15. TRÁNSFUGA

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Unos segundos después, Jude apareció girando la calle montada en un increíble coche de color rojo eléctrico. Nunca había visto uno igual. En España casi todos los coches eran iguales, Seats 600 de varios colores. Verdes muchos, algunos blancos y amarillos, la mayoría, como decía, verdes como el que Massiel anunciaba en televisión. El que Jude conducía era un Ford Mustang del 67. Brillaba como una medusa brilla en el mar, cada acabado era para mí un regalo para la vista. Un billete de ida hacia un nuevo lugar seguro. Jude me sonrió desde el asiento del conductor, y salió por la puerta con el estilo rompedor que le caracterizaba. Lucía unas modernas gafas de sol, unas increíbles botas Dr. Martens de color negro desabrochadas, sus habituales vaqueros desgastados y una camiseta blanca de tirantes, como la que llevaban algunos hombres como camiseta interior:

—¿Sola llevas esto? —preguntó Jude mientras cogía mi diminuta maleta echándosela a los hombros.

—Sí, no quiero llevarme nada. Todo lo que tengo ahí arriba no significa nada para mí.

Al contrario de lo que esperaba, Jude sonrió, lanzó la bolsa dentro del coche y se encendió un cigarrillo.

—Tanto sorprendente como siempre... Estás mejour por lo que veo...

Respondí encogiéndome de hombros.

—¡Espera! Tengo que coger una cosa. —Abrí la bolsa y saqué de ella la Biblia para llevarla conmigo.

Jude alzó las cejas con guasa y dijo:

—Sube, nos vamos.

Me subí a aquel automóvil increíble. Olía a nuevo, los asientos eran de cuero, suaves y espaciosos, tenía hasta una radio nueva donde podías introducir vinilos. Era un invento moderno, y aún casi nadie tenía un aparato así, aunque después se volvió bastante popular. Jude subió al asiento del conductor, me revolvió el pelo y presionó el botón del play de la radio para que sonara el disco completo A Quick One de The Who. Se subió las gafas de sol, posó sobre sus labios el cigarro que aún humeaba y arrancó el motor de aquella bestia. Rugía fuerte y poderosa. Rugía fuerte y poderosa como rugía yo, porque en mi cuerpo fue desapareciendo el desasosiego y en su lugar apareció el resplandor, el valor y el arrojo con la fuerza de un tornado.

El paisaje de España me fascinó, y en más de una ocasión no pude evitar sacar la cara por la ventanilla. Ir en contra del viento, mientras las notas rasgadas de «Run Run Run» se colaban por mis oídos para acabar revolviendo mis tripas, me sentaba bien, como si volase. Liberé una sonrisa pensando en que cómicamente la letra podía tratarse de una metáfora de lo que tanto Jude como yo estábamos haciendo: romper las reglas. Hacerlas añicos y tragárnoslas para digerirlas y expulsarlas en forma de declaración de guerra.

Ese viaje fue muy diferente al que hice desde Asturias. En el autocar, con tanta gente, con aquel olor tan característico que solo el chorizo y la panceta conseguían enmascarar, y la sensación de emprender una vida con más oportunidades... En aquel viaje no me paré a mirar apenas por la ventanilla hasta llegar a la ciudad, cuando ya era inevitable porque el resto de los pasajeros señalaban los edificios y las calles con la boca abierta.

Pero aquello..., aquello no tenía nada que ver. Salir de Madrid fue increíble y el destino no era incierto, sino familiar y personal. Tenía la sensación de que un cuchillo hubiera logrado cortar una cinta etérea que hasta hacía pocos días me apretaba y no me dejaba respirar. De pronto, como si hubiese una línea invisible divisoria, dejamos los altos edificios y la corpulencia de la ciudad atrás, para adentrarnos en una extensión de campos amarillos, después verdes, con enormes huertas, árboles y, al final, paisajes más ocres de tierra rojiza.

El humo negro que se palpaba en la ciudad desaparecía también para dar paso a la inmensidad de un cielo azul infinito, mucho calor y más humedad.

Pasamos por algunos pueblines preciosos, y durante un momento añoré también el mío, que nada tenía que ver con aquellos de construcción naranja e iglesias de piedra clara y antigua. Ninguna montaña los rodeaba. Sin embargo, la esencia ahí estaba. El símbolo de un lugar especial para aquellos que lo habitaban, con sus voces, todas ellas conocidas, los sonidos y olores de sus animales, sus costumbres, sus dichos y secretos.

