Capítulo 8: Dos almas opuestas

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    Shinryu aún buscaba entender por qué un ibwa lo había guiado a un mago. Ciertamente se trataba de un ser mítico muy poco investigado, así que no hallaba información nueva, pero un día encontró en un libro abandonado un fragmento que lo dejó atónito:

   «Los ibwas son criaturas divinas que siempre buscan un bien».

    También se topó con teorías tildadas de conspiratorias, que aseguraban que había trozos faltantes en los textos divinos de los dioses. Tal aseveración nunca había sido confirmada y carecía de una base sólida. Los textos sagrados, cartas donde los dioses contaban la historia del mundo e indicaban el correcto comportamiento humano, eran, a pesar de algunas palabras misteriosas y codificadas, claros en muchas áreas, sin dejar ningún hueco real que impidiera entender la esencia de cada Dios.

    Tharos, dios de la fuerza, forjador de estrellas.

    Arcana, diosa del poder, forjadora de todas las habilidades espirituales.

    Loíza, diosa del amor, forjadora de planetas.

    Según las teorías, los textos faltantes relataban algo que nadie se atrevía a creer: los tres dioses provenían de un lugar llamado mundo místico, una realidad paralela y espiritual, y una existencia mucho más amplia de lo imaginable, donde la física se retorcía y leyes muy distintas a las mundanas regían su funcionamiento. La creación del mundo terrenal era, de hecho, apenas una extensión creada a partir de este plano, un diseño arquitectónico que tomó apenas unos trozos de lo espiritual para ser creado, formado de leyes más simples y un lenguaje matemático.

    Era como si el mundo natural fuese un hijo de lo verdaderamente real, pero incapacitado para crecer y emular la grandeza de su progenitor.

    Los dioses tomaron una base del mundo místico para crear esta tierra llamada Evan, iniciando con los raksas, los seres más abundantes, y sus innumerables variaciones. Luego vinieron entidades más intrincadas, como los humanos, los zeins, y los ibwas y deibas —estos últimos eran la contraparte oscura de los ibwas—. Las teorías aseguraban que los ibwas y deibas eran más que simples creaciones; parecían tener una conexión más directa con los dioses, y a veces cumplían con la voluntad de cada uno.

    ¡¿Sería cierto?! 

    Eso quería decir que... ¿detrás del conejo pudiese estar encarnada la voluntad de un ser supremo?

    Shinryu corría hacia su cuarto con el libro que la bibliotecaria lo dejó poseer por una extraña razón. Sentía enloquecer, ¡la fascinación y perplejidad eran él mismo! Pero nada era concreto: el mundo místico era el resultado de interpretaciones humanas, nunca había sido revelado a través de ningún texto oficial. 

    Además, había algo que lo confundía y le apretaba el pecho de muchas formas: el conejo lo había guiado a un mago que le hizo experimentar un dolor extremo. ¿Cómo era posible que un dios divino estuviese de acuerdo con algo así?

    Por otro lado, se estaba presentando una segunda controversia. Shinryu se daba cuenta de que Kyogan era alguien diametralmente opuesto a él en todos las áreas de la vida. ¿Por qué los dioses querrían reunirlo con alguien así? No tenía mucho sentido.

    Aún no podía procesar la sorpresa que sentía cada vez que Kyogan desafiaba a los profesores con comentarios audaces que se balanceaban entre lo prohibido y aceptable. Misteriosamente, dedicaba una especial y oscura atención a Kiran, hasta lo motivaba, con todo el descaro del mundo, a ser más salvaje con los alumnos en su clase, porque según él hacía falta más barbarie, algo demasiado útil.

    —Kiran, eres demasiado blando. ¿Tú crees que esta gentuza va a llegar a algún lado sin sufrir de verdad? Para ser fuerte hay enfrentar al dolor, ¡comérselo!

    Era demasiado directo para decirles a sus compañeros de clase B2 que eran patéticos al pretender pelear contra zeins o magos con sus fuerzas tan mediocres. Despreciaba a todo el mundo, pero a ellos por encima de todos.

