Capítulo 25: El intercesor

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    Shinryu no entendía por qué le dolía tanto la cabeza. ¿Sería porque durmió demasiado poco? Tal vez, pero tampoco era así de débil. Además era extraño, pues fue de un instante a otro que algo le empezó a aplastar los sentidos, la frente, los tímpanos, los párpados.

    Pero aún, le parecía ver todos los colores mucho más opacos: las paredes, el suelo, los verdes paisajes a través de las ventanas del palacio lucían demasiado grisáceos. Sacudía la cabeza, cerraba los ojos y volvía a abrirlos, sin cambio alguno.

    Se planteó una pregunta con terror: «¿mi enfermedad está avanzando?»

    Así, con la frente apoyada sobre el escritorio de la biblioteca en una postura casi humillada, clamó a Loíza, colocando como pocas veces en la vida una nota de reclamo y exigencia en la oración:

    «Siempre creí en ti, eres dueña de mi esperanza. Quizás no merecí respuestas antes, no lo sé, pero ahora la necesito con urgencia. ¡No puedes permitir, amada Loíza, que esto siga avanzando! Sea lo que sea que esté sucediendo en mí, no puede avanzar más y menos ahora que Trinity me ayuda. ¡Loíza..., ¿cómo se supone que debo orar?! ¡No más, por favor...!»

    Se detuvo al experimentar algo que se podría comparar con un milagro: el dolor de cabeza se redujo casi al instante y su visión se hizo normal. Su asombro fue tal que agrandó un par de círculos con los ojos y se distanció bruscamente del escritorio, haciendo crujir la silla, sufriendo un miedo al que se le podría considerar... fascinante.

    ¿Loíza le había... respondido? 

    Su asombro crecía, y no solo por lo vivido, sino porque estaba notando algo más. Le costaba definir el sentimiento, pero era como si el mundo entero volviera a cobrar ritmo y color. Algo en su corazón algo hallaba serenidad y complemento.

    Rio nerviosamente sin importarle que los alumnos lo miraran, y de repente quiso correr por los corredores para anunciarle a todos que los dioses divinos sí existían. Si no lo hizo, fue porque no podía abandonar tantos libros y datos secretos que había apilado sobre el escritorio.

    Apiló todo sobre sus brazos y corrió con un objetivo claro en mente, pero entonces largó un grito al ver a Kyogan con los brazos cruzados, quien lo había estado vigilando todo este tiempo. Shinryu lanzó los libros y papeles al techo, para después caer de trasero. Todo se desparramó a su alrededor.

    Estaba muy acostumbrado a las miradas analíticas de Kyogan, pero la que recibió esta vez fue mucho más aguda y larga de lo normal. Kyogan se introdujo en un viaje de exploración a los terrenos de su mente con tal de entender sus formas. Pero no obtuvo un veredicto claro, quizás porque le seguía costando de sobremanera entender la luz de otra persona.

    Una vez Shinryu hubo arreglado el desastre, Kyogan preguntó por el avance de las investigaciones.

    —Solo necesito ir a la parroquia de Argus —respondió Shinryu.

    —¿Qué carajos tiene que ver la parroquia con todo esto? 

    El chico sin maná titubeó, no sabiendo cómo expresar lo que había experimentado ni lo que deseaba. Dio vueltas y vueltas, entonces sucedió algo espantoso: se sobresaltó cuando el mago le tomó el cuello de la camisa con brutalidad, creando una garra que se adentraba en su tráquea. Kyogan proyectó una renovaba fiereza a través de sus ojos verdes, el reflejo de un ser que se había devorado más demonios de los que Shinryu siquiera imaginaba, demonios que resurgían con el ferviente anhelo de consumirlo todo bajo sus pies.

    No obstante, a través del temblor en sus pupilas, Shinryu percibió la desesperación comiendo de su alma. Y entonces lo comprendió de verdad: Kyogan no quería abandonar Argus, y sufriría un destino escandaloso si no lograba justificar la pérdida de su zein.

