forma de detectarte! —obvió, dejando a Shinryu momentáneamente nulo.

    Sin embargo, en breve volvió a cuestionar, hasta que un mandato de silencio le recordó la enorme diferencia de jerarquías que había entre ellos. Kyogan, sosteniendo su destino en sus manos, tenía el poder de usarlo o de castigarlo según su capricho. Un nudo se formó en el pecho de Shinryu, mientras una neblina se erguía en sus pensamientos, haciéndolos más opacos y pesados.

    La confusión era parte de la bruma. ¿Qué ocurriría si los mercenarios alcanzaban a oír a Shinryu? La falta de maná, como siempre, suponía desventajas, ya que a través de él se podía apagar la presencia o detectar a otras personas. 

    Tiempo después, Shinryu se llevó otra mala noticia: Kyogan quería traspasar la enorme cerca metalizada que delimitaba el sector del colegio. Por supuesto, estaba rotundamente prohibido dirigirse al otro lado.

    —¿No te dije que los mercenarios solo rondaban el valle? ¿Crees que son tan imbéciles como para andar cerca de la escuela? Es obvio que estaban al otro lado —evidenció Kyogan—. Solo avanza.

    Shinryu ahogó un chirrido cuando Kyogan lo elevó con una planta para elevarlo al otro lado de la cerca con tal de que empezara a caminar sobre un puente metálico —de doscientos metros de longitud—, que se tambaleaba bajo los pies. La travesía que conducía hacia la profundidad más negra del Valle podía ser perfectamente un portal a la muerte. El rugir del río que circulaba por debajo era el anuncio de una bestia viva, con sus olas golpeando la tierra y tronando contra las bases del puente. Cada paso representaba una lucha de valor. Pero finalmente, Shinryu pudo alcanzar la meta.

    Junto a Kyogan, habían caminado por unas tres horas en total. La oscuridad de la noche abrazaba todo a su alrededor, creando sombras densas y misteriosas en donde se depositara la vista, mientras los ronquidos de criaturas que no se veían y Shinryu desconocía susurraban alrededor. Kyogan tuvo que encender una linterna que se alimentó de su propio maná, por lo que la luz adquirió un tono verdoso.

    —Pásame el pergamino —ordenó.

    Con el corazón enterrado en alguna parte de su alma, Shinryu hurgó en su mochila para entregarle el papel dorado con las instrucciones de invocación. Al recibirlo, Kyogan se notó un poco más humano.

    —Este pergamino lo encontré gracias a un ignami —explicó.

    —¡Oh-oh!, ¿de verdad?

    Según lo que Shinryu tenía entendido, los ignamis era raksaras extremadamente peculiares, ya que tenían una apariencia demasiada humana, aunque muy pequeña, parecida a la de un niño de dos años construido con madera, hojas, flores y pastos. Sus cuernos eran similares a los de un cérvido común, pero adornados con flores azules.

    Pero algo destacaba más en ellos: tenían una inclinación por tomar objetos que les parecieran interesantes, convirtiendo sus nidos en auténticos tesoros o basureros vivientes. Sin embargo, temían a los seres humanos y solo recogían cosas que consideraban libres de pertenencia. ¡Jamás robaban!

    —Hace meses encontré el nido de uno —continuó Kyogan—. Estas cosas esconden muy bien sus nidos. Este lo tenía debajo de un árbol. Ahí vi el pergamino y un par de cachureos sin importancia. El asunto es que, hace unos días, decidí vigilar al ignami para ver si volvía al lugar donde encontró el pergamino.

    »Bueno pues, resulta que sí volvió; se trata de una cueva enterrada bajo unos veinte metros de profundidad. Es un lugar que estuvo sellado por más de un siglo, hasta que el tiempo y la lluvia abrieron un camino.

    »En la cueva hay un cadáver.

    —¿Qué? ¿Cómo así? —preguntó Shinryu, palideciendo con un toque casi azulado arriba de sus mejillas.

    —El esqueleto de un hombre, mejor dicho —aclaró el mago después de acuchillar un par de arbustos para avanzar—. Pero, en realidad, ya no está. Los mercenarios tuvieron la misma idea que yo, pero antes. Descubrieron la cueva y saquearon todo lo que tenía, incluyendo al esqueleto. ¿Entiendes lo que eso demuestra? Demuestra que ellos sabían que había algo valioso por estos lados, sabían que alguien había muerto por acá y que tenía consigo cosas importantes, específicamente instrucciones para invocar un zein.

