Capítulo 7: Crueldad para el engendro

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    La efímera pero profunda calma que experimentaba Kyogan fue interrumpida por la aparición de Rechel, la asistente de Dyan, cuya entrada abrupta en la sala quebró el silencio. Por si fuera poco, sonó la campana de Argus, el macabro anuncio de los alumnos huyendo hacia la libertad.

    —¡Solo un momentito más, Shinryu! —le dijo Rechel a Shinryu, con una sonrisa tensa que rozaba lo macabro, como si batallara por no cometer alguna atrocidad.

    Con esa actitud intrigante y una rapidez felina, se dirigió de regreso a la puerta que conectaba el salón de espera con un corredor. Desde el otro lado, fuera del campo de visión, le increpó a alguien:

    —¡Apúrate! ¡Y no me mires más así, tu oficina queda en el último piso de la torre más alta! Este lugar es más accesible.

    El gruñido áspero de un hombre se elevó en respuesta. Por alguna razón, Shinryu sonrió de oreja a oreja al escucharlo.

    —¡Dyan te atenderá en breve, Shinryu! —Rechel regresó al chico con entusiasmo, luego volvió a desaparecer a través de la puerta, cerrándola de golpe.

    Shinryu se apretó de hombros, notablemente nervioso, mientras sus ojos se llenaban de ansiedad y felicidad pura.

    «¿Y a este qué le pasa?», se preguntó Kyogan; y en breve empezó a suponer algo que no era nada razonable. ¿Acaso Shinryu deseaba ver al líder de Argus? Esa felicidad... ¿no sería que lo admiraba?

    No era comprensible, porque de todos los líderes entre las cuatro escuelas principales del imperio de Sydon, Dyan era quien más repudio guardaba hacia los magos. Para él, representaban la más grande repugnancia en la vastedad de la tierra. No había asesinado a uno, sino a más de doscientos, y a sangre fría, incluso a jóvenes que aún no enfermaban. ¿Cómo carajos Shinryu podía admirarlo? 

    Kyogan no podía tolerar una duda así; un instinto asesino se apoderó de cada fibra de su ser. Sus ojos verdes, ahora pozos de ferocidad inhumana, relampaguearon con la intensidad de mil conjuros prohibidos. Sus músculos se tensaron, preparados para una tormenta violenta, pero calculada.

    Sin embargo, algo logró frenarlo: una pregunta: «¿será que Shinryu admira a Dyan porque...?»

    —¡Kyogan! —llamó Zimmer, apareciendo a las espaldas del chico, quien se volteó con un tenso y pequeño sobresalto—. ¿Por qué te retiraste así de mi clase? 

    Kyogan gestó algunas muecas conflictuadas, dando a entender que no estaba disponible para atender un problema tan ridículo ahora. ¡Ahora no!

    —Sabes tan bien que de mis clases no te puedes retirar sin mi permiso previo —prosiguió Zimmer con un suspiro profundo—. ¿De verdad? ¿Qué necesito para que entiendas que...?

    Fue interrumpido por un gruñido inhumano que reverberó desde el otro lado de la puerta que daba el salón, como un aparente monstruo a punto de atentar contra la escuela, pero solo era Dyan el cascarrabias.

    —¡Por la gracia de los tres dioses, no gruñas así! —le increpó Rechel—. ¡Te dije perfectamente, Argus Dyan, ayer te dije cuál era tu itinerario!

    El líder de Argus se hizo ver al fin, entrando a la sala de espera después de abrir la puerta con un estruendo. Shinryu se puso de pie con la boca abierta, con brillos bailando a través de sus ojos celestes. 

    —¡Ni siquiera han llegado los pueblerinos y me estás pidiendo que venga! —reclamó Dyan después de escanear la sala con una rápida mirada.

    —¡Pero sí llegó Shinryu! —le gritó la asistente con un puño en alto. Era una mujer cuya valentía había que aplaudir, pues a pesar de su corta estatura y de estar ante alguien que rozaba el metro noventa, ella no se aminoraba—. ¡Tienes que recibirlo! ¡Te lleva esperando un buen rato!

    —¿Y qué hace el profesor Zimmer aquí? —preguntó Dyan, sin notar a Shinryu. 

    Zimmer se acercó al líder y lo apartó para explicarle que, una vez más, Kyogan se anduvo portando mal clases. La ira de Dyan se inflamó en menos de un minuto, con sus ojos dirigidos hacia Kyogan.

    —¡¿Hasta cuándo, mocoso del mal, hasta cuándo?! —le cuestionó con hartazgo, ardiendo con tal rabia que parecía retener un sol en su interior.

    —Tampoco es tan importante... Yo solo quería... —titubeó el profesor, preocupado por lo que había provocado.

    —¡No, hiciste muy bien en advertírmelo, porque yo se lo advertí a ese mocoso! ¡Ven aquí, Kyogan! —ordenó con un dedo apuntando cerca de sí mismo.

    Kyogan miró hacia los lados antes de acercarse sin una pizca de temor; más bien demostraba estar hastiado, incluso parecía murmurar maldiciones por lo bajo. Shinryu no pudo evitar sentirse atónito ante su actitud. 

    —¡¿Ordenándole cosas a un alumno e incluso a tu mismísimo profesor?! ¿Yéndote de la clase de Zimmer y todo en el primer día? No te vas a cansar nunca, ¡¿cierto que no?! —empezó Dyan, con los puños fruncidos.

    »¡Pero ahora sí escúchame muy bien, esperpento del mal, ahora sí! Este año te vas a comportar como la gente decente. ¿No me creíste cuando te lo dije antes de ayer? ¡Ya me aseguré! Ah, ¿sigues sin creerme?, entonces te lo diré ahora: que sepas que esta vez el mismísimo Darien me ayudó a crear tu lista de castigos.

    Dyan exhaló un suspiro cargado de satisfacción maligna, con las comisuras de sus labios torciéndose en una sonrisa.

    —Al fin mi aliado más poderoso y profesor más apto está de mi lado, ¡así que preocúpate, mocoso demoníaco!, preocúpate demasiado, porque sabes muy bien la vergüenza que soy capaz de hacerte sufrir si no te comportas. ¡¿Te quedó claro?!

    Kyogan no mostró una preocupación real; solo observaba con incomodidad y molestia debido a la exposición, como un perro rabioso que debía callar ante un amo idiota.

    —¡¿Te quedó claro, sí o no?! —El grito impaciente del líder estremeció el lugar.

    —¡Sí! —Kyogan gritó de vuelta. Shinryu tenía la boca tan abierta que una pequeña pelota podría caber en ella.—. ¡Que sí, puedo entender! ¡¿Es que no puedes largar una sola palabra sin gritarla?! ¡Maldita sea!

     En respuesta ante la nefasta actitud de Kyogan, Dyan le lanzó un poderoso palmazo contra la cabeza, despeinándole ese exótico cabello de dos colores y arrancándole un chillido de dolor.

    «¡No puede ser, Dyan le pegó al mago!», Shinryu estaba que se mordía las manos del nerviosismo.

    —¡Atrevido no más! ¡Esta es la única manera en la que entiendes! —rabeó Dyan, mientras Kyogan rechinaba los dientes y se cubría la cabeza, sobándose sutilmente—. ¡Sinvergüenza del demonio!

     —Dyan..., ya... —Rechel intentó suavizar la situación con una voz incómoda—. ¿No te parece que este no es el momento indicado? —preguntó, mientras le insinuaba a través de sus ojos que había alguien más en ese salón: Shinryu.

    Dyan finalmente notó su existencia.

    —Ah... ¿tú eres Shinryu? ¿Por qué no me avisaste que estaba ahí, mujer? —le criticó.

    Rechel apretó los dientes y levantó otro puño en el aire. Dyan solo la ignoró y se acercó a Shinryu con un aire de curiosidad renovada.

    El chico de mirada celeste por poco se desvaneció con cada paso que daba el líder hacia él. Su presencia, oh, su presencia era un espectáculo. ¡Menudo guerrero radiante tenía ante él!, más musculoso de lo que recordaba haberlo visto jamás y más alto que el mismísimo Kiran. Eso sí, poseía una contextura más estética, ostentando músculos en una oda masculina que evitaban cualquier exceso. Todo era de admirar, incluso esos ojos amarillos con el amarillo de la miel, ligeramente caídos, eran alucinantes, pero lo más genial de todo era esa cabellera marrón peinada hacia atrás. ¡Sin duda alguna!

     Porque así mismo le gustaba a Shinryu peinarse. De hecho, si no fuese porque su cabello era de un color más anaranjado que café, tendría la misma melena de Dyan.

