23. CUÉNTAME MÁS

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No supe qué contestar. Así que me quedé en absoluto silencio. Abrí la boca como dos o tres veces para hablar, pero me tragué mis palabras porque ninguna me parecía lo suficientemente buena. Por eso, Jude aclaró su garganta y habló de nuevo.

—¿Me he pazsado? Lo sientou. —Se disculpó soltándome la mano—. Ya te dije que el mar me hace penszar...

—No, no... Perdona. Es que... No sabía que... Bueno... Pensaba...

Volvimos a quedarnos en silencio durante un rato, pero rápidamente volví a sujetar su mano intentando que sintiese a través de ella lo que mi corazón quería decir. Con mi otra mano acaricié la suya y, al final, hablé. Sin duda alguna, ha sido la noche que más nerviosa he estado en toda mi vida junto a alguien. A lo largo de los años, nunca volví a sentir lo mismo ninguna de las primeras veces en las que me confesé amor.

—Es muy difícil, Jude. Yo... Ni siquiera tuve novio nunca. Quiero decir... Creo que no me he sentido así con nadie antes. Y es... No sé. Es... —Pensé en una palabra que sonase adecuada—. Inusual... Lo que tenemos tú y yo es diferente.

—Lo que tenemous tú y yo es diferente porque ezs único. Es solo nuestro. Pero no es rarou. —Ella sabía perfectamente a qué me estaba refiriendo—. Mira a Steph y Javier. Pasa muchou más de lo que creezs y no debería ser ningún problema —dijo echándome el pelo hacia atrás.

—Ya... Pero no todos creen eso.

—Deberías haber estado en Los Angeles la Nochevieja pasado. ¿Sabes cuánta gente había allí en Black Cat Tavern? Detuvieron a un montón de gente comou tú y yo, dude. Y en febrero... En febrero fuimos a protestar...

—¿Pero no decías que no había policía?

—Casi nunca hay poliszia.

—Pero, Jude, si allí ocurre eso... Aquí es mucho más arriesgado. —La detuve—. Te pueden fusilar.

—No se trata de que szea o no arriesgado, sino de que existe, de que es real. Y tú lo has sentidou. Algún día, dejará de szer peligroso, estoy segura, y ese día...

—Entonces...

—Entonces, lo que te he dichou es verdad. Erezs mucho importante para mí. Tu voz retumba en mi cabesza todo el rato. Cuando te emocionas hablandou de libertad, cuando haces bromas, cuando me corriges el castellanou... Tía, tus ojos se meten tanto en los míous que me da hasta sustou.

—¿De verdad? Yo pensaba... Lo que dijiste el otro día con Jacinto y Juls, ya sabes. Y bueno, conoces a mucha gente. Gente mucho más interesante que yo —expliqué bajando la mirada para no verle tan cerca y así poder concentrarme.

—Sí, pero tú eres ezspecial. Tus ganas de vivir, tu valentía, tu fuersza, tu curiosidad pour querer saber todo, escuchar y leer cosas nuevas y, además, erezs buena con la gente. Te preoucupas... —Suspiró y siguió hablando más despacio—. Y eres increíblemente guapa... Con tu pelo largo y oszcuro, tu piel, que cada día está más morenou... Y esa cicatrisz. —Paró un minuto mientras seguía la cicatriz de mi pierna con los dedos de su mano—. Disciendo que no, que las heridazs a ti no te hacen dañou, te hacen más fuerte.

—¿Todas esas cosas? —pregunté tímidamente.

—Y muchas mász.

Levanté de nuevo la mirada para encontrarme con sus ojos, agarré su mano, que seguía acariciando mi cicatriz y la besé en el dorso, devolviéndole el gesto que había tenido conmigo minutos antes. Ella me miró sonriendo también y, sin decir nada más, acercó su rostro al mío y me besó en la punta de la nariz. Cerré los ojos para saborear sus labios, tiernos y suaves, y sin saber muy bien cómo levanté la barbilla para buscarlos. Encontré su sonrisa y me alegré de poder deleitarme con ella por primera vez, después de verla tantas veces a una distancia demasiado lejana, demasiado dura. Al final, ella echó hacia atrás mi pelo con sus manos y, agarrándome el cuello, apretó su boca contra la mía con tantas ganas de saborearla que me terminó pellizcando con sus dientes. Sonreí involuntariamente, y en esa sonrisa se coló su lengua hasta descubrir la mía. Me dejé llevar en aquel baile, en el que Jude marcaba el ritmo. Fue mi primer beso. El más increíble de los besos de la historia de mi vida.

