24. ¿UN OVNI EN BENIDORM?

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Al salir de la heladería, bajo una de las farolas que por la noche iluminaban las calles del paseo, se arremolinaban una decena de personas. Personas de todas las edades, españoles como yo, y extranjeros. También había niños y niñas intentando hacerse hueco para poder ver aquello que se escondía detrás de la multitud. Escuché cómo una mujer con acento andaluz decía algo: «Lo que noh faltaba, mi arma, una guerra espacial», y otros que decían: «Tanto guiri, tanto guiri y, al final, mira. Cualquier día todos al infierno». Uno de los niños que debía de tener unos nueve años, comenzó a disparar con una pistola imaginaria haciendo sonidos espaciales y decía: «Vendrán esta noche a por ti, Juanito».

El revuelo era tal que no pudimos aguantarnos las ganas de ver qué es lo que estaba causando un jaleo de tales dimensiones, y con mucho cuidado para no tirar nuestro rico helado, nos hicimos hueco entre la aglomeración.

Y ahí estaba el motivo de todo. Era un cartel con una fotografía de las playas de Benidorm. Una mujer con un bañador de tiro alto y un sombrerito de color blanco sujetaba un flotador rojo mientras se lanzaba a la orilla agarrando la mano de su hijo. Había olas y algunos bañistas disfrutaban de un día soleado remojándose en el agua salada. Había también suecas en bikini y algún crío jugando a salpicar. El cielo azul estaba completamente despejado. Ni una sola nube. Se alzaban, en cambio, imponentes, tres objetos enormes de color plateado y forma ovalada. Naves espaciales venidas de un universo paralelo. No se movían, no daban ni la mínima señal de estar habitadas. Permanecían ahí paradas, estáticas, como observando a los seres humanos que pasaban por alto su existencia. ¡Ovnis!

Miré a Jude de reojo y las dos no pudimos esconder una enorme risotada nerviosa, tanto que finalmente mi delicioso cucurucho de chocolate cayó al suelo derritiéndose con el contacto del asfalto caliente. La sorpresa y el desconcierto fue absolutamente compartido por cada una de las personas allí presentes. ¡Como para no!

Nos escabullimos y, de vuelta al hotel, la conversación fue absolutamente acalorada y emocionada, intentando adivinar qué era lo que acabábamos de ver.

—¿Platillos volantes en Benidorm?

—Puede ser. En América ha habido una montón de avistamientous. Hace cuatro años en Pensilvania, una gran bola de fuego cruszó por el cielo de nada mázs y nada menos que seis estadous... —dijo manchándome la nariz con su helado—. ¿Quieres del mío?

—¡¿Qué dices?! ¡Meca! —exclamé mordiendo el dulce.

—Una locura sí. En algunous periódicos se descía que había sido un meteorito, pero un montón de personazs dieron su testimonio diciendo que habían vistou algo más... Algo extraño. Como un avión pero redonda.

—Pero América es otra cosa, guaja. Eso ya me quedó claro. ¿Qué va a hacer aquí un ovni en la playa? No creo que seamos tan... interesantes.

—Bueno, quién szabe, quizá vengan a buscar la tortilla de patata o la paella más deliciosa del mundou. Estoy segura de que eso sí lo tenéizs, ¿nou?

—¡Lo que nos faltaba, ho! Extraterrestres y encima hambrientos.

Las dos nos divertimos bromeando sobre el tema e imaginando qué podría estar pasando. La vuelta al Hotel Gran Delfín estuvo repleta de sonoras carcajadas. Jude y yo juntas no éramos capaces de aburrirnos, encajábamos profundamente, como dos abejas que se quedan pegadas sin querer y vuelan juntas por el aire durante un buen rato bajo la calidez del estío.

En los siguientes días, la comidilla de la ciudad fue ese cartel. Todo el pueblo hablaba de lo mismo. Conté al menos seis teorías diferentes de lo que aquello significaba. Incluso en un periódico local apareció un titular que decía: «Objeto no identificado, ¿cuento o invasión rusa?»

En aquellos días, comenzaron a aparecer más y más fotografías en diferentes puntos de la ciudad. Hasta que, por fin, en el periódico y en la radio descubrieron el enigma que se ocultaba tras aquellos carteles repartidos por Benidorm. El mito cayó, pero se levantó uno que perdura, creo, hasta hoy.

Las fotografías eran, nada más y nada menos, una campaña de publicidad para la inauguración de la primera discoteca oficial de la ciudad: la CAP 3000, y en los sesenta la publicidad era casi como una verdad indiscutible. Hasta hoy han pasado por sus camerinos infinidad de bandas tan conocidas como Led Zeppelin, James Brown o Slade. Sin embargo, a finales de los sesenta, el hecho de abrir las puertas de una discoteca de tales dimensiones, que además después también ejercía como sala de conciertos, era una idea absolutamente rompedora y arriesgada si no se sabía cómo gestionarla. Era una idea traída desde Europa, de lugares como Ámsterdam, Londres o París. La inauguraron un par de tipos franceses, y la idea de los ovnis sobre la playa de Levante tenía todo el sentido del mundo. Se debía al curioso diseño arquitectónico de la discoteca, que tenía forma de ovni. El número 3000 era por la cantidad exacta de personas que podían entrar a la vez en el recinto. Ahora puede parecer escaso, pero tres mil cabezas era una gran cantidad de gente que solo se recogía en las plazas de toros. La apertura iba a tener lugar aquella misma noche, según leímos en el periódico. Y, por supuesto, un evento de tales magnitudes Jude no lo iba a dejar escapar por las buenas.

Sobre las diez y veinte de la noche, llegamos a la dirección que venía escrita en el periódico. Ahí estaba. Un platillo recubierto por un gris plateado de sobresalientes dimensiones. Nunca había visto nada igual. Ni siquiera Madrid y sus edificios innumerables y dispares edificaciones me habían impactado tanto. La CAP era como... como algo que solo se veía en películas como Ultimátum a la Tierra. Ni siquiera la había visto en aquella época. Para mí, la única referencia sobre estos temas eran los carteles del anuncio, y ahí plantado, en la vida real cobraba un aspecto invicto, moderno y vanguardista.

La cola alcanzaba casi los quinientos metros. Cabellos rubios, pelirrojos y morenos dibujaban un arcoíris de diversidad que en pocas ocasiones se lograba ver. Muchos de los que aguardaban la entrada no hablaban castellano. Una chica a nuestro lado llevaba un vestido de lentejuelas precioso muy por encima del largo permitido en Coela o en la casa de mi madre. El estilo me recordaba al de la fiesta de la casa de Los Retro Zorros, pero en esta ocasión había tanta gente que el contraste me golpeó con más fuerza.

Me había acostumbrado a ver a todo el mundo en bikini o en ropas de playa, incluida a mí misma, y ver esa ropa de calle todavía era novedoso para mí. ¡Cómo es la vida!, ¿verdad? La cultura... En la playa es totalmente permisible enseñar casi el cuerpo entero, pero una vez vestida de calle los niveles de lo que es legítimo o moral, según algunos, quizá antiguos, quizá costumbristas o como nos gustaba decir, carcas, cambia radicalmente.

Un muchacho, que alcanzaría por aquel entonces los veinticinco, llevaba una melena rubia despeinada que descansaba sobre sus anchos hombros y un bigote bien frondoso sobre sus labios, que sujetaban con descaro un cigarrillo prendido. Pantalones de campana de tela vaquera y una camisa suelta totalmente abierta. Ningún botón ocultaba su pecho cubierto de pelo dorado.

La mayoría de los presentes vestían de forma peculiar, al menos para mí, pero finalmente fue el estilo que marcó la siguiente década, los setenta. También en España. Y además cobró aún más fuerza durante la transición.

Jude estaba preciosa. Como la primera vez que la vi. Con ese aire de rebelde e inconformista. El pelo revuelto, sus vaqueros rasgados y una camiseta que dejaba al aire su precioso ombligo. Pero ahora sabía algo más. Sabía que detrás de ese aspecto de querer prender fuego a cualquiera que se interpusiera en su camino, era amable, cariñosa y tenía un corazón que en ese momento rebosaba de mí.

Me miraba de reojo mientras yo me atusaba la camisa, intentando alisar las arrugas. La verdad es que había cogido una de las camisas de Jude, una de mis favoritas. Me gustaba tanto que en la habitación mientras me vestía no dudé ni un segundo. Era perfecta. Pero en aquel momento, mirando a mi alrededor y comparando mi aspecto con el del resto, me sentía un poco la chica del pueblo. Jude se dio cuenta, por supuesto, últimamente me leía bastante y de una forma espeluznante el pensamiento.

—Estás guapíszima... —recalcó cogiéndome con su mano llena de anillos la mía y dibujando en la palma una carita sonriente invisible.


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