12. TUS MANOS SOBRE LAS MÍAS

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

—Venid, que os presentou a Emilio. —Gabrielle, a saltos, puso rumbo a la entrada principal—. Oficialmente, es su casa y es su armario la que queremos robar. Así que primerou le pedimos permiso.

—Es un hombre muy ¿chulo? No, chulou no... Eh... majo —dijo Eve, que abrió la puerta y directamente nos llevó al salón. Un salón enorme repleto de gente. Allí estaban Emilio, el cantante de Los Retro Zorros, y Roberto, su guitarrista. Naturalmente, eran el centro de atención de aquella fiesta. Era palpable que todos los allí presentes esperaban escuchar sus historias, sus chistes y sus opiniones. Querían «estar en la onda», como diría Emilio.

—Y, entonces, vi a ese cabrón que estaba intentando...

—... beber de la botella donde yo había meada justo cinco minutous antes. —Jude terminó su frase y al escucharla se giró—. Siempre cuentas la misma historia, Emi, deberías actualizar tu agenda de anécdotas graciosos.

Y entonces Emilio se lanzó a los brazos de Jude y la alzó en el aire.

—Mira a quién tenemos aquí, ¡qué alegría veros, chicas! Uuuh, y habéis venido con amigas nuevas. Muy guapas. Aunque... —Emilio nos miró de arriba abajo. Fuera de aquellas puertas encajábamos a la perfección, pero dentro... Dentro éramos solo un par de crías que no tenían ni idea de lo pasaba en el mundo real—. Bueno, un poco carcas, ¿no? —concluyó.

—¿Carcas? —cuestionó Jude.

—Clásicas —respondí yo, recordando que ya le había enseñado aquella palabra antes.

—¡Me gusta más carcas! —dijo ella riéndose.

—En realidad, venimos a asaltar vuestro armario. —Juana, con su habitual desparpajo, pronto captó la atención de Emilio.

—Una chica directa, como a mí me gustan. Jordanne, es en el piso de arriba. Así que subid, coged lo que queráis y cuando terminéis de revolverme todo allí arriba, moved el culo hasta aquí abajo, que es donde está la diversión.

Eve cogió una botella de whisky y, llevándosela consigo, a prisa, subimos las colosales escaleras situadas justo al fondo, detrás del salón. Arrinconado en cada esquina, el gentío charlaba, bailaba y bebía, pero al llegar al cuarto piso, la casa era completa y exclusivamente nuestra.

Gabrielle nos condujo al fondo del largo pasillo, hasta una puerta blanca con un pomo dorado y barroco. La abrió y, tras ella, asomó el vestidor más abarrotado que jamás había visto. Montones de ropa increíblemente variopinta. Se podría decir que, en cantidad, podría asemejarse a Galerías, aunque más concentrada. Sin embargo, en cuanto a estilo era la antítesis. Los colores despuntaban, las plumas sobresalían, el cuero, las botas... En definitiva, un carnaval de colores cítricos, de los cuales emanaba un puro aroma a anarquía. Juana, María y yo, cubiertas tras un biombo, nos deshicimos de nuestras opresoras vestimentas, que se ceñían al cuerpo como tiranas que decretaban el estatuto del recato. Mientras tanto, Jude y Jordanne se divertían escogiendo prendas de lo más llamativas y, entre prenda y prenda, el whisky corría sin cesar.

Cuando salimos de detrás del cambiador y nos miramos las unas a las otras, no pudimos evitar soltar una carcajada. Nunca nos habíamos visto vestidas con semejantes ropajes. Normalmente, la primera vez que una se viste con algo nuevo, el resultado no es el esperado, sino un sucedáneo, que es más fiel a una caricatura que a la realidad. Por eso, nos pareció divertido y, por ello, ni siquiera María puso pega alguna el resto de la noche. Parecía más un juego de niñas que una iniciación en el flamante mundo moderno.

La fiesta continuó en la primera planta. Mientras Emilio y Jude charlaban en una esquina entusiasmadamente, yo me acercaba sigilosa para escuchar las interesantes conversaciones que tenían los invitados. Discutían sobre si era importante o no cerrar un acuerdo que tenían pendiente con un tal Richard Petty. Decían que Petty, que era conductor en La Nascar, era el próximo caballo ganador: «Petty está en la onda, Jude. Todas las marcas de tabaco quieren regalarle el coche». Tanto Emilio como Jude querían entrar en el negocio invirtiendo una gran cantidad de dinero. Ambos parecían ser unos apasionados de las carreras de coches. Fuera, en la piscina, la serenidad inicial había sido sustituida por un sinfín de bombas, saltos y cachondeos.