    Kyogan dejó que sus palabras se asentaran, para luego relatar una breve historia sobre Argus que Shinryu jamás esperó. Hacía más de cien años, el hijo del líder de aquel entonces, Dermael, robó documentos confidenciales del palacio. Padre e hijo tuvieron muchos conflictos, una relación muy difícil, y Dermael se había enamorado perdidamente de una mujer perteneciente a un gremio de cazadores que había buscado demostrar quién era la persona que merecía ser emperador. Los documentos robados contenían información crucial sobre el linaje real y pudieron desencadenar una revolución para derrocar al imperio, pero Dermael desapareció con dicha información, y nunca más se supo de él.

    —Lo que te cuento es lo que han dicho los mercenarios —aclaró el mago—, es lo que saben y lo que leyeron. Aun así, nada les importaba tanto como las instrucciones de invocación.

    —Dioses divinos —susurró Shinryu, quedando en silencio unos segundos mientras se imaginaba todo—. ¿Pero por qué les importa más un zein que una información tan impactante? La revolución que hubo hace un siglo contra el imperio fue de lo más grande.

    —Ajá, no sé. Al fin y al cabo, es un zein —respondió, encogido de hombros—. Hay gente que mataría por tener uno, y a los mercenarios les vale poco y nada la política o la situación del mundo.

    Con tristeza, Shinryu estuvo totalmente de acuerdo con lo que Kyogan dijo. Las personas sí asesinaban por un zein; las noticias sobre gremios desmantelados debido a estas codiciadas criaturas eran bastante comunes.

    —Dregorik Argus se llamaba el líder de ese tiempo, ¿no? ¿Kyogan?

    —Ajá. —Suspiró.

    —Yo... ni siquiera sabía que su hijo se había perdido —lamentó Shinryu.

    —Claro —refunfuñó en voz alta—, porque el imperio se encargó de que la situación pasara desapercibida. Obviamente no les gustó nada que el hijo de un tipo que lideraba una de las cuatro escuelas principales estuviera relacionado con una revolucionaria.

    »Dregorik usó todo su poder para encontrar a Dermael, y según los mercenarios, no fue para arrestarlo, sino para rescatarlo. Aun así, Dermael nunca fue encontrado ni se supo nada de él. Bueno pues, ahora sabemos que murió en el valle, enterrado en una cueva oculta. Pero no tengo una idea cómo terminó ahí. Supongo que se cayó o no pudo salir. Habrá sido un idiota o qué sé yo.

    Los ojos de Shinryu se levantaron como una persona dirigida por una nube de datos y pensamientos tan tristes como analíticos. Kyogan añadió:

    —Dregorik fue uno de los líderes de Argus más joven a la hora de morir. La mayoría de los líderes entre las cuatro grandes escuelas muere de viejo. Pero él... es como obvio que el imperio lo mandó a matar. —Por primera vez, se escuchó un toque de dolor en medio de la frialdad del mago; no demasiado, pero lo suficiente para demostrar que guardaba un grado de empatía hacia las personas afectadas por el imperio.

    Un crujido de dolor atacó las entrañas de Shinryu, como si lo hubiesen oprimido de lado a lado hasta volverle polvo un sentimiento.

    —Seguramente así fue... lo mandaron a asesinar —respondió con un tono serio, impregnado de amargura y frustración.

    Kyogan mostró una leve sorpresa, antes de seguir caminando y atacando a cualquier raksara que se cruzara por el camino.

    —Kyogan, ¿puede preguntarte algo más? Es que me entró una duda.

    —¿Qué fue ahora?

    —Estaba pensando y no entiendo por qué unas instrucciones para invocar a un zein estaban mezcladas con documentos políticos. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? ¿O Dermael solo aprovechó para robar el pergamino de Argus porque era demasiado valioso?

    Kyogan enarcó las cejas, considerando que Shinryu le había planteado una pregunta inteligente.

    —Los mercenarios comentaron que Dermael quería hacer un pacto con ese zein y su mujer, la revolucionara, un pacto de fidelidad, pero no me preguntes más detalles porque no tengo idea.

    Shinryu se quedó con la incógnita.

    Minutos después, alcanzaron la base de unos árboles gigantes que parecían guardianes del fin del Valle. Más allá, se alzaban imponentes montañas que rasgaban el cielo con sus puntas rocosas y cristalizadas en etherio puro. La luz amarilla de la luna Cosmo se derramaba sobre sus cimas, creando un fabuloso resplandor dorado que sobresalía desde el oscuro manto de las nubes, convirtiéndolas en antorchas, en faroles vigilantes, imbuidos en una belleza siniestra.

    —Regresaré el pergamino a la cueva —indicó Kyogan, con presura—, para que los mercenarios lo encuentren y entiendan que sí se puede invocar un zein y empiecen a investigar el resto. ¿Se entiende o no?

    Un disparo de adrenalina desajustó a Shinryu al descubrir que Kyogan lo dejaría solo, a merced de las criaturas.

