Capítulo 42: Seis mil años de oscuridad

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    Aún recuerdo cuando eras solo un pequeño escarabajo que se revolcaba en la tierra, intentando esconderse de la luz divina. Ah... recuerdo cuando te rescaté de las manos de mi hermana, quien intentó borrarte porque me dijo que había caído en ti una migaja del río de la consciencia. Te llamó un error en la matemática del universo, mientras yo una fascinante particularidad.

    Tú, siendo un simple insecto, no entendías por qué percibías el miedo y eras abatido por pensamientos y emociones. ¿Cómo podías resistir las dolencias de un alma que no deberías tener dentro de un cuerpo tan insignificante?

    Pequeño y frágil, solo podías seguir enterrándote en donde hallaras para huir de tu mente y de incontables depredadores, de la crueldad que dirigía la naturaleza y buscaba devorarte.

    Hasta que te puse en mis manos, me senté delante de ti y te di una boca para alimentarte de tu devorador, para luego llevarte a un feto donde te prometí que te transformarías en el rey de tu mayor temor, la crueldad.

    Ahora, mira nada más cuánto has comido, cuánto has crecido.

    Mi primer engendro.

    Ah... te sigues ansiando, pero comprendo tu dolor. ¿Cuántos milenios hemos estado juntos esperando? Pero, ¿no te lo prometí? Nacerás a la realidad cuando tu mandíbula rodee el mundo y alcance tus tardos. Será allí cuando las ataduras que te impuso mi tonta hermana se romperán a través de la misma crueldad de los que ella tanto ha amado. ¡Solo goza, mi querido engendro, del oscuro alimento hasta que tu altura supere las imposiciones de la luz!

    ¡Oh, oh, te acercas!

    ¡Olvida mi silencio, perdona mis juegos y recuerda cuán especial eres para mí, mi primera criatura, mi primera y real compañía!

    Tu dolor se acabará y tu ejército se derramará contigo. Abre los ojos, deslumbra, ¡disfruta tu reino y de la gran cena que está a punto de servirse!

    ¡Tú nacimiento será... HOY!

    El niño que caminaba en los cielos continuó desgarrando la jaula de la realidad con sus manos, la tela que componía el abismo celeste, mientras contemplaba una vez más los seis milenios durante los cuales la humanidad había alimentado a su primer engendro a través de sus crueldades.

    Padres lanzando a sus niños a los raksaras o al mar al enterarse de que eran magos. Gente engañándose una a la otra, robándose, ultrajándose, pisoteándose, humillándose. La sinfonía de las burlas resonaba en toda la tierra. Las almas que murieron bajo torturas se concentraban en el interior de la tierra. Los magos que fallecieron mientras eran abiertos en experimentos, rogando una piedad que nunca les alcanzó. Ahora mismo, muchos eran torturados y violados en la cárcel de los magos mientras los imperios fingían humanidad y aseguraban estar buscando una solución para la enfermedad. Los gritos, los llantos, los corazones rotos trascendían hasta los océanos e islas más remotas de Evan. Los débiles eran asesinados para que soltaran sus bienes. Ancianos eran abandonados en sus camas. Padres eran asesinados por sus propios hijos...

    «CRUELDAD».

    «SINFÍN»

    ¡¿Qué debió haber hecho Erebo, pues, con tanto alimento, sino crear a una criatura para que pudiese contenerlo?!

https://youtu.be/w3qqET9P_jI

    ¡Hoy ha llegado la hora de pagar, humanos caídos! ¡Yo, el dios del castigo, desataré la primera pieza de mi nuevo reinado!      

    —¡Xylarox! —llamó el niño. Su voz macabra sucumbió por encima de Evan—. ¡Tú y yo comeremos la cena jamás vista! 

    Una plaga de millones de rayos inundó el cielo y la tierra, era una queja visual y sonora ante el asomo del primer engendro desde el mundo místico y ante el daño que empezaban a sufrir las barreras que separaban la realidad física de la espiritual.

    Ningún ojo podía creerlo, ningún alma podía entender qué sucedía. La tierra continuó temblando con tanta fuerza que pronto se desató un mega terremoto de proporciones bélicas que se expandió por todo Evan, como si la oscuridad descendiera de su reino e hiciera estremecer la vida en el máximo esplendor de su poder. La fuerza que representaba el parto de una abominación ancestral empezó a desgarrar los mismos cimientos de la realidad.

