Capítulo 31: Desde siempre los conozco

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    La posibilidad de una guerra persistía en las mentes de los estudiantes, y de no ser confirmada, sabían que algo igual de terrible se avecinaba.

    ¿Qué se discutió en la reunión sabatares? Era la pregunta que se propagaba como un virus, alimentando una espiral de especulaciones. Las teorías proliferaban sin control, saltando de mente en mente como chispas en un incendio, mientras la oscuridad que rodeaba el palacio, densa y opresiva, solo exacerbaba la sensación de inminente calamidad.

    Era como si el mundo hubiese caído preso de en un vórtice incomprensible, contrayéndose ante la amenaza de enemigos sin rostro ni forma definida. Allá, en el cielo, los recuerdos más nefastos de la humanidad parecían haber cobrado vida propia, arrastrándose desde las sombras más profundas para atormentar el presente. 

    Algunos alumnos, tan alterados por esto, cerraban todas las cortinas a su paso para no observar el mal clima. Otros se refugiaban en la biblioteca para buscar una especie de consuelo en el estudio desenfrenado. Ocurría, por otro lado, que se acercaban los exámenes douma, los cuales representaban una importancia del treinta y cinco por ciento sobre la calificación final del semestre. Las mesas se veían abarrotadas de apuntes, libros, lápices, mapas y maquetas, evidenciaba de una carrera contrarreloj para absorber todo el conocimiento posible.

    Había algunos preguntándose si este sería el último periodo de exámenes normal que enfrentarían en mucho tiempo, pues las grandes escuelas cambiaban drásticamente su forma de estudio cuando se iniciaba una guerra o un tiempo demasiado duro, como un infodomus, que no solo representaba un desajuste en las puertas que influenciaban el clima, sino una posible invasión alienígena por parte de los zeins o un avivamiento de raksaras colosales. En grados aún mayores, escalaba a un inferus. Los alumnos más entrenados y poderosos serían llevados a cualquier escenario de batalla en caso de escalar a un grado cuatro y superior.

    —Sí que son exagerados —comentó un alumno con una sonrisa liviana. Y en el acto fue apoyado por su grupo de amigos, quienes pensaban lo mismo que él.

    Así como ellos, había muchos estudiantes inmunes a la ola de turbulencias; solo se aferraban a los estudios e incluso bromeaban, creyendo que esta era la oportunidad perfecta para que el imperio se llevara a Kyogan a una batalla de alto peligro.

    —¡Que se lo coma una Kuvera, podría ser!

    —Sería sublime, pero ¿acaso esa cosa todavía existe?

    —¡Hombre, es un raksara colosal, esa serpiente titánica puede vivir milenios...!

    Guardaron silencio abrupto cuando notaron que Shinryu se encaminaba entre las mesas de la biblioteca. Sus ojos se anclaron en sus pasos, preguntándose qué iba a suceder con él, ahora que estaba por iniciar el semestre práctico, donde sí o sí necesitaría maná. 

    Shinryu, más allá de las palabras y miradas, que ya no eran como antes, sino más acostumbradas a él, lo que le estaba costando trabajo era fingir un buen estado de salud mental. La idea de tener que ser más paciente lo mataba lentamente, como quien le toca esperar un trasplante de órgano en un hospital día tras día, mientras la salud solo empeora.

    Necesitaba distraerse e ir a Álice. Hacía días el profesor Gadiel dejó una receta para una pócima que aumentaba la «virtud» del maná. Los alumnos debían recopilar los ingredientes antes de que regresara. Este tipo de tareas lo ayudaban a ocupar su mente.

   Ya en el pueblo, recorrió las calles empedradas en búsqueda de las tiendas más baratas, pero cuyos productos tampoco descendieran tanto en su nivel de calidad. Para incrementar su infortunio, los geones tampoco abundaban para él; de hecho, sus ahorros actuales solo le alcanzaba para pagar este año escolar.

    Shinryu había confiado demasiado en su sanidad, en Trinity. Con el maná despierto, pensó en buscar grupos en Argus y solicitar trabajos cuyos suelos aumentaban dependiendo de la dificultad y el nivel que podía ofrecer. 

    —¡Esto no fue lo que te pedí!

    Al escuchar a Kyogan por delante, avanzó, hasta encontrarlo hablando con cinco chicos que se acercaban a él con utensilios de laboratorio: probetas, pinzas, frascos y portaobjetos.

