Capítulo 33: El doce

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    Muy temprano en la mañana, Kyogan se preparaba para una misión singular: recuperar algo que, en esencia, le había pertenecido desde que era muy niño.

    Su objetivo estaba almacenado en las entrañas de la mansión de Argus, en la armería privada, donde se resguardaban celosamente los tesoros más valiosos y secretos del líder.

    Era una misión imposible para cualquier alumno normal, pero Kyogan contaba con una ventaja crucial: el tiempo que había pasado en la mansión como protegido de Trinity, lo que le otorgó un entendimiento íntimo de la estructura. Cada pasillo y recámara estaba grabado en su memoria con una precisión bastante milimétrica.

    «Debería haberlo recuperado antes...», cavilaba, atormentado por una nube de dudas que aún persistía. A lo largo de estos últimos meses, había oscilado entre la convicción de no necesitar el objeto y la urgencia de tenerlo en su posesión. Por otro lado, estaban los guardias que vigilaban las veintiséis horas del día los tesoros de Dyan. En palabras de Kyogan, representaban un tedio que ni siquiera él podía sobrepasar con facilidad.

    Pero entonces una chispa de determinación y decisión se encendió en él. Después de todo, el objeto no era un mero artefacto de su pasado, sino una pieza que pudiese ser fundamental para enfrentar el futuro que se avecinaba, incluso pudiese requerirlo para enfrentar al zein.

    La misión comenzó. Primero se aventuró en el mismísimo sistema de cañerías y ventilación de la mansión, por estrechos conductos húmedos y roídos. Al cabo de unos minutos de avance subterráneo, alcanzó un pequeño cuarto situado justo debajo de la cocina. Allí tomó asiento, rodeado por incontables tuberías, con una mochila a su lado, la cual abrió para retirar una serie de tubos y tuercas extrañamente desgastados.

    Con un profesionalismo incuestionable, y llevando su maná a un estado vibrante y expansivo, congeló la circulación del agua con un hechizo creativo para remplazar las piezas saludables por las dañadas. Poco a poco transformó el escenario en uno deteriorado que lucía a punto de tambalearse ante cualquier suspiro. 

    Ahora solo hacía falta esperar el momento indicado. Su reloj encima de su muñeca indicaba las «4 y 28», con el puntero principal apuntando a una Nigrae que se hacía menos oscura. Sabía que una vez llegara al «5», aparecería Rechel en la cocina para preparar el desayuno a todos los que vivían en la mansión.

    Cuando escuchó los pasos de Rechel, Kyogan supo que había llegado la siguiente parte del plan. Con rapidez, se deslizó de regreso por los conductos subterráneos, hasta que alcanzó un punto en donde utilizó un hechizo destructivo para que el agua volviese a circular y se desbordara de una cañería. Rechel emitió un gemido de sorpresa al ver cómo el agua fluía en exceso desde el lavamanos en la cocina. Luego, la estancia se llenó con sus gritos de desesperación cuando las cañerías comenzaron a romperse en cadena, liberando chorros por doquier. Ni siquiera la asistente de Dyan, con un reciente zein acuático en posesión, podía controlar el caos líquido.

    Kyogan sonrió con maldad, mucha maldad, para después moverse con habilidad y salir al patio de la mansión. Posteriormente volvió a entrar a través de una ventana, mientras seguía escuchando los gritos de Rechel y los pasos apresurados de los guardias que abandonaban su labor y acudían a su auxilio.

    Rebuscó en su mochila una vez más y retiró una llave, pero no una cualquiera, sino una réplica meticulosa que había creado hacía un año, fusionando magia y barro para imitar a la perfección la original que había «tomado prestada» en su momento. Con esta copia, abrió las puertas de la armería de Dyan y allí, con una agilidad felina, empezó a buscar entre cajas, cofres y estantes, hasta que encontró lo que tanto deseaba.

    Un relicario.

    El objeto, confinado dentro de una caja cristalina, parecía susurrar una sola cosa: peligro, como si fuese un hechizo prohibido concentrado conocimientos indecibles. Con movimientos calculados, Kyogan extrajo el relicario de su encierro, sintiendo su peso y su historia en la palma de su mano.