    Dolores parecieron ser emanados desde los poros de ambos, como si las almas fuesen tangibles y sus aflicciones se pudieran exponer en un hedor caótico. Shinryu creyó también tocar la carga inmensa que llevaba Kyogan por ser mago. Después de todo, no era nada fácil vivir sabiendo que en un par de años enloquecerías irremediablemente.

    De pronto, Kyogan pareció confundirse, y lo soltó.

    —Ve y busca tu maldita inspiración, pues. —Sonrió con un rastro desquiciado, como si volviera a anhelar el filo de sus dagas sobre él, y se alejó.

    Shinryu se encaminó a la parroquia de Argus con las piernas entumidas, lugar que se alzaba en el corazón del palacio, rodeado por una laguna en forma de aureola. Cada rincón del entorno se embellecía por luces que emulaban la cálida presencia del sol desde un techo inalcanzable, mientras exuberantes plantas caían como cascadas y las flores embriagaban con su frescura y aromas dulces. La parroquia, con su imponente forma triangular, estaba construida con piedras de un suave tono azul, decoradas con bordes dorados. Era una reliquia imponente que se alzaba entre las torres de la escuela. Su diseño reflejaba la divina trinidad.

    Shinryu tomó unas flores que había guardado en su mochila, entró a la parroquia y las colocó a los pies de la estatua de Tharos, la única disponible en ese momento, pues las de Loíza y Arcana estaban siendo reparadas por los sacerdotes. Tharos se erguía delante de él, una figura masculina y poderosa, rodeada por trece espadas que parecían alas giratorias. Su armadura dorada no solo protegía su cuerpo; circulaba por los entornos de su rostro hasta extenderse hacia su cabeza y crear una corona.

    Shinryu oró brevemente, pero el crujido de su corazón le impedía concentrarse, además recordó su primer día con Kyogan, cuando fue torturado. Algo le decía que estaba a punto de vivir algo similar. Algo le decía que Kyogan almacenaba un monstruo peor a lo imaginado y aún no conocido, dispuesto a destruir cualquier avance con insana facilidad. 

    Concluyó que no debía asistir a clases por unos días; podía utilizar su enfermedad como excusa. Dedicó todo su tiempo a la biblioteca, sin importar que ahora sería un esclavo de ese escritorio.

    Horas después, horas de consumo mental, apareció Cyan como una seria y madura sombra.

    —Shinryu, ¿cómo vas con todo... esto?

    —¡Cyan! —respondió con un respingo, no habiéndose percatado de su presencia.

    Se inquietó al ver a Cyan entrecerrar los ojos y cruzarse de brazos como si analizara profundamente todo lo que ocurría y buscara conclusiones desde incontables perspectivas, como si fuese un juez basado en experiencias que pocos tenían. 

    —¿Mi hermano no te está ayudando con esto? —preguntó con voz ronca.

    Shinryu no supo qué decirle, pues no deseaba decir nada malo de Kyogan. Cyan, después de otro largo análisis donde notó las expresiones claras del chico, dijo:

    —Espérame aquí, ya vengo. —Suspiró.

    Tiempo después, Cyan apareció en el comedor de Argus, consciente de que su malandro hermano andaría por allí comiendo golosinas.

    —Ven, Kyogan, vamos a hablar —demandó, sonando autoritario, mientras Kyogan lo seguía y escondía unos dulces robados en los bolsillos.

    —¿Ah? ¿Y por qué? ¿Qué carajos pasa ahora? —inquirió, desafiante.

    Cyan lo dirigió a un lugar solitario del palacio y allí se dispuso a discutir la situación del zein y lo que sucedía con Shinryu. Una vez más, notaba la crueldad desmesurada que Kyogan le dedicaba al mundo y la alteración mental que llevaba enjaulada por dentro, situaciones que no le gustaban desde hacía mucho tiempo.

    —¿No deberías al menos ayudar a Shinryu a investigar? 

    —¿Y por qué? Él es el prodigio en astronomía y tiene que cumplir con sus palabras si quiere seguir vivo. 