    —Necesito un frasco de granizio. ¿Cómo quieren que esta cosa aguante la combustión mi maná?, no me saldrá ni una sola mota de tirenio —reclamaba mientras agitaba un frasco común ante el grupo de jóvenes.

    Uno de los chicos comenzó a balbucear disculpas, pero Kyogan, fiel a su estilo, no parecía dispuesto a aceptarlas, hasta que la tensión dio un giro cuando un segundo estudiante, en un acto reverencial, le ofreció unas barras de chocolate. El característico gruñido de Kyogan —«Argh»— resonó en el aire antes de recibirle los dulces.

    —¡¿No tienen más?! —espetó, escudriñando al grupo en busca de más ofrendas.

    —No-no.

    —¡Vayan, pues, consigan un frasco mejor!

    Los jóvenes salieron disparados a buscar mejores utensilios. Una vez se hubo despejado su entorno, una transformación sorprendente se apoderó de Kyogan: su ceño fruncido se disolvió en una sonrisa de pura emoción mientras desenvolvía los chocolates. Sin embargo, justo cuando estuvo a punto de sumergirse en su deleite, Shinryu lo interrumpió:

    —¿Kyogan?

    Casi se atragantó por la sorpresa. Al recuperarse, miró con culpa, atrapado en sus actos maldadosos por ese que no tenía presencia.

    —¿Y tú?

    —Oh, pues ando buscando los ingredientes que pidió el profesor Gadiel.

    —¿De qué estás hablando? —preguntó sin creerlo—. ¿Esa porquería era para hoy?

    —Eh, sí.

    —¡Mierda, maldita sea! —se quejó tras lanzar una palma contra su frente.

    —¡Pero si quieres puedo compartirte algunos ingredientes que tengo demás! —Con una sonrisa, Shinryu hurgó en una bolsa donde resplandecían algunos cristales anaranjados, unas hojas moradas y otras plantas azules—. Ah... pero solo me sobran cristales de estigio —contó con decepción.

    Kyogan contempló el ofrecimiento, que le hacía chocar. Estaba acostumbrado a obligar a los estudiantes a que le trajeran lo que necesitaba; nadie le traía cosas con una sonrisa en el rostro.

    —¿Qué ingredientes son?

    Shinryu sacó un papelito de su mochila y empezó a leerla:

    —Seis cristales de estigio de tamaño medio, dos plumas de quiasar, dos escamas de sertenis, diez gramos de polvo magistral, una raíz de estrellus, una raíz de trueno magno, cinco hojas de áldaran y una corteza de manaplanta.

    Kyogan elevó los ojos, suspirando secamente.

    —¿Te sobran cristales, entonces?

    —¡Sí!

    —La raíz de estrellus, las hojas de áldaran y la corteza de manaplanta se pueden conseguir en el Valle —informó con seriedad, mientras guardaba los chocolates en sus pantalones.

    —Oh, pero el profesor Gadiel dijo que el valle no estaba permitido para recolecciones —explicó, preocupado.

    —Los kyansaras sí podemos. —Kyogan se acarició la nuca—. ¿Y ya tienes todos los utensilios?

    —¡Sí, eso sí! —contestó animado.

    Por un momento, Kyogan examinó la idea de robarle los utensilios.

    «Bah», desistió.

    —Ven, vamos a buscar los ingredientes que faltan —concluyó.

    Antes de siquiera avanzar, uno de los chicos, sirvientes de Kyogan, regresó con un frasco de granizio, fabricado con un cristal marrón que permitía la combustión de elementos muy útiles en la transmutación.

    El mago rabeó antes de recibirlo, mostrando cierta incomodidad por la presencia de Shinryu, pero finalmente no le importó que contemplara sus fechorías, y solo continuó caminando en búsqueda de los ingredientes a través de calles empedradas de Álice. 

    Todo estaba abarrotado de personas que iban de lado a lado buscando todo tipo de bienes. Algunos lucían desesperados ante la idea de que necesitaba preparar sus casas para una guerra.

    Álice era un pueblo demasiado comerciante y se podía conseguir casi cualquier cosa imaginada en él, incluso se decía que había cierto contrabando, pero gracias a la alta vigilancia y a la presencia de profesores y Dyan, se escondía en las cloacas. Al ver a tanta gente estorbando, Kyogan pensó seriamente visitar esos rincones, pero finalmente se desencantó por ir hacia el famoso Tavorín de Citadel. 