    En Argus había un campamento que abordaba seis hectáreas, una extensión de tierra que invadía el sector norte del blanco palacio. Casi todo estaba a disposición para los alumnos en ese campamento: una laguna artificial para practicar la natación e incluso la resistencia al frío cuando los profesores decidían congelarla; una plataforma de agua para fortalecer los lazos con la magia acuática o para practicar el combate; un terreno árido en donde se daba forma a creaciones espontáneas de tierra; un gimnasio a prueba de incendios y otros terrenos para el restante dinamismo de magias. Todo era un enorme escenario de los cuatro elementos principales.

    Solo en el campamento y en algunas otras áreas exclusivas de Argus estaba permitido el uso de la magia, algo posible si los alumnos se enlazaban con un zein, quien les podía prestar una o dos como máximo. Era a todo lo que podían aspirar, ya que enlazarse a un segundo zein era imposible debido a un rompecabezas dentro de la arquitectura del espíritu.

    En una zona libre del campamento, alfombrado de césped, Kiran preparaba a los estudiantes para que se familiarizaran con todas las artes de pelea, entregando mucho enfoque a la integración. Los alumnos soñaban con tener un zein y sentir la magia en sus venas, pero tales criaturas eran demasiado poderosas para ser vencidas en solitario.

    Pero Kyogan era un fracaso a la hora trabajar en equipo. Como buen asesino, prefería actuar solo y lo decía sin tapujo alguno. Harto de su actitud, Kiran le expulsó de la clase. Kyogan no se despidió sin antes decir unas cuantas palabras a sus compañeros:

    —Ja, ¿a eso llaman entrenamiento? ¡No, tarados!, no han entrenado hasta que se rompa algún hueso o hasta que se derrumben y pierdan la conciencia. Tal vez ahí los considere menos ineptos. Por ahora nunca reconocería a una bola de debiluchos que no se rompen una uña.

    Shinryu se asombró al ver que brotó una tristeza en los ojos de Kiran, un fulgor melancólico hundiéndose en un mar de desencantos. La forma en que su mirada se posaba sobre Kyogan siempre era demasiado inusual: cargaba una silenciosa súplica por una evolución que nunca llegaba, como un padre consumido por la indómita rebeldía de su muchacho.

    La relación entre Kiran y Kyogan era un enigma que desafiaba la misma lógica de Sydon y Evan. La familiaridad con la que Kyogan trataba al profesor, llamándolo por su nombre, demostraba que alumno y profesor se conocían fuera de la escuela. Sin embargo, era algo permitido y hasta bien visto, pues reflejaba un lazo de confianza que el imperio y el mundo respetaban, porque permitía funciones útiles entre el maná de ambos. ¡Pero Kyogan era un mago!

    Kyogan tenía un don incuestionable para pasearse por los filos de lo inexplicable. Y del sistema, pues se suponía que protegía su secreto con todo su fervor, pero poco se detenía a la hora de generar todo tipo de enemigos. 

    Se aprovechaba magistralmente el sistema. Sabía que los alumnos, una vez entregados a la escuela, eran más bien entregados al mundo, donde debían protegerse por sí mismos. El escudo parental era desde muy temprana edad símbolo de debilidad que los deshonraba frente al imperio, relegándolos a la penumbra de la humillación. 

    Los estudiantes no solían acusarse entre ellos por esta misma razón, porque en una escuela de entrenamiento, más aún, se consideraba debilidad. Kyogan sabía también que podía recibir una amonestación y en los peores casos una marca en su hoja de vida por amedrentarlos. Esto le preocupaba poco.

    Por supuesto, su actitud encendía el fuego en los alumnos de todo Argus. Odio había en los ojos de muchos. La clase B2 era en donde más se le aborrecía. «Falta poco para que expulsen a Kyogan». «Dos faltas más en su hoja de vida y lo mandarán a un reformatorio». «¡Que se largue de una buena vez!»