    La tierra comenzó a partirse brutalmente, los árboles del Valle de los Reflejos eran separados y caían a la boca de los abismos que se abrían a través de las inmensurables grietas. No había criatura que pudiera mantenerse en pie. Las aves alzaban su vuelo sin tener dónde descansar sus alas. La tierra no era más que una débil cáscara, incapaz de resistir el brote de seis milenios de energía maligna producida por los mismos hombres.

    El viento aullaba con una violencia sin igual, levantando tornados de polvo. Relámpagos cegadores rasgaban el cielo oscuro, iluminando la destrucción que se extendía por cada rincón de la tierra.

    Kyogan continuaba gritando, reunía aire y volvía a gritar como si soltara el alma en un solo ciclo de dolor, intentando liberarse de la presión descomunal que generaban las magias al lanzarle la revelación de seis milenios contaminados con crueldad y todo tipo de inmundicia humana. Su cuello parecía a punto de estallar, enrojecido y cubierto de venas inflamadas, mientras sus magias lo protegían del terremoto.

    Truenos sacudían el cielo, extendiéndose por toda la esfera terrestre, a causa de los cuernos del primer engendro perforando la primera barrera divina que separaba al mundo místico del real.

    Incontables almas fantasmales sacudían el espíritu de Kyogan, rostros arrepentidos de seres que se iban a la boca que se abría en el cielo para alimentarse de ellos, de toda la crueldad que causaron estando en vida. La esencia de ancianos, adultos, que promulgaron una fe incorrecta de los dioses para castigar al débil y alimentarse de él, ahora caían a las entrañas del primer engendro, para vivir eternamente en el núcleo de su putrefacta oscuridad.

    El mismo aire vibró ante los ríos de dolor, no soportando la oscuridad, la masa siniestra que fluía desde los rincones de toda la existencia.

    Cerros se elevaban. Grietas se extendían en kilómetros de distancia por los continentes e islas, separando los territorios forjados por el hombre y abriendo los abismos de Evan.

    En Álice, todas las personas gritaban, mientras intentaban huir de la destrucción inesperada que se abalanzaba sobre ellos. Cada casa se partía en pedazos, alimentando una sinfonía crujiente, un bullicio desenfrenado de terror y catástrofe. La muerte se abalanzaba por doquier, arrebatando las almas que caían a los abismos de la tierra o eran aplastadas por el concreto de los hogares y edificios.

    En las ciudades, los edificios temblaban y se desmoronaban como gigantes de piedra sucumbiendo ante el fruto humano. Las placas tectónicas se alzaban con una furia descomunal, levantando enormes hectáreas de tierra y arrojándolas despiadadamente unas contra otras. Las calles se convertían en un escenario de caos, y la gente luchaba por mantenerse en pie, aferrando las uñas en cualquier cosa que encontraban para evitar ser arrastrados en las cascadas que dirigían al núcleo del planeta. 

    La cárcel de los magos, un castillo que alzaba sus torres como bóvedas demoníacas, empezó a partirse y los magos comenzaron a escapar. Todos ellos.

    Los imperiales que se burlaron del supuesto primer engendro huían por sus vidas mientras las ciudades se convertían en nubes de polvo y fuego. Los edificios, antes símbolos del progreso humano, caían como gigantes derrotados, sepultando bajo toneladas de concreto y acero a quienes habían habitado en ellos. 

    Nadie podía dimensionarlo. Era un inferus que solo podía ser comparado por el que provocó el desate de la locura mágica.

    No, esto era mucho peor, y nadie lo había realmente esperado.

    El castillo de Sideria también se estremecía hasta sus cimientos, sin embargo, todos los hechizos ancestrales que protegían a la emperatriz se habían activado: la magia y el maná de los sanukais que habían muerto sirviendo al imperio se extendían por las paredes como un poder translúcido que buscaba mantener la solidez.

    Nidel, la consejera real, había sido interrumpida de todas sus investigaciones y a través de las ventanas de su habitación veía cómo el mundo se desmoronaba ante ella, cómo las construcciones que conformaban la ciudad principal de Sydon se desvanecían pareciendo simples montículos de tierra.

    En Argus, todos se habían levantado agitados de sus camas, preguntándose qué sucedía a la vez que los hechizos ancestrales del palacio también se activaban. El maná y las magias de quienes una vez lideraron la escuela se expandían por las paredes para fortalecerlas dentro de una energía lumínica.