Mientras cruzábamos aquellos desconocidos lugares, algo logró sobrecogerme. A pesar de la música que seguía sonando alegre y rozagante, sutil e involuntariamente emprendí el camino del encierro, y bloqueé sonidos y sensaciones para penetrar en lo más profundo de mis pensamientos. Repentinamente, me sentí una fugitiva. Una tránsfuga como Janet Leigh en Psicosis, que después de sisar unos cuantos miles de dólares huye para reencontrarse con su amor prohibido. Pero yo no le había quitado dinero a ningún pobre diablo, había hecho algo mucho peor. Huía del saber estar, la moral inmaculada, la inocencia, el papel que como mujer me había tocado interpretar, el cuerpo de Cristo y el eterno cielo. Y no solo me lo había arrancado a mí, sino que se lo había arrebatado a mi familia y lo había quemado en las narices de Berna, de María, de Juana, de Manuela y de mi madre. Y de todas las mujeres que había conocido alguna vez. Alargué la mano para abrir la guantera y coger la Biblia que había guardado al inicio del viaje. La agarré con fuerza por ambos extremos. La miré enérgicamente, frunciendo el ceño, queriendo desentrañar los misterios que se escondían en ella, lo que la hacía tan influyente. Sabía que al volver de Benidorm sería Eva, quizá María Magdalena, y también sabía que madre me haría visitar la iglesia y rezar hasta que me saliesen costras en las rodillas. ¿Tan grave era lo que estaba haciendo?

—Hey, ¡qué pasa, dude! —Jude me sacó de mis pensamientos. Me acarició el cuello y asentí escondiendo de nuevo de un golpe en la guantera el libro sagrado.

Tras unas cuatro horas de viaje, paramos en una gasolinera. El descanso fue corto. No queríamos estar fuera del coche más de lo necesario para evitar contratiempos. Cogimos cervezas, pan y chorizo para hacer bocadillos, y aunque fui yo quien habló con el tendero, fue Jude quien pagó. Caí en la cuenta entonces de que durante aquella aventura dependería completamente de ella, pues yo solo tenía dos monedas de veinte duros y una de cinco que yacían abandonadas en el bolsillo de mi ropa.

—Gracias —le dije.

—No te preocupes.

—Ya, pero...

—Yo tengo mucha, tú nada. El dinero no sirve para nada si no la gastas en algo que te gusta o te hace feliz.

—Ya, pero...

—Pero nada, yo te he invitadou. Ya me invitarás tú cuandou seas una médica rica.

Después condujimos unas horas más. El segundo tramo del viaje fue mucho más divertido. No más pensamientos negativos, ni más rumiar la mente. Cantamos todas las canciones que sonaron. Bueno, Jude las cantaba y, de vez en cuando, me enseñaba alguna palabra nueva en inglés. Y al revés también. Quitamos los vinilos para encender la radio, y cuando sonaban los Bravos o Raphael, era yo quien le explicaba lo que la canción quería contar. Nos reímos mucho. Tanto que cada carcajada borraba un poco más la huella de culpa y el malestar. Trotamos con aquel Mustang como si el mundo fuese nuestro, como si nos perteneciera cada cachito de cielo, cada hoja de cada árbol y cada grano de tierra. Saboreé durante aquellos kilómetros la libertad más absoluta.

Finalmente, llegamos a Alicante y aterrizamos velozmente en la carretera de la costa. No puedo describir justamente la sensación de ver el mar por primera vez. Desde la carretera el mar se veía infinito, haciendo tope con el horizonte, tan lejos o más de lo que uno podría imaginar. El sol se reflejaba en el agua y brillaba produciendo unos destellos mágicos. El azul cambiaba de turquesa a oscuro y luego verde, casi negro. La tierra se acababa a solo unos pocos metros de nosotras. España, con su rectitud, su turbulencia y sus aires de cambio a golpe de fuerza, terminaba ahí mismo. Era como estar al borde de un abismo. Un precipicio que moría en un océano de incógnitas. Una vez más, giré la manilla y bajé la ventanilla para sacar esta vez no solamente la cabeza, sino casi medio cuerpo. Los brazos se me movían violentamente con el aire caliente a toda velocidad. Respiré, y en mis pulmones entró el humo de la carretera mezclado con un rico aroma a sal, pescado y humedad.

—¿Has visto eso, Jude? ¿Ves el mar? —grité desde fuera.

—¡¿Quééé?!

—¡Que si has visto el mar! —volví a chillar.

—¡Sííí!

