Capítulo 43 y Final: La rueda del destino

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    Vicarious se retorcía con los ojos poseídos, acosado por una ansiedad ajena, como si el enfrentamiento de su creador, Tharos, contra Erebo se concentrara dentro de su propia mente, haciéndole creer que estaba dentro de una batalla contra la mismísima oscuridad del mundo.

    Con la resolución de quien busca aniquilar los estorbos malignos de Evan, lanzó un crepitante rayo de fuego y electricidad que viajó de izquierda a derecha, dejando una honda y humeante cicatriz lineal en la tierra. 

    Con sus reflejos felinos, Kyogan se catapultó hacia arriba, esquivando por milímetros la muerte ardiente. En lo alto, antes de siquiera empezar a bajar el suelo, preguntó sin comprender nada de lo que sucedía, desconociendo a la criatura:

    —¿Vicarious?

    El zein se abalanzó contra él en un embate feroz, con su cuerpo vuelto una masa de músculos tensos y electricidad chirriante, entonces Kyogan convocó las aguas turbulentas de los ríos que el terremoto había desbocado, para formar una burbuja gigantesca que atrapó al zein en el momento justo. Con este hechizo líquido, lo alzó por los aires mientras se esforzaba en ahogarlo. Revolcándose dentro, Vicarious liberó una furia eléctrica desde sus cuernos como si dejase que una estrella amarilla refractase su luz deslumbrante. Kyogan gritó con esfuerzo a la vez que mezclaba el agua con tierra, conformando ahora una esfera de barro que aplacó a rakio. Allí la mantuvo un momento hasta que, con un esfuerzo inhumano, la precipitó hacia un socavón creado por el reciente terremoto, perdiendo a Vicarious en el vacío.

    Al cortar el hechizo, Kyogan se contrajo contra su propio vientre, sufriendo una estampida de dolores en el alma. Procesos anómalos sucedían dentro de él: a veces recuperaba parte de su mente, chispazos de todo lo que había hecho antes de que todo esto se desatara, pero al cabo de unos segundos sus pensamientos volvían a perderse en el olvido, sacudiéndose entre la lucidez y el abismo.

    Sorprendentemente, aún le quedaba de aquel zen magenta para soportar, pero solo por unos minutos más, así que comenzó a caminar aceleradamente al palacio, creyendo en su confusión que la destrucción masiva que se desplegaba a su alrededor había sido ocasionada por su batalla contra Vicarious.

    Vicarious emergió del socavón con un solo salto prodigioso, para reanudar su persecución. Al verlo acercarse, Kyogan creó mareas colosales de agua y lodo para contenerlo, pero esta vez, el zein logró resistir con sus garras incrustadas en el suelo. Luego y por si fuese peor, empezó a concentrar su maná y sus magias en el hocico para crear un rayo de dimensiones apocalípticas. Anticipando la magnitud del ataque, Kyogan erigió una barricada de rocas y metales que casi alcanzó la altura impresionante de una muralla de Argus.

    El rayo de Vicarious finalmente impactó y la barrera de Kyogan explotó en una conflagración de fuego y escombros cuyos tamaños eran los de pequeñas casas en Álice. Con un despliegue letal junto a las dos dagas que le quedaban, Kyogan cortó todo a su alcance mientras se transportaba entre salto y salto hacia su enemigo, para una vez más deshacerse en un combate cuerpo a cuerpo. 

    No hallaba cómo acabar con esta lucha y terminar con su enemigo. Su respiración era cada vez más aguda y exhausta. Por otro lado, tenía la cabeza rota y heridas muy profundas escurriendo por sus brazos, piernas y el tórax gracias al zein. Aunque Vicarious tampoco se encontraba mejor: la sangre cayendo en cascada de su lomo, hocico y nuca evidenciaban la eficacia de todos sus hechizos.

    Los estruendos metálicos de sus dagas chocando contra sus colmillos y garras reverberaron por el ahora desolado Valle. Hasta que finalmente vino lo peor. Kyogan, ya incapaz de ver a través del rojo líquido y agotado al extremo, no esquivó el golpe más mortal de todos. El triángulo afilado que colgaba de la cola del zein apuñaló su vientre, atravesándolo con una brutalidad irreal, asomándose de un punto a otro, sobresaliendo por encima de su espalda. La sangre de Kyogan brotó a borbotones.

    El zein lo alzó y fue ahí que el muchacho empezó a recuperar su consciencia, lo que él era, lo que soñaba. Sin embargo, apenas distinguía lo que estaba sucediendo, apenas sentía la vida que regresaba como suya.

    Gimió aterrado, esclavo el dolor más profundo y caliente que lo había alcanzado nunca, apenas pudiendo ver a su contrincante. Después todo se volvió frío.

    Demasiado frío.

    —Ya no entiendo... lo que hago aquí —murmuró el zein, sonando demasiado débil.

    Ahogándose con su propia sangre, el chico soltó un grito desfigurado en el idioma de la magia, pero nada sucedió, entonces, a último segundo, decidió impartirle una diminuta porción de su maná magenta al zein a través de la cola asomada en su vientre. Vicarious desenfundó el arma de él y se alejó al no soportar un maná estruendoso e incompatible tocando su cuerpo.