    Aun así, todo se abría bajo los pies de los estudiantes. Profesores corrían de un lado a otro, sosteniendo entre sus brazos a los más débiles, extendiendo campos de maná y cúpulas de energía protectora. Todos los que controlaban la magia ezdra intentaba mermar la fuerza del terremoto más grande conocido por la historia humana. Pero no hubo poder capaz de detener el derrumbe de los dormitorios, de los jardines donde tantos estudiantes caminaron y compartieron, ahora vueltos agujeros en la tierra, donde incluso sus escombros rodaban hasta la perdición.

    Otro estallido sucumbió contra el cielo, como si un latigazo azotara los pilares del mundo. El engendro había comenzado a entrar a la tierra, desfigurando la puerta entre el mundo místico y el real junto a todas sus barreras. Su figura espiritual distorsionaba el tiempo a su alrededor, provocando vientos de distensión.

    Kyogan lo vio: era una bestia deforme y grotesca tomando forma de un escarabajo de proporciones colosales, eclipsando los rincones del cielo mismo. Un cuerpo monstruoso que se extendía hasta los confines del horizonte. Garras, uñas y dientes componían la extensión de su forma, mientras sus extremidades exoesqueléticas se contorsionaban en movimientos antinaturales y sus tenazas se agitaban con un hambre imposible de satisfacer. Su piel, rugosa y segmentada, cubierta por espinas y protuberancias repulsivas, destilaba una viscosidad fresca y oscura que caía gota a gota como un ácido que seguía distorsionando el tiempo y el espacio.

    Todos aquellos que podían percibir veían pedazos de la criatura bélica, la crueldad encarnada en algo que se alzaba como el gobernante de todos los insectos, el rey que se estuvo alimentando en el silencio más inteligente concebido.

    Las lágrimas inundaban los rostros de las personas a lo largo de todo el mundo y sus clamores colmaban el aire, expresando sus arrepentimientos, pidiendo auxilio y solicitando un tardado perdón por todas sus transgresiones.

    Entonces Erebo se alzó, el dios del castigo, el niño que caminaba sobre el cielo y había estado rompiendo el tejido celeste, no dispuesto a perdonar a nadie.

    Extendió su dedo índice a la tierra y dio la orden para que millones de insectos, que durante siglos fueron cómplices de la formación del primer engendro, habiendo llevado incontable alimento al escarabajo, empezaran a caer al mundo terrenal como una plaga vengativa del cielo. Sus aleteos ominosos llenaron la atmósfera terrestre, anunciado la llegada de un tormento que sobrepasaba todas las defensas y la comprensión de todos quienes tenían ojos para atestiguar las presencias invisibles pero reales del mundo místico.

    Los heraldos empezaron a entrar en los cuerpos de todos los raksaras con forma de insectos que había en el planeta, enloqueciéndolos y llenándolos con hambre de la carne de todos los que alimentaron y alimentaban la malevolencia de Xylarox.

https://youtu.be/nQxR5JMplAk

    Shinryu luchaba por sostenerse entre las rocas y árboles, corriendo a cada lugar que veía aún sostenible. De pronto, vio una plaga de insectos acercándose a él, millones de cucarachas y gusanos arrastrándose por el suelo en una marea de viscosidad. Gritó con el corazón encogido en el terror y la incomprensión absoluta. Sin embargo, ningún insecto se acercó a él; se alejaron como si hubiese un campo repelente a su alrededor y corrieron a los pueblerinos y al vigía que había asesinado a Inadia para enterrar sus tenazas en ellos, para trepar por sus cuerpos y entrar por sus bocas, fosas nasales y oídos. Los gritos empezaron a triturar los tímpanos de Shinryu; veía cómo los pueblerinos eran comidos aún en vida, cómo eran despellejados pedazo a pedazo, cómo saltaba la carne hasta que sus huesos se hacían visibles entre tendones y ríos de rojo líquido. Shinryu lloraba a gritos, creyendo que había entrado en una especie de trance irreal después de que su mente se hubo reventado.

    En su desesperación, pudo ver al cuerpo de Kalan resbalándose entre las rocas, yéndose a un abismo que abrían las grietas. Shinryu corrió a él y lo sostuvo de las manos, mientras no paraba de clamar, de gritar a toda voz por una respuesta y salvación, temiendo con cada fragmento de su ser.

