Epílogo

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    El dios Erebo cobró un tamaño gigantesco ante sus cinco engendros.

    El escenario era blanco, como si hubiese sido desprendido de todo color y naturalidad, una brecha larga y colosal entre las dos realidades, donde el tiempo se detenía y las leyes de los mundos se disolvían. La figura espeluznante del dios oscuro seguía siendo la misma: una oscuridad en constante agitación, bullendo poder y calamidad como si en los interiores de él, la luz, las estrellas y la vida estuvieran siendo constantemente devoradas.

    En la cabeza redonda de Erebo rasgaba también la misma sonrisa aterradora.

    Sus engendros eran figuras nebulosas enterradas en el misterio, flotando como espectros en el vacío, sobre una línea que era un puente entre las realidades. Sin embargo, la crueldad que había alcanzado a nacer sí se hacía ver como el escarabajo descomunal y retorcido que era, aunque ahora su tamaño no alcanzaba las manos de Erebo.

    Xylarox habló entre balbuceos, costándole armar sus palabras, aun así, su voz era un eco perverso que se arrastraba por los rincones del espacio, una cadencia llena de desprecio y sadismo, cargada de veneno, como si susurrara promesas de destrucción y sufrimiento. Su timbre penetrante no buscaba convencer ni persuadir, sino sembrar una semilla de maldad que a Erebo... le fascinaba.

    —Exprésate sin dificultades, Xylarox, acostúmbrate a tu cuerpo, acostúmbrate a tu nacimiento.

    —Pa... padre.

    —¡Ah, preciada criatura! —dijo con dicha—. Sí, por siempre podrás tratarme como a tu padre.

    —¿Qué harás ahora, que no he podido descender sobre Evan?

     —Mi batalla contra Tharos me ha hecho analizar muchas cosas, Xylarox —explicó con otra sonrisa—. Y he vuelto a colocar la razón a la par que mi perversión. Ciertamente no me interesa generar una tercera realidad con tu descendencia sobre la tierra. Las dimensiones, nuestros tamaños son distintos en el mundo místico que en el real. Por lo tanto, la solución es muy simple, mi espectacular criatura: te daré un cuerpo dentro de la realidad, ¡un cuerpo tan magnífico que podrá contener incluso tu esencia! ¡Los mismos humanos lo intentaron, pero nada se compara con las obras de mis manos!

    —¿Entonces... volveré a arrastrarme por la tierra? —preguntó contrayéndose en rencor.

    —¿No te lo prometí? ¿No cumplo yo mis palabras contigo? Jamás te volverás a arrastrar. No, vivirás en la comodidad y jamás estarás atado una segunda vez por la luz. Te desplazarás por el mundo con el antojo de tus deseos y liderarás a tus hermanos y a tu reino de insectos por encima de la humanidad.

    —¡Sí, Xylorak, calláte, calláte y deja de codiciar, que a ti no te corresponde la codicia! —lanzó el quinto engendro con una voz chillona y estridente, como el graznido de un ave enloquecida, hablando con una convicción ciega y total falta de discernimiento—. ¡Siempre gruñendo y quejándose por las ataduras de Loíza, cuando deberías escucharme a mí, a mí, a mí, a mí, porque siempre, siempre, siempre tengo la razón!

    Xylarox le gruñó.

    —Sí, tú siempre tienes toda la razón, Plaxun —respondió Erebo con una sonrisa tranquila, trasmitiendo una paciencia y amor retorcidos.

    —¡Padre! —Plaxun sonó conmocionado dentro de sus tinieblas. En ellas parecía verse un manojo de tentáculos de los cuales brotaban labios y ojos de todo tipo.

    —¿Y qué decidirás respecto a los magos? —preguntó el tercer engendro, el terror y el odio unidos en uno solo, su voz se extendió en un rugido gutural y desgarrador, como el chirrido de un gigantesco metal oxidado enviando una sed interminable de oscuridad y venganza. En su neblina solo se veía el acomodo constante de huesos, músculos y sangre.

    —¡Ah, Terranor, tan atento a mis movimientos como siempre, con tus ojos puedes calar hasta mí! —respondió Erebo, complacido—. Alcanzaste a escuchar mis charlas con Tharos, ¿no es así?

    »Sí, tengo planes para todos los magos —declaró. Y su anunció estremeció la brecha entre las realidades—. El sufrimiento que los ha azotado durante tanto tiempo me es demasiado apetecible. ¡Quiero todo ese dolor, toda esa locura, todo ese desorden, todo ese poder!

    »¡Pero no se ansíen, mis criaturas, porque todo esto... está recién comenzando!

    La sonrisa de Erebo se expandió hasta volver a rasgar por cada lado de su cabeza redonda. Sus brazos se abrieron con un gesto, indicando un maestro de planes.

    —¡Mis cincos engendros, tengo más planes de los que pueden discernir! ¡Mas no se preocupen, pues todos los disfrutarán junto a mí!

    »El parto de Xylarox alcanzó a destruir una de las tres barreras que mis hermanos impusieron para mermar mis influencias sobre la tierra.  Y debilitó otras resistencias que separaban al mundo místico del real. ¡El rompimiento me es suficiente para mandarlos a Evan en formas tan poderosas que desgarrarán la mente de toda la humanidad, provocando un reinado sin igual ni precedentes! ¡Caminarán por encima de la tierra como dioses de un nuevo tiempo, obligando a la humanidad a alimentarme por los siglos de los siglos!

    Erebo miró hacia su espalda por encima de su colosal hombro, ladeando otra sonrisa, ahora de satisfacción y morbosidad.

    —Y tú contemplarás todo junto a mí, no es así... ¿Tharos? 

    Detrás de él había una estructura retorcida de metal y sombras enredadas, con barrotes afilados que se entrelazan formando patrones impenetrables, impregnados con una energía maligna que envolvía a Tharos y debilitaba su energía solar. Las sombras se movían y susurraban a su alrededor, vivas, recordándole constantemente su prisión.

    La silueta dorada y masculina de Tharos no parecía ser capaz de hacer nada más que mantenerse en una postura inmóvil, a la espera, sentado y con sus manos por encima de sus rodillas, ocultando un gesto de frustración.

    —Ni siquiera con tu recuperación pudiste contra toda la asquerosidad humana que me alimentó —dijo Erebo, retorciéndose en su risa—. Mas no te preocupes, hermano mayor, sé que no puedo eliminarte y no me interesa que desaparezca el sol. Pero eso no quiere decir que no tenga... utilidades para ti.

    Erebo ascendió en una gloria oscura, disfrutando de su victoria.

    —¡Atraeré a nuestras hermanas de algún modo! —le dijo a Tharos mientras su gigantesca cabeza rozaba su jaula—. ¡Quiero saber qué ha sucedido con ellas, pero por sobre todo quiero que observen el cumplimiento de lo que ha de venir!

    Se desató en una risa espeluznante, en un eco ensortijado de caos y satisfacción desmedida. Entonces deshizo la brecha que había creado y se dirigió a Evan.

    Ya sabía cómo sería el cuerpo de Xylarox y cómo se explayarían sus demás engendros por la tierra. Con Tharos atado junto a la ausencia de Loíza y Arcana, no había nada que pudiese detener la nueva era de oscuridad, la gloria venidera de los cinco engendros.

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