    Sin perder un instante más, alcanzó su mochila y extrajo un sustituto del relicario que había preparado. Consistía en una baratija robada de Álice, que transformó con una combinación de magia metálica y pintura artesanal hasta convertirlo en un doble casi perfecto del original.

    Satisfecho con el intercambio, dedicó unos momentos para asegurarse de que todo en la armería quedara exactamente como lo había encontrado. Cuando finalizó, huyó por la misma ventana que había entrado, sintiendo el éxito de su misión.

    Se deleitó al escuchar a uno de los guardias decir:

    —¡Pero estas cañerías están muy desgastadas! ¡Con razón no soportaron más!

    «¡Ja!».

     Ahora tenía que asegurarse de no dejar rastros de su presencia que pudiesen delatar su malicia, así que, con una locura vil, se acercó a su única vía de huida, a los bordes de esa torre más alta, a las murallas que rodeaban la mansión del líder. Al saltar sobre ellas, contempló el Valle de los Reflejos desde una altura vertiginosa, el vacío verde que lo esperaba si decidía saltar. El viento azotaba su rostro con furia, como si protestara por sus fechorías. Pero Kyogan, lejos de redimirse, esbozó una sonrisa desafiante. ¿Cuántos metros serían hasta abajo, unos cien? 

    «¡EXCITANTE!», pensó.

    Sin más preámbulo, dio un paso al frente y se lanzó al vacío, disfrutando el ser engullido por la gravedad, hasta que a mitad de la caída dio un giro acrobático, volteándose para enfrentar las murallas del palacio. Sus ojos se clavaron en las enredaderas que trepaban por las blancas paredes, y con un gesto imperioso, invocó la magia fioria. Las plantas respondieron a su llamado con prontitud, extendiendo ramas serpenteantes hacia él. Kyogan se aferró a ellas, frenando su descenso abruptamente.

     Con los pulmones acelerados por la adrenalina, observó hacia el Valle, buscando el mejor lugar donde caer. Al deslumbrarlo, les ordenó a las ramas apilarse bajo sus pies, para prepararse ante lo que haría seguidamente.

    El maná se acumuló en sus zapatillas, hasta que estalló, impulsándolo contra el cielo para que alcanzara el Valle de los reflejos. Cayó cerca de unos árboles con el maná protegiendo sus extremidades. Se sacudió la ropa y caminó con aparente normalidad hacia el palacio, bostezando, como si se hubiera despertado hacía muy poco. Vincent, el guardabosques, le lanzó una mirada de antipatía habitual.

    Shinryu había decidido levantarse muy temprano para cumplir con dos propósitos fundamentales. El primero era uno ya conocido: continuar con su investigación sobre la oscuridad que tenía en el vientre. El segundo, quizás momentáneamente más importante, consistía en una labor que llevaba preparando en secreto durante meses: reparar su espada de dos manos, pero no su filo ni su hoja, sino lo que contenía oculto en su mango.

    Dentro de este se albergaba un dispositivo conocido como zenith, una pequeña cámara diseñada para detectar el nivel de maná de cualquier ser vivo que lo tuviera. Los zeniths solían ser artefactos muy grandes y lentos, y en consecuencia poco prácticos para ser utilizados en plena batalla. Sin embargo, el padre de Shinryu, el ingeniero tecnólogo más inteligente de Sydon, había logrado crear uno muy pequeño que podía ser insertado en las armas o en cualquier objetivo conveniente.

    Shinryu había pasado más de tres meses estudiando libros especializados en reparación de cámaras zenith, analizando todo sobre mecánica y electrónica. Nada podía agradecerle a su papá, pero debía apreciar el haber heredado de él un talento notable para entenderse con la materia, porque finalmente había reparado el zenith con sus propias manos. 

    Shinryu tenía un solo amigo en la vida, un chico llamado Sota que lo superaba por solo un año de edad. Era su vecino e hijo de un hombre que trabajaba junto a Alec Kathilea. Sota, su fiel compañero, le había regalado la espada de dos manos. Aunque Shinryu se entendía mejor con las espadas de una mano, la había aceptado con todo el cariño de su corazón, consciente de que su amigo era un poco despistado.

