CAPÍTULO 13: HASTA LA VISTA

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En la carretera, frente a la que había sido mi casa los últimos meses, Sam había estacionado una vieja furgoneta de color crema. Ya había salido de ella y me esperaba apoyado en la carrocería con serenidad. Charlie, en cambio, contemplaba con cara de pocos amigos cómo yo cargaba, con dificultad, todas mis maletas. Mientras que Sam enseguida se acercó para echarme una mano e introducirlas en el vehículo, él se quedó quieto. Prácticamente inmóvil.

La verdad es que no había aceptado la oferta de Sam hasta entonces. Pero, ¿qué iba a hacer: quedarme en Loch Lloyd? Los chicos me odiaban porque pensaban que había jugado sucio, y Charlie ni siquiera me hablaba últimamente. Se pasaba los días molesto conmigo. Por eso, decidí marcharme. Ahora sé que Charlie solo quería tratar de protegerme. Sin embargo, uno piensa que la mejor manera de proteger a alguien es mostrar una férrea severidad, y no lo es. Eso confunde al más hábil de los seres humanos. Y sin duda, me confundió.

—¿Preparada? —preguntó Sam, terminando de cargar la parte trasera de la furgoneta. Antes de subir, tuve que girarme para ver a Charlie por última vez. Hice un gesto con la cabeza, pero él se limitó a observarme desde la puerta, sin mover un solo músculo—. ¿Ally, preparada? —volví en mí y alcé una pierna para entrar.

—Sí, sí —me oí decir, cerrando la puerta con fuerza.

Una vez entré en ella, pude ver cómo Sam se acomodaba en el lugar del conductor. Yo, agaché la cabeza y mientras arrancaba y se alejaba de Loch Lloyd, no miré atrás. Dejaba demasiado y ese, demasiado, se alegraba de mi marcha.

El trayecto duró más o menos dos horas. Por el camino, Sam levantaba la vista y ojeaba a través del retrovisor. Cuando conseguía coincidir conmigo, me sonreía con amabilidad. Sam era un buen tipo. No era como Charlie, rudo y un poco hermético. Era tierno y siempre sonreía. No obstante, ambos tenían algo en común: un corazón cálido, dispuesto a prestar un poco de esa calidez a quien lo necesitara.

Entramos en Kansas City al caer la noche. No era la primera vez que visitaba la ciudad. Ya había estado con mis padres antes, solo que demasiados años atrás. Tantos años atrás, que apenas recordaba que esas calles tan anchas, mucho más anchas que las de mi pequeño Loch Lloyd. Tampoco que alrededor se veía el cielo extendido que llegaba hasta un lugar imperceptible, ni aquella calle llena de teatros, de bullicio y de chicas que no se habían topado con la suerte con la que yo topé. Aquella visión se clavó en mi cabeza durante semanas. Sin Charlie, sin Sam, sin Barry, ni Peter, sin los chicos, a lo mejor mi final se hubiera relatado en la Calle 12 de Kansas City y no en el Gran Cañón.

Atravesamos la ciudad y nos adentramos en un barrio alejado del centro, rodeado de árboles. Fuimos dejando atrás casas tan grandes como las que había en mi barrio. Casas como la mía antes de dejarse devorar por la carcoma y de deshacerse en pedazos. Hasta que la furgoneta se detuvo.

Sam viró hacia la derecha, y se adentró en un camino muy estrecho. Podría decir que tuve miedo. Que en algún que otro instante, mis pensamientos quedaron vampirizados, al menos fugazmente, con la idea absurda de haberme metido en un gran lío. Pero mentiría. A esas alturas, mi piel se había hecho lo suficientemente dura para saber salir de casi cualquier situación o eso creía. Bendita ignorancia. Al final del sendero, vislumbré la entrada de una enorme casa blanca. De esas con columnas romanas en la entrada. Era preciosa. Y a pesar de su magnitud, aparentaba ser un hogar con las luces de los ventanales encendidas y gente en su interior.

Sam echó el freno de mano, miró hacia atrás y bajó. Se desplazó hasta mi puerta y se detuvo al ver que yo no había hecho lo mismo. Me quedé un buen rato en el asiento trasero, analizando aquella casa desde un recoveco del sucio cristal de la furgoneta.

Al final bajé y seguí a Sam, jugueteando con mi pelo. Recorrimos, en silencio, un pasillo eterno a rebosar de una decoración estridente. Nuestras pisadas sonaban en la madera: bum, bum, bum, bum. Solo se escuchaba aquello. Nada más. Detuvimos el paso al llegar a la última puerta. Sam la abrió y me invitó a pasar.

—Puedes sentarte en ese sillón, Ally. Espera aquí —me dijo.

Esperé tanto rato a que llegara alguien que empecé a ponerme más nerviosa. Me limpié la comisura de los labios y me atusé el pelo unos cientos de veces. ¿Y si se habían olvidado de mí? ¿Y si había decepcionado a Charlie para nada? Pensé en él, en Charlie, en su expresión rígida y sus camisas de cuadros, en lo poco que encajaba en aquel remoto barrio para ricachones de Loch Lloyd. Resoplé cada vez más alto, tratando de que alguien me escuchara. Tamborileé la mesa de roble, para pasar el tiempo, pero nada. Los nervios se vieron asaltados por la pena, y cuando me llevé las manos a los ojos, vi que me escocían. Se me humedecieron las yemas de los dedos. Ni siquiera me había dado cuenta de que estaba llorando.