    Kyogan corrió, alejándose sin más, pero después regresó con un chasquido de lengua para recitar un hechizo con el maná agitado y chispeante. Unas espinas crecieron alrededor de Shinryu, formando una muralla de medio metro.

    —¡No es un hechizo protector, sino de destrucción! —explicó a modo de regaño y advertencia—. Si tocas cualquier espina crecerá y te rebanará el dedo. ¡No toques nada!

    Kyogan se sumió en la oscuridad del valle, con Shinryu manteniéndose en su sitio, aterrado ante la idea de mover un solo músculo. Efectivamente, el hechizo que había dejado Kyogan no era de protección, sino un conjuro de destrucción letal. Las plantas espinosas reaccionaron ante el simple asomo de un ave, envolviéndola en mil pinchazos mortíferos, logrando esparcir una lúgubre lluvia de sangre y vísceras sobre su rostro.

    Cuando Kyogan regresó, encontró a Shinryu abrazado de las rodillas, temblando, mientras rezaba a los dioses incoherencias, pidiendo misericordia para... ¿la oscuridad? Sin ofrecer palabras de consuelo, Kyogan deshizo el hechizo y lo reprochó, diciéndole: «¡Solo es un poco de sangre!»

    Al salir de su trance, Shinryu se levantó de un respingo y comenzó a limpiarse con histeria, comprendiendo de una vez por todas que acumular traumas con el mago era algo... ¡totalmente normal!

    —Vamos a espiar a los mercenarios —le indicó Kyogan.

    Avanzaron, ascendiendo por un camino enmarañado, en cuya cima visualizaron un pequeño campamento donde una tenue luz anaranjada revelaba la presencia de una fogata. Kyogan obligó a Shinryu a trepar un gigantesco árbol desde cuya copa se podía ver todo. Por suerte, Shinryu era muy diestro escalando cualquier árbol imaginable.

    En la rama más alta, Kyogan desvaneció su presencia a través de un hechizo no mágico, convirtiéndose en una figura opaca en todos los sentidos, incluso su ropa adquirió tonos grisáceos.

    Shinryu observaba el campamento desde tal altura, encontrando a los famosos mercenarios y comprobando que emanaban una maldad que por poco podía ser palpada. El líder, vestido con una armadura negra que ocultaba sus ojos, estaba sentado frente a una fogata en una postura pensativa. Detrás de él, un sujeto esquelético con dientes amarillos jugaba con una calavera como si fuese una pelota —claramente eran los restos de Dermael—. Reía con desenfreno, creyéndose el rey del bosque y la victoria, mientras se recostaba sobre una montaña de huesos de raksaras.

    Ambos sujetos destilaban un hedor de sucias vivencias. El brillo torcido de sus ojos relataba un río de delitos que habían cometido a lo largo de la vida, quizás secuestros, robos, engaños, asesinatos.

    Fue entonces que un hombre encapuchado y exageradamente curco, como si tuviera una espalda de cucaracha, el informante que esperaba Kyogan, llegó al campamento para hablar con el líder sobre sus investigaciones del zein. El líder se quejó porque aún no encontraba el pergamino con las instrucciones, único documento que le podía confirmar que en el Valle sí se podía invocar un zein. Pero entonces, en un giro inesperado, los demás mercenarios que conformaban su grupo encontraron el anhelado objeto. Dos mujeres y un hombre entraron corriendo con el hallazgo en sus manos, cargando en sus rostros una mezcla de excitación y codicia.

    Los cinco mercenarios y el informante pasaron una hora inmersos en la fascinación que provocaba aquel pergamino, un tesoro que valía miles y miles de geones. Sin embargo, cada intento de estudio se veía interrumpido por el constante chillido de un raksara que provenía del campamento.

    Shinryu se llenó de angustia al notar que los mercenarios habían capturado al ignami que los había guiado a la cueva. El pequeño, como un monito anhelando ser rescatado por mamá, buscó desesperadamente auxilio cuando el líder lo atrapó entre sus manos. Shinryu anheló tener la fuerza necesaria para rescatarlo al ver sus ojos cristalinos pintados de angustia.

    —Maldita alimaña..., todo el día chillando, toda la noche arañando la jaula hasta romperme los malditos tímpanos. Pero definitivamente ya no nos sirve, ¿no? —preguntó el líder, sacudiendo al pequeño desde la nuca.

    —Creo que no, no, mi señor —respondió el sujeto curco que se hacía llamar Soñolete—. Pero, ¡oh, oh! Ay, lo que ha hecho esta criatura ha sido maravilloso. Ni hombres entrenados pudieron descubrir lo que él. Le recomiendo que...

    El líder le cercenó el cuello al ignami cuando le hubo mordido uno de sus dedos. Sin remordimiento por lo que había hecho, arrojó a la criatura a la fogata, donde rebotó un par de veces entre madera en fuego. Gateó unos centímetros antes de caer desangrado, dejando detrás de su muerte un rostro desolado con lágrimas que aún rodaban por sus mejillas.

