27. LAS ORUGAS (+18)

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Ella se levantó y corrió de nuevo a dejar la guitarra sin dejarme terminar. Ni siquiera me dio tiempo a reaccionar porque al segundo volvió y se sentó frente a mí de nuevo.

—Si no devoulvía la guitarra iban a venir a por ella en menos de dozs minutos. No puedes dejar a estos colgadous sin música o se volverán locous —dijo riéndose—. Y no quería que te interrumpieran, porque lo que vas a decir... Llevo esperando escucharlo demasiadous días.

—Decía que eres muy importante para mí —dije aclarándome la garganta—. Al principio pensé que solo te admiraba. A ver, eres Jude Lawson... —Puse los ojos en blanco—. Luego pensé que eras como una buena amiga, como Juana o como Berna... Pero ahora sé que no es solo eso.

—¿Y qué es? ¿Lou sabes ya?

Miré su lunar. Ese bajo el labio que dormía cómodo, su sonrisa tan especial, su mirada, que en esos momentos era como la de una niña que esperaba ansiosa abrir los regalos de Navidad.

—Eres como un pájaro que nunca deja de alzar el vuelo, Jude. Como una ola que comienza lenta y acaba por romper con la fuerza de mil terremotos. Eres como una ráfaga de viento tan intensa que provoca en mí cambios increíblemente gigantes e irreversibles. —Cogí su mano y la puse sobre mi corazón, que latía raudo—. Eres tan fuerte que me has hecho fuerte a mí.

—Esa no szoy yo.

—Sí eres tú, Jude. Esa eres tú.

—Eso de que te sientezs fuerte... Son los vientous de cambio. —Bromeó para liberar la tensión—. O eso es lo que dicen por aquí.

—Eso también, pero no habría pasado si no hubieses aparecido. Nunca me he sentido tan libre como contigo. Estoy descubriendo quién soy, por fin, no meramente una hija que obedece o que estudia... Y eso es gracias a ti.

—No —dijo soltando su mano—. Eso es graciazs a ti y solo a ti. Eres increíblemente valiente. Has aprendidou a vivir en una gran ciudad en pocos días, has hechou nuevas amigas, has plantado cara a tus padres para hacer lo que queríazs hacer y te sigues preocupandou por ellos a la vez... Estás aquí conmigou en la playa y, además, eres capasz de hablar con todo el mundo, conocerlous sin prejuicios y lezs dejas que te conoszcan...

—Porque tú me empujas a ello —determiné levantando la voz emocionada, sin creerme que esa chica, esa mujer tan única, no se creyese lo extraordinaria que era.

—Bueno, vale... He ayudado un pocou, pero el trabajou importante lo hasz hecho tú. El mérito ezs tuyo.

—A medias, entonces —dije riendo y acariciándole las ojeras para limpiar una mancha de arena que se le había quedado pegada.

Erezs una chica fuerte, inteligente, independiente. ¡Ah!, y libre.

Y sin pensarlo mucho, quizá por la cantidad de cervezas que me había tomado a esas alturas, me puse de pie y grité. Grité tan alto que mi voz retumbó en toda la cala, movió las llamas y sonó en la luna:

—¡Soooy una chica fuerteee, inteligenteee, independienteee y libreeee!

De pronto escuché que la multitud, entre ellos Steph y Javier, aplaudía y aullaba secundando mi declaración. Estos dejaron a su amigo y vinieron hasta nosotras corriendo, pletóricos.

—No hay narices a meterse en el agua. ¡Sin ropa! —desafió Javier.

Steph le miró con cara de sorpresa y riéndose se quitó el pantalón.

—¡Uy, que no, dice! —Mientras tanto nos miraba a mí y a Jude haciendo muecas con la cara, invitándonos a imitarle—. ¿A qué esperáis, par de cobardicas?

Yo por primera vez, sin vergüenza ninguna, le imité y me quité la camiseta. Esa luna. Esa luna, que llevaba persiguiéndome desde que puse un pie en Benidorm, como si brillase solo para mí, parecía que me había invadido de alguna forma, que su misterio y enigma me habían poseído en cierta medida. Miré a Jude cubriéndome los pechos, agarrándome los brazos. Hacía calor, pero la brisa marina me ponía la piel de punta.

La imagen en mi cabeza de Jude en movimiento, desabrochándose lentamente los botones del pantalón e intentando sacarlo por los pies , aumentaba mi sensación de escalofrío, provocando que mis pupilas se dilatasen, como cuando los gatos cambian de humor y de pronto tienen ganas de cazar.

—Ayúdame... —me imploró.

Ambas comenzamos a tirar hacia abajo y Jude cayó de culo en la arena. Le entró tal ataque de risa que involuntariamente nos contagió a todos. Primero Stephane, después Javier y luego yo. Ellos también ayudaron y, al final, terminamos en el suelo arrancándonos las últimas prendas y vistiéndonos con una fina capa de arena blanca y pegajosa.