Szoy como Roldán —susurró tumbándose con las manos detrás de la cabeza.

Recosté mi cabeza en su estómago y me acomodé poniendo las manos debajo de mi cabeza, arropándome con el olor de Jude.

—Cuéntame otra vez cómo creaste las Not Fooled.

—En realidad fuimous Jordanne and myself.

—Lo sé, cuéntamelo otra vez, porfa.

I was in Nashville porque mi amigo Jeff daba un conciertou. Me fui sin decir nada en casa... —Me acarició el pelo y continuó—. Su guitarrista, Otis, había bebido tanto que era incapaz de tocar ni una sola nota, so wasted. Así que Jeff me pidió que saliese a tocar. El resto de la banda me miraba comou... What the fuck is this little girl doing? Is she going to play a fucking electric guitar? No way! Pero Jeff... Jeff me había escuchadou tocar... Ese concierto fue... increíble.

—Y después apareció Jordanne.

Yeah, apareció Jordanne porque Vince Fay, que es un tío muy impourtante en la industria, nos presentóu. Ella buscaba otra chica con la que formar team y empezamos a ensayar juntas. Al final terminé cantandou, pero al principio szolo tocaba la guitarra.

Y después de un buen rato escuchando el camino de su voz, mejoramos nuestros besos juntas y dormimos bajo el silbido del viento y el rugido del mar.

Como Markus nos había prometido, al amanecer apareció en su humilde barquichuela para llevarnos de vuelta a la playa. Apenas habíamos dormido, así que nuestras caras denotaban cansancio, un cansancio agradable mezclado con brillo en los ojos y una sonrisa boba imposible de esconder.

Al contrario que a la ida la noche anterior, en este viaje de vuelta, que no duraba más de unos quince o veinte minutos, mis tripas se esforzaban por no contraerse y vomitar. La barca se movía mucho y tenía el estómago completamente vacío, ansioso de comida. Esa mezcla me provocaba ciertas náuseas y unos ruidos en el abdomen que se podrían haber escuchado desde bien lejos.

—¿Tienezs hambre? —preguntó Jude.

—Ahora no lo tengo tan claro. Creo que voy a vomitar —confesé a duras penas sujetando mi estómago.

—Yo me muerou de hambre. ¡Te invitou a unos churros! Creou que ayudarán a calmar al león que vive en tu tripa.

—Vale. A un sitio con teléfono, tengo que llamar a padre.

Clarou.

Los churros no me apetecieron para nada durante el trayecto, pero tampoco era muy capaz de hablar. Sentía que a la siguiente palabra no iba a poder contenerme. Tenía que llamar a casa, y eso me incrementaba el mareo. El último día que había hablado con mi padre por teléfono, la situación había sido bastante fría, y eso me irritaba. Al menos, me hablaba y también lo hacía mi madre. No directamente, claro, mi padre me daba recados de ella, así que indirectamente todavía se preocupaba de mí.

Al frenar en la orilla, salí descalza y pisando la arena mientras Markus echaba amarras. Llegar a tierra me asentó el estómago. Cinco minutos después ya estaba hambrienta de nuevo:

—¿Vamos a por esos churros?

—¿Te vienezs, Markus? Os invito a los dous —dijo Jude—. Vamooos, te lo debo, dude.

—No sé decir que no a unos chugrros con chocolata.

Los tres nos pusimos en marcha. Cruzamos la arena y esquivamos a los bañistas más madrugadores, que a las siete y media de la mañana ya habían colocado su toalla para guardar su ansiado pedacito. Caminar me costaba, tenía tanto sueño que veía borroso el espacio que me rodeaba. Enfocaba la mirada en el suelo para seguir los pasos de Markus y no desfallecer.