    Los murmullos martillaban en Shinryu un acomodo de algo desconocido: un fulgor revuelto. No paraba de imaginarse escenarios donde Kyogan era descubierto y caía a la cárcel de los magos. Pero, ¿qué se supone que debía hacer él ante algo así? ¿Qué...?

    Bajo el infinito manto nocturno, Kiran guio a Kyogan al pie de una torre, custodiada por un jardín donde las flores danzaban en la brisa junto a estatuas de criaturas místicas que guardaban secretos antiguos. El semblante del profesor era un lienzo de seriedad y pesar, cuando habló:

    —Te quedan dos faltas, Kyogan. Sabes lo que significa eso. Por favor, por lo que más anheles, si sigues comportándote de esta forma se dañará todo, todo lo que hemos progresado y anhelas de este lugar. Ni siquiera nosotros te podremos proteger. Piénsalo bien. 

    »Al menos no lo hagas por ti... hazlo por...

    La mirada de Kiran se desvió ante el paso cercano de otros estudiantes. Retomó su discurso apenas se hubo despejado el entorno, con un susurro lacerado:

    —No te quiero ver en un reformatorio, muchacho. Tienes que controlar tus palabras, que son especialmente insinuantes con Zimmer.

    Kyogan articuló un gesto rencoroso.

    —Al menos yo te digo las cosas de frente, Kiran. ¿No es mejor eso que andar diciendo basuras a tu espalda? Porque eso es lo que hacen los demás. Ah... pero ellos son premiados mientras el que va de frente recibe los castigos. No tengo por qué dejarlos que te basureen. ¡Detesto que los imbéciles de mi clase se crean los mejores sin esforzarse! ¡Y te ponen la cara amable, pero apenas te retiras, comentan pura mierda!

    —Por los tres dioses divinos, hay formas y formas de expresar las cosas y en el fondo lo sabes... —respondió con una mano cerca del pecho.

    —Y Zimmer siempre anda dedicando sus clases a los que se le antoja. Los bonos de la escuela los reparte a quien quiere y también las ayudas estudiantiles. Tiene un criterio de mierda y me quita todo. 

    —¡Eso no suficiente razón para provocar un dilema más grande del que ya tenemos! —refutó, mirando hacia los lados, a la noche que parecía espiarlos a través todo lo que les rodeaba—. Ven, toma. —Ofreció una bolsa de cuero del tamaño de un puño.

    —¿Y eso qué? —preguntó Kyogan con suspicacia.

    —Recíbelo —pidió con un tormento recorriendo su mirada cristalizada.

    Kyogan se mantuvo a la defensiva.

    —¡Kyogan!

    —No, Kiran —insistió, sintiendo que aquel bolso era una herida.

    —Recíbelo o tendremos más problemas.

    —¿Me estás amenazando, acaso?

    —Por favor... muchacho, después de todo este tiempo, ¿todavía sigues...?

    Al parecer, Kiran tocó una fibra delicada en él, una que todavía no terminaba de sanar. El muchacho bajó la cabeza con controversia, hasta que la subió y posó su mirada en el cabello rojizo y demasiado corto de Kiran. De alguna forma, mirar ese cabello calmaba algo en él.

    Pero no hubo manera de que recibiera el bolso. Kiran tuvo que agarrar su mano y forzarlo.

    Shinryu era un pequeño e involuntario espía que continuaba desentrañando revelaciones: una mañana descubrió que las encargadas del gran comedor de Argus también detestaban a Kyogan.

    —¡Ya no soporto a ese niñito! ¡¿Hasta cuándo vamos a aguantarlo?!

    «¡¿Por qué todos hablan tan mal de ti, Kyogan?!», se preguntó espantado.

    Pronto la respuesta se aclaró. Sucedía que Kyogan era... ¡el matón del palacio! ¡Una tarde lo vio dándole una paliza a tres alumnos solo porque no le hicieron una tarea! ¡Caminó sobre la cabeza de uno con una gran sonrisa, disfrutando sus gemidos de dolor y quejidos de clemencia! Luego le rompió dos dedos para que aprendiera una eterna lección.

