Capítulo 23

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Febrero trajo más nieve y otras dos escaramuzas en la pradera. Brenan volvió a acompañarme en esas noches de angustia silenciosa. Llegó en ambas ocasiones con sus hermanos, trayendo provisiones y ropas en arcones que reemplazaron los que trajeran antes.

—Si el invierno se prolonga, no tendremos lugar con todo lo que ya tienes aquí —bromeó Brenan cuando quedamos solos por tercera vez. Me observó un momento y frunció el ceño—. El amor te sienta bien, pequeña. Ya no pareces una liebre asustada. Pronto estarás hecha toda una mujer, y una muy hermosa.

Enrojecí tanto que me ardían las orejas, haciéndolo reír.

Mi corazón dio un vuelco cuando el lobo no regresó al día siguiente. Brenan intentaba distraerme cuando un cuervo enorme se posó a la entrada de la cueva. Brenan se apresuró a tenderle una mano y el cuervo saltó a su muñeca con familiaridad.

—Rasguño. Mañana —graznó en un tono agudo que lo hizo sonar como una voz de mujer.

—Gracias —dijo Brenan, retrocediendo con el cuervo hacia la mesa. Tomó una migaja de pan y se la dio al ave, que la comió con avidez.

—Gracias —repitió el cuervo, imitando su voz.

—Lo esperamos —dijo Brenan entonces, regresando hacia la cornisa.

—Lo esperamos —repitió el cuervo.

Brenan asintió sonriendo y alzó la mano. El ave levantó vuelo y se alejó hacia el sur. Brenan vio mi expresión atónita y rió por lo bajo.

—Los cuervos son tan inteligentes que pueden copiar voces y palabras a la perfección —explicó—. No aprenden a hablar, no pueden articular palabras por sí mismos, pero una vez adiestrados, son capaces de repetir exactamente lo que oyen. Los utilizamos para transmitirnos mensajes cuando por estamos demasiado lejos para comunicarnos con nuestras mentes.

—¿Y qué significa lo que dijo?

—Tu guardián recibió una herida leve y regresará hasta mañana. Una sanadora lo envió, por eso transmitió su mensaje con voz de mujer.

Retrocedí, sintiéndome desfallecer. Brenan se apresuró a sujetarme los brazos para sostenerme.

—Tranquila. Tú lo escuchaste, es sólo un rasguño.

Me ayudó a sentarme y me alcanzó un cuenco con agua. El frío de la nieve derretida me provocó un escalofrío, pero también ayudó a aclarar mis ideas.

—Gracias —murmuré.

Opté por ignorar mi agitación, obligándome a atender a otra cosa que había dicho Brenan. Cualquier cosa con tal de no pensar en él, herido en batalla.

—¿Los lobos se comunican con la mente?

—Sólo te lo explicaré si preparas tu salsa picante —sonrió Brenan.

Así fue como descubrí que los lobos, en cualquier forma que estuvieran, no precisaban hablar en voz alta como los humanos para comunicarse entre sí, aun a dos o tres kilómetros de distancia.

Según explicó Brenan, los hijos de lobas podían comunicarse así con sus madres desde su nacimiento. El vínculo se ampliaba al resto de la manada cuando entraban en la pubertad, que era cuando los hijos de lobo y humana también adquirían esa capacidad.

—¿Oyes todo lo que dice toda la manada, todo el tiempo? —pregunté estupefacta.

—A menos que se dirijan directamente a mí, es como un ruido de fondo. Como el viento o un arroyo cuando caminas por el bosque. El sonido está allí, pero casi que no lo adviertes hasta que te detienes a escucharlo, ¿verdad? Bien, es lo mismo.

No logré comprender bien cómo la jerarquía de cada lobo afectaba esta comunicación, pero sí entendí que cuanto más alta la posición del lobo en la manada, más selectivo podía ser al momento de elegir a quién escuchaba.

—Todos podemos cerrarnos o bloquear a nuestros iguales y subalternos, pero no podemos cerrarnos a nuestros superiores, aunque sólo los escuchamos a cuando se dirigen directamente a nosotros. Ellos, en tanto, no pueden cerrarse a sus propios superiores, y sólo los oyen si les hablan. Es una pirámide que culmina con el Alfa y la reina Luna. Ellos son los únicos que sólo escuchan y se comunican con quien desean cuando lo desean.

Recordé aquella noche en la plaza, en vísperas de la Luna del Lobo. Los dos príncipes de cabello corto que permanecieran quietos y silenciosos todo el rato. Por supuesto, no precisaban dar voz a sus opiniones para que la princesa y su otro hermano los escucharan.

—Cuando vino tu madre —tercié—. ¿Por qué hablar entre ustedes de viva voz?

—Por respeto a ti —replicó Brenan, y su sonrisa cálida se convirtió en una mueca—. Aunque debes hacerte a la idea de que las cosas en el castillo son diferentes.

—¿A qué te refieres?

Se encogió de hombros, incómodo. —En general, mantenemos nuestras conversaciones privadas cuando hay humanos cerca. Y la mayoría de los lobos sólo te dirigirán la palabra si no les queda alternativa. —Me guiñó un ojo sonriendo—. A menos que te distingas en los baños. Un buen masaje es la clave para ganarte el corazón de cualquier lobo.

—Estoy condenada. Pasaré el resto de mi vida fregando pisos —murmuré, haciéndolo reír con ganas.

Por desgracia, el tema no tardó en agotarse y volví a ser presa de mi inquietud. Después de cenar, al ver que no me dormía, Brenan intentó quedarse despierto para hacerme compañía. Pero después de trabajar para mí todo el día, cortando y acarreando leña, cazando, yendo por agua, le costaba mantener los ojos abiertos.

El amanecer me halló tendida en mi jergón, todavía vestida, mirando sin ver el grueso tapiz que cubría la entrada de la cueva. Agitada en mi ansiedad, me abrigué bien y salí con sigilo.

Una de las herramientas más útiles que me habían traído era una pala de madera, de modo que me entretuve limpiando la nieve congelada de la cornisa, indiferente al cielo que se hacía más claro y brillante por encima de los árboles, y los pájaros que cantaban desde las ramas más cercanas. Me dolían los brazos cuando al fin llegué al peñasco donde terminaba la cornisa.

Me eché la pala al hombro para regresar a la cueva, con planes de desayunar y tal vez dormitar un rato, cuando oí el sonido blando de pasos en la nieve más allá del peñasco, en el bosque. Giré alborozada, el corazón latiendo con fuerza en mi pecho. Hasta que me di cuenta que los pasos no eran rítmicos. El lobo se acercaba renqueando.

Solté la pala y salté a la nieve allá abajo, incorporándome con torpeza. Corrí a los tumbos hacia los árboles. El lobo se detuvo al verme llegar, evitando apoyar una de sus patas delanteras y jadeando como si hubiera realizado un esfuerzo. Me apresuré a su encuentro, las lágrimas impidiéndome verlo con claridad, para caer de rodillas frente a él.

—¡Mi señor! —resollé cuando adelantó la cabeza hasta apoyar su morro contra mi frente—. ¡Ven, ven! ¡Precisas descansar!

Lo seguí en silencio hacia la cornisa, y se me partió el corazón al escuchar su quejido sofocado cuando tuvo que usar su pata lastimada para subir. Por suerte, hallamos a Brenan ya levantado.

El lobo cojeó hasta el jergón y se dejó caer de costado sobre la piel de oso con un suspiro entrecortado. Brenan me tendió un cuenco de agua caliente y un paño limpio. Acepté ambas cosas sin molestarme en agradecerle, olvidada de todo lo que no fuera el lobo, que había cerrado los ojos y jadeaba suavemente.

—Te enviaré un cuervo para que me hagas saber si precisan algo —dijo Brenan envolviéndose en su manto.

Asentí sin siquiera mirarlo, demasiado ocupada lavando la pata lastimada, sucia de barro y nieve. Tenía un feo corte en la parte inferior. Parecía suturado, y más doloroso que grave. El breve trayecto desde donde dejara su caballo lo había hecho inflamarse. Recordé el ungüento que me enviara Tea y me apresuré hacia el estante para buscarlo. Sólo entonces caí en la cuenta de que Brenan se había marchado.

El lobo alzó la cabeza cuando destapé el pote de cerámica con el ungüento.

—Lo siento, mi señor, sé que huele espantoso. Es lo que te dio Tea para curarme, ¿recuerdas? Evitará que tu pata siga inflamándose.

Cerró los ojos y apartó la cabeza, tendiendo un poco la pata. Lo sentía estremecerse cada vez que lo tocaba. Me tragué las lágrimas, aplicándolo con cuanto cuidado y suavidad podía. El lobo se adormeció a pesar del dolor. Debía estar exhausto. Ni siquiera movió las orejas cuando acaricié su cuello.

Imaginaba que el corte debía quedar en el antebrazo de su forma humana, y que transformarse le haría todo más fácil y menos doloroso. Así que corté en fetas la carne fría que quedara de la cena y la dejé sobre la mesa con un cuenco de vino, palillos de queso, frutos secos y arándanos. No era mucho, pero era lo único que podía dejarle listo sin cocción. Luego me tendí a su lado, nos cubrí a ambos con la manta parda y me vendé los ojos. Sonreí al oír que volvía a suspirar cuando me apreté contra su lomo y lo abracé. Me dormí con la nariz hundida en su pelambre de bosque y rocío.

Un gruñido irritado me despertó. Estaba sola en el jergón, y oí al lobo moverse en el fondo de la cueva, cerca de su arcón.

—¿Precisas ayuda con algo, mi señor? —inquirí, alzándome sobre un codo.

—Sí, pero no creo que puedas ayudarme con los ojos vendados —rezongó.

Me levanté sonriendo y fui al encuentro de su voz, tendiendo una mano hacia él. La tomó para guiarme a su lado y luego la bajó a su pantalón abierto.

—No es sencillo atarlo con una sola mano —gruñó.

—Pero así está mejor —bromeé, buscando las cintas a tientas.

—¿Para que se me enrede en las piernas y me arroje de cabeza al fuego?

—O de cabeza sobre mí. —Até las cintas riendo por lo bajo. —¿Te duele mucho, mi señor?

—No. Ese ungüento apestoso obró milagros.

Me di cuenta que tenía la camisa a medio bajar y lo ayudé a terminar de ponérsela. Movió el torso como si sacudiera el lomo cuando estaba en su forma lobuna.

—Debería regañarte por haber venido así —dije.

—Ya me regañó la sanadora. Esperaba algo diferente de ti —respondió, rodeándome la cintura con su brazo bueno y atrayéndome hacia él.

—Oh, tengo mucho de algo diferente para ofrecerle a mi señor.

—Mira que estás hecha una atrevida.

Me alcé en puntas de pie para mordisquear suavemente su cuello.

—Es culpa de mi señor, que me enseña cosas atrevidas. ¿Comiste?

—Un poco. Lo que necesito es un plato caliente. ¿Qué podemos hacer, tú a ciegas y yo manco?

—Si me tienes paciencia y me ayudas un poco, un estofado de verduras y carne ahumada.

—Suena delicioso. —Fue su turno de morderme apenas el cuello—. Aunque no tanto como tú.

Le rodeé la cintura con mis brazos y descansé la cabeza en su pecho. Besó mi frente con esa ternura que me desarmaba.

—Hubiera venido aun a rastras —susurró—. Nada me cura como tu cariño.

—Como mi amor —lo corregí en un soplo.

Su rápida inspiración me sorprendió. ¿Acaso nosabía lo que sentía por él? 

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