Capítulo 35: La melodía de Argus

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    Dos magos viajaban hacia Argus dirigidos por una melodía que solo sus sentidos espirituales podían discernir. 

    Al principio, se preguntaron si estaban enloqueciendo a causa de la enfermedad que asechaba a los magos, pero todavía les hacía falta dos años para alcanzar la temible edad de la locura. Debía haber otra explicación. La chica era una maga ilusionista con una afinidad tan increíble con las magias etéreas, que podía oír la melodía con una claridad casi cristalina. Tal vez causaba, sin darse cuenta, que la música que oía se ampliara a su alrededor. 

    Era la única posibilidad, ya que él era un mago elemental y como tal carecía de las magias que le permitían percibir lo invisible. Por otro lado, ambos poseían una conexión demasiado intensa; quizás ella usaba ese puente para transmitir lo que percibía.

    Con sus manos unidas, avanzaban mientras la extraña melodía seguía resonando sin explicación. Parecía un zein angelical cargado de una bondad hipnótica, con su voz acariciando las cuerdas de un arpa y deslizándose en medio de los sentidos, creando una estela de luz que derramaba sobre un camino que prometía un futuro iluminado.

    ¿Qué significaba semejante fenómeno? 

    Aunque en sus rostros se tallara el asombro, también se dibujaba el temor, ya que el peligro moraba en lo inexplicable. Además, la melodía los estaba dirigiendo al lugar menos indicado para ellos.

    Argus. 

    Sin embargo, habían hablado en demasía sobre esta situación hasta que decidieron tomar el riesgo. Por un lado, porque no tenían dónde más depositar sus esperanzas para hallar una respuesta ante la enfermedad más espantosa de la historia. El mundo les había prometido que ningún mago se salvaba de la maldición. Y ellos, por supuesto, no deseaban sufrir una locura que los obligaría a devastar todo. 

    Ambos también eran muy creyentes y habían orado no una, sino mil veces pidiéndole ayuda a los dioses divinos, una dirección, o al menos una pequeña luz. Fue entonces que la melodía simplemente... apareció.

    Para mantener la mayor calma posible, se aferraban a la certeza de que nadie podía descubrir que eran magos, ya que las magias eran invisibles a menos que ellos las revelaran. Por otro lado, habían escuchado que Trinity era misericordiosa y que jamás había dañado a un mago.

    ¿Sería cierto?

    La llegada a Álice significó para ellos entrar a una cueva repleta de monstruos. Inadia se refugiaba tras la figura resuelta de Kalan, quien avanzaba con la determinación de un escudo humano. Cada paso que daban era un eco de tensión que debilitaba la fortaleza de sus músculos. Sin embargo, al percatarse de que los transeúntes no lanzaban ni un atisbo de sospecha sobre ellos, la rigidez de sus cuerpos se disipó poco a poco, e incluso y por primera vez, se sintieron merecedores de pisar el suelo común.

    Inadia ocultó un sollozo bajo sus delgadas manos. 

    —Tranquilo, pequeña, recuerda que nos merecemos esto. —Le sonrió compasivamente el chico, esforzándose para ser fuerte por ella.

    Los recuerdos de una jaula y las palabras de un hombre tiránico acosaron repentinamente a Inadia. Pero en su determinación por liberarse de este pasado, apartó esos fantasmas. Quería enfocarse en la nueva vida que siempre había estado esperando por ella. Con Kalan a su lado, entreabrían la puerta de un mundo que por tanto tiempo les había sido negado.

    Se refugiaron a un costado del pueblo, a los pies de montañas moteadas con cristales azules. Respiraban exhaustos, como si hubieran escapado de una batalla campal en la que se jugaron hasta sus vidas consiguientes. Luego se observaron boquiabiertos, sin creer lo sucedido. ¡¿Realmente habían caminado entre personas normales?! Empezaron a sonreír, pero una vez más una lágrima rodó por el rostro de Inadia. Kalan sabía que su chica guardaba un pozo de tristeza sin fondo. En esta ocasión, no quiso darle consuelos ni palabras que a veces ni causaban efecto; solo secuestró su mano y se dispuso a girar alrededor de ella, demostrándole que esa energía optimista que lo caracterizaba a él, seguía allí, ¡claro que sí!

    —¡Ka-Kalan, ¿qué haces?!

    —¡Estamos vivos, Inadia, vivos!  