    ¿Entonces, viéndolo de cierto modo, se podría decir que eran como hermanos perdidos?

    «¡No puede ser!»

    Dyan analizaba a Shinryu mientras articulaba movimientos muy acentuados con las cejas. Era un sujeto demasiado expresivo de rostro y se le notaba lo gruñón, así estuviera calmado. A Shinryu, sin embargo, no le importaba nada de eso. Y así el mundo dijera que Dyan era un líder poco convencional y demasiado joven para ser rector de uno de los cuatro palacios de Sydon —treinta y seis años—, él seguía considerándolo un ejemplo en demasiados sentidos.

    Dyan lo miraba con una desconfianza caprichosa, casi aniñada, hasta que su actitud cambió gracias a esos ojos celestes que lo miraban con respeto. Shinryu era un pequeño guerrero con un matiz angelical impregnado en su aura y facciones. Generaba una mezcla de buen congenio gracias a la postura educada que mantenía y a la fortaleza de sus brazos, más una mandíbula firme pero suave y una mirada que proyectaba mil anhelos.

     —Así que tú eres el famosísimo hijo de..., bueno, de ese..., tú sabes quién.

    Algo se atascó en el pecho de Shinryu al revivir el nombre de su padre. Alec Kathilea...

    —¡Pero ya!, me da mucho gusto estar ante ti frente a frente, muchacho; es cien veces mejor que seguir leyéndote a través de cartas —anunció Dyan con una repentina sonrisa ladina, expresando orgullo y sinceridad—. ¡Porque ya me tenías harto con tanta rogadera!

    —¡Dyan! —le reprendió Rechel, avergonzada por su actitud.

    —¡¿Qué te pasa, mujer?! Solo digo la verdad.

    —Bueno... ¿y qué más le dirás a Shinryu?

    —Ah, sí, ¡bienvenido al fin, muchacho!

    El chico sonrió con los ojos vidriosos y un ligero tambaleo en la respiración. Quiso decir algo, muchas cosas desde el corazón, pero un grupo de personas entró por una puerta amplia y trasera. Dyan los miró como si representaran el mismísimo hastío.

    —Señor Dyan —le llamó un hombre, un pueblerino de Álice, con vestiduras que representaban un arduo trabajo en las herrerías.

    —¡Espérese, ¿no ve que estoy atendiendo a alguien?!

    »Entonces, a ver, muchacho, ¿qué te puedo decir? —preguntó, redirigiéndose a Shinryu.

    —Por los tres dioses, había muchas cosas que ibas a decirle —le susurró la asistente.

    —Eh... sí, jovencito, pero por ahora tendrás que esperar un rato. Hablaremos después, ¿de acuerdo?

     Shinryu asintió varias veces.

    —Por ahora... solo te recuerdo que tendrás que esforzarte mil veces más de lo normal. Tú lo sabes perfectamente. Espero, muchacho, que por tu propio bien entregues todo ese esfuerzo que nos prometiste.

     Dyan intentó colocar una mano sobre el hombro del menor, pero atemorizado ante su fragilidad, le dio apenas un toque. 

     Entonces partió a atender a los pueblerinos, pues, como líder de Argus, no solo debía atender una escuela, sino cuidar la zona alrededor y ciudades circundantes con un poder gubernamental que el imperio les entregaba a los rectores de los cuatro palacios principales de Sydon.

    Mientras tanto, Kyogan y Shinryu se observaban de soslayo. Shinryu lo analizaba con sumo cuidado, corroborando algo lógico e impresionante:

    Nadie tenía la más remota sospecha de que Kyogan era un mago.

    Un profesor vestido de bata celeste y bordes dorados, un científico extravagante, le pidió a Shinryu que lo acompañara un momento.

    Kyogan, quien ya estaba obligado a mantenerse pendiente de los movimientos de Shinryu, los siguió a unos metros de distancia, mientras se percataba del bombardeo de miradas que los estudiantes lanzaban sobre el chico nuevo a medida que avanzaban a través de los corredores laberínticos y celestiales del palacio.

    «¿Tan rápido se enteraron de su... condición», se preguntó, sorprendido.

    —¿Puedo preguntar adónde vamos, profesor? —consultó Shinryu.

    —Al salón de alquimia, muchacho, a mi clase. Es un placer, a todo esto, mi nombre es Gadiel.

    —¡Oh, oh! —exclamó con una sonrisa radiante e ilusionada, expresando el aura angelical que tenía impresa—. ¡También me da mucho gusto conocerlo, profesor Gadiel!

    —Igualmente, Shinryu. Ven, pasa adelante —le solicitó el profesor, abriendo una enorme puerta que conducía a un mundo desconocido.

    Era el salón de alquimia, un laboratorio pintoresco y un reino de criaturas y excentricidades magnas. Repisas extensas resguardaban pócimas que enlazaban todos los colores del arcoíris, burbujeando y capturando luces diversas, causando la sensación de que estaban a punto de eclosionar en algo nuevo. Desde un corredor plagado de repisas, flores especiales se desplegaban, con sus hojas abriéndose y cerrándose en una danza parsimoniosa, como si regularan meticulosamente la luz que bebían para luego verter sus pólenes en cubetas. A partir del techo, colgaban burbujas blancas, albergando raksas dormidos, semejantes a los caballitos de mar.

    —Me sorprende que llegues tan temprano a clases, Kyogan —comentó el profesor al ver al muchacho entrando al salón.

    El mago, ajeno a lo que dijo, apoyó su espalda contra una pared, se cruzó de brazos y no soltó palabra alguna. Entretanto, Shinryu giraba sobre sí mismo para admirar todo, hasta que se quedó absorto en una jaula que contenía un líquido dorado que buscaba escapar de sus barrotes, una sustancia viva.

    De pronto, lanzó un grito ahogado al ver un tren circulando por el laboratorio, como un juguete hiper sofisticado avanzando por encima de las repisas, lanzándose entre los pilares del salón con un propósito desconocido.

    El profesor Gadiel sonrió a pesar de la seriedad innata de sus facciones. Era un hombre indomable, pero pacífico y centrado.

    —A través de ese tren evalúo una capacidad matemática de mis alumnos, de organización rápida y, por supuesto, de conocimientos en cuanto a elaboración de recetas químicas.

    Shinryu lo miró con la atención anclada en él.

    —El tren se encarga de recopilar ingredientes a través del salón —continuó Gadiel con ademanes que ayudaban a evocar elegancia y una mayor claridad a sus explicaciones—. Algunos vagones son centrífugas internas, otros están a muy alta temperatura y algunos a muy baja. Los alumnos controlarán el tren para que recopile ingredientes, desarrolle otros, mantenga algunos; hasta que todo finalice en una recámara de desarrollo que ha sido diseña por mí mismo.

    »En Argus, joven Shinryu, poseemos recetas únicas que solo pueden ser creadas a través de los métodos construidos aquí.

    El chico quería decir tantas cosas, pero pocas palabras pudo armar más que aquellas con las que demostró su perplejidad. De todas formas, el encanto, la dulzura y fascinación de sus ojos relataban más que suficiente.

    Sin embargo, cuando los alumnos aparecieron en el salón y la clase inició, todo se tiñó de tensión, especialmente cuando el maná fue tratado como un ingrediente esencial para el desarrollo de la alquimia, ya que se utilizaba, por ejemplo, para modificar la forma de las moléculas según la esencia de cada uno. 

    Todos miraron al alumno nuevo, contrayéndose, incapaces de entender cómo se iba a desenvolver en Argus.

    Durante la tarde, los profesores intentaron estar muy pendientes de Shinryu, pero no pudieron detener los murmullos que corrían por el palacio. Shinryu sentía en la piel las miradas invadiéndolo como cientos de saetas a punto de ser lanzadas. La noticia de su condición se había esparcido con la fuerza de una inundación. Para algunos, era una noticia tan impactante y horrenda que se sobresaltaban con solo verlo, convencidos de estar en presencia de una rareza mundial, una masa de carne y huesos, un bebé entre filas de súper humanos.

    Creían esto último porque, a cierto nivel no muy alto, el maná duplicaba la fuerza de alguien, por lo que los músculos de Shinryu eran una ilusión que podía ser aplastada por cualquiera. 

    Shinryu seguía sonriendo con amabilidad, mientras se intentaba asegurar que todo saldría bien. Sin embargo, reconocía que no era una actitud natural y que la presión estaba escarbando un nerviosismo enterrado en él. Argus, en su enorme extensión, diversas instalaciones esparcidas a través del imperio, poder gubernamental, sin número de aulas y torres, contenía casi doce mil estudiantes. ¿Qué ser humano podía no sentir nada ante tal multitud?

