13. MADRE EXAGERA

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

El viaje a casa no lo recuerdo muy bien, la verdad. Pero sí recuerdo el tremendo dolor de cabeza y de estómago que tuve al día siguiente.

En mi casa reinaba el mismo silencio que podría reinar cualquier otro día normal. Así que aunque no recordaba cómo llegué, intuí que nadie me había visto entrar. Dormí un poco más, hasta casi el mediodía. Me desperté con mucha dificultad y un remordimiento que me reconcomía por dentro.

—Buenos días, madre.

—¡Uy! ¡Estás en casa! Pensaba que quedaste en casa de Juana.

Era cierto. No recordaba que habíamos combinado un plan para poder ir a la fiesta, y yo debería estar en casa de mi amiga. No sé de donde salió una espontánea facilidad de improvisación, supongo que algo había aprendido de mi amiga, y eso me salvó de las terribles consecuencias de mi gamberrada.

—Sí, pero me he levantado esta mañana muy pronto para... ¡hacer ejercicio! Así que ya me he venido a casa y me dormido un ratín más.

—Vale, vale, bueno, si ye que hiciste ejercicio, dúchate. No sé cómo puedes dormite sin duchate, ¡que huele, guaja!, ¡venga, tira! ¡Qué mala pinta téns!

—Sí, madre.

—Y no viéndome en otra, me marché directamente a la ducha sin rechistar.

El resto del día me lo pasé cerca del teléfono y pendiente del telefonillo de casa, esperando a que llegasen a por mí. No me moví ni un poco, tenía que estar preparada por si venían a llevarme presa. Al menos, tendría tiempo para explicarles a mis padres que me arrestaban sin motivo alguno, ¡que yo no estaba haciendo nada malo!

Al final, me quedé medio dormida y, para mi sorpresa, me desperté sobre las seis con un timbrazo de María y Juana que venían a buscarme para pasear. No me quedó otro remedio que vestirme aprisa y bajar. Necesitaba ver a María. Intentaría ver en ella un atisbo de verdad, trataría de interpretar en su rostro si me guardaba rencor o si finalmente iba a dejar pasar aquel «incidente».

Para mi sorpresa, durante la tarde actuó con normalidad, así que intenté seguirle la corriente lo mejor que pude fingiendo que no recordaba mucho de la noche anterior. Fuimos a comprar una bolsa de pipas al quiosco del barrio y caminamos hasta el Parque del Oeste para sentarnos bajo la sombra de un árbol. Seguía haciendo mucho calor, y es que ya habíamos entrado en julio.

—Chicas, ¡la verdad es que anoche fue una chulada! —Juana no podía contener la impresión de lo vivido. Probablemente como yo, si no hubiese sido descubierta por María.

—Sí... —dijimos María y yo al unísono poniendo poco interés. La miré de reojo y ella a mí también.

—¡Qué ropa! ¡Qué música! ¡Y qué personas tan interesantes! No sé cómo va a superar el verano que viene a este... Y yo que me quería ir a la playa... Pero, oye, que en Madrid nunca se sabe.

—La verdad es que no recuerdo mucho. Creo que bebí demasiado whisky —insistí.

Verdaderamente pensaba que me había librado, que el tema no iba a salir nunca a relucir. Quizá yo había malinterpretado su gesto y realmente no había visto nada raro. Porque no había nada raro que ver.

Hasta que esa misma noche, después de que se despidiera de Juana y de mí para poner rumbo a casa de su abuelo, cambió su itinerario para hacer una parada de lo más inconveniente en la Calle de los Artistas.

Años después, siempre que he dejado viajar mi mente hasta ese instante, he terminado llegando a la conclusión de que, realmente, María se marchó única y exclusivamente con la intención de asegurarse de que yo no estuviese en casa, coger a madre y padre por sorpresa y ponerles al corriente de lo horriblemente mala que estaba siendo su hija. Era domingo, así que los dos estaban en casa escuchando la retransmisión de la novela. María subió las escaleras de mi portal y entró por la puerta sin impedimento alguno. Mi madre, al ver en ella una igual, cristiana y beata, quiero decir, le guardaba cierto respeto y cariño, mucho más que a Juana, así que le invitó a tomar café.

Pocos minutos después fui yo quien subió esas mismas escaleras. Dejé a Juana a mitad de camino y entré por la puerta con la intención de cenar, dormir y cerrar aquel capítulo de por vida. No volvería a ver a Jude ni a ninguna de las americanas. Me iba a limitar a pasar el resto del verano tranquila, leyendo o tomando el sol en la ventana de mi cuarto, pero la estampa que encontré ante mis ojos fue demoledora.