Jordanne y Gabrielle se acababan de lanzar, vestidas, cogidas de la mano, junto a un grupo de muchachos a los que parecían conocer de anteriores ocasiones. Bailaban dentro del agua y traveseaban derribándose unos a otros. Eve, que se encontraba en la cocina, una resplandeciente y enorme cocina, como las que salían en las películas, presentaba a María a dos mujeres mayores que nosotras. Luego supe que una de ellas era una abogada que defendía los derechos de la mujer en Suecia y la otra era profesora en la universidad, impartía literatura clásica. Juntas habían iniciado un movimiento de protestas por los derechos de las mujeres afroamericanas y habían sido invitadas a casa de Los Retro Zorros después de coincidir con ellos en una conferencia en Seattle.

Juana tonteaba con Roberto, sentada en el inmenso sofá. Tumbada del revés, con la cabeza en su regazo y las piernas sobre el cabecero, escuchaba cómo este le contaba una experiencia extrasensorial que había tenido en América con unos tíos que se hacían llamar Merry Pranksters y que seguían a un tal Ken Kesey, un escritor un poco raro. Vi a Juana algo achispada. Y a Roberto se le daba demasiado bien ligar con ella, así que decidí sacarla de allí.

—Ven, Juana, ¡vamos a bailar! —Se levantó con dificultad, protestando por haberla obligado a incorporarse.

—Vale, vale... Dame un minuto.

Ambas nos dirigimos al tumulto, nos abrimos paso y comenzamos a bailar en el centro de un variopinto círculo de personas. Aquel baile podría parecer algo inocente, pero en aquel momento, para nosotras, fue quizá uno de los primeros «sí a la revolución». Durante más de una hora saltamos, rodamos y reímos. Sin pasos marcados ni establecidos. Intercambiamos algunas palabras en inglés con personas desconocidas y disfrutamos como nunca habíamos disfrutado, desparramando nuestra energía por toda la estancia.

Después de un largo rato bailando, me dolían los pies y también estaba un poco más ebria de lo habitual. Así que caminé mareada y sin rumbo hasta llegar a una habitación con una cama enorme. Esa imagen en mi mente se mostró muy apetecible. Me dejé caer de golpe y allí me quedé, encajada, desternillándome en soledad y mirando al techo colmada de euforia.

Minutos después, escuché un correteo por el pasillo y la puerta se abrió. Jude entró en la habitación riéndose, divirtiéndose mientras se escondía de no recuerdo quién. Al verme tumbada entornó la puerta intentando controlar la risa floja.

—¿Qué haces aquí solo?

—Estoy tumbada mirando al infinito. Nunca se acaba, sigue y sigue y sigue... —El mareo no cesaba y me encontraba en una especie de trance. Ella no se acercó. Se quedó lejos, apoyada en la puerta, mirándome intensamente con sus penetrantes ojos.

—¡Qué! —por fin le exigí intentando romper el silencio incómodo.

—Nada —respondió misteriosa. Ya no podía sostenerme la mirada.

—Algo sí.

—De verdad, Carlota, nothing —pero entonces se acercó a mí, se sentó en el borde de la cama y yo me incorporé para verla más de cerca.

—Tienes unos ojos muy profundos, ¿lo sabías?

—¿Grandes? —preguntó.

—No, profundos. Como el fondo del mar.

—Estás borracha...

—No. Estoy viva... —dije reacomodándome en la cama.

—¿Has vistou esou? —dijo cambiando de tema, marcando distancia entre nosotras. Señalaba con el rostro un tocadiscos y una centena de vinilos que revestían el rodapié de la habitación.

—Sí, ¿qué pasa?

No entendía muy bien por qué le daba importancia a algo a lo que estaba tan acostumbrada. Incluso a mí me parecía algo normal a estas alturas.

—Las discos. Emi tiene muchas discos —dijo pausadamente—. Traídos de otros paíszes... —concluyó.

Entonces comprendí el porqué de su atención en ellos. De un salto me coloqué de rodillas frente al armario de los vinilos que recorría la estancia. Jude se agachó y se sentó a mi lado, se descalzó y abrió otro armario de donde sacó una botella de vodka. La miré frente a frente, emocionada.

—¿Lo que me quieres decir es que estos discos no están censurados?

No podía contener la excitación. Tenía claro que la curiosidad ganaría a la sensatez en esa batalla, pero no podía eludir la sensación de estar cruzando una línea prohibida. A pesar de haber visto algún que otro ejemplar con Pepe en Discos Dorado, nunca había escuchado uno sin que tuviese frases o canciones eliminadas o cortadas. Mordí la manzana rápido, de forma indolora. Ahí estaban: Just like a woman de Bob Dylan, Je t'aime... moi non plus de Jane Birkin, Sticky Fingers de The Rolling Stones, Aqualung de Jethro Tull...

—¿Quieresz escuchar?

—¡Claro! Pepe nunca nos deja...