    El Tavorín de Citadel era el centro de comercios más famosos de Álice, y él más antiguo de todos. La familia Citadel había empezado con una pequeña granja en medio de la nada, cuando estaba prohibido construir cerca de las instalaciones de Argus. Después de muchas batallas legales y una secreta historia de amor con el líder de esos tiempos, la vivienda se transformó en el núcleo de Álice.   

    Hasta el día de hoy, sus extensos terrenos y ubicación privilegiada en el corazón del pueblo, relataban una historia de esfuerzo y muchísimo trabajo. El Tavarín se erigía en un conjunto de edificios entrelazados por callejones estrechos y patios empedrados. Las fachadas, construidas en un estilo arcaico, estaban vestidas con ladrillos añejos que habían absorbido el calor de innumerables estaciones, emanando un olor terroso.

    Carpas de colores cálidos colgaban entre las estructuras, creando un laberinto de sombras que cobijan a los comerciantes y sus mercancías. Bajo su amparo, el bullicio del comercio latía con fuerza; mesas de madera robusta estaban cargadas de telas exóticas, joyas incrustadas en orbes y objetos extraños que despertaban la curiosidad más escondida.

    Shinryu observó a Kyogan hablando con un sujeto que parecía conocer muy bien. Al parecer, el mago le conseguía ingredientes difíciles, por ejemplo, pieles de raksaras poderosos, a cambio de beneficios comerciales. 

    Al finalizar sus negocios, Kyogan se dirigió a pequeños puestos de comida. Los vendedores, de tez curtida por el sol, invitaban con una sonrisa a probar sus manjares, mientras el sonido de las ollas hirviendo y el crepitar del fuego completaban la escena.

    —Oe... —Kyogan tenía una duda en el aire, así que decidió exponerla justo al salir del Tavarín—. ¿Tú de dónde carajos sacas más geones?

    —Solo tengo mis ahorros, Kyogan.

    —Uhmm —murmuró pensativo, imaginando quizás qué tipo de teoría.

    Cuando Shinryu estuvo a punto de explicarle algo, unas frutas redondas rodaron caóticamente por la calle, culpa de una chica que había caminado sobrecargada y las había dejado caer de sus bolsas.

    Para su infortunio, había una terramalva arrastrando una carreta, una criatura considerada símbolo de fuerza y utilidad, perfecta para llevar grandes cargas debido a su armazón óseo que también la hacía ideal para ser montada. Se puso nerviosa al tener que evadir tantos objetos, y se exaltó cuando la chica se acercó por debajo de sus patas para recoger sus frutas. Se apartó de ella de forma tan brusca, que la carreta se sacudió y todos los bidones que reposaban encima, cayeran. Al ser de vidrios, se rompieron todos, provocando que un vino rosa estallara en todas las direcciones del pueblo.

    Los pueblerinos y los vendedores cercanos lanzaron gritos por doquier. El vino había entrado a las tiendas. Los reclamos y quejas se aglomeraron alrededor de la chica.

    —¡¿Es que no sabes que jamás hay que acercarse por debajo de un terramalva?! ¡Dioses, niñita! —atacó un anciano.

    —¡Perdón, perdón, perdón! —respondía la chica, inclinándose constantemente delante de todos.

    Poco después se acercó un joven en su socorro, pidiendo disculpas en su nombre. Era evidente que se conocían.

    Sucedió en ese momento algo muy inexplicable: Shinryu se quedó inmóvil, con los ojos entrecerrados, como si estuviese viendo una escena cada vez más difícil de comprender. Algo en su interior lo estaba arrebatando de la realidad, un hilo invisible. El chico no hacía más que fijarse en esos dos jóvenes, porque con cada gesto, con cada palabra, sentía estar ante dos almas familiares. El tiempo se ralentizaba, haciéndole ver que nada más que esos dos chicos hacían parte de la existencia.

    Su corazón latió con mucha fuerza al ver el rostro de la chica, un rostro cubierto por una timidez innata. La muchacha no se atrevía a mirar hacia los ojos de nadie, como si se sintiera demasiado diminuta para realizar algo que la comparara con la altura de otras personas. Apreciaba, bajo este telón, con una calidez especial, de color miel, como si encontrara fascinante estar rodeada de seres humanos, aunque le preocupaba estar siendo regañada por algo que no quiso hacer.

    El joven, más alto que ella y envuelto en aura de caballerosidad, la escoltaba con una mano en su espalda. Su voz masculina la defendía con humildad y elocuencia. De modo que, poco a poco, la ira de los pueblerinos empezó a ser remplazada por comprensión.