    Rugió enceguecido, y quiso hacer algo más en un acto de venganza, pero finalmente sus fuerzas se desvanecieron, tambaleándose de un lado a otro hasta que sus ojos se volvieron blanco, momento en el cual cayó derrotado. Kyogan, a unos metros, cubría su descomunal herida con las manos sucias. Con un jadeo cada vez más ahogado y rasposo, rogó:

    —Iyan... 

    Una luz se formó, depositándose encima de su vientre para corregir la hemorragia, pero quedaban apenas unas gotas de maná magenta como para ser bien dirigida.

    Fue así que el momento llegó.

    El frío cada vez más intenso, el cuerpo cada vez más carente de movimiento, y de cualquier tipo de fuerza. Kyogan empezó dejó que sus brazos cayeran, una escena que incluso marcó su propio corazón, como si estuviese al fin abandonando su lucha, no contra Vicarious, sino para mantener su problemática vida en pie.

    La sangre que brotaba de su estómago abierto se empezó a dirigir a sus fosas nasales y ojos, por lo que lentos ríos se deslizaron a través de sus mejillas, mejillas empapadas en suciedad y agonía. Debajo, el suelo absorbía su vida, teniéndose de rojo con cada latido que se escapaba de su cuerpo.

    Vas a morir, le recordaron las magias por última vez.

    Su fuerza era tan diminuta que no le quedaba ni para gestar un reclamo, para preguntar, para quejarse. Solo sentía que se deslizaba a través de una corriente de hielo donde su alma se fragmentaba en un mosaico de realidades, debatiéndose entre la incredulidad del momento y el anhelo de abandonar de una vez por todas su mente tumultuosa y descansar de ella. Una parte de él se aferró a la idea de que todo esto era una fantasía creada por su lunática mente. Se veía a sí mismo en el cuarto que compartía con Cyan, preparando sus apuntes y dagas para enfrentar un zein que lo rescataría de las garras del imperio.

    ¿En qué momento el escenario cambió tan bruscamente?

    Cada vez más avanzado en este río onírico y helado, su vida se desplegó ante él como un tapiz de sentimientos que habían sido enterrados. No entendía por qué de pronto se sentía arriba de una cómoda cama que solo lo invitaba a cerrar los ojos. ¿Acaso había ingerido una droga para calmar la mente? ¿Había roto su promesa con Cyan de no volver a tomar psicoactivos? Quizás... después de todo, él siempre rompía promesas.

    En un instante una sonrisa traviesa se asomó por sus labios, aunque luego un manchón de desconcierto y sorpresa pintó su rostro. Al mirar el cielo, se preguntó qué significaban esos destellos celestiales que parecían danzar en un eterno conflicto entre luz y sombra. Esto le recordó escenas de inocencia en la cama que compartió con Cyan cuando ambos eran demasiado niños. El techo se había roto en la casa y a Cyan no se le había ocurrido mejor idea que colocar un papel trasparente para ver las estrellas durante la noche. 

    Algo se abría en el pecho de Kyogan, quizás su propio corazón desangrándose o una coraza abriéndose de par en par. Desde las prisiones empezaba a fluir... ¿amor? Pues cuánto amó Kyogan esa habitación que trascendía con el olor a mamá, un aroma a flor y a nieve. Cuánto amó las visitas de mamá, cuando los cobijaba a él y a Cyan mientras se disponían a observar las estrellas.

    El único lugar en el que se sintió verdaderamente seguro, antes de conocer la crueldad que lo obligaría a endurecerse. Amó ese cuarto en el que podía sonreír sin sentir que era algo malo y tonto.

    Solía quedarse despierto junto a la silenciosa respiración de Cyan durmiendo. Desataba la imaginación y moldeaba las estrellas de ese techo a su antojo. Se imaginaba batallas. No sabía por qué siempre se imaginaba batallas, como si estuviera destinado a combatir.

   Ahora, en el valle, se sentía fascinando al ver que todo se estaba manifestando en un espectáculo real en el firmamento. Pero entonces un instinto brotó de él y la imagen de Cyan pidiendo auxilio asaltó su mente.

    —¡Cyan...!

    Empezó a entender que algo andaba mal en él y su alrededor. El temblor de sus ojos representó una consternación al no comprender por qué su alma se rompía de esta forma, cuando él no era débil. ¡No, no lo era! ¡Y jamás lo sería!

    Recordó todo lo que deseaba de la vida junto a su hermano, y quiso seguir adelante una vez más. Vio a Vicarious tumbado a unos metros por delante, desprendiendo un maná naranja, por lo que cualquiera que se acercara y tocara su maná obtendría sus magias. Pero a Kyogan no le importaba en lo absoluto, solo lo alivió locamente un hecho: se había herido de forma mortal contra un zein, excusa que podría darle al imperio para explicar la pérdida del mono.