    Se le iba a reventar el corazón, lo sentía, lo sufría, su pecho se apretaba en un aceleramiento insuperable, una bomba que contenía más adrenalina de la que podía procesar. Shinryu imploraba perdón por no haber salvado a Kalan y a Inadia, creyendo en su revuelta mente que lo que estaba sucediendo era una consecuencia por haberle fallado al destino.

    Lanzó un grito clamoroso al cielo que no terminó hasta que se le hubo agotado el aire y toda fuerza.

    Al mismo tiempo, todos los creyentes como él seguían extendiendo sus ruegos, lanzándose sobre el suelo y enterrando sus dedos en él para soportar el masivo terremoto que recorría la tierra y el ataque de insectos que empezaban a comer lo que encontraban a su paso. Todos los que aún tenían luz en su corazón se unían en una oración invisible que rodeó al mundo en un manto de última esperanza.

    Entonces el cielo fue iluminado con una luz solar, por una estrella incandescente. 

    Todo volvió a convertirse en un temblor. Sin embargo, ahora la destrucción se había desplazado al cielo, donde parecía que el mismo tejido seguía triturándose a través de los rayos, provocando rugidos que desgarraban los corazones de todos los testigos, como si todas las bestias de la creación se concentraran en el abismo.

    El niño que había estado despellejando el cielo se detuvo y cambió su forma, convirtiéndose en una neblina oscura con silueta humana y adulta, y se alejó de la tierra para hacerse parte de la oscuridad del universo circundante.

    Rio con un gozo que hinchó sus tinieblas, mirando a alguien que había llegado. Se dibujaba en él una sonrisa antinatural e inmensa que rasgaba una cabeza redonda, hecha solo de oscuridad. Era como si se tratara del dibujo siniestro de un niño que había cobrado vida y poder hace tiempos ancestrales.


    Sus carcajadas indicaban fascinación. Era como si Erebo estuviese viendo algo espectacular encarnándose delante de él, como si viese a lo inexistente tomando forma, lo que había abandonado a la humanidad conformando su regreso después de lo único que pudo haberlo llamado. Aquello en lo que millones habían dejado de creer se hacía ver a través de la silueta de un hombre fundido en oro puro, envuelto en una poderosa luz solar, un hombre gigante rodeado en un halo divino, llevando consigo la majestuosidad del rey del cosmos.

    Tharos.

    De repente, lanzas de oro y fuego aparecieron desde el sol y fueron lanzados contra la figura tenebrosa de Erebo. El dios oscuro evadió, volando hacia la luna amarilla, Cosmos.

    —¡Una parte de mí lo predecía, mi querido Tharos! ¡Sentía que regresarías, lo sentía de alguna forma, hermano mío!

    —Tú no serás quien destruya esta tierra, Erebo, te lo dijimos. ¡Y tampoco seremos nosotros! —dictaminó la voz de la fuerza, gruesa e impactante, extendiéndose por los confines del sistema solar.

    —¿Así que tú y nuestras hermanan siguen vivos? —Resonó la voz oscura de Erebo, sacudiendo el tejido de la existencia y el mundo místico—. ¡¿Y tú te presentas ahora, cuando ya no puedes hacer nada?! ¡¿Ahora, después de que abandonaste a la humanidad durante un milenio y me dejaste a mí a cargo?! ¡¿Debía destruir todo para que se dignaran a regresar?!

    —En tu enloquecedora soledad te has adueñado de todo lo que no te pertenece. ¡Jamás te dejé a cargo del ser humano! ¡Y tú no estás en labor de nuestra parte! Además, la influencia divina prosigue sobre esta tierra a través de la rueda del destino.

­    —¡Oh, cuánto gusto me da verte, Tharos! —Se volvió a regocijar—. ¿Cuánto tiempo espiritual ha transcurrido? Hasta tus estrellas empezaban a olvidarte y tus Ikkius se marchitaban. ¡¿En cuánto a mí?, solo mírame! —ordenó—. ¡Ya no soy el niño que dejabas siempre abandonado! ¡Ya tengo mis propios engendros con los que puedo gobernar, disfrutar y jugar!

    —¡Loíza te advirtió las consecuencias! —Tharos enfureció—. ¡Ella ató a tu bestia no solo por el bien de la humanidad, sino por el tuyo y el nuestro! ¡Crear criaturas tiene un costo muy alto y también juramos entre los cuatro no engendrar nada que viniese de nuestra propia carne y hueso! ¡Tu criatura está rompiendo las barreras de dos mundos distintos! ¡Recuérdalo, las dimensiones de nuestro mundo no pueden hacerse una con las terrenales, o generarás una tercera realidad!

    —¿Otra vez disputaremos por lo mismo, Tharos? —Sonrió con macabra seriedad—. ¡Soy el dios del castigo, soy el dios de la oscuridad y la traición! ¿Dónde estuviste tú y mis hermanas como para reclamarme ahora? ¡Mientras ustedes abandonaban Evan, yo quedé atado a la inmundicia que los humanos seguían produciendo! Ustedes pudieron desprenderse con facilidad, pero yo no. ¡¿Qué esperabas que sucediera durante mil años en los que no impusieron ningún control que contrarrestara la fluidez del hombre?!

    »¡Y mis engendros no vienen de mí mismo, sino de lo que ustedes mismos crearon, como mi hermoso escarabajo, que brotó de un error de Loíza! ¡Obsérvalo, su solo tamaño basta para destruir todo! ¡Admira la obra que me llevó seis mil años terrenales!

    —No me engañas a mí, Erebo —refutó con un grito autoritario que resonó por el espacio, negando con la cabeza—. La luz de Aureón me mostró que también combinaste al terror y la corrupción en un solo ser, para conformar a tu tercer engendro. Tomaste dos vértebras de tu columna vertebral, las uniste y moldeaste, y absorbiste la energía del árbol de las almas para meterlo en un feto y darle vida, cuando te habíamos prohibido utilizar tal instrumento. ¿Qué pretendes? ¡No lo permitiré más!

    Erebo elevó uno de sus hombros, acercándolo a su cabeza circular para retorcerse en una postura aterradora, como si un escalofrío de poder, rabia y celo lo irguiera de manera contraída, como si hilos chuecos se empezaran a acomodar en su interior, dirigiéndolo a transformaciones grotescas.

    —¿Crees que volveré a subyugar mi cabeza ante tu fuerza? ¿Crees que a estas alturas del tiempo dejaré que toques a mis criaturas que me hicieron conocer la pasión de la creación, y la paternidad?

    »No tengo por qué seguir respetando pactos con seres que abandonaron su misión y que se acobardaron ante las obras humanas. —Erebo empezó a ascender mientras abría los brazos. Su cuerpo era una nube agitada. La sonrisa burlesca que se trazaba de lado a lado en su rostro representaba la fuerza insana de su malevolencia—. Pero, ¿por qué vienes tú solo? ¿Acaso los gritos de los humanos no llegaron a los oídos de nuestras dos hermanas?

    »¿Qué pasó con Loíza y Arcana? ¿Acaso no pudieron recuperarse? ¿O se perdieron en el laberinto de Terciokala?

    —Un enfrentamiento entre nosotros solo apresurará lo que estamos evitando. ¿No lo comprendes? Le temes, incluso tú, siendo dios de la oscuridad, porque sabes que su fuerza puede erradicar dioses.

    —¡El Ragnarök no me preocupa más sabiendo que mis engendros estarán conmigo y pueden con todo! —Rio, consternando el tejido de la realidad con su burla.

    —La malicia y la soberbia no deberían sobrepasar tus timones, hermano menor. —Tharos negó con un movimiento de dedo, moviendo el resplandor del sol junto a él—. Te alzas de esta manera solo por ver el tamaño de tu criatura. Pero sabes tan poco. Ragnarök es mucho más. ¿No te preguntas qué es, de dónde viene y qué tiene que ver con esta tierra y nosotros? 

    —Solo te preocupas porque aún no has visto en lo que se transforma un dios cuando en la soledad se ha enriquecido de la putrefacta energía humana.

    Agujeros negros se formaron en las manos de Erebo. Tharos se hizo hacia atrás y se elevó al mismo tiempo, adornado en un fulgor dorado, extendiéndose como una estrella en constante resplandor y gloria.

    «¿Por qué sigues entrando con tanta facilidad en los planes de Arcana, Erebo? Aun en tu malicia y oscuro discernimiento, no predices lo que pretendemos.»