    Shinryu ahogó un gemido de pena y rabia. Para él, el ignami era una de las criaturas más tranquilas y piadosas que existían. ¡¿Era necesario el asesinato?! ¡Por supuesto que no!

    —Oh..., bueno... —Suspiró Soñolete con una sonrisa falsa. Era evidente que buscaba quedar bien ante los mercenarios.

    —Te pago para que investigues, y ahora te muestro el pergamino en la cara. Dime qué demonios tenemos que hacer para invocar al zein —exigió el líder, impaciente.

    Soñolete tembló, mientras se protegía con los brazos, aunque su miedo también parecía ser algo... fingido.

    —¡Oh, mi señor, sin duda la constelación de las armas apunta a su favor! ¡Solo alguien como usted mereció encontrar algo tan valioso! ¡Por supuesto que he de obedecer! ¡Gracias, gracias por sus geones!

    —¡¿Entonces?! —insistió, con un siseo—. Apura, maldita sea. ¡Llevamos semanas sumidos en esta mierda! No queremos seguir aquí si no vamos a conseguir nada.

    El mercenario de los dientes amarillos, ubicado detrás del líder, rio una vez más.

    —¡Cierra esa boca, alimaña! —rugió el líder.

    —Estoy seguro, mi señor —prosiguió Soñolete—, que no basta con leer libros para entender las instrucciones, ya que están codificadas según la persona que las escribió. Fíjese nuevamente en el nombre escrito al final del pergamino.

    «Aladaina Riven», Shinryu recordó de inmediato, pues había leído demasiadas veces las instrucciones.

    —Aladaina Riven trabajaba para Dregorik, el líder de Argus de aquel entonces —informó Soñolete.

    —Entonces está muerta hace más de un siglo —maldijo el líder tras sacarse el casco y mostrar un rostro cubierto de cicatrices, un mapa de líneas retorcidas.

    —Pero su información aún debe estar dentro de Argus, sus notas, sus libros.

    —¿Pretendes entrar en Argus, entonces, para completar esta tarea? —inquirió el líder con una sonrisa burlesca y provocativa, sugiriéndole morir en el intento—. Me has pedido demasiado dinero. Supongo que es suficiente como para que traspases las defensas del palacio y busques información de esa tipa.

    Soñolete se encogió.

    —La entrada ilícita al palacio sigue siendo muy difícil. Sin embargo, aún hay alternativas. En Álice hay personas que pueden entrar, personas que se han ganado la confianza de Dyan. Quizás, con una buena suma de dinero...

    —¡¿Más geones, Soñolete?! —bramó el líder, luego tomó la capucha de Soñolete, con un rostro que amalgamaba emociones tenebrosas—. ¿Y por una idea tan estúpida? Robar información pondría en alerta a todos los profesores. Además, la sección honorable de la biblioteca está protegida por un hechizo ancestral.

    Tras reacomodarse la ropa, Soñolete añadió:

    —Tampoco olvidemos la vieja alternativa. Aladaina Riven era una lectora de estrellas y se inspiró en algo para crear sus analogías. Debe haber una base de sus ideas en libros de astronomía de su tiempo. También, si pudiéramos averiguar sus creencias para saber qué tan apegadas era a la religión divina, y averiguar si lo que hacía...

    El líder empujó a Soñolete contra el suelo para luego decirle que no le servían de nada las ideas, solo los resultados. Ante esto, Soñolete corrió de regreso al pueblo de Álice para buscar el modo de hallar libros, notas, cualquier información de Aladaina Riven, la verdadera pista de las instrucciones.

    De regreso en Argus, Shinryu analizaba lo descubierto, comprendiendo que debía hacer lo mismo: buscar libros más específicos.

    Había comenzado una carrera contra el tiempo, y todo dependía mayormente de él. Kyogan le había asegurado que Soñolete no sería capaz de encontrar la información exigida por el líder, por lo que huiría con el dinero en los bolsillos. Con su retirada, los mercenarios abandonarían el plan y así acabaría la oportunidad de Kyogan para morir ante un zein y seguir fingiendo ser una persona normal ante todos.

    Shinryu percibía la tensión y la inestabilidad de Kyogan resurgiendo, quien parecía volver a ser esa persona dispuesta a llevar a cabo acciones brutales con tal de proteger su pellejo. Shinryu no sabía cómo definir el progreso que habían trabajado juntos, pero lo sentía en su alma, así no tuviera nombre; y no deseaba perderlo.

    El conflicto interno ardía en llamas recién nacidas. Temía que una decisión mal tomada bastara para llevarlos a ambos a caminos nefastos y sin salida. 

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