Al levantarnos, los cuatro contemplamos nuestros cuerpos y durante lo que fueron menos de unos segundos nos observamos en silencio, hasta que Steph lo rompió.

—¡Tonto el último! —Y comenzó a correr orilla abajo hasta meterse en el agua profunda de sopetón, saltando y salpicando a más de dos metros de distancia.

—¡Vamooos, gallinaaas! —Javier lo siguió haciendo aspavientos y bailes extraños.

Y ahí me quedé. Embelesada, analizando los lunares y las manchas de Jude. ¿Fue acaso un sueño? Su belleza me abrumaba. Me dejó sin palabras cuando la contemplé, ahí, completamente desnuda, bañada por la luz de las estrellas y el fuego lejano de la hoguera, que, os aseguro, no llegó a arder tan fuerte y brava como ardía yo mi interior.

Jude estiró un brazo y agarró el mío para acompañarlo lejos de mis costillas y descubrir mis pechos para dejarlos a merced de la brisa marina.

Erezs preciosa. No te tapes nunca...

Y como era típico en ella, pasó de una mirada intensa y unas palabras bonitas a una risa incontrolable e inconfundible.

—Vamooos, gallinaaa —gritó corriendo hacia la orilla, levantando la arena al viento, para también adentrarse en el agua salada del Mediterráneo.

No tardé mucho en seguirla, pero primero me tomé unos minutos para contemplar la escena e intentar apropiarme de estos recuerdos para siempre. Cada detalle: el aroma a salitre, la arena escurriéndose entre mi dedo gordo y el resto de mis pies, la piel de gallina, el escalofrío, un agujero enorme en mi pecho que se llenaba de mariposas revoloteando sin destino. Las sombras en la oscuridad de tres increíbles personas, una de ellas tan especial que logró cambiarme la vida. Un renacer bravío similar al de las orugas que viven en el suelo y que, después de sufrir el encierro y la prisión, renacen con esas hermosas alas de colores que les otorgan la ansiada libertad.

Vimos amanecer en aquella pequeña cala entre la playa de Levante y la de Poniente. Apoyaba mi cabeza en el hombro de Jude y su aroma a salitre, a verano y a coco me embriagaba. Durante los últimos días, me había comportado casi como la protagonista de una película francesa. A ratos, incluso, si no fuese por mis rasgos inconfundibles, tostada y oscura, hubiese podido creer que me trataba de una extranjera más. La mayor parte del tiempo olvidaba que aquí las mujeres no teníamos los mismos derechos que sí tenían las mujeres en Europa. Todavía muchas viajaban a Francia para comprar pastillas anticonceptivas. Casi no recordaba que había que santiguarse al paso de una iglesia, que había que mantener el tipo. Se me estaba olvidando que el amor, ese lujurioso, pasional y apetecible, no estaba permitido para quien no había contraído matrimonio antes. Y, por supuesto, estaba abandonando la idea de que esa atracción que hacía que mis piernas se apretaran fuerte para contener las ganas podía ser producida por alguien que no fuese un muchacho.

Pero ahora, bajo el embrujo de ese aroma a salvaje, esa sensación se intensificaba. Acercaba mi nariz al hombro desnudo de Jude para acariciarlo con la punta y dejar que su perfume natural se adentrase aún más en mis fosas nasales, hasta mi pecho, que se instalase ahí durante unos segundos, para revolucionar mi pulso y continuar su viaje hasta unos centímetros más abajo de mi ombligo. Quería morderle la piel y pasar mi lengua por su cuello para robarle el sabor a sal, pero no me atrevía.

Yo solamente vestía en ese momento una camiseta larga mal atada y la parte inferior del bikini. Teníamos frío, así que habíamos colocado un ligero pañuelo, que alguien había olvidado en la hoguera, sobre nuestras piernas. Y sí me atreví entonces, sin decir ni una palabra, a agarrar la mano que Jude guardaba bajo la manta, besarla tímidamente y volver a introducirla debajo, pero esta vez llevándola justo a ese lugar divino. Al punto donde el cosquilleo se arremolinaba tan fuerte que podía convertir ese preciso instante de paz en la explosión de mil fuegos artificiales.

Noté entonces que ella movió lentamente sus dedos para hacerse hueco entre mi traje de baño y sentí el frío hierro de uno de sus anillos chocar contra mí. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, desde la punta de los dedos de los pies hasta el último cabello de mi melena negra. Jude giró la cabeza lentamente para mirarme de reojo y vi cómo se mordía el labio inferior imaginando que lo que apretaba entre sus dientes era mi boca.

Estázs muy... — susurró, pero yo no contesté. Solo cerré mis piernas y apreté tan fuerte como pude. Dejé que durante un minuto o dos Jude jugase, acariciándome lentamente. Ya no podía aguantar más, quería abrirme en canal. Quería que me viese.

—Vámonos a la habitación... —susurré entonces.

—¿Estázs segura? —preguntó sin alzar la voz.

Asentí lentamente y dejé que en mi retina se filtrasen los mil momentos que había vivido con Jude desde que la conocí. Se levantó y me agarró de la mano para tirar de mí y ponerme en pie. Cogí el pañuelo y me lo coloqué sobre los hombros, poniendo rumbo al hotel.

—¡¿Ya os vais?! —nos gritó Javier desde un lado de la playa.

Ambas nos miramos y pensamos lo mismo, hicimos una señal diciéndole que teníamos frío.

—¡Mañana nos vemos, chicas!

Au revoir mon amour. —Jude lanzó un beso a Javier con la mano y corrió para alcanzarme.

El camino hasta la habitación se me hizo largo. Quería llegar. No hablamos, pero si las miradas hablasen nos habríamos dicho en ese trayecto muchas cosas, confesiones quizá que no eran lo que debía esperarse de dos jóvenes con educación. Hacía frío, pero ya no tenía. Tenía calor, provocado por la llama que se había encendido en la arena y que no se había apagado todavía.

Al llegar al hotel, subimos en el ascensor y, cuando se cerraron las puertas, yo pegada en un extremo y Jude pegada al otro, no nos acercamos. Me agaché para quitarme la parte inferior del bikini, pues la camiseta me cubría entera, como un vestido, y le tendí la prenda. Jude la cogió y la estrujó en su mano, y entonces sí, se acercó a mí para besarme. Justo a tiempo para que la campana del ascensor sonase indicándonos que ya estábamos en nuestro piso.

Salimos del ascensor y corrimos hasta la puerta de la habitación. Literalmente corrimos. Jude introdujo la llave en la cerradura y, nada más traspasar los límites de la intimidad, me agarró los brazos para girarme y colocarme pegada a la puerta. De espaldas. Se ató la diminuta parte inferior del bikini alrededor de la muñeca y pegó su cuerpo al mío, ahora sí, acariciando sin demora la parte más privada de mi cuerpo. Después de unos minutos, apresada por la fuerza de su pasión, y tan dispuesta a destapar mi interior, abrí un poco más las piernas en señal de permiso. Entonces Jude introdujo sus dedos lentamente en el hueco. Una vez lentamente, otra vez lentamente, buscando el camino natural. Y al encontrarlo, una tercera vez más tenaz e impulsiva.

Quería que continuara, pero también que no acabase nunca. Así que me giré y pasé mi lengua, ya no en mi imaginación sino en la vida real, por su cuello. Sabía a sal como había imaginado minutos antes, pero también a una ligera dulzura inesperada. Terminé con un mordisco bajo el lóbulo de su oreja y provoqué que ella se estremeciera. Después, se quitó los pantalones y la camiseta, y frente a mí se quedó completamente desnuda, tan hechizante como la había visto unas horas antes bajo la luz de la luna. Pensé que vendría a despojarme de la parte superior, pero en lugar de eso, solo apartó un poco la tela para dejar salir uno de mis pechos, observarlo con ardor y apretarlo en su mano derecha. No lo soltó mientras se deslizaba hacia abajo, y lo siguiente que sentí fue su boca húmeda posarse entre mis piernas, asaltando mis labios con su lengua, blanda y lenta, fluyendo como fluye una ola sobre el mar antes de romper enérgica.

No pude evitar mover mis brazos y sujetar el marco de la puerta para acallar mis ganas de gemir. Y para no hacerlo, me despojé yo misma de mi camisa y me dejé caer al suelo. Jude se arrodilló frente a mí, colocada entre mis piernas abiertas que tocaban el suelo. Entre sus brazos, ella se movió, se sentó en mi lugar y me colocó sobre su pierna izquierda, con las rodillas pegadas a la madera. Con sus manos, me indicó que el movimiento era hacia delante y hacia atrás, lento, y así continúe sola, sin su ayuda. Era mi primera vez, pero no tuve miedo.

Ella colocó una mano en el suelo para sujetarse y yo otra en la puerta para sujetarme. Y con la mano libre, agarró mi otra mano para llevarla esta vez a su sexo, que juntas rozamos, primero en círculos, lentamente, y después arriba y abajo, al trote. Casi inmediatamente después, de mi boca surgió un grito salvaje, al que le siguió otro mucho menos impetuoso, pero mucho más desgarrador, como un león que ronronea buscando que no dejen de acariciarlo. Jude me escuchó y acercó su boca a la mía para morderme los labios y acelerar el movimiento de nuestras manos, a los pocos segundos era ella la que gritaba.

El torbellino llegó a su fin después de unos minutos. Pero solo unos minutos después, durante aquel día, pues ya había salido el sol, nosotras no nos separamos y nos dedicamos a explorar cada rincón de nuestros cuerpos. Primero el mío, después el suyo. Más tarde el de ambas, buscando aquello que nos hacía sentir más placer, que nos hacía fundirnos en una. De nuestro interior brotaba todo aquello que nos habíamos dejado por confesar.


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