La puerta se abrió de golpe. Me revolví en la silla para ver quién había entrado. Era Casey, el hijo de Martha, que entraba a hurtadillas. Lo reconocí al instante del estudio de grabación. Detrás del cristal de la pecera, apenas había apreciado lo rubio que era y que le llegaba la melena por debajo de los hombros. Colocó un dedo sobre sus labios, pidiéndome que no hiciera ruido.

—¿Lloras? —susurró. Me limpié las lágrimas, avergonzada. Nadie, excepto mi abuela, me había visto llorar después del accidente de mis padres. Y solo fue aquella primera noche. Me prometí no volver a hacerlo, no al menos, delante de alguien—. No limpies tus lágrimas, pues estas te hacen más humana. —Casey me resultó especial desde el primer día. Se movía como si bailase, fluyendo y fundiéndose con el aire que lo rodeaba, era como si perteneciera al mundo, a ese mundo que había renegado de mí. Se acercó despacio y yo le contemplaba anonadada—. Aquí serás feliz —bisbiseó—. Ahora seremos amigos. —Después, se colocó muy cerca y me besó la frente, como yo solía hacer con la abuela. Me reconfortó tanto. Tantísimo, que por un segundo me sentí mejor. Inesperadamente, unos pasos retumbaron detrás de la puerta, recorriendo el pasillo. Casey entornó los ojos, sobresaltado—. Si te preguntan, tú no me has visto —dijo con seguridad—. ¿Cómo te llamas?

—Ally —respondí—. Ally Storm. —Lo vi salir como una sombra, corriendo hacia la puerta. Reaccioné cuando estaba en el umbral de la puerta. Conocía su nombre de sobra, porque Sam nos lo había dicho en el estudio, pero quise escucharlo a través de sus labios—. ¿Y tú? ¿Cómo te llamas?

—Yo soy Casey. Solo Casey —susurró. Me dedicó una simpática sonrisa y salió, finalmente.

A partir de entonces, como Casey predijo, fuimos inseparables. A los pasos, le siguió una voz grave, ensuciada por el humo del tabaco. Entró un hombre robusto, que apenas cabía por la puerta, enfundado en un traje serio. Sujetaba un puro en una mano, y con la otra, un enorme teléfono sin cables. Jamás había visto uno antes. Era Terry Perry. También recordaba su cara de verla en el estudio. Hablaba con mucha ferocidad, sin apenas escrúpulos. Al ver que lo observaba, esperando saber más de él, habló.

—Eh, mira Bob, te llamo en unos minutos. No, no. Tengo algo importante, no voy a dejarte en la estacada —colgó el teléfono y cambió radicalmente su cara apretada por una larga sonrisa forzada. Me sorprendió la capacidad de cambiar de expresión con tanta facilidad—. ¡Bienvenida a casa, Ally! —voceó, dramáticamente. Estaba tan descolocada que no me salían las palabras—. Ha sido un día duro, ¿verdad? —asentí tímida—. Dejemos los negocios por hoy entonces. ¿Me acompañas?

Me puse en pie y seguí a Terry por el mismo pasillo que había recorrido junto a Sam. La entrada de la casa era monumental, elegante y lucía inesperadamente vacía. Subimos una larga escalinata. Podía haber subido más rápido, pero a Terry le costaba un mundo subir todo aquello. Por eso, me limité a seguirle.

—Malditas escaleras —bufó con mala leche—. Tengo que decirle a Martha que arregle esto de una vez. Cada vez que tengo que subir... —Sonreí para mí. Terry me hizo gracia en aquel instante.

Dejamos atrás muchísimas puertas que no abrimos. Eran demasiadas. Ni siquiera mi casa era tan grande. Terry abrió una puerta. Era una habitación, una habitación enorme, decorada con un gusto exquisito. Pensé que podría haberla decorado mi madre. Quien quiera que la hubiese decorado, tenía ojo para aquellas cosas, igual que mamá. Tenía de todo, pero sobre todo, me llamó la atención una cosa: mi guitarra. Bueno, la guitarra que nunca llegué a devolver a Larry, estaba colocada con cariño en un rincón. Y mi pequeño equipaje, me esperaba al lado de una cama en la que podría perderme cada noche.

—¡Aiba! —se me escapó.

—Es genial, ¿verdad?

—Sí. Es... sencillamente, enorme.

—Pues es tuya. Ahora ponte cómoda y descansa.

Terry salió por la puerta, volviendo a coger el teléfono para marcar un número. Fisgoneé la habitación durante un rato, dando vueltas. Olía a limpio, a perfume de talco y flores. Todo relucía. Sobre la mesa había un montón de comida. Incluso, dulces que no había podido comer desde hacía siglos. Me quité los zapatos y los dejé al lado de la puerta.

Había un ventanal escondido detrás de unas cortinas blancas e impolutas. Me acerqué y abrí las cortinas. Desde ahí arriba, escuchaba el cantar de los grillos y el murmullo de varias personas que parloteaban en el piso de abajo. Agarré un sándwich de queso y me recosté justo en la repisa del ventanal. No sin antes, rebuscar entre mi equipaje, mi cuaderno y mi bolígrafo.

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https://youtu.be/UonBS_mvW-E

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