    Entonces aún había una luz. ¡Debía seguir el plan! Con gritos de una bestia que se obligaba a mover una montaña para respirar, reviviendo cada dolor que cruzaba por su cuerpo, empezó a arrastrarse, ayudándose de cualquier cosa, incluso de sus uñas y dientes.

    Mas solo logró avanzar un poco antes de que sus músculos dejaran de obedecer.

    Allí, tendido de costado, cubrió su herida mortal mientras, aterrado, gritaba por dentro, sintiéndose niño una vez más, ese niño que necesitaba el auxilio de otro. ¡Cyan... Cyan! 

    ¡CYAN!

    Alzaba sus manos mentales hacia la figura de su hermano, sintiendo que se alejaba de él, sintiendo que le estaba fallando de la peor forma posible si fallecía de verdad. Kyogan pataleó desde su mente, intentando atajarse de cualquier cosa, pero entonces todo perdió color y sus ojos se cerraron, rindiéndose a la oscuridad más profunda. 


    Shinryu estaba sentado de rodillas, sosteniendo sobre su regazo el cuerpo sin piernas de Kalan, no creyendo en lo que ocurría.

    —¿Cómo..., cómo?

    —Ni yo... lo sé —respondió Kalan en un tembloroso y debilitado hilo de voz, mientras su rostro era un desastre enfermizo—. Siento que... ya estoy muerto, pero algo... ata mi alma.

    —¡Te-tengo que salvarte! —dijo Shinryu, aferrándose a una esperanza desesperada—. ¡En Argus puedo hallar a alguien que te ayude! ¡Vamos!

    —¿Quién eres? —musitó.

    —¡Eso no es importante ahora, vamos, vamos!

    —No... —respondió decidido, con su voz lenta y deteriorada—, creo que susurré un hechizo de maná... cuando ese vigía me atacó. Cuando se me agote, se me irá... la sangre que me queda. Estoy protegiendo la circulación en las rodillas. Yo... trabajaba en minas, y siempre usaba estos hechizos sin querer. No alcanzo a llegar a ningún lado... y tampoco quiero —concluyó con los ojos cerrados, con lágrimas viscosas, recordando a Inadia e incapaz de seguir adelante sin ella.

    —No, por favor. —Shinryu gritó y tembló de pies a cabeza.

    Desde el regazo que lo cobijaba, Kalan alzó los ojos al rostro angelical y herido que seguía llorando sobre él.

    —Creo que ahora... lo entiendo —dijo con una luz de revelación en su mirada.

    Shinryu lo miró con atención a través de sus ojos que eran dos paños de lágrimas contundentes.

   —Siento que todas las magias elementales... te miran con agrado.

    —¿Qué? —susurró Shinryu.

    —¿Eres... afín a todas las magias elementales?, pero seguramente eres más afín a la luz por encima de... todas ellas.

    Las cejas de Shinryu se apretaron en un gesto de sorpresa y desgarro.

   —Creo que nadie es tan afín a tantas magias... como tú. Oye... ¿puedo saber cómo te llamas?

    —Shin... Shinryu.

    —Vaya... nunca había escuchado un nombre así... tan misterioso y especial. —Sonrió—. El mío es más... simple, yo solo me llamo Kalan.

    Shinryu apretó los labios, ahogando otro llanto inminente: nunca le habían dicho algo bueno de su nombre. Kalan ladeó otro poco el rostro para observarlo mejor. Aún con sus ojos vuelto dos orbes triturados, habló:

    —¿Por qué siento que te conozco, Shinryu?

    —No-no lo sé —dijo, sintiendo un golpe de sorpresa—. ¡Pero yo también lo siento!

    —¿Sí?

    —¡Sí, no entiendo muy bien todo, pero así es!

    Guardaron silencio un momento, contemplándose mutuamente, percibiendo en el otro una sinergia que ya no podía ser explorada. Kalan, al notar el nulo rechazo que le dedicaba Shinryu, preguntó:

    —¿Es verdad que no desprecias... a los magos como yo?

    —¡Te juro por lo más sagrado que no! Nunca podría despreciar a ninguno de los tuyos porque mi madre es una maga.

    —No digas más, ¿en serio? —preguntó, atónito. Shinryu esbozó una sonrisa temblorosa.

    —Sí. Y mi mamá es la persona que más amo en este mundo, pero por algunas razones... tuvo que alejarse un poco de mí. Entré a esta escuela para hacerme fuerte y poder regresar con ella.

    —Es... impresionante. —Contempló con admiración, y, al sentir que su garganta se secaba y que sus pulmones querían cerrarse, añadió—: Me hubiese gustado... tener más tiempo para escuchar tu historia. Cuánto me gustaría... saber todo de alguien como tú. No me imagino... lo que debió significar entrar a Argus para ti.

    Kalan levantó la mano para tocar la mejilla de Shinryu, como si quisiera comprobar lo real que era y apreciar el tesoro que significaba.

    —Yo solo tuve un amigo en la vida... Gazard —dijo, comenzando a llorar por última vez—. Lo perdí... Sentí que jamás podría tener otro amigo en la vida... pero tal vez ahora... el destino me está demostrando que me equivoqué.