—Os voy a llevar a un szitio genial que me ha recomendado Juls.

Me daba realmente igual que nos sirvieran los mejores churros de la historia o que superaran el delicioso manjar de San Ginés al que semanas antes Juana nos había invitado, yo solo quería comer: tocino, churros, jamón, chorizo o bollos. Me daba igual. Necesitaba saciar mi asaltante hambre con comida y después dormir envuelta entre sábanas unas cuantas horas más.

Salimos del paseo y pusimos rumbo al interior, pasando por algunos edificios que aún estaban en construcción, como esqueletos esperando a ser completados con su carne y sus venas. Vimos algunas casinas pequeñas preciosas. Todas teñidas de un blanco que reflejaba el sol de primera hora de la mañana. Las callejuelas del centro eran bien diferentes a las que se acercaban a la costa. Se notaba que, como Jacinto nos había explicado, Benidorm había sido un pueblo de pescadores. Un pueblo pequeño con calles de piedra y asfalto y paredes de piedra de una altura máxima de tres pisos. Las macetas de barro, las flores y las plantas decoraban los muros de las casas. Y las tiendas mostraban al exterior el género.

En una esquinina, había una frutería con frutas y verduras de todos los colores, despuntaban en contraste con el fondo blanco de la tapia. Al contrario que en el escandaloso paseo de la playa, en el centro casi no se veía un alma. Era territorio del nativo: una abuelina que tomaba el fresco sentada en una silla en la puerta de su casa, dos señoras cargando bolsas de la compra, algún muchacho en bicicleta y un repartidor que conducía un coche con un carro a cuestas, a rebosar de pescado, que luchaba por entrar entre las callejuelas. La desemejanza era realmente palpable, como intentar unir Madrid y Coela en un mismo lugar, conviviendo en tiempo y en espacio.

Hacía tiempo que no pensaba en el pueblo. Lo raro es que, a ratos, lo echaba de menos, pero un echar de menos de no querer volver atrás. Coela había sido mi casa durante muchos años y ni siquiera había pasado un verano fuera. Me sentía cómoda. Allí era la más inteligente, la estudiosa, la más moderna porque escuchaba música rock, la guaja que siempre ayudaba a la madre y la que solo a veces hacía alguna travesura, casi siempre influenciada por su amiga, la Berna. 

Mi salida había supuesto un golpe. Y la oportunidad de conocer, sí. Pero también dejé de ser la más lista, la más obediente, la Carlota que no rechistaba y afloró una muchacha con millones de nuevas preguntas sin respuesta. Sin embargo, no quería volver atrás, no quería volver allí donde la ignorancia era ley, donde mis ojos no me dejaban ver más allá de los libros con censura, donde mi corazón nunca había podido latir con tanta fuerza. El despeñadero de la libertad y del amor daba miedo, pero yo tenía alas. Unas alas fuertes y potentes que me estaban dejando alzar el vuelo tan alto como nunca me hubiese imaginado. Gracias a Coela, ahora era consciente, pues podía comparar.

Al final de la calle estrecha, terminamos en un arco que daba a unas escaleras angostas, de ladrillo y piedra, estrujadas entre más paredes blancas. Subiendo algunos escalones, apareció un bar pequeño, un lugar que parecía no haber sucumbido a las nuevas edificaciones. Lo vestía un cartelito de madera que decía «Marrs Bar» y unas mesas con sillas de mimbre preciosas.

Al entrar sonó una pequeña campana y enseguida me invadió el delicioso aroma a café recién hecho y zumo natural de naranja recién exprimido. Tanto que por un momento me imaginé acurrucada bajo una manta en mi casa, frotando los pies contra el sofá, apoyada en el regazo de mi padre mientras él tallaba sus figurinas de piedra, que recogía del río de Coela. No lo pensé mucho más; pedí el teléfono para llamar a casa. Después, con el estómago lleno y esa sensación extraña que se me quedaba incrustada dentro después de hablar con padre, pedí a Jude que nos fuésemos a descansar al hotel.