    «¡Por los tres dioses divinos!»

    Y había más: el mismísimo profesor de Historia y Exploración le temía. El caballero, regordete y de muy amable carácter, se encogía en su silla cuando Kyogan le lanzaba las tareas sobre el escritorio. El mago lo reducía con su oscura mirada, amenazándolo con planes malévolos tan bien calculados, que no le preocupaban las sospechas; él jamás dejaba pruebas directas que pudieran incriminarlo.

    Kyogan era declarado «el demonio de Argus» y el alumno más manipulador de todos. Cuando los superiores buscaban descubrir por qué hacían falta herramientas o por qué un alumno estaba tan herido de la nada, él se transformaba en el silencio, con una sonrisa sutil pero cargada de victoria, mientras otros alumnos eran culpados al caer repentinamente pruebas que los recriminaban.

    Shinryu lo podía sentir: Kyogan deseaba esparcir el mismísimo mal por todos los corredores del palacio. Shinryu apretaba hasta los dientes cuando se le aparecía de la nada. Daba todo de sí para no demostrar un temor mayor ante él.

    Kyogan, por su parte, mantenía una vigilancia constante sobre su compañero, una tarea desagradable que se convertía en una rutina. Era discreto, pero ni siquiera él podía mantenerse transformado en una sombra todos los días, así que una tarde, mientras Shinryu estudiaba al aire libre sentado sobre una banca de coloquial aspecto, Hasan lo abordó con una pregunta llena de mofa y curiosidad:

    —Parece que está súper interesante el fenómeno, ¿no? Tiene cara de angelito el nugot. ¿Te atraen los tipos así de raros? Está bien, pero controla un poco las hormonas, ¿no crees?

    Como Hasan se sentaba junto a él, había notado sus miradas permanentes hacia Shinryu. Este era el momento ideal para molestarlo por ello; deseaba provocarle un ardor y vergüenzas que no pudiera soportar.

    Kyogan regresó su mirada con una intensidad y lentitud que rayaban en lo siniestro, hasta que sus ojos se dilataron antes de dar paso a una sonrisa cargada de macabra alegría. Hasan retrocedió asustado por un segundo; pero luego creyó que su compañero solo era un estúpido jugando a ser matón.

    Una vez Kyogan se hubo alejado, Regan y su séquito se aproximaron a Hasan, jalándolo de la ropa.

    —¡Tarado, a él no te acerques! —aconsejó Regan con urgencia.

    —¿Y por qué no? —cuestionó con rebeldía.

    —¿No te dijimos? ¡Él es el que tiene el maná más poderoso de nuestra clase!

    —¡¿Eh?! —Hasan parpadeó con el rostro emblanquecido, con los iris de sus ojos achicándose en una expresión abobada, patidifusa y profundamente aterrada.

    —Él es Kuhira, imbécil —explicó otro chico del grupo.

    —¿ÉL se llama Kuhira?

    —¡Kuhira es su apellido! —contestó a toda voz.

    —¿QUÉ?

    —¿Qué te pasa, estás retrasado? —indagó el mismo chico.

    —¡Ese tipo es un problema, Hasan, es anormal y demasiado peligroso! —intervino el cuarto muchacho.

    —Y es una basura —aseguró Regan—. La peor escoria que nos siguen obligando a soportar. Es peor que el mismo Shinryu. ¡Con eso te digo todo!

    Shinryu al fin entendió uno de los motivos que justificaban los privilegios oscuros de Kyogan, durante la lección de la profesora Linah, quien enseñaba «Desarrollo del maná y magia». Sin duda una de las asignaturas más fascinantes de Argus.

    Linah era muy peculiar: con más de setenta años, se vestía como una jovencita de quince, con ropas muy holgadas, y siempre caminaba con los pies desnudos por el palacio mientras estiraba su cabello blanco hacia atrás con un cintillo tan apretado, que hacía lucir su rostro tirante. A pesar de todo, era muy seria y su enfoque hacia los asuntos espirituales era extraordinario.