    La tomó de un gancho, haciéndole girar con él en círculos, intercambiando de brazo y repitiendo, dejando un divertido manchón de huellas sobre la tierra. Al acabar, sonrieron agitados, ella expresando ternura y por sobre todo gratitud. Y él..., el cariño que solo se le dedicaba al primer amor de la vida.

    —La melodía, Inadia, ¡ya no la escucho! —exclamó Kalan al percatarse del fenómeno extraviado—. ¿Tú sí?

    —Muy poco, Kalan, es como si hubiera demasiado ruido alrededor, obstruyéndola —contestó ella, sentada sobre una roca, necesitada de un descanso.

    —Dioses divinos, ¿pero qué será? —preguntó con una intriga tan fuerte, que podía compararse con un piquete en su cabeza.

    Analizaron un momento la situación, dándose cuenta de que era imposible obtener respuestas aún y que por el momento debían aferrarse al plan que habían forjado para sobrevivir en Álice.

    —Recuerda, diremos nuestros nombres reales —le dijo Kalan con las manos puestas sobre sus hombros, en señal de soporte y guía—. Al principio puede que no nos digan nada, pero en cualquier momento un vigía nos preguntará quiénes somos.

    »No olvides que los vigías están en todas las ciudades y pueblos, son los encargados de mantener el conteo poblacional como una forma de controlar a los magos. Los jóvenes menores de diecinueve años siempre seremos sospechosos de ser magos, más aún cuando no tenemos a nuestros padres cerca.

    Hurgó en sus bolsillos para retirar una extraña moneda.

    —¿Tienes tu moneda?

    Inadia buscó dentro de su blusa y le demostró que le tenía. En dichas monedas podía observarse patrones de geometría fractal, que comenzaban con una explosión central que se transformaba gradualmente en esquemas de exótica belleza. Los colores primarios se entrelazaban en un baile cromático, replicándose en distintas escalas. La moneda de Kalan ostentaba una flor de un verde pálido, cuyos pétalos formaban un coro circular, terminando en puntas turquesas. La de Inadia mostraba discos marrones danzando en torno a engranajes rosados.

    Estas monedas llamadas eco-esencias registraban el patrón del maná de cada individuo en Sydon, un patrón distintivo para cada ser humano en la tierra.

    —Sí que son bonitas, ¿no? —dijo Kalan, contemplándolas—. Me gusta por sobre todo la tuya.  

    »Cuando el vigía nos las pida, se las mostraremos sin engaño, ¿de acuerdo?

    —Aún no puedo creer que Gazard... haya muerto para recuperar esto —murmuró ella, frotándose los brazos con delicadeza. Sus ojos de color miel eran una constante de dolor.

    —Yo tampoco..., Inadia, nunca dejaré de creer en todo lo que pasó —lamentó Kalan—. Pero por eso debemos avanzar, porque no podemos permitir que todo lo que hizo Gazard haya sido en vano. Recuerda que le juramos que viviríamos y que no nos dejaríamos llevar por...

    El joven mago no fue capaz de terminar; la palabra maldición provocaba un dolor agudo y profundo en ambos, especialmente en Inadia, un veneno que era capaz de consumir toda fuerza y vida si no era controlado.

    Los recuerdos también eran dolorosos. Kalan jamás olvidaría a Gazard, su mejor y único amigo. Juntos se entendieron plenamente como magos elementales. Gazar vivió por los sueños y nunca se permitió ser limitado, a pesar de que también vivió en jaulas como un esclavo de un sujeto que lo educó para aprovechar sus magias y enriquecerse a costa de ellas.

    Kalan debía mantenerse fuerte por Inadia y ocultar la ira, así como cualquier sentimiento que pudiera asustarla. Gasius era el nombre de quien los mantuvo presos. El miserable sujeto se encargó de que Kalan, Gazard e Inadia fuesen ingresados al sistema de identificación en el imperio sin que nadie supiera lo que realmente eran. Así, pudo utilizar sus habilidades a escondidas sin que Sydon se lo impidiera. Kalan y Hasan fueron usados para extraer metales preciosos de la tierra, e Inadia, la más atormentada de los tres, para hechizar la mente de clientes con sueños de placeres repulsivos. Por eso Kalan sentía que su sufrimiento no se comparaba ni una pizca con el suyo. Por eso su comprensión con ella nunca hallaba agotamiento. 

    Y simplemente la amaba así, tristona, tímida y pesimista.

    —No podemos hacer más que sentirnos eternamente agradecidos con Gazard. ¡Debemos vivir por él, porque sus sueños están en nosotros! —expresó Kalan con una voz llena de convicción.

    »Inadia, juro ante los tres dioses divinos y por el nombre de Gazard que encontraré la respuesta detrás de esta melodía —aseguró con un puño puesto en su corazón.

    Los ojos de Inadia seguían reflejando las heridas de una vida inhumana. Cuando observaba a Kalan, sentía que le era imposible comprenderlo, específicamente por la capacidad que tenía para seguir adelante por encima de todos los traumas que compartían. Y él llevaba una herida que ella no: ver morir a su mejor amigo entre sus brazos, presenciar su última sonrisa sobre un charco de sangre y escuchar su capacidad para bromear en medio de todo terror y sufrimiento. «No desperdicies tus lágrimas en una cosa tan fea como yo, amigo mío, mejor, guárdalas para cosas más bonitas, como Inadia», le había dicho él, aquel pequeño morenito que nunca paraba de moverse.

­    —Estoy seguro de que esta melodía no es una mera casualidad —dijo Kalan, aferrado ante la idea que expresaba—. En el mundo mágico todo tiene explicación. Es una de las reglas fundamentales que rige la ciencia mágica. Nada surge de la nada.

    La obsesión por honrar la memoria de Gazard era notoria en las palabras Kalan, su deseo de conservar sus sueños y de seguir adelante con lo que habían construido adelante, la fuerza para luchar por una vida mejor.

    —Te lo he preguntado, Inadia: ¿qué tiene de malo creer? —interrogó él con una sonrisa que iluminaba cada rasgo de su rostro.

    Inadia, a pesar de todo, amaba la fe que Kalan poseía. Con Gazard solían formar una combinación de vitalidad y optimismo que siempre la terminaba alborotando e incluso derrotando. Por eso, Gazard y Kalan fueron más que amigos, hermanos. Era increíble que continuara con aquel legado él solo.

    —El mundo lo ve como algo malo, como si creer fuese una súper tontería, ¡pero yo considero que creer es algo de valientes! —radicalizó—. ¡Gazard te diría lo mismo!

    Inadia sonrió con ternura, y se rindió por un momento; no importaba cuántas vacilaciones le presentara a Kalan, él siempre las terminaba aplacando, y solo por ella, era fuerte solo por ella.

    —¿Sabes? También creo que Gazard está con los dioses divinos en este momento y les hizo llegar nuestro clamor—continuó Kalan—.  Lo tienen a su lado porque solo un alma tan genial y valiente como la suya pudo alcanzar sus presencias.

    —¿Puede ser? —Suspiró, impresionada.

    —Hasta que se demuestre lo contrario, ¿por qué no? —Sonrió con afecto—. Estamos viviendo algo sobrenatural, ¿entonces por qué no le podemos dar una explicación igual de sobrenatural?

    Inadia asintió decidida aunque temblorosa, luego se limpió el rostro con delicadeza hasta que Kalan no soportó el cariño y los anhelos de protegerla: la tomó desde las mejillas para besarla y perderse en el sentimiento. Inadia no tardó en entregar sus labios. Mientras, al rozar sus manos, sus manás se unían, confirmando un amor genuino a través de pétalos de energía rosa y verde pálido.

    No pasaron muchos días para que un vigía las preguntara por sus monedas de eco-esencia. Petrificada e incapaz de articular palabras, Inadia no tuvo más opción que confiar plenamente en la soltura y labia de Kalan, quien respondió todas las preguntas como mejor pudo.

    Fueron dirigidos a algo que llamaban... «casa», y en un sitio llamado oficina, el vigía se dirigió a una mujer para explicarle que había dos nuevos residentes en Álice que necesitaban ser registrados. Ella, después de escucharlos, tomó las dos monedas y abrió un libro de hojas negras que aparentaban estar vacías. A través de un hechizo astral, pudo indagar en ellas la información que ocultaban, utilizando la conexión que tenía el libro con «La Recámara de identificaciones en la capital del imperio».

    En dicha recámara se encontraba una esfera gigante, donde había trabajadores introduciendo los patrones de cada persona para que los memorizase a través de las magias etéreas. Un diario que había comprado Kalan hace unos días le había descrito la esfera como un objeto translúcido y resplandeciente que flotaba en medio de un salón gigantesco, con patrones luminosos que se revolvían y desplazaban constantemente, representando toda la información contenida. Había leído que las magias etéreas asociaban el patrón de cada moneda con un nombre, fecha de nacimiento, nombre de padres y apellidos importantes. Sin embargo, no almacenaba información cambiante, como el nivel de maná.

    La mujer leía el libro a pesar de que seguía sin mostrar nada a ojos de los demás.

    —Limbu Kalan, nacido el cuarenta y dos de greshan, en el año tres mil ciento noventa y nueve, en Yanira. Igaro Inadia, nacida el veintiocho de grashen, en el año tres mil ciento noventa y nueve, también en Yanira. Ambos son huérfanos —informó, mirando a la joven pareja con los ojos entrecerrados.

    —Yanira, eh —El vigía se acercó al escritorio de la oficina y tomó las monedas para ojearlas—. Ese no es un pueblito que está más al sur, ¿no?, donde hay una cascada de flores que supuestamente la iglesia de Talah nutre.

    —Así es, mi señor. —Asintió Kalan.

    El vigía lo observó con una intensidad muy penetrante.

    —No es mi intención tocar un tema delicado, eh, muchachos, pero por las edades que tienen me imagino que sus padres fallecieron en la última guerra. ¡Aunque claro! —Rio burlesco—, si es que le podemos llamar guerra a la ridícula amenaza que lanzaron los trece magos más idiotas y bulliciosos de la historia.

    En un impulso de dolor, Inadia se tomó del brazo de Kalan, asustada ante el comentario atroz del sujeto. ¿Cómo podía reírse ante una de las guerras más siniestras de la historia? Los magos más revolucionaros del mundo asustaron al mismo imperio, y fueron apenas trece. 

    —Sí, lamentablemente nuestros padres fallecieron en la última guerra —explicó Kalan, fingiendo una tristeza que fluyó con facilidad, quizás porque tenía demasiado de donde inspirarla. 

    La historia que relataba era, por supuesto, una fachada para ocultar la verdadera. Kalan recordaba de forma vívida todas las veces que había practicado con Gazard un pasado que los demás pudiesen creer. 

    «Ni siquiera conocemos a nuestros padres», pensó Inadia, con la cabeza gacha.

    —Fue en la última avalancha de las garra oscuras que poseyeron los magos. Nosotros solo teníamos cinco años —continuó Kalan.

    —Lamento oír eso, muchacho. —Asintió el vigía, sonando sincero—. Pero, ¿cómo sobrevivieron a partir de entonces?

    —No nos quisieron recibir en ningún orfanato, mi señor, porque estaban todos copados. Nos tocó sobrevivir por nuestra propia cuenta.

    —¿Y cómo lograron algo semejante? —interrogó, mientras tomaba asiento sobre la esquina del escritorio.

    —Tomándonos de la misericordia de las personas que nos daban dinero o comida. Nos hicimos un refugio en las instalaciones del tren que abandonó el imperio en nuestro pueblo. Varios nos refugiamos ahí, incluso ancianos. Nos ayudábamos mutuamente. Ellos nos enseñaron a leer y a escribir.

    Inadia estaba perpleja ante la capacidad de actuación de Kalan, sin embargo, al tener su mano entrelazada con la suya, podía notar una locura en sus pulsaciones. Kalan estaba dando todo de sí para que el niño que su niño interno que desconocía el mundo no se revelara ante los ojos del vigía y la mujer que lo acompañaba.

    Afortunadamente, todo salió bien. 

    Al salir de la oficina, Inadia creyó que se quebraría en lágrimas por enésima vez en la vida. Kalan intentó transmitirle fuerza al tomarle la mano, aunque el chico estaba demasiado pálido para incluso sostenerse a sí mismo. Sin embargo, poco a poco empezó a sentir las recompensas de su enorme lucha: una sensación de alivio y una felicidad que parecía impregnar el mismo aire, como si las calles empedradas de Álice se llenaran con el rocío de una luz divina.

    A partir de entonces, Kalan e Inadia se dieron la oportunidad de conocer más de la vida que se les había negado en el pasado, así en el fondo supieran que el sentimiento podía ser efímero. En el pueblo eran recibidos como forasteros que habían sobrevivido a muchas dificultades. Cuando Inadia al fin habló ante los demás, demostró un revoltijo nervioso que incluso arrancaba sonrisas comprensivas en los vendedores. También le costaba demasiado utilizar el dinero que tenía, y contarlo, pero había buenas personas que le explicaban todo e incluso le regalaban algunos bienes. Su manera profunda de agradecer las simplezas, compadecía ciertos corazones.

    Pasaron meses donde la melodía iba y venía, manteniéndose en una tonalidad reducida desde que habían conocido el pueblo. En todo ese tiempo, construyeron un pequeño hogar en los pies de las montañas, utilizando herramientas que los pueblerinos les regalaron, mantas, hojas gigantes y cordeles. Kalan incluso había conseguido un trabajo como cargador de mercancías, algo que ni él ni Inadia podían creer. ¿En serio tenían un trabajo humano? Hallaban sublime belleza en lo más mundano imaginable. 

    Sin embargo, la ansiedad los atacaba muy seguido, mientras se preguntaban si tenían la oportunidad de tener vidas totalmente reales y metas por las que luchar. ¡Kalan podía ser un montador de terramalvas e Inadia una modista! Pero comprendían que para pensar así, primero debían entender la melodía y vencer la maldición.

    Una noche, unidos en su necesidad de vencer el temor y conocer la plenitud, compartieron piel y sudor por primera vez, con Kalan encima de Inadia, desenvolviéndose en suaves y rítmicos movimientos, mientras entrelazaba sus manos con las suyas y atrapaba sus gemidos con besos tiernos. El maná también se hacía partícipe en estos encuentros, siempre y cuando hubiese amor de por medio, fundiéndose el uno con el otro en un despliegue de sentimientos casi visibles que latían al ritmo de sus almas.

    Al finalizar, se miraron el uno al otro, recostados encima de una manta, mientras ella acariciaba su mandíbula. Ambos estaban avergonzados, pero esta vez ella rompió el silencio:

    —Gracias, Kalan.

    —¿Có-cómo? —Kalan había quizás esperado una opinión de su despliegue, algo que le dijera si lo había hecho bien o no y si esa mirada que compartían era igual de real para los dos, cargada de un sentimiento tan noble—. ¿Estuve... bien? ¿Gracias?

    —Fue lo más... hermoso que he vivido nunca —expresó feliz, pero con lágrimas que nacían al sentir que esto no duraría—. Dioses, discúlpame, sabes que soy hiper llorona.

   —Descuida, mi bella dama, era exactamente lo que quería escuchar. —Sonrió.

   Esa noche, Kalan se sintió como todo un varón, con Inadia recostando su cabeza encima de su pecho, en el cual no se notaban los pectorales. Lo bonito era que a ella no le importaba su delgadez. Sin embargo, al cabo de unas horas, Kalan despertó, incapaz de conciliar el sueño una vez más. 

    Sentado sobre una roca, bajo la presencia de la luna Magnus, recibiendo el rocío de su luz rosa, meditaba en todo lo que había sucedido hasta ahora. De pronto se tocó la piel, sintiendo un barro que ya no estaba, fantasmal, un barro que lo inundó demasiadas veces mientras se hundía en las minas con tal de extraer piedras preciosas y enriquecer al miserable que lo esclavizó.

    Con desesperación, se pasó las uñas una y otra vez, buscando la manera de arrancarse ese pedazo de él que ya no quería que formara parte de su presente. Y entonces, como una represa que cede ante la presión, un llanto incontrolable brotó. ¡Y no comprendía por qué! Había pasado la noche más feliz de su vida, ¿por qué las lágrimas caían de esa forma? Temblaba de pies a cabeza, sintiendo miedo; no, era algo mucho peor.

     Terror

    Le aterraba no ser más fuerte y que saliera a la luz ese niño traumatizado que encarcelaba por dentro. Le aterraba no tener las capacidades para cumplir con sus promesas y para mantener ese optimismo que a veces corría el riesgo de ser totalmente falso.

    —Ayúdame, Tharos —suplicó en un susurro, mientras miraba el manto silencioso de las estrellas—. Si me entregaron a ti cuando era pequeño y cuando aún tenía papás, es por algo, ¿no? ¿Te puedo pedir que me ayudes? No quiero flaquear y fallarle a Inadia, que es lo único que tengo en esta vida. Si nos trajiste a este lugar, por favor, que sea por un bien mejor. 

    A la mañana siguiente, Inadia se levantó, notándose aún avergonzada por la noche de pasión. Al observar a Kalan, notó que él también sentía algo similar, situación que la agobió un poco, pero entonces Kalan le dijo con un resplandor en el rostro: 

    —¡Buenos días, mi preciosa dama!

    Ella casi lloró. Sí, otra vez.

    «¿Cómo no amarte, Kalan?», se preguntó como miles de veces lo había hecho. «¿Cómo no hacerlo?».

     Él se acercó para limpiar su rostro, ahora decidido a luchar para que pudiesen ser una pareja como cualquiera, una que pudiese hacer el amor sin sentir que no tenían el derecho de vivirlo.

    Al volver a buscar la melodía y después de una meditación exitosa, se dieron cuenta de que estaba manifestándose con la misma fuerza que los había guiado, como si hubiesen potenciado la unión de sus sentidos al haber compartido piel. Aprovecharon cada oportunidad para alejarse del pueblo con tal de seguir indagando.

   Hasta que notaron algo tan increíble como problemático:

    La melodía provenía del Valle de los Reflejos.

    Aun siendo magos, habían sido criados para ser débiles, así que serían presas fáciles para los rasksaras que moraban en ese lugar. Sin embargo, la curiosidad los impulsó a aproximarse. Al hacerlo, la potencia de la melodía se amplificó aún más. Y no solo eso, descubrieron algo que les cortó el aliento:

    La música se había transformado en el canto de una mujer.

    El impacto de escuchar una voz humana, tan clara y resonante, los llenó de intriga y miedo. Por fortuna, la voz era bella y los acariciaba como una madre extendiendo su amor y protección sobre un hijo amado.

    Decidieron planear un acercamiento mayor. Pero antes de siquiera intentarlo, un cambio abrupto alteró la atmósfera. El cielo que se había mantenido sereno hasta entonces, se oscureció con nubes opresivas, y una lluvia repentina comenzó a golpear el suelo, arrastrando consigo visiones de las magias etéreas que atormentaban a Inadia: figuras de humanos deformados que flotaban en el aire, proyectando una angustia interminable, almas perdidas siendo arrastradas por hacia un destino incomprensible.

    La melodía, por su parte, también se torció: la figura maternal ahora imploraba salvación, el rescate contra un monstruo que la asechaba.

    Refugiados en su tienda improvisada, los magos luchaban por hallar alguna explicación.

    Pero nada tenía sentido.

    Inadia, ahora, deseaba liberarse del yugo de las magias etéreas y sus visiones dolorosas. Junto a Kalan, reunió suministros con los últimos geones que tenían, preparándose para cualquier eventualidad y una posible nueva decisión. Aunque Kalan quería seguir adelante, priorizaba la tranquilidad de su dama, así que le hacía caso.

    Sin embargo, con el paso del tiempo, el ambiente se estabilizó de manera irracional, como si todo lo que sucedía en el cielo hubiera cobrado pausa y las amenazas se estacionaran. Aun así, Inadia seguía nerviosa, tanto que un día dejó caer unas frutas que cargaba, las cuales impactaron contra una terramalva, causando un desastre que hizo caer a un joven de rostro inocente.

    Después de solucionar el desastre, ambos regresaron al refugio y continuaron con el debate. Inadia prestó atención a los argumentos de Kalan y estuvo de acuerdo con que todo lo que había ocurrido alrededor de Argus tenía un propósito que no podía ser abandonado.

    Pero, ¿qué podían hacer? En este punto, quizás lo que necesitaban era ayuda. ¿Pero de quién? Fue así que afloró una nueva pregunta que los dejó aún más inquietos:

    ¿Existiría otro mago en las cercanías experimentando las mismas percepciones que ellos?

    Kyogan se entregó por completo a un entrenamiento aquel día, buscando en el agotamiento físico un escape, relegando al olvido esa parte de su alma desgarrada por el humanismo herida. Y de alguna manera lo logró. 

    Pero no fue solo a causa del entrenamiento; fue también gracias al Valle de los Reflejos que ahora contemplaba desde un peñasco elevado. El ocaso tejía una coreografía de luces a través del follaje de los árboles gigantes, pintando la gran laguna con pinceladas de oro líquido y carmesí translúcido.

    El Valle siempre había ejercido sobre Kyogan un atractivo singular —por algo pasaba tanto tiempo en él—. Más allá de su esplendor, había algo... una fuerza magnética, un bálsamo que lo apaciguaba en sus horas más sombrías.

    Era como si el Valle entonara una melodía eterna.

    Abrió los brazos e inspiró profundo, recibiendo el aire agradable que se traducía en una recompensa merecida después del intenso esfuerzo físico.

    Dio otro vistazo al lugar, buscaba animarse al saber que estaba a punto de descubrir respuestas y soluciones a través del zein que sería invocado. Sentía en lo más profundo de su ser que demasiados asuntos serían resueltos.

    Mañana conocería a la famosa criatura que llamarían los sinhas.


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