Cuando llegamos a la habitación me alegré de haberlo pedido, pues noté esa punción dolorosa en el lado derecho del bajo vientre que anunciaba la llegada de los peores días del mes. Esos donde la tristeza aumentaba y la melancolía ganaba, donde el dolor se veía mermado por la preocupación de quebrantar las normas de aquellas que decían que meterse en el agua no era una buena idea. Mi madre, una de ellas. Por aquel entonces, se creía que no era aconsejable porque se cortaba y además se tenía que evitar hacer ejercicio.

Corrí al baño y me senté en el inodoro con la tapa cerrada. Debía pensar. No sabía qué hacer, pues notaba la sangre correr queriendo salir sin demora. Había escapado tan rápido de Madrid que no había caído en que quizá debería llevar conmigo algo más útil que una Biblia, que además llevaba abandonada en el cajón del coche desde que llegamos. No tenía ni cinturones, ni paños para colocar y no manchar la cama, las sillas y todo aquello que me rodeaba. Después de más de cinco minutos encerrada, Jude aporreó la puerta preocupada.

—¿Estázs bien, Carlota?

—Sí —contesté con la voz entrecortada.

—Oye, que si estázs así por haber habladou con tu padre, no te preoucupes que szeguro...

—No es eso —corté rápidamente.

—¿Puedo entrar?

Me lo pensé durante unos segundos y al final dije:

—Vale.

—¿Qué pazsa? —volvió a preguntar entrando ya en el baño.

—Me vino el ciclo.

—¿El qué?

—Mmm... A ver cómo te lo explico... —pensé en voz alta—. Tengo sangre. Aquí.

—Oh, vaya. ¿Menstruation?

—Sí, eso. La menstruación.

—¿Te duele?

—Un poco, pero es que... No tengo nada. Quiero decir, no tengo con qué taparme. Salí con tanta prisa de casa que...

—No te preoucupes. Yo tengo. Eszpera —dijo saliendo del cuarto.

Volvió unos minutos después con algo que jamás había visto. No era ni un cinturón Kotex, ni un paño, ni una toalla, ni nada que se le pareciese. Era una especie de algodón con forma de reloj de arena, pequeño y mucho más fino.

—Toma.

—¿Qué es esto?

—Un... ¿pads?

Debí de mirarla con una cara un tanto extraña, porque enseguida preguntó:

—¿Nunca hazs visto uno?

—No, creo que no.

—Bueno, solo tienezs que ponerla ahí, justo encsima de tu ropa interior. Eso absorbe todou.

—¿Esto? ¿En serio, ho? ¿Tan pequeño? No quiero manchar nada.

—De verdad. Te lo prometou. En L. A. lo usamozs todas —me contó con mimo—. Te dejo intimidad, ¿okay? Voy a ponerme el pijama y a leer un rato.

—Vale. Oye, gracias. Yo... Yo creo que voy a dormir.

—Claro. Lo que quierazs.

Jude salió del cuarto de baño. Durante unos minutos estuve pensando cuál era la forma en la que debía colocar aquel objeto que me había prestado. Lo miré por un lado y después por el otro. Ella lo llamó pads, por eso, tiempo después yo aún llamaba a la pieza de la misma manera. Hasta que un día, en un periódico, vi cómo anunciaban el mismo objeto llamándolo compresas. No quiero extenderme mucho en esta cuestión, pero sí quiero decir que la evolución de aquel objeto fue para mí toda una revolución. Con la compresa, pude caminar más cómodamente, incluso me bañé; eso sí, llevando un pantalón corto por encima del bikini.

Salí del baño y me desvestí para ponerme el pijama. Me metí debajo de las sábanas y me acurruqué bajo el amparo de Jude, apretando mis rodillas contra el pecho para contraer el vientre. Ella leía y me acariciaba el pelo con suavidad. No hubiese querido estar en ningún sitio que no fuera aquel, aunque el dolor me estuviese afectando, me sentí apreciada y cuidada. Y sobre las cuatro de la tarde, caí en un profundo sueño del que no desperté hasta el día siguiente.


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