    Varios alumnos ni siquiera querían acercarse a él al creer que tenía una peste contagiosa. No entendían cómo una enfermedad le podía limitar algo que era tan natural en el mundo. Era como si hubiese nacido sin nariz y orejas. Otros lucían al igual que perros hambrientos, buscando la oportunidad para incrustar sus preguntas. Lo hicieron apenas los profesores no estuvieron a la vista: «¡¿Desde cuándo te enfermaste?! ¿Y por qué?».

    Shinryu continuó siendo lo más educado posible, incluso creyó que era una oportunidad para crear un lazo de empatía y formar algún amigo. Respondió buscando hacerles ver que hizo algunos méritos para entrar en Argus y que se esforzaría demasiado.

    Pero sus palabras cayeron al más triste vacío. Hubo un par de chicos que incluso lo punzaron con los dedos para verificar si de verdad era de «carne y hueso», una prueba realmente exagerada. Sí, el maná podía potenciar la musculatura y podía crear una barrera blanda alrededor de la piel si se estimulaba, pero tampoco transformaba a alguien en algo inhumano inmune a los toqueteos.

    Antes de que se acercara un profesor a defenderlo, un alumno le dijo algo de manera tajante, muy cercano a lo que sería una amenaza:

    —No vas a sobrevivir aquí. Tienes los días contados.

    Se alejaron dejando el estómago de Shinryu apretado y su pecho más acelerado. Pero el chico, en su decisión y esperanza, se sacudió del malestar y continuó siendo el mismo de siempre.

     Pero lamentablemente la presión continuó. Hubo quienes lo arrastraron a otro rincón de la escuela para seguir hostigándolo. Un chico de mayor edad indagó sobre su familia y los porqués de su estado, hasta demandó saber por el historial médico de su vida.

     Pero Shinryu había dejado de responder en el momento que su familia había salido a flote en la conversación. Podrían torturarlo, pero él jamás daría información de su padre y mucho menos de mamá. 

    Pronto las protestas llenaron los pasillos; estudiantes de alto nivel atacaron a los profesores con quejas e incluso gritos, levantando los brazos en una masa gigante de rebeldía. Muchos fueron penalizados y aquello cargó el palacio con más confusión, impotencia y rabia.

    Prácticamente aparecieron cuatro mil alumnos asegurando que tener a Shinryu era una deshonra grave contra el prestigio de Argus, y una injusticia, ya que casi todos habían sufrido grandes exigencias por parte de sus padres para cumplir con los requisitos de matrícula. Cada uno padeció el temor de no ser capaz de despertar el maná en un año una vez fueran aceptados. Entrenaron en casa a sudor extremo, con dolor, siendo apenas niños, perdiendo su infancia, además la escuela estudió sus genealogías cuidadosamente junto a todas sus capacidades.

    Era muy difícil entrar en Argus, por algo era una de las escuelas principales de Sydon. ¡¿Ahora entraba Shinryu?! Para empeorarlo todo, los profesores ni siquiera querían dar más información de él.

    Hubo una solicitud firmada por los alumnos más influyentes, aquellos de apellidos consagrados, de familias demasiado importantes y de manás muy poderosos, para que Shinryu fuese expulsado de Argus. Sin embargo, cuando Dyan la leyó, la rechazó rompiéndole los oídos a todos. Aclaró la situación y aseguró que estaban exagerando las cosas de una manera insólita.

    ¡Un año tenía Shinryu para despertar su maná! Porque no se había roto ningún reglamento. La única diferencia estaba en que Shinryu fue aceptado con quince años y no con nueve. ¡Pero eso no importaba, porque el mismo Dyan lo aceptó y nadie podía cuestionarlo!

    Gracias a él se desató una oscura calma.

    Pero una noche se supo que Trinity, esposa de Dyan, había regresado a Argus al finalizar uno de sus viajes. No obstante, fue como un fantasma: nadie la vio y en la madrugada se marchó rápidamente.

    Nacieron rumores de que no quiso dedicar sus talentos curativos a Shinryu, algunos aseguraron que le dio horror e incluso asco enfrentar una enfermedad tan horripilante. Al fin y al cabo, las anomalías relacionadas con el maná eran rarísimas. Y por otro lado a la gente le causaba fobia tratar con dolencias de salud intratables.

    Les hacía recordar la maldición de los magos.

    Bastó un par de semanas más para que Shinryu comprobara que encontrar un amigo sería una tarea titánica, pero un día descubrió a una persona dedicándole una mirada comprensiva, una chica rubia y escuálida que lo miró con un intenso sufrir, con una tímida luz cobijándose en su mirada, quizás un alma compatible, tan compatible que incluso despertaba una conexión pasada, como si se conocieran de toda la vida. Shinryu quiso hablarle, pero la perdió entre la multitud y nunca más la volvió a encontrar.

    Así, su aguante se vio puesto a mayor prueba. Shinryu siempre fue consciente de que su condición despertaría controversias, pero dolía, dolía que aquella ilusión que nunca pudo ahogar se destrozara. La soledad con la que lo arrinconaban arrancaba pedazo a pedazo su alegría y comodidad. En la clase B2 se concentraba la mayor tortura. Aquellos momentos en el que había que formar grupos de tarea se hacían muy insufribles, porque en cada uno de ellos debía rogar para ser aceptado; de otra manera, reprobaría con una mala calificación. Shinryu dedicaba gran parte de su tiempo para demostrar lo mucho que sabía sobre matemática y astronomía, mostrando sus cuadernos con dibujos muy bien hechos de constelaciones. También era bueno para crear mapas y para identificar raksas. Algo, lo que fuese, buscaba para ser valorado, ojalá ganando un espacio de aceptación.

    Esto último se volvía cada vez más imprescindible, no solo por la necesidad de tener algún amigo, sino porque sobrevivir sin compañerismo en Argus era como lanzarse de un avión sin paracaídas. Había demasiados salones y secciones, y profesores que Shinryu aún no paraba de contar. Los horarios a veces cambiaban de forma repentina y los superiores se ayudaban de los estudiantes de alto rango para notificarlos, pero estos buscaban cualquier excusa para no informarle. 

    Por otra parte, la enorme mayoría de actividades en la escuela se desarrollaba en grupo, ya que era uno de los fundamentos más importantes de la educación de Sydon. Los zeins, por ejemplo, se cazaban entre guerreros organizados. Y para qué hablar de las tareas fuera de la escuela, solicitadas por el imperio. Sydon o sus ciudades siempre pedían grupos que estuviesen muy compenetrados entre ellos. Y la razón iba más allá de la mera unión; era porque los compañeros con lazos estrechos eran capaces de unir el maná entre ellos, provocando una utilidad sobrenatural. 

    Shinryu, buscando todas las vías, indagaba una puerta entre los más débiles. En un principio, estos pensaron en aceptarlo, pero de un momento a otro se distanciaron, porque los chicos de renombre habían decidido ordenar que nadie se le acercara al enfermo de Argus, al menos que alguien quisiera pagar con las consecuencias.

    A Shinryu le costaba creer este nivel de crueldad, pero recordó que, al fin y al cabo, la cultura que incentivaba la frialdad hacia los hijos, ayudaba a crear este tipo de sociedad, una enferma en muchos aspectos, algo que al mismo tiempo les dificultaba a los alumnos a crear grupos unidos. Había una controversia a flor de piel peleándose en el centro de sus corazones. 

    Shinryu creyó que por esta razón no pudo encontrar a la chica rubia. Sentía que... le habían quitado algo que pudo haber sido hermoso. Estaba seguro de ello, y no sabía por qué.

    —Pobre de aquel que se junte con esa cosa —sentenció una alumna que no paraba de peinarse un cabello que, caído, le rozaba hasta los talones. Sus palabras fueron órdenes para cientos de admiradores y otros enamorados que la seguían a todos lados.

    —Hay que presionar para que lo expulsen rápido, así que no, que nadie se junte con él. ¿O qué dirán las otras tres grandes escuelas? Seremos un hazmerreír en el Torneo de Fuerza y Magia de este año —aseguró un muchacho que parecía el líder de una marina, mientras se desplazaba por los pasillos con el mentón en alto. No era muy poderoso, pero tenía un apellido bendecido por la emperatriz, así que alumnos le seguían creyendo que era la voluntad de los mismísimos dioses divinos.  

    «Debo aguantar, solo... debo aguantar», se repetía Shinryu mil veces, aunque le preocupaba no evadir las rocas que caían de una montaña cada vez más inestable.

    Por si fuera poco, debía hacerse cargo de pesadas responsabilidades. En total, tenía nueve clases: «Estrategia matemática, Alquimia nivel intermedio, Entrenamiento Físico, Desarrollo de maná y magia, Raksas y criaturas especiales, Salud y afinidad, El arte del combate, Historia y exploración, Literatura e idioma de la magia». A esto se le sumaban las clases extras, que consistían en las ya mencionadas, pero de rango inferior, donde Shinryu era introducido con compañeros de menor edad. A pesar de que no participaba activamente en esas clases ni debía cumplir con tareas y compromisos, se le permitía escucharlas. 

    Esto le consumía hasta doce o catorce horas al día. Pero así, ningún murmullo de protesta escapaba de sus labios, no aún y posiblemente nunca. Shinryu había prometido mil veces a los profesores y líderes que era capaz de soportarlo, y debía demostrar que así sería por encima de cualquier circunstancia. 

    Desde un principio, supo que Argus era una universidad disfrazada de escuela, donde los alumnos comenzaban a sentir la presión de la realidad desde los tiernos nueve años. El imperio se esmeraba en debilitar el lazo entre padres e hijos menores de diecinueve años, porque así, supuestamente, se evitaba apego hacia posibles magos y se consolidaba solo la fidelidad a la emperatriz. Los profesores, guiados por estas doctrinas, debían construir la responsabilidad en sus alumnos de múltiples formas, y una de ellas era ignorándolos para dejarlos estrellarse por sí solos contra las consecuencias de sus actos. 

    Sin embargo, otros profesores se guiaban por las doctrinas divinas. Algunos lucían blandos, permitiendo que sus alumnos faltaran a sus clases. 

    Pero en general, la proporción de alumnos que abandonaban Argus durante sus primeros meses era altísima. Muchos esperaban que Shinryu se sumara a ese porcentaje, pero él desafiaba las expectativas. 

    Con una actitud envidiable, corría hacia las clases y anotaba absolutamente todo. Y a veces, al finalizar las clases de Entrenamiento físico o Artes del combate, se quedaba un tiempo más haciendo abominables o esforzándose en cualquier ejercicio. Tal costumbre no solo le ayudaba a mantener la mente ocupada, también contribuía a su propósito, haciéndole sentir que avanzaba, porque sabía que el maná despertaba con mayor prontitud dentro de cuerpos más fuertes.

    Lamentablemente, nada era suficiente para los demás.

    Los profesores no tuvieron otra alternativa que forzar la aceptación, algo que solo intensificó las molestias: sus compañeros le delegaban todas las tareas. Entonces los maestros decidieron que era mejor que entrara al grupo de estudiantes que no encajaban en ninguna parte. 

    Kyogan estaba allí, aunque en su caso porque él mismo buscaba el rechazo y la soledad.

    Ambos jóvenes no compartían palabras: Kyogan, en algún pupitre del salón, hacía su parte de las tareas, y Shinryu lo mismo, pero era evidente que el chico sin maná deseaba acercarse y decirle algo, pero... ¿qué? 

    Algo llamaba mucho la atención de Shinryu: a Kyogan le daba absolutamente igual lo que pudieran decir los alumnos influyentes, y parecía no afectarle que su compañero de tareas fuese un enfermo; solo... analizaba bajo sus enormes capas de oscuridad. 

    Los días continuaron transcurriendo y lo peor de todo era que un grupo de alumnos que se estaba volviendo especialmente intenso. Regan estaba ahí, el chico de rizos dorados, y Hasan, el nuevo compañero de clase que se había hecho muy buen amigo de él. Ambos estaban obsesionados con descubrir los secretos detrás de la aceptación de Shinryu en Argus, convencidos de que había algo, así que lo acosaban por respuestas, pero él las negaba siempre.

    Su hostilidad escaló a insultos; le repetían incontables veces que era un crío sensible, una cosa cristalina, un apestado, un principito en apuros dependiente de los profesores.

    —Pero te informamos que los mimados de mierda no sobreviven en ningún palacio —le aclaró Regan.

    Un día se hartaron al ver cómo les agradecía a los profesores con una inclinación de cabeza y los ayudaba a organizar el salón antes de cada clase.

    Por eso decidieron vengarse de él, aprovechando su falta de defensa como la virtud más exquisita que tenía.

    Entonces así, dándose cuenta o no, ayudarían a alimentar al primer engendro de Erebo: a crueldad, cuyo nacimiento era ya un suceso inevitable y su participación en el Ragnarök tendría un enfoque demasiado... particular.


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