    »¿Qué te pasa, Cyan, me estás diciendo... que estás defendiendo a Shinryu? —cuestionó, articulando muecas desalineadas, encontrándose en una situación que jamás hubiera imaginado—. Explícate —exigió.

    —Mira, Kyogan, he pensado mil veces esta situación y noto algo demasiado claro, y ni tú y yo podemos cuestionarlo —empezó Cyan, con claridad y fuerza—. Shinryu te tiene en sus manos, no, a los dos. En este mismo momento puede ir a un profesor y delatarte, creando una cagada que ni siquiera tú podrás resolver. ¿Pero qué es lo que haces a cambio?, lo amedrentas constantemente, los mangoneas y ahora parece que lo estás reventando. ¿Crees que resolver las instrucciones del zein está sencillo o qué? ¿No te detienes por un segundo a pensar que deberías actuar con más cautela con él y que en ocasiones se te pasa la mano? Además, ayudarlo a resolver esto es para tu propio beneficio.

    A pesar de sus bien elaboradas palabras, solo alimentó un monstruo invencible: la inmadurez de Kyogan, su reticencia a ser un humano, como si con serlo se le fuese a caer el mundo y la resistencia.

    Ambos discutieron a viva voz, recriminándose mutuamente, mientras Cyan intentaba decirle que había mejores formas de controlar una persona, y que estas solían ser más efectivas. ¡No todo se solucionaba con amenazas y torturas!

    —¡Porque soy así, maldita sea! —dijo Kyogan, iracundo—. Oh bueno, ¿te quejas? ¿Quién apoyaba tanto este método en un principio, a ver? Pregúntate quién fue el que me enseñó a actuar con el peor salvajismo posible, Cyan, antes de solo quejarte y criticar.

    Cyan se sintió desarmado y herido en apenas un segundo. Kyogan lo volvía a lastimar donde aún no se podía recuperar, donde aún latía la monstruosa culpa.

    —Si quieres, ve y ocupa tu bondadoso método, pues, que a mí me vale una reverenda mierda. Haz lo que se te dé la gana con Shinryu. Sé un perfecto hipócrita.

    Kyogan se retiró, sin importarle lo que había causado.

    Consumido por la situación, buscando calmar el sangrado que parecía fluir desde sus heridas pasadas, Cyan se retiró en dirección contraria, dirigiéndose a su cuarto donde necesitó varias horas para pensar en todo, con un semblante concentrado y conflictuado, como si con él buscara descifrar acertijos que su hermano dejaba atrás junto a otros desastres. Finalmente, decidió regresar a la biblioteca y acompañar a Shinryu. Allí se obligó a tragarse cualquier tipo de ego y dolor, entendiendo que debía asumir el papel que le correspondía a Kyogan, como si quisiera remediar en algo lo sucedido y buscara enseñarle con el ejemplo. 

    Por fortuna, no era tan difícil ser cordial o al menos neutral con Shinryu.

    Solicitó un salón de estudio para que pudieran indagar sobre el zein a solas. Shinryu quedó sorprendido cuando la encargada de la biblioteca le sonrió a Cyan mientras le pasaba unas llaves sin ningún pero.

    Ambos pusieron todos los libros sobre una mesa en el salón de estudio, para luego resumir lo que Shinryu había investigado hasta el momento. Este expresó sus conclusiones con cuidado: dijo que las analogías de Aladaina Riven no se hallaban en ninguna parte, así que quizás Soñolete tenía razón —aquel informarte de los mercenarios— al decir que eran metáforas personales. Tampoco estaban basabas en la religión divina, ya que no había nada por parte de los tres dioses que hablase de tres hermanos en el cielo en forma de espadas. El único dios que pudiera insinuar algo al respecto era Tharos, quien tenía trece espadas en su espalda y cada una con nombres de entidades, pero él las trataba como si fuesen amigos y aclaraba que eran las trece constelaciones que definían cada mes del año.

    Shinryu hablaba un poco fuerte, a veces bajo, a veces tartamudeaba un poco.