    Con un gesto práctico, reorganizó el salón, invitando a los estudiantes a sentarse en el suelo, con los pupitres arrastrados al fondo. Kyogan eligió una esquina apartada, mientras Shinryu se acomodó cerca de los ventanales.

    —Recuerden que toda energía se puede medir en números. Y el maná no es una excepción —comenzó la profesora—. Pero el maná no es sencillo de medir; su poder se reparte en diferentes grados a través de todo el organismo. Por eso necesitamos evaluar específicamente el estómago, lugar donde se genera la mayor parte del maná y donde se concentra su máxima calidad. Allí podremos determinar el verdadero nivel de una persona.

    Shinryu absorbía cada palabra, hasta que Kyogan interrumpió la clase. La profesora había captado una mueca de desdén del joven siniestro, quien se reclinaba con un aire de superioridad contra la pared.

    —¿Algo que contradecir, Kyogan? ¿O piensas que por haber alcanzado tu nivel ya no necesitas estudiar tu segunda mente?

    La respuesta de Kyogan fue una mirada despectiva y cargada de necedad, aunque no tardó en reflexionar mientras adoptaba una actitud de indiferencia, recordándose que debía mantener ciertos límites. En su interior, sin embargo, brillaba una sonrisa.

    —¿Sí ves? Se cree la mayor mierda de la escuela solo porque está en la segunda élite —murmuró Regan al oído de Hasan. Ambos estaban sentados a unos centímetros delante de Shinryu.

    —¿Estás seguro de que entrará a la élite superior? —preguntó Hasan con la mandíbula temblorosa, asechado por un terror que se asemejaba a la cercanía de la misma muerte.

    —Sí, estúpido, ese enfermo nunca ha sido normal... ¿Por qué crees que actúa así? Y por mucho que Dyan lo regañe, todos sabemos que no lo van a expulsar porque tiene nivel sesenta y ocho con apenas dieciséis años.

    »Y entérate de una vez: Kyogan y Dyan se la viven discutiendo, pero tienen un apego muy extraño. Kyogan fue descubierto varias veces en sus cagadas cuando era menor, y aun así, nunca fue expulsado ni mandado a un reformatorio, porque Dyan siempre estuvo ahí para cuidarle la maldita espalda. 

     Un terremoto interno amenazó con deshacer a Shinryu. Había escuchado algo... ¡insondable! ¿Dyan y Kyogan tenían algún tipo de vínculo? ¡Pero Dyan era un acérrimo enemigo de los magos! ¡¿Cómo era posible?! ¡¿Cómo?!

    Por otra parte, ¿Kyogan tenía nivel sesenta y ocho? Eso no era normal, sino exorbitantemente alto, comparable con el nivel de los mismísimos profesores de Argus y de algunos zeins.

    Además, el maná desarrollaba su mayor potencial durante la pubertad y alcanzaba la plenitud a los veintidós años —aproximadamente—. Kyogan aún tenía mucho tiempo para potenciarse y, aun así, era demasiado poderoso. 

    Shinryu parecía arrinconarse, bloqueado por fuegos artificiales que explotaban en su cabeza. Era consciente de que los magos desarrollaban más nivel que las personas comunes. Pero... ¿tanto y tan rápido? El común de los guerreros en Argus alcanzaba el nivel cuarenta o cincuenta, y eso ya era considerable.

    No pudo contenerse. Cuando le tocó reunirse con Kyogan en la biblioteca para cumplir con una tarea, un comentario escapó de sus labios:

    —Es increíble... Kyogan.

    El mago lo miró de súbito, sin comprender quién le estaba hablando. Se había acostumbrado al silencio.

    —¡¿Qué cosa?! —cuestionó con un gruñido defensivo.

    —Tu nivel, es muy... alucinante, o sea... digo... mega increíble —respondió Shinryu con el corazón apretujado.

    »En el buen sentido de la palabra —agregó.