Agarré el primero de los discos. Estuve sujetando un buen rato Pet Sounds de The Beach Boys, girándolo, observándolo y pensando que no me parecía algo tan peligroso. Parecía un vinilo más, uno como otro cualquiera. Sin embargo, años después supe qué había considerado el censor para prohibirlo. La letra decía algo que tenía que ver con ambientes de drogadictos americanos: los hippies, vaya, que tenían una filosofía dudosamente moral, es decir, sexual. Total que, no sé cómo, el censor llegó a la conclusión de que la letra de «Good Vibrations» describía solapadamente actos sexuales.

Saqué el disco de su funda y lo encajé en el tocadiscos. Con sumo cuidado bajé la aguja hasta que tocó sutilmente el material. Comenzó a sonar una voz extasiada, tranquila y algo mística. Pero después, se abría paso el habitual bop-bop de las canciones de la época. No me parecía tan horrible, no como para ir al infierno.

No sé cómo ocurrió, pero Jude terminó por coger mis manos entre las suyas. Se mantuvo durante varios minutos acariciándome las manos y yo las suyas. La tensión flotaba en la habitación y aunque por fuera pudiera parecer una niña asustada, por dentro deseaba que se acercase unos centímetros más, solo unos pocos más, y que acabase con la torturadora distancia que se interponía entre nosotras. María tenía razón. Algo ocurría cuando nos quedábamos solas. Algo que parecía no estar bien. La música continuó sonando y cuando el vinilo estaba a punto de acabar, el interior de la botella de alcohol se había esfumado.

Me soltó con una de sus manos para acariciarme la cara, los ojos... Jugó con mis pestañas mientras mis pensamientos bailaban al son de su mirada, que ahora la veían borrosa. Después, apoyó la otra mano sobre mi rodilla.

La situación vista desde fuera era la de dos amigas charlando, pero de nosotras emanaba una fuerza, una conexión única. Las cartas se habían colocado sobre la mesa boca arriba y no había vuelta atrás.

Era obvio que Jude controlaba la situación. No era la primera vez que estaba con una muchacha de esa manera, pero yo... Yo volaba sobre un cielo incierto de ansiedad. Notaba su aliento cada vez más cerca: delicioso vodka, tabaco y limón.

La puerta se abrió de golpe, y María entró como un huracán, que pronto se vio mermado al darse cuenta ella misma de que había interrumpido algo. Quizá otra persona no habría sido capaz de ver la verdad de aquel escenario, pero ella sí. Ella ya lo había visto antes y, además, había sido quien me había advertido de ese peligro que yo había decidido ignorar. Había caído en la trampa sin remedio. En una trampa plagada de lujuria y pecado, de infierno a los ojos de María. Lo extraño fue que solamente murmuró algo parecido a «lo siento», salió y cerró la puerta dejándome helada.

En cuanto María se fue, concluí que, estuviese ocurriendo lo que estuviese ocurriendo entre nosotras, tenía que parar y rápido. No sabía si había sido la bebida o simplemente que Jude me parecía una diosa intrigante a la que era imposible ignorar. Así era ella, escondida detrás de su aspecto rudo y bello, esbelto y delicado. Fuese lo que fuese lo que se movía dentro de mí, incluso aunque se tratase de algo inocente, había ido demasiado lejos.

Sabía que María era una persona conservadora y que, además, la amistad la guardaba con Juana y no conmigo. A ella quizá sí le permitiese algún que otro comentario fuera de lugar, pero a mí no me conocía desde hacía tanto, y estaba segura de que tampoco me profesaba demasiada simpatía.

Solté mi mano y me levanté bruscamente. Descalza y desfallecida salí de la habitación corriendo. Bajé las escaleras de la casa y salí por la puerta. Necesitaba respirar aire de la calle, fuera de la condensación de humo y enajenación que se concentraba en la casa.

—Espera, ¡Carlota! —gritó Jude detrás de mí.

Al girar, me encontré con un jardín vacío, y forzosamente me apoyé en el lateral del edificio para vomitar. Solté en una arcada el miedo y la angustia. Miedo porque me estaba dando cuenta de que Jude me gustaba mucho, y angustia porque me temía que lo ocurrido en aquella habitación no iba a ser un secreto por mucho más tiempo.

La pregunta lógica que venía ahora era: ¿iría María a la policía?, ¿me detendrían por algo así? A ver, realmente no estábamos haciendo nada malo. No nos besamos y casi no nos habíamos tocado, pero no teníamos cómo demostrarlo. Sin olvidar, además, que estábamos escuchando un puñetero disco censurado.

Una vez que terminé de limpiarme la boca, volví pisando aquel suelo áspero hasta la casa y, al entrar, Jude ya le había pedido a John que me llevase de vuelta a la mía.

—¿Estás bien?, ¿te acompaño? —se ofreció ella, extendiendo los brazos para intentar que no cayese al suelo por la inestabilidad debida a mi ebriedad.

—No creo que sea buena idea... —Cogí los zapatos y salí sola hasta la furgoneta sin mirar atrás, dando tumbos de izquierda a derecha.


Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro