25. BORN TO BE WILD

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—Ya, bueno, no sé yo... —Me giré observando a la muchedumbre sin poder evitarlo—. Esta gente es muy moderna.

—¡Lo sé! ¿No es estupendou?

—Sí. Supongo que sí. —Sonreí con timidez. Sí que era estupendo, era ciertamente revolucionario que ahí, en una esquinina de la península, lejos de todo, se hubiese creado un lugar clandestino, pero a viva voz, de diversidad, cultura, modernidad e inexperta rebeldía. No obstante, en ese momento yo solo pensaba en que no encajaba para nada. Al menos, por fuera—. Tú estás estupenda.

—Tú también estás esztupenda. La camizsa te queda mejor que a mí —afirmó desabrochando el botón más pegado al cuello—. Deberíazs quedártela, ¿okay? —Me besó en la mejilla suavemente, delicada, y yo, una vez más, me sonrojé inevitablemente y me dejé llevar.

La cola avanzaba lento, pero mi nerviosismo aumentaba rápido. La puerta cada vez estaba más y más cerca, y la música comenzaba a escucharse desde la calle. Sonaron algunas canciones nuevas para mí, otras sí las identifiqué con alguna banda conocida, creo que fueron de la Creedence. Eso provocaba que la gente se apiñase en la entrada y comenzase a bailar en las calles.

—¿Quieres un pitillo? —me preguntó una voz detrás de mí. Era el chico con la melena rubia y la camisa suelta.

—¿Qué? —No había escuchado bien, ni sabía por qué hablaba conmigo.

—Que si quieres un cigarrillo...

—Ah, claro, gracias...

Me tendió un cigarrillo que él mismo había encendido con su propia colilla y lo cogí.

—¿Tú quieres? —Esta vez se dirigía a Jude, que en ese momento estaba mirando por encima de las cabezas de un grupo de gente que teníamos delante para ver cuánto quedaba hasta la puerta. Jude se dio la vuelta para contestar.

—¿Qué?

—¡Ostia! La puta Jude Lawson.

—No gritezs, dude... —respondió Jude mientras le ponía el dedo en la boca para silenciarlo. —¿Dónde está ese cigarrillo?

—Ah, sí. Toma. —Y le tendió un cigarrillo apagado.

—¿A mí nou me lo enciendezs? —Le tomó el pelo.

—Ah, sí, perdona. —El chico volvió a coger el pitillo para encenderlo y devolvérselo—. Oye, ¿qué hacéis esperando cola? Hay una puerta ahí atrás.... Por ahí está entrando un montón de gente enrollada. Gente que ha venido a la inauguración.

—¿Gente enrollada? —pregunté.

—Sí, ya sabes. Gente que la flipa, gente que está en la onda. Músicos y eso.

—¿Y tú cómo lou sabes, tío?

—¡Jean! —El chico tendió la mano a modo de presentación—. El puto dueño del garito —dijo susurrando hacia nosotras—. Encantado.

—¿Y qué hace el puto dueñou del garito en la cola para entrar en szu propio garitou?

—Pues ver el tipo de gente que quiere entrar en él... ¡Y alucina! Algo hemos tenido que hacer bien si la puñetera Jude Lawson está aquí esperando para entrar. Venga, acompañadme, que os llevo —indicó despegándose de la hilera y haciéndonos un gesto con el brazo.

—¿Quién es tu amiga?

—Ella ezs Carlota.

—¡Encantada! Nunca he oído a nadie decir tantas veces puto ni puñetero en menos de tres minutos... ¿Sabes que es pecado? —bromeé.

—¡Ja! Tienes gracia. Es la primera palabra que aprendí a decir en español, ¡qué le vamos a hacer!

—¿De dónde eres entonces?

—Francia.

—Yo vivou en Burbank y la primera palabra que aprendí no fue putou ni puñeterou...

—Entonces fue... ¿Gilipollas?

—Sí... Ja, ja, ja —se desternilló Jude—. ¿Cómo lou sabes?

—Porque las palabrotas son lo primero que se aprende en un nuevo idioma —explicó Jean—. ¿Cuál es la tuya, monada? —Dirigiéndose a mí.

¿Fucking? —pensé en voz alta.

—Un clásico.

Jean nos hizo rodear el platillo gris. A la izquierda nos esperaba una puerta con mucha menos gente. A decir verdad, en la puerta solo había unas siete personas armando jaleo, riendo y divirtiéndose.

La entrada por aquella enorme puerta de metal fue realmente como el traspaso a un mundo alternativo, a un universo antagónico, a un antro en Berlín o en Londres, lejos de la castiza España, seria, cuidadosa y desconfiada. Sonaban Fleetwood Mac, lo sabía porque Pepe me había hablado de ellos una tarde en la tienda y me había puesto un par de vinilos. Sin embargo, nunca me imaginé que sonarían a ese volumen en una sala tan grande como la CAP, y mucho menos en este país. Sus notas viajaban hasta mi oído a través de la inmensa nube de humo de tabaco que flotaba desde las bocas hasta estancarse en los techos. La humareda se colaba entre las escasas luces que bailaban al ritmo de la música. El volumen era tan alto que no lograba escuchar lo que Jude me decía, solo le veía mover la boca y sonreír, casi como a cámara lenta en la semioscuridad.

Todos bailaban. Allí no valían los permisos, los modales, ni las buenas formas. Algunas chicas levantaban los brazos tan alto como podían, y los movían después tan lentamente imitando las sensuales olas del mar. Era imposible no quedarse hipnotizada por ese mágico momento. Otras balanceaban las caderas hacia un lado y hacia el otro, en círculos o en línea recta, más lento y más rápido, algo escandalosamente transgresor para cualquiera que viviese en la España de los sesenta. Sobre todo, si venía de un pueblo perdido en el norte del país.

Las guitarras eran estridentes, ruidosas y gamberras, y el sonido del piano eléctrico saltaba de cabeza en cabeza, incitándolas a moverse al ritmo de una serpiente nerviosa con intención de cautivar a su siguiente víctima. La música se colaba por nuestros oídos, nos invadía el cerebro y contagiaba a cada célula y a cada nervio que se extendía en nuestros jóvenes cuerpos.

No lograba ver el rostro de casi nadie porque dejaban caer la melena sobre su cara, provocando que el flequillo o los pelos nacientes del cuero cabelludo se pegasen sobre la frente con el sudor del momento. Aroma a tabaco, sudor y hormonas con ganas de disfrutar, de pasárselo bien, de coger la vida y arrancarle de cuajo la vitalidad para quedársela y no dejarla escapar jamás, de sensualidad; eran, éramos indomables. Nos rodeaba una atmósfera de brujería. Ni siquiera tenía claro si aquello era legal o no, o si simplemente se hacía la vista gorda por la prosperidad que los extranjeros estaban trayendo al país. Quizá ellos no pensasen demasiado en esto, pero yo sí. En ocasiones me atacaba el bicho de la culpabilidad intentando agujerear los momentos de felicidad.

Jude me guio hasta casi el centro de la pista. Me soltó la mano y me hizo un gesto como de ir a por bebidas. Jean y ella desaparecieron por un momento entre la multitud. Volvieron unos diez minutos después con un par de cervezas para cada uno. Estaban frescas y espumosas, y me las bebí como el agua. Hacía demasiado calor ahí dentro. Un calor sensual y húmedo.

Durante el tiempo en que me dejaron sola, me dediqué a vagar por la pista un poco perdida, pero deseosa de descubrir más y más, haciéndome hueco entre la gente. Cada vez que pasaba por el centro de algún grupo o entre una pareja, me sonreían y me devolvían mi movimiento de cabeza como agradecimiento por abrir paso con un movimiento de baile. Aunque no todos, alguno que otro estaba tan inmerso en su trance musical que ni siquiera notó moverse mientras me dejaba pasar.

Llegué casi hasta el final de la pista. Me quedé ahí pasmada, intentando adivinar qué estaba viendo exactamente. Únicamente sé que me pareció un alarde del futuro, un guiño de lo que estaba por llegar en la siguiente década de la mano de la industrialización. Vislumbré lo que debía de ser la cabina del DJ, un concepto bastante novedoso. Había un muchacho de lo más raro manejando los vinilos como masas de pizza: arriba, abajo, quita y pon, y otro a su lado que bailaba observando todos sus movimientos sobre la mesa. Si Juana hubiese estado allí, no habría querido marcharse nunca, estoy segura. Y lo más increíble de todo, que es lo que realmente me fascinó, fue que aquella mesa llena de discos y los dos hombres estaban dentro de lo que parecía ser un helicóptero antiguo y real. Nada de reconstrucciones ni maquetas, sino un helicóptero real.

No sé cómo conseguí volver al centro de la pista al mismo tiempo en el que volvían Jude y Jean, que además de esas cervezas, trajeron con ellos más gente desconocida pero muy divertida. Una chica morena con el pelo corto me miraba con curiosidad. Un pelo tan corto como Jean Seberg y la raya del ojo negra pintada tan larga y tan grande que parecía una gata. Con ella venía otra chica rubia, de gran estatura, era incluso más alta que Jean. Su belleza era extraordinaria. Podría haber sido modelo y probablemente lo era, porque Jean se rodeaba de personas así. Por el otro extremo se acercaban tres hombres. En realidad dos chicos que rondarían los veinte y un hombre que seguramente pasaba de los cuarenta. El hombre era colombiano, y había venido solamente para la inauguración, debía de ser muy rico. Su estilo era mucho más clásico, pero se relacionaba con soltura con todos. Hay quien nace con dotes sociales y quien debe aprenderlas por el camino. Los chicos jóvenes eran alemanes, creo.

No hablamos demasiado. Casi todas las conversaciones de aquella noche se redujeron a signos. No por el idioma, porque casi todos ellos hablaban castellano mejor o peor, y yo, gracias a Jude, había aprendido bastantes cosas en inglés. Pero la música era demasiado buena y estaba demasiado alta. Levantar la copa para preguntar «¿más cerveza?», apretar las piernas y agarrarse la tripa para decir «no me aguanto, voy al baño, ¿me acompañas?», o un abrazo para declarar «me ha encantado conocerte» o «me caes bien» fue la tónica.

Bebí más que en toda mi vida. Más incluso que en la fiesta de Los Retro Zorros y más que la primera noche en la playa. El alcohol se había apoderado de mí, tanto, que me descubrí en el baño frente al espejo, viendo más que borroso, mirándome a los ojos y hablando conmigo misma: «¡Sal ahí! ¡Sal ahí y arrasa con todo, Carlota!». Y así lo hice. Se me olvidó mi falta de modernidad con esa camisa prácticamente de andar por casa, que no pegaba ni con cola. Me solté el peinado que me había hecho para aquella noche y dejé que mi melena, suelta y libre, se moldeara al son de la música y de la humedad, que lo encrespó hasta darme un aire de lo más imprudente. Salí del baño meneando el cuello hacia delante y hacia atrás, dejándome guiar por Born to be Wild de Steppenwolf. Llegué de nuevo a mi círculo dando tumbos y Jean vino directo a mí.

—¡Estás increíble! —Me besó en los labios sonoramente. Así, sin vergüenza ni pudor ni nada.

—¿Te gusta? —pregunté alborotándome el pelo aún más.

—Me encanta —respondió—. ¡Eh chicos, mirad a Carlota!

Me levantó en volandas para darme tantas vueltas que mi mareo aumentó exponencialmente. Al bajarme, Jude me cogió entre sus brazos y comenzamos a bailar juntas, saltando, moviéndonos hacia un lado y hacia el otro, sin ritmo ni compás, soltando toda la adrenalina que parecía haber estado encerrada esperando a ser liberada. Movía mi melena tan acaloradamente que aún recuerdo las agujetas del día siguiente. Después, me besó. Sí, lo hizo en medio de una sala a rebosar y a nadie pareció molestarle. Reflexionando sobre ese momento años después, pensé que quizá tuvo que ver con que comenzaba la era de la liberación sexual fuera de nuestras fronteras y con que había pocos españoles en la sala. Los que sí estaban presentes correspondían a ese pequeño número que habían vivido fuera de la línea divisoria entre nosotros y todos los demás, y conocían culturas más abiertas. La demostración de afecto y el sexo entre personas se veía con ojos cada vez menos críticos, solo había que prestar atención a las historias que Jude nos contaba. Sin embargo, hablar de una relación real entre personas del mismo género, todavía generaba cierto miedo, rechazo y disgusto. En los setenta conseguimos mucho, pero los noventa llegaron como un láser de guerra dispuesto a apuntar a aquel que se identificara como persona con «ciertos intereses».

Ese beso, que duró para mí una hermosa y placentera eternidad, portaba un regalo secreto aún más subversivo que nuestra simple presencia en ese instante, en esa discoteca: una pastilla de sabor ácido que se deshizo con la combinación de nuestras salivas y nuestras lenguas meciéndose lentamente. Una píldora de paz que nos transportó a un lugar en el que nunca habíamos estado. Un mordisco que iluminó zonas de nuestro cerebro que antes dormían. Las luces se tornaron fuertes y dispersas. Las siluetas se movían simétricamente creando alucinaciones estimulantes. Una felicidad inmensa invadió mi piel y mis huesos. Pensé que me quedaría allí para siempre, pensé que no quería abandonar aquel punto donde la dicha ocupaba más espacio en mi interior que nunca. Quería quedarme. No me importaba nada más, aunque el sueño de la universidad me esperase a la vuelta de la esquina. Solamente quería no levantar mis pies ni un solo centímetro de ese suelo pegajoso por el alcohol derramado durante la noche, lleno de colillas y sudor.

—Creo que me gustas —confesé en un susurro, dejando con mis labios la saliva, hambrienta de Jude, en el lóbulo de su oreja.


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