    No supo si hizo muy mal, pero a partir de ese momento el mago adoptó una actitud aún más arisca, con nuevas barreras sobre su castillo personal, distanciándose a tal punto que ya ni tareas quería hacer cerca de él.

    Así, Shinryu se vio en una soledad aún más absoluta. 

    Y ya no sabía qué hacer, porque clase tras clase, los alumnos lo atormentaban.

    Guiado por la desesperación, decidió reducir sus preguntas en clases en una búsqueda de cohibir su presencia con la esperanza de que se olvidaran de él y lo molestaran menos. ¿Qué otra cosa podía hacer? Si acusaba a los demás, el mismo imperio podía caerle encima y un centenar de alumnos con enorme poder.

    En los pasillos peligraba a cada segundo del día. La fuerza de sus brazos no servía ni para darle confianza, porque incluso una persona más delgada podía reducirlo fácilmente si contaba con maná. Era de lo más doloroso ser un bebé y verse obligado a esperar que Trinity apareciera para que examinara su bloqueo. Shinryu se sumergía en nuevos libros, obsesionado por encontrar curas sobre su propia enfermedad. Pero, ¿era posible aprender todo lo que un médico sabía?

    En una ocasión, Regan y sus amigos lo siguieron al baño más desolado que buscaba y le bloquearon la puerta para mantenerlo encerrado hasta que se hiciera tarde.

    Shinryu fue liberado por un alumno de pura casualidad. Salió de allí en blanco, sin entender nada, con un desfase entre la realidad y la esperanza. 

    Regan y los demás solo se regocijaron al ver que no había partido a delatarlos con los profesores, lo que demostraba su respeto al código. El grupo, conformado por cuatro chicos, decidió llevarlo a los camerinos.

    —¿Conoces la regla del más fuerte, Shinryu? —preguntó Regan mientras los demás reían con deleite al verlo contra una pared, sin defensa—. En Argus seguimos la ley del más fuerte —explicó con una sonrisa orgullosa—. Eso quiere decir que el débil tiene que someterse. ¡Y vaya, resulta que tú eres el más débil de absolutamente todos!

    Rieron con ganas.

    —A partir de ahora tendrás que obedecernos. Te parece bien, ¿no? Eso significa que si queremos que nos traigas algo del comedor, tendrás que hacerlo. Quiere decir que, si nos piden limpiar el ganadero, ¡tendrás que ayudarnos, o mejor aún, hacerlo tú solo!

    »Porque puedes con algo así, ¿cierto? —consultó, ladeando su sonrisa con sorna—. Tareas como esas van acorde a tu fuerza, y nada que ver que nosotros desperdiciemos nuestro maná en cosas tan ridículas y humanotontas.

    Los acosadores eran conscientes de que estaban explotando una laguna legal en la ley que buscaba proteger a aquellos que nunca habían desarrollado maná. La norma, inspirada en los principios de la diosa Loíza del amor, prohibía agredir a personas sin maná. Los castigos eran severos, incluyendo cárcel y entrega al dios Erebo, pero la ley estaba enfocada en proteger niños que aún no habían desarrollado esta energía por razones obvias. Shinryu, ya entrado en la adolescencia, quedaba en una zona gris.

    Shinryu solo tenía que obedecer, o si no lo encerrarían en los lugares más desolados y peligrosos de Argus. También lo amenazaron con difundir más ideas dañinas sobre él. ¿Qué pasaba si su enfermedad era realmente contagiosa? ¿Qué ocurriría si los demás perdían su valioso maná por su culpa? Regan y los otros, menos mal, nobles criaturas, tenían la valentía de acercarse. Shinryu debería sentirse muy agradecido.

    Una perforante ansiedad entraba en la mirada del chico del maná. Tenía mucha determinación, pero esto no le entregaba poderes sobrenaturales. Y sí, podía pensar muy bien antes de actuar, sin embargo, cada vez que buscaba estrategias, hallaba un terreno en blanco. Al fin y al cabo, había sido educado por apenas un profesor y en casa desde que mamá lo había abandonado. ¿Cómo se socializaba en este tipo de entornos? ¿Cómo podía sobrellevar de la mejor manera posible a sus compañeros, sin crear más problemas?