    —¿Será que Aladaina perteneció a alguna religión prohibida? —sugirió Cyan, esforzándose por ser una mejor versión de sí mismo, para sonar educado y no dejar que ningún tipo de sentimiento incómodo o rencoroso lo perturbara, así los tuviera dentro—. Puede que de ahí haya inspirado tanta analogía rara. Lo malo es que los libros que hablan de religiones prohibidas solo están dentro de la sección honorable de la biblioteca. 

    —Puede ser. Y lo sé.

    Cyan examinó los documentos que Shinryu había depositado en la mesa.

    —Pero algo te falta por aquí.

    —¿Qué cosa?

    —Libros que hablen de zeins. Sabes que los zeins también tienen sus propias religiones, ¿no? A lo mejor encontramos alguna respuesta por ahí.

    Shinryu le explicó que Kyogan le había sugerido no buscar libros sobre zeins.

    «Dioses», pensó Cyan a modo de queja y frustración, y argumentó que los libros de zeins eran los más solicitados por los alumnos porque sencillamente les encantaba leerlos. No por leer alguno se sospecharía que estaban metidos en invocaciones prohibidas.

    Esa misma tarde, Cyan se sumergió con Shinryu en una profunda investigación, adentrándose en un ambiente que parecía cambiar de tonalidades a medida que avanzaba. A ratos todo era neutralidad, como si fuesen dos estudiantes reunidos que se disponían a cumplir con una tarea, hasta que Shinryu asomaba tímida y curiosamente su mirada por encima de un libro, preguntándose si realmente estaba con Cyan dentro de un salón de estudio. Cyan, por su parte, también se alejaba de su estado neutral de vez en cuando y aprovechaba para analizarlo de reojo.

    El ambiente, a pesar de todo, delataba algo que tenían en común: ninguno optaba por la agresividad para solucionar las cosas.

    Cyan continuaba soportando sus debates internos, perdiéndose cada cierto tiempo en el pasado. Aunque parecía comprender la luz de Shinryu, aún la evadía. Era como si la nobleza y todo lo bueno estuviera atrapado en los conceptos, en lugar de sentirlos reales. Sin embargo, cada minuto que compartía con Shinryu, cada hora, servía para comprobar una parte.

    Días después, fue Shinryu quien rompió el silencio:

    —¿Te puedo preguntar algo, Cyan?

    —¿Dime? —respondió con una mirada cálida que ocultaba los conflictos.

    —No sé si es posible saberlo, pero quisiera preguntar en qué trabajabas.

    Cyan esbozó una sonrisa sutil y le contó que trabajó en una tienda de pociones o, mejor dicho, de dopajes. Había lidiado con muchas pócimas que se especializaban en alterar el funcionamiento del maná para potenciar algunas de sus capacidades.

    Shinryu admiró cada detalle, pero en el silencio de su mente: «Woah...». 

    —Cyan —le llamó después de otro rato, los dos evaluando libros.

    —¿Sí?

    —¿Puedo saber qué nivel de maná tienes?

    —Cuarenta y nueve.

    —Ohhh.... ­—Las miradas sinceras de Shinryu seguían removiendo algunas semillas en un campo en el que había poca vida y flores.

    Hablaron respecto a los niveles del maná. A Cyan le faltaba un punto para ser considerado de gran utilidad, aunque tendría que esforzarse por ello, pues las personas se estancaban en el número nueve en cuanto a los niveles de maná, ahí se hallaban los límites.

    Continuaron hablando a través de una charla más fluida. Aunque al rato se detuvieron de manera algo brusca. 

    Kyogan, que ya no pudo ignorar más la situación y la inquietud que le causaba, se acercó a Cyan al fin, esta vez con una barra de chocolate en mano.

    —¿Lo quieres? —preguntó.

    Cyan aún estaba muy molesto y herido, pero tampoco era inmune al ofrecimiento. Sabía que era la única forma que tenía Kyogan de pedirle disculpas. Nunca regalaba sus chocolates a nadie, ni siquiera a él; podía rebanarle un dedo a cualquiera que le quitara uno de sus dulces. Cyan sabía lo que le significaba ceder una de sus barras.

    Al recibir el dulce con un suspiro, Kyogan demostró un sutil pero profundo alivio a través de su respiración profunda y ojos más cristalinos. Cyan se doblegó con solo mirar los ojos de su hermano, dos pozos que guardaban sufrir. Volvía a sentir el anhelo de ser una familia normal junto a su hermano, una que no cargara con mil amenazas y que no tuviese que estar defendiéndose a cada segundo del día.

    Su hermano menor tembló de manos y con sus ojos pareció preguntarle: «¿entonces qué hago, Cyan, qué carajos hago?» Era evidente que estaba cada vez más aterrado ante la idea de ser descubierto por el imperio, lo que lo llevaba a ocupar las únicas armas que conocía para defenderse. 

    De esta forma, Cyan sintió una necesidad ferviente de intervenir aún más profundo en la situación. Así, sin pretenderlo en realidad, se transformó en un intercesor, en un balance entre chicos extremadamente opuestos, en la voz más madura de las tres.

    Tras asegurarle que todo saldría bien, regresó con Shinryu, quien por su lado tampoco se sentía nada bien al no conseguir respuestas del zein.

    —Mira, te echaré una mano siempre y cuando tú te ayudes y lo hagas de vuelta —declaró Cyan con seriedad conclusiva.

    —¿Có...cómo? —respondió Shinryu.

    —Te quiero preguntar algo de hombre a hombre. Lo único que exijo es sinceridad: ¿Qué harás si nos vamos de la escuela? ¿Serás simplemente libre?

    Un profundo silencio se apoderó del salón de estudios.

    —Sé que nos conocemos todavía poco y tengo la sensación de que constantemente me comparas con mi hermano —continuó Cyan—. No te culpo, hay muchas personas que también me consideran oscuro, aunque no me quejo tanto realmente. Lo soy, pero hay formas y formas, y aunque no lo creas, no apoyo las de Kyogan.

    »Mi pregunta es esa: ¿qué será de ti cuando no estemos?, ¿seguirás guardando la promesa aunque ya no sea necesaria?

    —Sí —afirmó Shinryu, impulsado por aquella determinación que no titubeaba—. No tengo por qué romper nada. Además, ¿qué beneficio saco al decir algo si ustedes ya no están?

    Cyan, parpadeando, parecía no haber indagado en algo tan obvio.

    —Cyan... si piensas que me quiero hacer algo en contra de tu hermano, te aseguro que no es así. ¿Yo... te puedo confesar algo?

    Cyan accedió. 

    —Estoy agradecido con tu hermano —expresó con timidez, pero con el corazón expuesto—. Yo nunca pensé que iba a vivir un infodomus al entrar en esta escuela, al menos no uno tan grande. Tu hermano me liberó de unas las cosas más feas que he vivido nunca. ¿Y sabes qué más?, me perdonó la vida, aunque yo no haya tenido pruebas para demostrarle nada de lo que le decía.

    »Cyan. —Tembló con los ojos cerrados—. No te voy a mentir: fue horrible cuando conocí la... crudeza de tu hermano. Es que fue algo.. No, disculpa, no es que quiera hablar de eso, es una forma de explicar que no guardo rencor.

    Cyan se vio sorprendido y a la vez atacado por malos recuerdos. El sadismo de Kyogan le producía una angustia horrible. Sí, por supuesto, comprendía por qué era así, pero desde hacía muchos años, Cyan entendió que estaba mal y desde entonces llevaba luchando para que Kyogan mejorara. Le costaba verlo con esa escasa capacidad de superación, mientras él, con mucho esfuerzo y trabajo, había progresado como persona. 

    —Discúlpalo, Shinryu —dijo en un hilo de voz, logrando quebrantar a Shinryu en un solo instante—. Comprende su situación, por favor, tú sabes que... no es fácil.

    —Lo comprendo —aseguró, también en un hilo de voz—. Te juro que sí. Por eso no he podido guardar rencor. ¡Me he sentido agradecido por encima de cualquier cosa!

    Shinryu ya no se podía controlar sus emociones, esas que decidían hablar en momentos culmines.

    —No quiero que se vayan de Argus, pero no seré hipócrita contigo, tampoco quiero que esto resulte mal y que Kyogan... se vea obligado a actuar. Yo quiero seguir teniendo una oportunidad para seguir demostrándoles que sé guardar promesas. También quiero pagarle a Kyogan lo que hizo por mí. Y, perdóname, es vergonzoso, lo sé, pero...  —empezó, con sus mejillas cobrando un fuerte color rojo— me gustaría seguir conociéndolo a él y... a ti, ¿por qué no? O sea, por eso necesito tiempo hasta que no les quede duda alguna de que seguiré ahí, cumpliendo todo lo que dije.

    Cuando Shinryu notó los ojos aguados de Cyan, dos esferas donde se revolvían mil sentimientos, confirmó su diferencia abismal con Kyogan, pese a que ambos compartían una base, sin embargo, era como si hubiesen crecido de distintas formas.

    —Mira, Shinryu, aprovechando el momento de sinceridad, te diré claramente que tampoco seré la persona más amable del mundo —añadió Cyan—, también puedo ser serio, pesado a ojos de muchos, pero así te parezca difícil de entender, hace mucho decidí mejorar en ese aspecto. En realidad, quiero decirte que prefiero andar en buenos términos con la gente, a menos que me den un motivo para andar de malas. Mi única preocupación contigo es la que conoces, ¿pero de resto?, nada. 

    »¿Sabes algo también? A la larga me gustaría que los tres fuésemos amigos. Como tú dices: ¿por qué no?

    El asombro se deslizó por el alma de Shinryu como un rayo de sol en una mañana oscura, iluminando los rincones más inconcebibles de su ser.

    —Te he analizado desde que llegaste a la escuela, y lo hice mil veces más desde que supe todo. Notaba que eras un buen chico, contrario a todo lo que decían, y que tu situación obviamente te hacía sufrir, pero ese mismo sufrir te hacía distinto a los demás, más maduro. Al igual que mi hermano, a mí me vale lo que digan los alumnos influyentes. Ellos no me pueden impedir acercarme a ti. Yo me acerco a quien se me da la gana, pero tampoco tenía motivos para hacerlo, en cambio ahora sí. Y hasta el momento... no he visto nada malo.

    »Shinryu, obviamente a mí y a mi hermano nos da miedo que nos falles. Pero ojo —dijo, levantando un dedo índice con el cual negó—. No quiero que me des promesas ni nada, porque eso es algo que solo el tiempo y tu cumplimiento solucionarán. Hasta entonces, lo importante es que estemos lo más tranquilo que podamos, porque la calma es un tesoro, más en medio de una tormenta. Y en cuanto a Kyogan, bueno, intenta no tener tanto miedo, porque yo me encargaré de hablar con él. Y es que soy el mayor aquí, me falta poco para los diecinueve y no puedo permitir tanto descontrol. 

    Hubo un silencio donde Cyan descubrió que Shinryu tenía alma de un niño que solo lloraba por dentro. Por eso decidió decirle con una amabilidad casi sonriente:

    —Todo saldrá bien mientras sigas demostrándonos tu palabra. ¿De acuerdo?

    A Shinryu le temblaban los labios.

    —Sí, sí... —musitó, controlando las lágrimas—. ¡Claro que sí...!

    Cyan se puso de pie y caminó hacia él

    —Iré a buscar algo para comer. ¿Tú no tienes hambre?

    —No —mintió.

    Cuando Cyan se hubo retirado, Shinryu hizo todo lo posible para no deshacerse en su quebranto. De alguna manera, percibió a Cyan como una especie de respuesta a su oración en la parroquia. Estaba... eternamente agradecido, feliz e incrédulo con lo que había escuchado. 

    Así, continuó leyendo, ahora con una decisión renovada, un viejo libro cuyas tapas estaban por desarmarse.

    Entonces ocurrió el milagro: halló un texto que decía que las tres lunas que rotaban alrededor de Evan podían ser comparadas con los electrones de un átomo. Los átomos tenían mucho espacio entre el núcleo y sus electrones. Lo mismo ocurría con Evan y sus lunas. Además, los electrones giran de manera elíptica. Lo mismo sucedía con las lunas en torno a Evan, pues la gravedad que generaba el planeta, sumada a la de los tres satélites, provocaba ese efecto.

    Shinryu mandó a volar la silla al ponerse de pie cuando leyó que cada cuatro meses la luna Cosmo y Magnus se alzan sobre la cima de Evan. Las rotaciones de Cosmo y Magnus se hacían tan estrechas con la tierra que parecían dos espadas cruzadas. Y ante la ausencia de Cyan —que giraba en una línea central y en ese momento se hallaba debajo de Evan—, Cosmo y Magnus se hacían ver como dos ojos vigilando la tierra, cada uno en la punta de una espada.

    Shinryu releyó la primera parte de las instrucciones de invocación:

    El zein se pasea por las orillas de nuestro orbe solo si el destructor de su patria se ha ocultado y los dos hermanos restantes son los únicos reinando en el abismo celeste. Serán espadas, y cuando junten sus puntas, formarán el color de sus ojos...

    Buscó el nombre del autor del libro: Darik Faler. No encontraba la correlación con Aladina Riven, pero insistió en hallarla. Casi se desmayó cuando, en los agradecimientos del libro, Darik Faler bendecía a Aladaina Riven, mejor amiga de su abuela, por la pasión que le entregó hacia los misterios del universo. Nunca conoció a una mejor lectora de estrellas que ella.

    Buscó otro libro de Darik y descubrió que todo lo describía de manera muy poética y trataba a las lunas como a hermanos/hermanas. No se trataba de ninguna religión en especial, solo eran analogías personales y él lo aclaraba.

    Shinryu corrió hacia Kyogan, sintiendo explotar en cada paso. Era de noche y la encargada de la biblioteca estaba por pedirles a todos los alumnos que se retiraran a sus cuartos. Subió por las escaleras para llegar al tercer piso donde estaba el salón privado de Kyogan. Giró por un pasillo, encontrando al mago mirando de forma perdida a través de una ventana en el corredor. Shinryu casi le chocó encima.

    —¡Kyogan!

    Kyogan lo miró con desasosiego. Iba a preguntar qué sucedía, pero Shinryu lo interrumpió al extender los brazos con un libro viejo entre las manos.

    —¡Lo solucioné, Kyogan! —anunció, con una felicidad que desbordaba desde todo su ser.

    El mago se quedó sin habla. Shinryu aprovechó para explicarle que los hermanos mencionados en las instrucciones de invocación, eran las lunas. Y no menos importante, Cosmo y Magnus se alinearían en una semana y media y formarían los ojos del zein. Como Magnus era una luna magenta y Cosmos amarilla, crearían el color rojo —los ojos del zein—. Cyan, la luna destructora, no estaría en los cielos en ese momento.

    —¡Y creo que con tu hermano estamos a punto de entender el porqué! ¡En realidad, teníamos ciertas sospechas de las lunas, pero nada para comprobarlo! ¡Ahora sí!

    Shinryu frenó sus palabras al ser testigo de una transformación inédita en Kyogan: sus ojos parecían estrellas en el ocaso, perdiendo el fuego de la ira en un crepúsculo de emociones frágiles. Era como si se rindiera, por un segundo, a un reposo lejos del caos.

     Luego desvió su mirada al suelo, sumido en un silencio que hablaba por sí solo, denso como la niebla, profundo como el abismo. Finalmente, alzó su rostro, y por un instante sus ojos se cruzaron con los de Shinryu en una conexión particular.

    —Vale... —declaró.

     Entonces se dispuso a preparar todo para ir a enfrentar al dichoso zein. Quedaba tan solo una semana y media.

    ¿Qué pasaría en ese tiempo? 

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