    —Es nuestro súper secreto, Shinryu —le había dicho Sota, un chico trigueño con un par de mechones en punta—. No lo consideres un regalo de tu vil padre, ¡sino mío! Pero te repito, es un súper, súper un secreto. No debes decirle a nadie en Argus que tienes una cosa capaz de examinar el maná de cualquier persona de manera rápida y eficiente.

    —Pero, ¿eso no sería hacer trampa?

    Sota lo miró con amabilidad.

    —¿De qué hablas? ¡Claro que no! Muchos estudiantes tienen un zenith y tú también tendrás el tuyo. La única diferencia es que es más avanzado. Pero no hay reglas que lo prohíban.

    Shinryu asintió con lentitud, pero hallándose todavía inquieto.

    —¿Entonces por qué mantenerlo en secreto? ¿Es para proteger la identidad de mi padre, nada más?

     Sota le dedicó una sonrisa comprensiva, sintiendo reocupación por Shinryu, por su forma de ser.

    —No es que quiera dañarte la ilusión, Shinryu... pero es posible que quieran robártelo. Y sí, es mejor guardar la identidad de tu padre. ¿O acaso quieres que todo el mundo sepa quién es?

    —No, ¡por supuesto que no! —enfatizó, convencido—. Quiero que la gente vea que entré a Argus por mi propio esfuerzo.

    »Y recuerda, Sota, tengo el presentimiento de que habrá alumnos que entenderán mi condición, ¡porque Dyan sufrió algo similar a mí, y ahora es el líder! —Suspiró con emoción al imaginarse lo que sentiría estar frente a Dyan.

    Sota sonrió, dándose por vencido. 

    —Prométeme que no se lo dirás a nadie, a menos que sea de tu absoluta confianza. ¡Promete, anda!

    Shinryu se colocó la mano en el corazón para prometer.

    Mientras contemplaba este recuerdo, una lágrima de melancolía se deslizó por su rostro, una pequeña muestra de dolor por todo lo que había tenido que vivir desde que habló con Sota.

    Sentado en una banca en el jardín principal del palacio, y mientras fingía leer un libro, acomodaba el visor que sobresalía del mango, el cual se podía comparar con un ojo rojizo y dracónico, para que se fijara en las personas que transitaban.

    «38», fue el primer nivel que pudo detectar el dispositivo, respecto a una chica de trece años. El zenith marcaba la cifra en la superficie del mismo visor. Lamentablemente, Shinryu no conocía a la chica, así que no podía verificar si el dato era correcto. 

    Las personas continuaron circulando, y el zenith marcaba diversos números: «41, 39, 49, 31, 12». Shinryu los iba anotando para tratar de descubrir cualquier margen de error. El nivel «12» pertenecía a una niña de nueve años que había despertado su maná hacía muy poco.

    Cuando Gadiel pasó por delante y el aparato marcó «72», Shinryu sintió una ola de alegría sin igual, porque el zenith le había confirmado el nivel exacto del profesor.

    «¡Funciona!».

    ¡Ahora tenía que decírselo a Kyogan! Lo único que le preocupaba era no saber cómo explicarle que él había roto el zenith aquel día que se conocieron y lo atacó, cuando apartró la espada de Shinryu con un solo golpe.

    Se reunió con Kyogan, y pensó en decírselo de forma muy tranquila, pero entonces una noticia abrumadora lo interrumpió: el profesor Gadiel, encargado de la asignatura de alquimia, anunció que durante el día solo tendría dos clases, y que la suya ocuparía toda la mañana. ¿El motivo? Había iniciado su examen douma.

    La noticia hizo que los alumnos enloquecieran de preocupación e impotencia. A pesar de que siempre intentaban estar alertas para los exámenes douma, siempre eran superados por las artimañas de los profesores.

   Gadiel les indicó que debían buscar en los interiores de la escuela, en el pueblo de Álice y el Valle, los ingredientes para crear una pócima cuyo título no daría a conocer.