—¡Es precioso! ¡Es inmenso!

—¡Sí lo es!

Jude dio un giro fiero para coger un camino que se desviaba. Me tuve que sujetar en los bordes de la ventana para no golpearme fuertemente contra ellos.

—¡¿Qué haceees?!

—¡Ya lo verás!

El viaje continuó por un camino de tierra y poco a poco nos alejamos de la carretera que nos guiaría a Benidorm, para aproximarnos a un acantilado. Cada vez se veía más el mar, cada vez olía más fuerte a sal y a pescado, y el aire se me pegaba en los brazos dejándolos cubiertos de una textura rara de salmuera. Frenamos en seco y, antes de que yo me incorporase en mi asiento, Jude ya había salido del vehículo.

—Es mágicou, ¿verdad?

Salí del coche para caminar tras sus pasos.

—¿Qué hacemos aquí?

—¡Comer! —exclamó, y dio la vuelta para sacar del coche, que ya tenía las ruedas cubiertas de arenilla, las cervezas, el pan y el chorizo. Abrió la lata de Skol y me la tendió. Abrió otra para ella y se subió al capó. La seguí.

—¿Cómo sabías este camino?

—No lo sabía... Intuición de trotamundous... ¿Te gusta? —me preguntó.

—Me encanta. Nunca había visto nada igual... —dije sin poder parar de mirar el paisaje—. ¿Sabes? Donde yo vivía antes había cerca una playina, pero nunca fuimos. Lo que me perdí, Jude.

—Pero ya nou te lo vas a perder más...

—No... Tiene algo, ¿verdad? Algo...

—Te ayuda a ver la verdad... El mar, digou.

—¿Cómo? No te entiendo.

—Es enorme. Ayuda a ver lo pequeñas que somos las perszonas. Lo poco y lo mucho que importamos en realidad...

No respondí. Hasta hacía muy pocas semanas no había tenido tiempo a lo largo de mi vida para pensar, para reflexionar acerca de muchísimas cosas que cada vez tomaban en mí mayor importancia. Por eso, me gustaba escuchar lo que Jude me contaba. Me callaba y escuchaba cómo ella divagaba entre sus pensamientos. Cómo recuperaba algunos de ellos de la parte de atrás de su cerebro y los convertía en realidad, dándoles forma con su hermosa boca.

—Piénsalo: al otra lado de ese mar está Italy. Ahí al lado. Podríamos saltar y nadar hasta Ibizsa y después seguir nadando hasta Cerdeña y terminar en Rome...

Lo pensaba. Ojalá poder ver Roma. Ojalá poder tener ese aguante para seguir nadando. Lo pensaba. ¿Qué haríamos al pisar tierras extranjeras? ¿Quemaríamos crucifijos en el Liceo Científico de Milán? ¿Gritaríamos «no a la guerra» en tierras americanas? Eran hechos reales que Jude me había contado ya. Esa nena que unos meses atrás vivía un estado de equilibrio, conocido, de calma, quizá ignorante, pero de calma, rodeada de sus animales en su casina, con Berna, ahora deseaba en su interior una rebelión. La niña sentía cómo la chispa se había encendido al borde de su corazón y en las puntas de los pies. Sentía cómo el fuego deseaba prenderse por el resto de su cuerpo.

—Algún día veremos juntas el Coliseo, la Torre Eiffel, el Taj Mahal e inclusou... —dijo gritando al infinito mar— ¡la Gran Muralla Chinaaa!

—¡Aaaah! —grité imitándola.

Jude se puso las manos alrededor a la boca y volvió a gritar:

—¡Yujuuu!

—¡Eoooo!

Y así, alzando la voz hacia la nada, sobre el capó del Mustang, proclamando nuestro entusiasmo, pasamos unos minutos inolvidables. Bebimos un par de cervezas más. El pan y el chorizo lo comimos sin hacer bocadillos porque ni siquiera teníamos cuchillo o navaja para hacerlos, pero cada bocado me supo a gloria. También me supo a gloria pensar que aquella chica tan diferente a mí proclamase a los cuatro vientos que haríamos todo aquello juntas, algún día.

Volvimos a arrancar cuando estaba anocheciendo y el paisaje cada vez se parecía más a un desierto. Más tierra anaranjada y hierbajos que parecían cactus. Nuestra casa era tan diferente, cambiaba tanto de norte a sur, de este a oeste. Las montañas que finalmente aparecieron también eran muy peculiares. Parecían sacadas de El bueno, el feo y el malo.


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