    Una magia especial y sin nombre brotaba en el aire, sin importar cuántas dudas sembrara en la razón de Shinryu. Su corazón se contrajo, sintiéndose apabullado ante una chispa de reconocimiento que surgió cuando cruzó su mirada con aquella chica. Fue como si el viento le susurrara palabras secretas a su oído, transmitiéndole una historia enterrada en el olvido, que la unía con ella de manera inexplicable. Sabía, de alguna manera, que la chica era de manso espíritu. Sabía que era distraída y que buscaba lo mejor para todos sus cercanos.

    Considerando una vez más que su mente no estaba nada bien, Shinryu retrocedió un paso, sin darse cuenta de que había una fruta entre sus pies, entonces se fue de espaldas. En un instante estuvo allí y al siguiente no.

    El joven que acompañaba a la chica se acercó para extenderle la mano y ayudarlo a ponerse en pie, pero Shinryu no reaccionaba, sino que, preso de todo lo que sentía, se quedó observándolo.

    —¿Estás bien?, ¿no te hiciste daño? Disculpa, en serio, disculpa —expresó el joven caballero.

    —No te disculpes más por mí, Kalan —intervino la chica—. Yo fui la que armé todo este alboroto.

    —No, bella —contestó él a la vez que le acariciaba el mentón—, también ha sido mi causa el haber permitido que te cargaras con tantas bolsas. No sé cómo no me pude dar cuenta antes que te dejé mucha responsabilidad.

    —Por favor... —Ella agachó su rostro sonrojado.

    —¿Estás bien, puedes ponerte de pie? —insistió el chico ante Shinryu, extrañándose ante su comportamiento petrificado.

    Kyogan, por su parte, articulaba un grotesco y chueco gesto al ver lo que sucedía, gesto que empeoró cuando Shinryu se llevó las manos al estómago, como si algo se hubiera removido dolorosamente en medio de sus entrañas. 

    Shinryu no sabía si estaba experimentando una visión o una jugarreta mental. Se veía, quizás en qué vida, hablando con el joven... ¿Kalan? Eran escenas que su mente no recordaba, pero su espíritu sí. Sabía que con Kalan compartían propósitos similares, emociones que se entrelazaban.

    —Esto... ¿está todo bien? —preguntó Kalan.

    —¿No estará herido? —sugirió la muchacha.

    Shinryu intentó ponerse de pie con un brinco, pero resbaló debido a la humedad del suelo. El joven lo ayudó a sostenerse y le sonrió al ver su rostro inocente y asombrado.

    —Gracias —murmuró Shinryu.

    —Descuida, todo fue culpa mía. Quisiera ofrecerte algo para limpiar tu ropa, pero la verdad no se me ocurre qué podría ser.

    —No... no pasa nada.

    Después de unas cuantas disculpas más, la pareja de jóvenes se dispuso a limpiar el desastre causado. Shinryu seguía sin entender nada, algo que empeoró cuando la magia extraña se empezó a disipar como si algo la borrara. Era un martirio no comprender con exactitud qué ocurría dentro de él mismo y no poder hablar de esto con nadie. 

    «¿Esto puede tener una explicación en alguna de las doce magias?», se preguntó, mientras recordaba que gracias a Cyan había experimentado algo similar.

    Al notar la mirada casi consternada de Kyogan, entendió que debía moverse y comportarse con normalidad. 

    Tiempo después, mientras los chicos recolectaban los ingredientes faltantes en el Valle, Kyogan seguía preguntándose qué carajos había sucedido. Como aún no podía percibir una pizca del alma de Shinryu, no le quedaba de otra que elaborar conjeturas. Dentro de ellas caía la opción de que Shinryu hubiese sentido algo por ese joven que le tendió la mano. 

    «¿Será...?»

    Cuando ambos regresaron al palacio, lo notaron sorprendentemente vacío. Vincent le gruñó a Kyogan, diciéndole que los profesores habían regresado más temprano de lo previsto y que en este momento estaban en el salón de eventos y bailes anunciando sus noticias.

    Después de una caminata acelerada, Kyogan y Shinryu alcanzaron el salón, hallando a todos los alumnos de Argus. Era el lugar más inmenso de Argus, donde las gradas se apilaban y los asientos se escalonaban en círculo, permitiendo que se concentraran más de diez mil estudiantes. Desde el fondo, los profesores se veían como palillos, por eso había una pantalla gigante en el escenario que transmitía todo en vivo. Su color ligeramente azul se debía a la veritonita, una sustancia espejo que era muy útil para las señales eléctricas.