    —¿De verdad tendré que confrontarte para detener a tus engendros, hermano menor? ¿No entiendes que una de las cosas que más atrae el Ragnarök es el enfrentamiento de los dioses? ¿Cómo es posible que quieres acercar un mal que ni siquiera comprendes?

     Erebo se largó a reír.

     —¡¿Crees que ahora me intimida una palabra que ni siquiera se revela?! ¡Un misterio sin sentido y sin forma para nuestro mundo! ¡Pues que venga si así tiene que ser! A ver si su cercanía logra intimidar tanto a alguien como yo. 

    »Que así sea, entonces. Batallemos y acerquemos al Ragnarök, Erebo, como debe de ser.»

    El cosmos tembló cuando Tharos alzó su mano. Lanzas de fuego, forjadas en el corazón del sol, descendieron como una lluvia de cometas adornados en una luz que rasgó la oscuridad del vacío. Simultáneamente, cadenas de oro blanco serpentearon a través del éter, envolviéndose alrededor del colosal escarabajo maligno. La bestia fue atrapada y arrastrada de vuelta al mundo invisible mientras dejaba detrás de sí sus rugidos de frustración.

     Luego, Tharos se elevó con una figura majestuosa que recortaba la negrura infinita del espacio paralelo, un símbolo de valentía en medio de la inmensa adversidad. 

    En un instante, sus destellos dorados, como supernovas en miniatura, se entrelazaron con las tinieblas agitadas de Erebo, enredándose en un aterrador espectáculo de poder y magia cósmica.

    Cada movimiento, cada choque entre los dioses, liberaba ondas de energía que estremecían el mismo vacío. Las dos esferas de la existencia se sacudían como rocas gigantes en una tormenta cósmica, mientras las atmósferas de las tres lunas testigo vibraban con la resonancia del poder.

    Erebo reía con desenfreno, considerando que no había nada más excitante que esto en los confines del universo, en todo lo conocido por los cuatro dioses de Evan.

    —¡Lo tan esperado, Tharos, el dios inexistente luchando a favor de la humanidad, defendiéndola de sus propias abominaciones! ¿O es el amor por los pocos que confían en ti que te has conmovido por todos?

    —No he perdido el tiempo, Erebo —explicó con ferocidad—. Conoce por qué me llaman el dios de la fuerza.

    Empuñando una espada forjada con el mismo sol, Tharos se lanzó con movimientos ágiles para dirigir sus embates, tratando de romper las tinieblas que rodeaban a su hermano menor.

    En respuesta, Erebo desató los agujeros negros desde las profundidades de sus manos, gritando con esfuerzo. Los abismos móviles se desplazaron con una velocidad vertiginosa, amenazando con engullir la misma fuerza de Tharos.

    Aprovechando su poder divino y restaurado, Tharos extendió doce alas resplandecientes como si dejase que una mística y maravillosa ave brotara de su espalda. Cada pluma era un milagro de luz. Con un poder que ningún humano podría siquiera rozar, interceptó los agujeros en pleno vuelo, sosteniendo las vorágines en la punta de su espada, hasta que, en un esfuerzo sublime, lanzó la espada y los agujeros a una dimensión diferente, abriendo una herida blanca y brillante entre los mundos, la cual se tragó el arma divina y las abominaciones cósmicas bajo un destello de fuego.

    Se enervó una vez más contra Erebo, irradiando luz y calor en su camino, como si estuviera danzando ferozmente en el firmamento, dejando estelas de fuego solar detrás de sí.

    Erebo se contorsionaba, esquivando los ataques con una agilidad espeluznante, hasta que, poseído por la excitación, desplegó su propio cuerpo contra la luz, desatando una guerra de estampidas y estruendos que reverberaron a lo largo del sistema solar.

    Continuaron en su batalla, estremeciendo todo lo que les rodeaba. Sin embargo, su pleito yacía más en los interiores del velo místico, así que desde Evan esto no era más que un espectáculo de luces celestiales. No obstante, Kyogan podía observar todo, cada mínimo detalle de los dioses, siendo el único mago en el planeta capaz de hacerlo.

    Pero no había reacciones normales en él, Kyogan estaba imbuido en una nueva esencia y mentalidad, como si se hubiera quemado todo de sí mismo y solo funcionara por instintos y cálculos fríos, propios de una criatura que era guiada únicamente por las doce magias.

    Kyogan había dejado de ser él.

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