    Vino a su mente una sola opción. Mamá lo había educado para ser un caballero honorable. Su palabra era su mayor defensa, su resolución a la hora de jurar y cumplir y al demostrar verdades genuinas. Entonces, antes de seguir sucumbiendo, la aclaró a Regan y a los chicos que no era justo tratar a una persona de ese modo solo por su condición, que no tenían derecho, y que respetaran las palabras de Loíza. Les aclaró que ya no les permitiría que lo usaran. 

    Los chicos se mostraron tan impresionados como irritados y burlescos. Y Shinryu seguía hablando, demostrando a su forma su valía, su decisión por seguir. Fue entonces que se hartaron, discutieron qué hacer con él hasta que, como si se hubiesen sentido también humillados o más bien asqueados, lo agarraron del cabello y hundieron su cabeza en el retrete de un baño como uno de los actos más típicos y viles que se podía realizar contra un compañero indefenso. Lo hundieron en donde se veía el pozo de orina muy amarilla y cargada, casi pegajosa, emanando un hedor ácido y nauseabundo.

    Shinryu gritaba; tosía, luchaba con cada fragmento de sus brazos y piernas para desprenderse de ese repulsivo retrete. Deseaba vomitar entre cada ínfimo respiro que le daban. 

    Al finalizar, empujaron su cabeza contra una de las paredes que cubría la intimidad de ese baño. Se rieron de él, le dijeron en su cara que a ellos les valía las doctrinas de Loíza y que las pagaría mil veces más. Allí se quedó Shinryu, sentado y acurrucado, agitado hasta el borde de sus pulmones; aunque sin moverse, solo tiritando de cuerpo entero, sintiendo la garganta afilada y caliente. Al recuperarse, se retiró de allí con un subidón de pánico.

    Ya en su habitación, rebobinó incontables veces lo que había vivido, sintiéndose sucio más allá de su piel y carne, lleno de un lodo nauseabundo que no se podía retirar ni con una tonelada de agua. Se convencía de que esto no estaba sucediendo, de que sus palabras expresadas con el corazón no habían provocado un resultado tan nefasto. Una parte de él regresaba al primer día en el que entró a Argus, cuando había orado a Loíza, tan lleno de expectativas.

    A partir de entonces, se olvidaba de almorzar u obviaba el hecho de que tenía que alimentarse más seguido. Adelgazaba, mientras se duchaba más tiempo de lo acostumbrado, como si buscara limpiarse de los insultos y calmar el ardor del alma.

    Cada vez que podía, buscaba la forma de abordar a Regan y los demás, pero la malicia de ellos ya era inmensa y parecía endurecerse con cada intento de golpearlos con luz, como un virus en sus corazones que se hacía más fuerte contra las dosis de un antídoto. Sus intentos de diálogo eran semillas cayendo en tierra estéril, condenadas a no germinar jamás. Sus palabras se perdían en el abismo de la ignorancia, como una gota de tinta en un océano de oscuridad. Y si se hacía notar una remota esperanza, entre los chicos parecían unir fuerzas para pisotearla, como si se protegieran entre ellos y con sus miradas huecas se recordaran que debían mantener una reputación el uno para con el otro, y el deleite que significaba acabar con alguien que se oponía a sus formas de pensar.

     Continuaban con su desagradable trabajo al igual que verdugos dispuestos a aniquilarlo sin ninguna razón de verdadero peso. Eran víboras a las que les encantaba lamer del vigor de otro. Repetían rituales de tortura en el baño cada vez que se les antojaba, especialmente cuando a Shinryu se le ocurría hablar. También aprovechaban para capturarlo en las duchas después de cada entrenamiento físico. Y, aunque Shinryu jamás se duchaba en el baño junto a los demás, lo agarraban a medio vestir para empaparlo con lodo y excremento líquido de raksas.