    —¡Lo lamento mucho todo, lo lamento todo, esto y lo de tu amigo! —Shinryu colocó su mano encima de la de Kalan, tomándola con la fuerza suficiente para transmitir su aprecio y... ¿arrepentimiento? Lloraba a cántaros. Apenas podía ver debido a tantas lágrimas que formaba y caían sobre la frente quemada del mago—. Yo... a mí igual me hubiese tenido tener amigos, y alguien como tú...

    —Te pido... un favor.

   —¡Por supuesto que sí!

    —Entiérrame junto a Inadia... No importa si es solo con su cabeza.

    Shinryu arrugó el rostro al sucumbir ante la fuerza de la frustración, recordando todo lo que habían hecho los miserables pueblerinos de Álice.

   —Sé que puede... sentirse como algo... perturbador, pero solo hazlo, por favor.

    —Lo haré —declaró mientras apegaba la mano de Kalan sobre su mejilla.

    —Si no la encuentras..., no te preocupes. 

    Los gemidos de llanto escaparon con fuerza renovada de los labios de Shinryu, tosidos ahogados huyendo de un corazón torturado, como si le despellejaran un trozo de vida que ni siquiera alcanzó a conocer.

    —No te entristezcas tanto... Shinryu, Tharos está luchando por nosotros. Detuvo a Erebo... en lo que fuese que estaba haciendo. Y sé que ganará. Los dioses divinos son reales..., pero debieron ausentarse por un motivo.

    »Yo... percibo cosas extrañas... ahora... cosas que me hubiese gustado ver antes. Pero quizás... abrimos los ojos solo en un momento así, cuando morimos... Shinryu, solo sé que los dioses te miran a ti y a mí con... anhelo.

    Los ojos de Kalan se dirigieron a la nada, contemplando otro campo en la existencia.

    —Los dioses divinos me recibirán a mí y a Inadia.... Te ayudaremos des...

    Shinryu notó que Kalan había dejado de ejercer fuerza para mantener su mano en su mejilla. Descubrió que sus ojos se habían apagado por completo y que su maná verde claro se estaba extinguiendo en el aire, cortando el hechizo que detenía el sangrando, dejando que sus piernas soltaran toda la sangre retenido en un río chocante.

    Cobijó el cuerpo del mago y continuó llorando encima de él, meciéndose junto a su cuerpo, con su alma vuelta un panorama de vidrios.

    Destrozado, se puso en pie, jamás imaginándose que en este día cargaría sobre sus brazos a un mago sin sus piernas y que buscaría la cabeza de su novia.

    Lamentablemente, no la encontró en los alrededores. Supuso que el terremoto había provocado su total pérdida, pero no le importó: la seguiría buscando así tardara días. Sin embargo, el silencio absoluto que se desplegaba por el valle de los reflejos lo distrajo.

    ¿Qué había sucedido con Kyogan y Cyan? Nada indicaba que una batalla contra Vicarious se estuviese desencadenando aún. Había amanecido y el cielo lucía azulado, destruido y vacío.

    Dejó a Kalan en los pies de un árbol. Kalan estaba vestido con una pobre polera que dejaba al descubierto sus brazos delgados. Shinryu se retiró la chaqueta que le cubría por encima de su armadura y lo arropó con delicadeza.

    Corrió de regreso a las montañas donde había empezado todo esto. Recorrió kilómetros, saltando entre algunas grietas, árboles tumbados y destrucción incinerante. Cuando encontró un rastro de explosiones, la siguió hasta encontrar Kyogan a un costado de Vicarious.

    —¡Kyogan, Kyogan! 

    La figura del mago estaba desgarrada, con su ropa en jirones y empapada de sangre seca. Una herida en su vientre era un cráter quemado desprendiendo un calor antinatural, mágico y fresco. ¿Acaso Vicarious lo había herido mortalmente y Kyogan utilizó el fuego para cauterizar la herida?

    Se arrojó al lado de Kyogan y, con un miedo punzante, le tomó las pulsaciones a través del cuello. Lo embargó uno de los mayores alivios al sentir un pulso, aunque demasiado débil.

    —¡Kyogan! —Sonrió con dolor.

    El mago abrió escasamente unos ojos demacrados.

    —¿Tú quién... eres? —preguntó apenas escuchándose.

    Shinryu se preocupó.

    —¡Soy yo, Shinryu! ¡¿Kyogan, te puedes curar? ¿O te puedo ayudar para que lo hagas?

    Notó que Kyogan no podía mover nada más que sus ojos.

    —Ayúdame... a rescatar a Cyan —rogó, sin importar orgullos—. Es mi hermano. Te puedo... pagar, tengo una licitia en mi habitación.

    —¿Kyogan? ¡No sabes lo que dices! —concluyó, asustado y en otra ola de conmoción—. ¡Vamos, te llevaré a la escuela ahora mismo!

    —­Es mi hermano, por favor —rogó con lágrimas enrojecidas, doliéndole desgarrar su personalidad—. Es... importante, mi... familia. ¿Estás en Argus? Puedo... quitarte de mí lista negra y... protegerte de... los demás.

    Shinryu acomodó a Kyogan para cargarlo.

    —Te juro, Kyogan, que regresaré por Cyan. ¡Nunca lo abandonaría!

    —Él... él es el que necesita ayuda, no yo.

    Acomodó al mago de tal forma que con una de sus manos pudo cubrirle la herida de la espalda. Así, corrió a la escuela sin darse cuenta de lo exhausto que estaba su propio cuerpo.

    En el transcurso solo halló raksaras aplastados por peñascos y otros chillando mientras intentaban escalar las grietas en donde habían caído. Los ríos desbordados llevaban a cientos de cadáveres en sus corrientes acuáticas.

     Shinryu imploró por Cyan al dios de la fuerza mientras sentía que el alma de Kyogan se iba de sus manos.

    —¡Kyogan, Kyogan, por favor!

    —¿Por qué... intentas equilibrarme? —le preguntó en un endeble hilo de voz­—. ¿No ves que... ya no tengo maná? ¿Por qué... estás apaciguando... mi espíritu...?

    El mago cerró los ojos y no volvió a hablar. Shinryu se aferró a creer que estaba delirando a causa de su terrible estado; solo concentró sus pensamientos en seguir corriendo, avanzando con pulmones que amenazaban con no sustentarlo en cada paso. Sintió experimentar un milagro al ver la escuela aún erguida.

    Se derrumbó después de cruzar el puente que dividía el valle y la escuela; gritó y volvió a gritar, escuchando a lo lejos oleadas de angustia y apuro, hasta que un grupo de alumnos se asomó. Pese a la agitación, verlos colmó a Shinryu con un vigor extraño, como si hubiese encontrado vida después de haber viajado por un desierto de sombras y muerte pura.

    —Pero está... muerto —anunció un estudiante de rango siete cuando hubo analizado a Kyogan, sumido ante la incredulidad que generaban sus propias palabras, pálido, hallándose diminuto para enfrentar la imagen del gran demonio de Argus con el cuerpo destrozado y sin latidos que le estuviesen dando vida.

    Los demás se acercaron con la misma incredulidad, y con miedo, para comprobar que, efectivamente, Kyogan no respiraba.

    Shinryu estaba con una postura inmóvil, arrebatado de la realidad, sintiendo que los sonidos se perdían en un eterno y sordo vacío.

    Luchó, cuestionó, gritó y volvió a cuestionar una y otra vez, adentrándose en un torrente de desorden, colmándose de lágrimas mientras los alumnos le preguntaban qué había sucedido y le decían que enfrentara la realidad, mientras intentaban arrebatarle a Kyogan de los brazos para llevarlo con los demás fallecidos. Shinryu lo aprisionó contra su pecho en un intento de retener su vida y el destino que lo unía con él. Lloró como si le empezaran a despellejar otro pedazo de vida, esta vez desde la raíz. Una flor que había estado recién creciendo, preparándose para revelar el color de sus primeros pétalos, era destruida.

    Cayó de rodillas, exhausto por el peso de su propia alma, desmoronándose ante todas las dolencias que habían decidido caer sobre él en este día. Empezó a ver lo insignificante y mugrosa que era su existencia. Débil, débil, débil, incapaz de ayudar a quien fuese, solo capaz de hablar.

    Se adentraba a una crisis que jamás había vivido, a cárceles de eterna oscuridad, pero algo detuvo su curso: el sentir una pizca de calor brotando de Kyogan, una chispa diminuta de energía magenta.

    —¡Está vivo! —proclamó, convenciéndose de inmediato.

    Y defendió esa verdad a toda costa.

    Los alumnos le dijeron que nada estaba fluyendo de Kyogan. Se discutió unos segundos hasta que finalmente un profesor se asomó: Darien, el más cercano a Dyan y el más inteligente de Argus.

    Al ver a Kyogan, demostró un terror silencioso que sepultó entre las facciones de su rostro.

    —¡¿Cómo se les ocurre?! —vociferó y los alumnos se alejaron de Shinryu y Kyogan.

    Darien tomó a Kyogan en brazos, pasando por encima de la fuerza de Shinryu.

    —¡Llamen a Dyan inmediatamente y díganle que me busque en el salón de Artema! ¡Notifíquenle lo que ha sucedido con Kyogan! —demandó con una autoridad estremecedora, revolviendo el espíritu de los estudiantes—. ¡No acepto excusas! ¡Ahora!

    Los alumnos corrieron a buscar a Dyan. Shinryu se acercó.

    —¡¿Puede salvarlo, profesor, puede?! ¡Por favor!

    Darien lo miró desconociéndolo, no comprendiendo nada de él.

    —¡Vete al salón principal! Ahí levantamos un refugio.

    —Pe...

    —¡De inmediato!

    Shinryu se alejó unos pasos por miedo a la autoridad indómita del profesor, quien desapareció en un instante.

    Se quedó inmóvil y desorientado, hasta que las garras del dolor le hicieron recordar todo.

    Se alejó de Argus aprovechando el desorden para ir en búsqueda de Cyan. Se ordenó tener esperanzas, pero esta parecía fugarse a cada momento.