    De inmediato, Kyogan buscó con la mirada la presencia de Trinity, pero no la halló; solo vio Dyan, quien, frente al pulpito, empezó a hablar sobre lo que ocurrió en la reunión de sabatares.

    —Un infodomus climático está asechando el planeta —comunicó.

    Su declaración despertó una ola de exaltaciones. La mayoría no había esperado algo tan «simple»: un infodomus climático era la menor de todas las tragedias, aún más cuando ni siquiera se veía tan grave. Sí, había llovido de gran manera, pero tampoco se había desatado tragedias como en inviernos pasados. Lo que sí asustó a miles de alumnos fue saber que el infodomus acarreaba gran parte del planeta, cuando normalmente atacaba algunas zonas de Evan, por eso se le había dado un grado «2».

    —¡Sí, he dicho casi todo el planeta! —gruñó Dyan, rabioso ante el bullicio de los incontables alumnos.

    Un profesor llamado Darien, el considerado más inteligente de Argus, carraspeó a su lado, instándolo a comportarse. Era el estratega de Dyan y considerado un hermano menor por él. Darien tenía un corazón de hielo para los alumnos, quienes podían ser fácilmente expulsados por su causa, así les faltara una décima para aprobar su materia. Representaba el fin en la meta de muchos, ya que impartía sus clases en los últimos años escolares. Kyogan aún no sabía cómo era estar en una de sus clases, pero sabía que viviría un infodomus cargante con él.

    —¡No se sabe! —gruñó Dyan una vez más delante de su micrófono, no soportando la ola de preguntas.

    Entonces ordenó que guardaran silencio, y todos obedecieron al instante.

    Darien, quien no aprobaba su manera de controlar a los alumnos, tomó el micrófono, para decir:

    —Así como todo infodomus, se desconocen las causas exactas, pero se suponen. Para este caso se cree que se ha formado una capa de eritionita contra la capa de ozono, erosionando y causando una contaminación considerable sobre el etherio de las capas más altas. Algunas puertas de los dioses se han visto afectadas por esta ola de contaminación mágica.

    »Pero por el momento, el clima está volviendo al orden, así que se está reconsiderando si esto un infodomus o no.

    »No hay nada más que analizar —concluyó—. Les pido encarecidamente conservar la calma y regresar a clases cuanto antes. Todas serán retomadas a partir de las cuatro hora Aureón.

    Tras un silencio inquietante, la gente empezó a ponerse de pie. Kyogan, sin embargo, se quedó mirando fijamente al profesor Darien. Aun en la distancia, podía percibir una alteración en sus corazas emocionales, como si hubiese un fuego. Pero, ¿un fuego de qué? ¿Ira? Era como si algo en su espíritu estuviese consumiéndose, aireado, luchado contra impurezas.

    Lamentablemente, no podía percibir más del profesor. Si lo hacía, la percepción pasaría a ser interna y Darien se daría cuenta de que sus magias estaban intentando entrar en él.

    De todos modos, Kyogan consideró que estaba pecando con un sobre análisis, ya que la explicación de Darien había sido de lo más lógica. ¡Al fin podía descansar de tanta sobrecarga mental!

   Sin embargo, las magias etéreas no lo dejaban en paz. Mientras caminaba a clases, lo sumían en una sensación de desequilibrio ajeno a través de las emociones superficiales de muchos profesores, quienes parecían estar afectados por una situación turbulenta que había sacudido hasta el núcleo de sus conocimientos.

    Y de repente, la profesora Linah le comunicó a la clase B2 que trataría algo fundamental de los diez hechizos existentes. Por un momento, Kyogan pensó que su intención sería repasar contenido antiguo para asistir a Shinryu, pero las magias le hicieron percibir que deseaba otra cosa: preparar a los alumnos para enfrentar... algo.

    Eran tantos los mensajes silentes que fluían en los corredores, que Kyogan simplemente no pudo ignorarlos más y prestó atención a todo lo que las magias transmitían. Así, se asomó algo muchísimo más chocante aún: notó una bruma que se deslizaba sin hacer ruido, una intención malévola escondiéndose entre las paredes, algo desplazándose con una sonrisa retorcida, disfrutando la ignorancia de la gente.

    Se detuvo en seco y por primera vez en muchos años, dejó de considerar que todo lo que percibía del entorno era un desorden personal, y pensó que algo grave sí estaba sucediendo.

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