    Un día rieron cubriéndose la boca, porque el «fenómeno» finalmente se calló y no hizo nada más que soportar, apenas murmurando unos sonidos de profundo dolor mientras las asquerosidades aún tibias se deslizaban por su cuerpo.

    ¿Tan repulsivo era el tipo? ¡¿Tan deforme era de cabeza?! Su intento de ser luz daba asco.

    Le echaron encima una botella llena de orina; después lo rociaron con agua para disimular lo que habían hecho y corrieron a toda velocidad.

    Más acoso, más basura, más insultos y agresión. No soportaban las repulsivas palabras de Shinryu, pero tampoco su silencio. Les encantaba martirizar al opuesto a ellos, como si así pudiesen tener más oxígeno para ser los que se les antojaba, sintiendo que ejercían justicia.

    Una noche, Shinryu se tendió sobre su cama, donde su cuerpo tembló sin descanso después de esta rutina interminable: algo en su interior se desgarró, un pilar, un apoyo cayó en pedazos. Después de casi tres meses que debieron haber sido de pleno crecimiento, lloró.

    Lloró sin poder controlarse.

    Lloró creyendo que Regan y el mundo entero tenían razón. Shinryu era un inepto, un estorbo, una sombra, alguien demasiado enfermo y raro, alguien que creía que con palabras cambiaría el mundo. ¡Qué iluso! La sensación de ridiculez lo empezó a empapar como un veneno entrando por sus venas, apoderándose de cada recoveco de su ser. ¿Cómo pudo creer que podía sobrevivir en Argus sin maná?

    Aún anhelaba sumergirse en los tesoros del palacio, tenía tanto que estudiar, pero los alumnos influyentes habían decidido mandar a sus servidores para prohibirle la entrada a la biblioteca.

    Por enésima vez pensó en su propósito primordial, entendiendo que debía sobrevivir a este huracán para algún día transformarse en un guerrero capaz de rescatar a mamá. ¿Pero acaso fue en algún momento posible? En ese instante no hacía más que enroscarse sobre su lecho. Su cuerpo frágil no era más que una carcaza defectuosa que nadie querría tener, un lastre que no lo acompañaba al momento de cumplir con cualquier sueño.

    Presionó sus labios con intensidad y continuó llorando en silencio durante toda la noche, obligándose a soportar. Pero los gritos de su interior eran voraces, como si un conjunto de voces que había ahogado durante media vida, se lanzaran contra los precipicios de su mente, suplicando una salida de este mundo, implorando regresar a ese tiempo donde él y su madre vivían juntos, implorando borrar esta realidad que nunca quiso.

    Necesitaba una vez más escarbar desesperadamente apoyo en el único lugar donde siempre podía hallarlo: en él mismo, pero estaba agotado, demasiado agotado, porque desde los seis años venía luchando solo, contra sus propias heridas, contra un papá monstruoso, contra la incertidumbre que le había causado mamá, contra una enfermedad desatada de la nada.

    ¿Por qué un niño tenía que soportar tanto? ¡¿Por qué?! Desde tan temprana edad, se vio obligado a luchar como solo un adulto podría hacerlo. Usando las enseñanzas de mamá y Loíza, sorteaba las dificultades del mundo. Sin embargo, debía ser honesto: esa fuente muchas veces amenazó con agotarse y ahora no quería salpicar de ella una gota de fuerza, como si se ahogara en profundidades nuevas.

    Se empezó a remover con desesperación, con cierta locura, como si su propio esqueleto amenazara con romperse, con cambiar en algo que nunca había querido ser, mientras su interior continuaba gritando.

    Ayuda.

    Ayuda era lo que necesitaba en este punto, una mano, una luz, una prueba de que le demostrara que tanta fe en Loíza y en la buena moral valían para algo.

    Pero... al mirar hacia los lados de su cuarto, halló únicamente oscuridad, una oscuridad que parecía susurrarle su abandono, la sonrisa maliciosa de quienes disfrutan del mal y del débil.

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