    Se sentía increíblemente atosigado en su regreso al valle, como si el sol de la mañana fatigase todos sus sentidos. También volvía hallarse desnudo ante el asecho del mundo, ante lo que pudiera sucederle en cualquier momento. Volvió a brotar un miedo a perder todo lo que el mago le estuvo representando, esa fuente de conocimiento, esa fuerza que alejaba a los mal intencionados, esa mirada que no paraba de analizarlo día a día, esos ojos que escondían una humanidad tan herida.

    Recordó la compañía silenciosa que Kyogan le ofreció en los primeros días de Argus y la noche en la que pudieron hablar fluidamente sobre una cama en la mansión, como dos amigos, cuando Kyogan olvidó por primera vez sus defensas y se expresó, aconsejándolo con una dureza amigable que a Shinryu le había hecho tan... bien, como si fueran un complemento.

    Ahí estaba la respuesta. Shinryu se preguntó muchas veces qué lo llevaba a reunirse con alguien tan diferente a él. ¡¿Por qué lo empezaba a entender recién ahora?! ¡¿Por qué?! Se habían estado complementando en silencio.

    Quería conocer aún más a esa persona que Kyogan ocultaba. Quería descubrir el camino que los deparaba si seguían confiando mutuamente. Quería conocer la familia de Kyogan y Cyan y demasiadas cosas más.

    «¡Vive, Kyogan, vive!».

    Escuchó a un raksara llorando dentro de una grieta. Quiso ignorarlo y seguir buscando, pero al reconocer el aullido característico de Deus, corrió y lo vio muy en el fondo de la grieta, intentando sostenerse con sus garras a través de la tierra húmeda. En su espalda se sostenía Cyan. 

    Shinryu notó que estaba prácticamente inconsciente y que su maná celeste frío bloqueaba una herida espantosa en su mano y hombro, impidiendo el sangrado. Shinryu buscó todos los medios para ayudarlo a subir, consciente de lo que ocurriría cuando se le acabara el maná, pero no había nada útil alrededor. Con otra lanza atravesándole el corazón, le dijo a Cyan:

    —¡Aguanta, te lo suplico! ¡Iré por ayuda!

    Corrió una vez más a la escuela sin sentir el peso de su desgaste. Cayó casi desmayado ante las puertas y regresó con varios alumnos mientras uno lo cargaba en la espalda. Su corazón recibió una cascada de alivio y esperanza al ver a Deus y a Cyan en el mismo lugar. Los estudiantes, con sus herramientas y habilidades, sacaron a ambos de ese lugar.

    Vio a Cyan totalmente demacrado, como si se hubiera adelgazado en cosa de horas. No podía utilizar su brazo derecho. Cayó derrotado ante los alumnos, agonizando.

    Cuando Shinryu se volvió a recuperar mínimamente, buscó una pala y escapó una última vez al valle para buscar un lugar donde enterrar a Kalan. Levantó una tumba cerca del lugar donde conoció a Kyogan y se arrodilló ante ella.

    Rogó por su alma y empezó a relatarle todo: cómo fue su vida antes de entrar a Argus y cómo conoció a un mago especial. Fue la primera vez que Shinryu rompió la promesa de mantener el secreto de Kyogan.

    Poco después la noche se extendió por los cielos, causando un espectáculo de incredulidad en quienes aún vivían, sin embargo, destellos de tonos rojizos y purpuras se desplegaban por el oscuro abismo, demostrando las energías residuales del mega terremoto. Asimismo había un fuerte aroma a metal y electricidad en el ambiente, además de zumbidos etéreos y susurros distantes.

    Pese a todo, Shinryu continuó buscando la cabeza de Inadia, hasta que Esaú lo encontró y le regañó amablemente:

    —¡No deberías estar en un lugar así, peque! —A pesar de su energía se veía muerto en el fondo, como si se obligara a funcionar—. Ven, tenemos que regresar al palacio.

    Shinryu balbuceó unas palabras, por lo que le dijo:

    —Kyogan está vivo. Darien lo salvó, peque, hizo una obra maestra con él. 

    Shinryu dibujó una sonrisa instantánea, adentrándose en una risa deforme y difusa, con tosidos.

    —Sí que te llevas bien con Kyogan, eh. ¡¿Quién lo diría?! Pero no todas son buenas noticias, mi demonio favorito recibió un daño colosal, estuvo mucho tiempo sin oxígeno y hasta su columna estuvo comprometida.

    »Ven, Shinryu, en el palacio te cuento más. 

    »Y por, cierto, Darien quiere hablar contigo —añadió con un gesto, indicándole que estaba en problemas. 

    Los días comenzaron a transcurrir con una velocidad dolorosa, días lentos y la mayoría con intenso trabajo y espera. El mundo había quedado devastado por el mega terremoto, pero las sociedades se mantenían. Aun así, las muertes no paraban de ser contadas. En un principio la cifra fue expresada en números, pero tiempo después se decidió tratar con porcentajes, demostrando una pérdida masiva que ocasionaría problemáticas graves en el funcionamiento del mundo.

    Había un despliegue inmenso de daños en las infraestructuras que conformaban los imperios. Todas las actividades no fundamentales fueron detenidas y se concentraron las fuerzas en mantener los servicios esenciales. Había desplazamientos masivos de poblaciones hacia sectores que habían sido menos dañados por el terremoto. Se descubrió que la fuerza del colosal movimiento terrestre había afectado mayormente una línea gruesa que rodeaba al planeta, donde estaba Sydon y otro imperio más.

    Así como todo lugar que fue protegido por hechizos ancestrales, Argus se convirtió en un refugio para los que se habían quedado sin hogar. Los alumnos trabajaban día a día para tratar la tierra y traer alimentos, mientras los llantos de quienes habían perdido a sus seres queridos se hacían escuchar por los pasillos. Otros alumnos se encargaban de descontaminar la pestilencia y las enfermedades que se podían propagar a través de los cadáveres. Las aguas eran lentamente purificadas y la ayuda de las magias que poseían algunos marcó una enorme diferencia con los tiempos pasados, pues en la catástrofe de los magos nadie solía tener zeins más que los reyes o algunas personas importantes.

    A pesar de los esfuerzos, nada detuvo la caída mundial de la economía, la propagación de otras enfermedades y las muertes que se seguían contando. Los hospitales eran escasos y no daban abasto para la gente que los necesitaba con urgencia. El alimento empezó a escasear y los robos se desataron.

    También se sumaba otra gran desgracia: los magos que habían escapado de las cárceles no tardaron en comenzar a asesinar. Aún en su locura, buscaban venganza contra el mundo por el daño imperdonable que habían sufrido encerrados en los laboratorios.

    Entre estos magos, estaban los trece que habían causado la última guerra que enfrentó el imperio de Sydon. Eran magos especiales, pues por algo pudieron provocar un enfrentamiento contra una fuerza tan impotente.

    Los sanukais y otros guerreros de alta estirpe no hallaban cómo imponer orden.

    Por otro lado, las protestas llenaban las calles contra el imperio, porque muchos creían haber sido engañados al recibir un aviso falso y mal diseñado. El mundo había estado dando señales de un infodomus de colosal escala, un inferus, pero el imperio no había preparado a las personas. 

    Entonces, en la desesperación y rabia de los sanukais, se desató otra masacre, los poderosos soldados alzaron sus armas y comenzaron a asesinar a todo aquel que cuestionaba al imperio y provocaba el desorden.

    Persiguieron incluso a los testigos inocentes que solo buscaban comida para sus bebés. Apuñalaron a cuanta criatura vieron, madres y a pequeños por igual, usando el desorden como una excusa para eliminar bocas que consumían lo que ellos también necesitaban.

    La crueldad continuó ejerciéndose a gran escala a pesar de lo que el mundo había experimentado.

    Sin embargo, no todos actuaban de tal forma, muchos sanukais luchaban por el bien y se horrorizaron al ver lo que habían hecho sus compañeros.

    También había nobles personas que seguían arrodillándose día a día, para consagrar sus corazones a los dioses divinos. De alguna forma, los que tenían la magia del fuego, la luz y a exodus, habían percibido la presencia de Tharos en el cielo y estaban convencidos de que el dios seguía allí, en algún lado.

    Grandes poblaciones pedían perdón por sus desobediencias, por haber endurecido sus corazones y por haber participado en la corriente de odio que les decía que debían criar a sus hijos con frialdad solo para no encariñarse con un posible mago.

    La emperatriz se alzó en medio del bullicio ensordecedor. Siendo conocida por su indiferencia e intereses de poca importancia, reunió a la multitud en la capital imperial e hizo resonar su voz por encima del estrado. Su discurso se hizo escuchar como un llamado de atención que estremeció los corazones. El mundo buscaba culpables, y ciertamente podía hallarlos, pero en aquellos que habían decidido abandonar a los dioses divinos.

    Las poblaciones se habían hecho dependientes de sí mismas, abandonado la autoridad divina y a quienes la impartían. Se concentraron en sus propias creencias y generaron división de pensamientos, cuando el camino impuesto por los dioses siempre se había mostrado como uno solo.

    Con una determinación imponente hizo recordar la importancia del amor de Loíza, la sabiduría de Arcana y la valentía de Tharos; cualidades que se dejaron de lado para concentrarse en una gloria personal y humana. Pero ¿de qué le servía a la humanidad su fuerza cuando el poder de la naturaleza les demostraba lo poco que eran?

    El precio pagado, el resultado de su negligencia y desconexión, se hizo evidente en la desgracia.

    Sideria llamó a todos a una nueva era de consagración y obediencia, a tomar la oportunidad para rectificar errores y encontrar la redención. Ella misma hizo promesa para guiar al imperio a un transformado futuro, donde se honraría nuevamente la presencia de los dioses divinos y se tejerían los hilos rotos de la luz y la bondad. 

    Cuando Sideria se hubo retirado, Shinryu se introdujo en un gran silencio con azotes de reflexión. Había cosas que no lograba comprender: él había visto claramente a una figura en el cielo, a un niño destrozando el tejido celeste. Pero parecía que nadie más lo había visto y la enorme mayoría se debatía buscando la razón del terremoto.

    Su mente también estaba sumida en una considerable sorpresa, pues no había esperado las palabras de Sideria.

    No obstante, lo que él no supo, fue que apenas Sideria hubo regresado a su castillo, la máscara de su nuevo carácter se había desvanecido mientras la mujer se quejaba de los sacrificios que debía realizar a partir de ahora.

    Shinryu continuó con su rutina de trabajo constante. Una buena noticia lo alcanzó: su esfuerzo sería recompensado con ayuda monetaria por parte de Argus para que pudiese seguir pagando sus estudios cuando se reiniciaran. ¡Al fin se sentía útil!

    Pero la esperanza no era plena y mucho menos la alegría; todos los días visitaba a Kyogan en su habitación. El mago había entrado en un estado coma y no era capaz de recuperarse a pesar de que Trinity en persona lo estuviera tratando. Día a día se demacraba un poco más, perdiendo los músculos que habían hecho destacar su imponencia.

    Cyan siempre estaba dentro de esa habitación, perdiendo los anhelos de comer, sentado al lado de la cama, sumido en un río de melancolía.

    Shinryu se preguntaba una vez más cómo Cyan y Kyogan llegaron a ser hermanos a pesar de que no compartían sangre. Con Cyan se convertían en compañeros de visita. Al mayor le conmovía hondamente su preocupación por Kyogan.

    Un día, Cyan lo apartó a un rincón del jardín de la mansión, y le comunicó algo directamente:

    —Ellos lo saben, Shinryu.

    —¿Cómo? ¿Quiénes? ¿Qué cosa, Cyan?

    —Ellos saben que mi hermano es un mago.

    Fue otro de esos momentos en los que Shinryu se desprendió del mundo, introduciéndose en uno donde solo existía la persona que estaba frente a él y sus palabras.

    —Kiran, Darien, Rechel, Trinity, Esaú, una chica llamada Yezy, Soraya, la persona que trajo Trinity y está por tratarte, e incluso Dyan, todos conocen la verdadera identidad de mi hermano desde que entró a esta escuela, con nueve años.

    Se quedó callado, dibujado en una expresión que no cambiaba.

    —Y pues... debido a eso mi hermano tiene una alta protección —añadió Cyan, sobándose el cuello—. Él ha abusado un poco de eso, pero... ese es otro asunto que no vale la pena tratar y...

    Shinryu empezó a caer de costado con el cuerpo hecho una piedra. Cyan lo sostuvo antes de que cayera desplomado. Shinryu se llevó las manos al pecho, sufriendo un apretón intenso, como si la noticia le hiciera revivir las quejas de todo lo que había sufrido su corazón en este último tiempo.

    Cyan le dio palmaditas en el rostro.

    Esa tarde, Shinryu al fin comenzó a entender por qué Kyogan tenía tantos privilegios y relaciones profundas y enigmáticas con Kiran, Trinity, Esaú y Dyan! Pero la noticia era imposible de comprender. Además, nacía una nueva pregunta: ¿Por qué Dyan y los demás habían aceptado a Kyogan?

    Antes de ser tratado por Soraya y Trinity, Shinryu se encaminó al Valle de los reflejos. Muchos de sus terrenos estaban siendo utilizados como tierra fértil para producir alimento, así que los raksaras se veían reducidos y se le permitía entrar.

    Se escapó a la tumba de Kalan, ansioso.

    «¡Dyan acepta a Kyogan!»

    Se arrodilló ante la tumba y le contó todo al chico. Ya era una costumbre para Shinryu hablar con Kalan respecto a cualquier cosa. Le habló maravillas de Dyan y Trinity, hasta que un dolor detuvo sus palabras.

    Se volvió a imaginar una vida en donde pudo haber sido amigo de Kalan e Inadia. Se preguntó cómo hubiese sido la reacción de Kyogan al conocerlos.

    Lloró a cántaros, desdichado y en silencio. Y rezó por Kalan e Inadia, para que tuviesen paz en la otra vida.

    Entonces, de pronto, el viento acarició a Shinryu, una brisa que se deslizaba en forma de rueda, trasportando pétalos. Shinryu sintió un cobijo sobrenatural, una caricia que trascendía lo explicable. Observó como la rueda de pétalos patinaba hacia el horizonte sin que nada la detuviera.

    Fue como si hubiera experimentado otro tipo de magia, un último hechizo o la respuesta de un rezo genuino; tal vez era una muestra de que Tharos sí había regresado, pues los pétalos le hicieron recordar «la rueda del destino», palabras que se expresaban continuamente en las escrituras sagradas del dios de la fuerza, haciendo referencia a que los dioses jamás dejarían que las personas no tuviesen caminos con significados.

    Sin aferrarse a las explicaciones, sin cuestionárselo más, Shinryu creyó de todo corazón que aún tenía un destino enorme esperándolo por delante.

    Y era enorme.

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