    —Les estoy dando tres lugares posibles para encontrar los ingredientes, eso significa que este examen será realizado en grupos de tres alumnos.

    Otra oleada de exaltación llenó el salón, con los estudiantes comenzando a buscar a compañeros de grupo. Aun con el bullicio, Gadiel se mantuvo inmutable, demostrando una coraza de quietud perpetua alrededor de su espíritu.

    —Cada grupo recibirá un pergamino distinto con pócimas que, por supuesto, serán distintivas para cada uno. Habrá pistas, como fecha de creación, datos históricos, métodos de elaboración, cantidades y efectos de la pócima. Una vez comprendan de qué poción se trata, partirán a buscar los ingredientes. Será decisión de ustedes dónde obtenerlos; solo les sugiero repartir adecuadamente la función de cada integrante del grupo —explicó, mientras apuntaba datos instructivos en la pizarra del salón de alquimia.

    »Por último, les recuerdo a los tramposos que no sacan nada con correr a la biblioteca a buscar libros, porque se mantendrá cerrada el día de hoy. Tampoco lograrán algo con intentar persuadir a los dueños de los laboratorios en Álice o indagar en sus cloacas prohibidas. Les recuerdo que, al fin y al cabo, Álice es una extensión de Argus y está bajo el mandato del señor Dyan. Eso sí, no se les cobrará por los ingredientes, pues para este examen la escuela se hace responsable de los costos.

    »Deberán entregar todo lo que tienen en este momento en mano, apuntes y libros, y se les prohibirá el ingreso a los dormitorios. Sus conocimientos en clases serán su única y mayor defensa. 

    »Una vez obtengan los ingredientes, regresarán al salón de alquimia y elaborarán la pócima utilizando el tren. Podrán hacerme preguntas, pero con cada una perderán un punto. 

   »Listo, tienen hasta las trece hora Aureón.

    Boquiabierto, Shinryu observaba el tren, el aparente juguete que corría entre los pilares del salón. Cada vagón tenía distintas funciones, algunos cocinaban ingredientes, otros congelaban. Los estudiantes tenían que cronometrar todo con exactitud para que el aparato vertiera el contenido de sus vagones en un caldero al final de su trayecto.

    Como era de esperar, nadie le pidió a Shinryu ser parte de su grupo, así que fue emparejado con Kyogan y, en esta ocasión, con el segundo chico más débil de la clase, Natías, quien era un estropajo de nervios andante.

    El profesor le entregó el pergamino correspondiente al grupo de Shinryu. El chico sin maná se acercó a Kyogan y empezó a leer junto a él:

    Fui creado por mero accidente, por allá, cerca del año tres mil, mientras mi alquimista se agitaba mucho la cabellera y buscaba desesperadamente deshacerse de la comezón del mundo.

    —¡Puedo ver! —gritó el primer hombre que me bebió—. ¿Así de raras son las llamadas montañas? ¿Por qué hay partículas brillantes por todos lados? —se preguntó, extrañado.

    »Ugh... no entiendo por qué me siento tan relajado... como si todo el mundo se hiciera bello de repente.

    «¡Claro! —intenté gritarle, pero nadie podía oír a una pócima como yo—, porque entre mis espectaculares ingredientes está la flor que te hace soñar».

    Cantidad de mis ingredientes:

    1: 300gr de eso que llaman blanco y necesario para todo.

    2: Tres de aquellas cositas pequeñas que saltan de allá y hacia acá.

    3: Solo el núcleo.

    4: ¡Basta con una gotita, no exageres!

    5: Con un pétalo es más que suficiente, o estarás soñando toda una semana.

    6: ¡Quiero una taza! Si me das menos saldré viscoso y si me das más te quemaré la boca.

    Los chicos buscaban más pistas, pero no había más. ¿Eso era todo? 

    Shinryu actuó muy amable con Natías, pidiéndole acercarse pese al terror que le representaba el sombrío. Natías notaba que Shinryu era una especie de energía liviana que contrarrestaba el mal de Kyogan, entregándole una pizca de sociabilidad necesaria para hacer este tipo de tareas.

    Entre Kyogan y Shinryu, llegaron a la conclusión de que la poción se llamaba materiza, cuyo significado en el idioma de la magia era «materializar». Esta poción tenía la sorprendente capacidad de devolver la vista de manera espontánea a cualquier persona ciega. Lo lograba estimulando los ojos del espíritu para que fueran sensibles al etherio del ambiente. Las personas podían ver el etherio que los rodeaba, ya que este elemento se encontraba en todos los objetos, especialmente en los seres vivos y en el aire, manifestándose como destellos. 

    Kyogan partió a buscar la flor de los sueños al Valle junto a otro ingrediente. Shinryu y Natías se repartieron la tarea de registrar la escuela y Álice, anhelando haber recordado los ingredientes correctos y la manera de elaborarlos. Mientras se desplazaban por los corredores, empezaban a entender por qué Gadiel los presionó hasta el cansancio en sus clases para memorizarse ciertas pócimas.

    Dos horas después, los tres chicos se reunieron con lo necesario. Shinryu sorprendió a Kyogan al afirmar que recordaba con precisión cómo elaborar materiza; el único problema era que un ingrediente requería ser transmutado con el tren y Shinryu tenía poca experiencia con él. Kyogan decidió encargarse de esa parte, mientras Natías aseguraba recordar las cantidades exactas de lo que necesitaban utilizar.

    Por un segundo, Kyogan agradeció estar rodeado de dos nerdos estudiosos.

    Finalmente, entregaron sus ingredientes al tren. Algunos vagones vaporizaron, uno transmutó con sonidos acuáticos y metálicos, hasta que todo se reunió en un caldero donde solo había que presionar un par de botones para que comenzara la mezcla.

    Los chicos obtuvieron la nota máxima: «13». 

    Kyogan se volvió a sentir algo agradecido.

    Durante la tarde y antes de la última clase, Shinryu continuaba hablando sobre lo sucedido, mientras Kyogan descansaba en el césped del jardín principal. Shinryu, sentado a su lado, estaba encantado con su actitud más relajada. El mago recibía el abrigo del sol con una rodilla doblada y un brazo protegiendo sus ojos. Contestaba con sus «ajá», y a veces con sus conocimientos a través de aquella actitud de profesor serio o malgeniado.

    Shinryu estaba muy... muy contento, pero sin comprender del todo por qué. Más allá del entorno acogedor, era como si estuviera cumpliendo un propósito profundo con el hecho de estar allí. Quizás porque, aun con su enfermedad y siendo demasiado pequeño, ayudaba a construir una atmósfera de calma alrededor de una persona que no estaba acostumbrado a ella.

    Una parte de él se sentía plena.

    Con una sonrisa, recordó a mamá, preguntándose qué pensaría si pudiese presenciar ese momento.

    Y fue entonces que ocurrió algo súbito: un sueño pasado golpeó su mente, aflorando de un manto sombrío del olvido. Shinryu escuchó su propia voz y a mamá respondiéndole:

    «¿Al doce? Mami, es la segunda vez que nombras eso. ¿Qué significa?»

    «Es... el todo y el nada, Shinryu, mi bebé divino.»

   Se había olvidado por completo de ese sueño, y de esas palabras. ¿El doce? ¿Doce? ¿Qué era eso?

    De repente, Kyogan se levantó con el rostro somnoliento.

    —Bah..., ya se hace tarde, vamos a la clase de Midna de una vez, solo espero que termine rápido.

     «Porque necesito entrenar otro poco para el zein», pensó Kyogan.

    Empezaron a caminar hacia el palacio, con un Shinryu callado y lleno de preguntas, no prestando atención a la nueva clase, hasta que la profesora Midna les anunció a los estudiantes de la clase B2 algo impresionante:

    —Preparen todas sus armas y armaduras, muchachos. Las necesitarán.

    ¿Para qué?, se preguntó Shinryu, y más él que no tenía fuerza alguna. Midna lo miraba a él y a los demás llena de una resolución, de un fuego que parecía prometer un incendio revolucionario.


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