Mi madre lloraba desconsolada y mi padre intentaba sin éxito levantarla del suelo. María estaba posada en una esquina, llorando también, supongo que por haberse dado cuenta de que quizá había metido la pata o, quizá, por pensar que haber querido quitarse de encima el peso de un secreto semejante —que probablemente no había sido más que una imaginación suya— había sido una idea terrible.

Al verme entrar se giró y me miró con los ojos rojos de tanto frotárselos. Después, salió por la puerta, rauda. No me dio tiempo a pararla, a explicarle que se había equivocado. Musitó un «perdóname» bajito y susurrado, y desapareció. Y ahí me dejó, con una madre rota por dentro y un padre que me miraba con el rostro descompuesto, como si no me conociera.

—Vete a tu habitación ahora mismo. Estás castigada. —Fue lo único que me dijo. Y aquel hombre que siempre había sido tan bueno y cariñoso conmigo, pronunció la primera frase fría, rígida y vacía de amor dirigida a su querida hija.

Me marché al refugio de las cuatro altas paredes de mi habitación. Allí, los últimos meses me había sentido reconfortada. Sin embargo, ahora me parecía un lugar gélido que no me pertenecía. Por primera vez en semanas volvió a mí la idea de volver a Coela. La fantasía de escapar de todo y de todos, y recluirme hasta que se olvidase el condenado suceso.

Finalmente, escuché cómo padre conseguía calmar a madre. Insistiendo en repetirle una y otra vez que montar escándalos no estaba bien visto, y que si querían que esto quedase en la familia, lo mejor sería llorar para adentro. Inmediatamente, entró en mi habitación y, aunque la bronca fue monumental, en ningún momento, allí, se levantó el tono de voz.

—Mira, Carlota. Yo no sé qué narices ye que hiciste por ahí, pero no vinimos a Madrid para que te pasases por el forro todo lo que tu madre y yo trabajamos. ¿Pensaste por un momento..., solo por un momento, que esa chica americana puede estar aprovechándose de ti? ¿Te diste cuenta de que no la conoces de nada? Y María... ¡Ay, María...! —Se lamentó llevándose una mano al corazón.

—María se lo ha imaginado todo... —dije sin pensar.

—No me vengas con tonterías, fía... Soy tu padre, te conozco. María al menos tuvo la decencia de venir a contarnos lo que pasaba. Pero, nena, ¿te das cuenta? ¿Qué habría pasado si en lugar de venir a hablar con nosotros hubiese ido directamente a la policía? ¡Puédente detener, fía! ¡Puédente fusilar!

—Padre... —musité, pero no había manera de que me dejase hablar.

—¡Estás castigada! ¡Vaya que si lo estás! ¡No me dejaste otra opción! Tu madre está muy disgustada. Reza para que no le dé un patatús esta noche...

—Madre exagera...

—¿Que madre exagera? Mira, lo que hiciste a su güeyu es uno de los pecados más grandes, y con pecado, rezas y san se acabó, pero los militares... Los militares ye que te pegan un tiro... No hay perdón.

—No me vas a castigar. Solo fui a una fiesta, padre... ¡Tampoco es para montar un drama!

—¿Un drama? No me lo puedo creer... —susurró masajeándose las sienes—. Fuiste a una fiesta a horas peligrosas, me mentiste a mí y a tu ma, para irte a beber y a fumar. Y encima con extranjeras... que ¡a saber!

—María también bebió y fumó.

—Me da igual lo que hizo María o dejó de hacer. Si se tira por un puente, ¿ye que vas detrás? Me importa lo que haces tú. Con una moza... En una habitación a solas, faciendo quién sabe qué... No sé qué ficimos mal...

—No estábamos haciendo nada, padre. Se lo juro. —Y no le estaba mintiendo porque realmente no había pasado nada entre nosotras, aunque nos muriésemos de ganas.

—Que basta ya de tonterías te digo. Estás castigada y se terminó ya esta pataleta, nena.

—No puede castigarme padre, ¿qué va a hacer? ¿Atarme a la pata de la cama? Ya soy mayor y no he hecho nada que otros muchachos no hagan. Los tiempos están cambiando, ¡o se acostumbra o se acostumbra! Pero yo no pienso desperdiciar mi vida en esta casa donde no se puede gritar, y en este país donde, por abrir la boca, te cortan la lengua.

Y después de soltar mi discurso alimentado por mis últimos aprendizajes, me levanté para marcharme.

—Pero, Carlota...

Pude ver el estupor de padre, su aspecto incrédulo y dislocado mientras salía por la puerta de mi habitación.

—Me voy —le grité a madre.

—Como salgas por esa puerta, ¡no entras más, eh! ¿Escuchaste?

¿Y qué hice yo? Salir por la puerta, por supuesto.


Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro