CAPÍTULO 17: LA CHICA DE ORO

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Atesoro, con decisión, los recuerdos de aquel primer año en Kansas City. Puede que fuera el año más feliz de mi vida, al menos, desde la muerte de mis padres. Seré sincera: puede, no. Estoy segura. Echaba de menos a Charlie, eso era cierto; sin embargo, y aunque suene egoísta, y puede que repugnante, cuando una se ve envuelta en un torbellino de acontecimientos, cuando pasan cosas buenas, cuando todo es nuevo y alucinante, es sencillo olvidar. Charlie se instauró en mi cabeza como un pensamiento permanente, protegido por la esperanza de volver a verle pronto. Relegué su figura a un segundo plano. No por siempre, pero sí por una temporada.

Si pienso en mis días en la casa de Kansas City visualizo a una Ally dorada por el sol, cubierta de más pecas que nunca. Incluso puedo palpar la piel de mis brazos, que lucía manchada de motas irregulares. Consigo ver el anochecer anaranjado, intensificado por la hoguera del jardín, acariciando la cabellera albina de Casey, que siempre llevaba revuelta y sin peinar. Me detengo a analizar los detalles de su silueta. En cómo cerraba los ojos, mientras tocaba la vieja guitarra de Larry.

Nos veo haciéndonos aguadillas en la piscina, jugando al frisbi en el jardín, corriendo a través de los árboles y recorriendo las paredes de aquella inmensa casa. Me descubro disfrutando, probándome la bizarra ropa que Lory decía que traía del lejano Londres o repitiendo junto a Hugh esas notas a las que me era imposible llegar sin su ayuda.

Hay quien dice que aderezamos los recuerdos con tantos otros millones de cosas, como emociones, imaginaciones o interpretaciones. Que es prácticamente imposible tener la certeza de si realmente son fieles a la realidad que vivimos. Dicen que los volcamos en un andrajoso recipiente y hacemos compota de gilipolleces en su interior. No obstante, yo estoy segura de que mis recuerdos se parecen mucho a lo que fuera que saborease en el pasado. Y si no es así, confieso que siempre he preferido regalarme a la suerte y dejarme guiar por la ilusión y el engaño.

—¡Bien, hija! ¿Repetimos una más? —Me separé del micro de la pecera, y busqué a Terry con la mirada. Estaba al otro lado del cristal, como la primera vez que lo vi; sujetando un puro humeante que tapaba levemente su rostro. Parecía contento. Martha me dedicó una sonrisa cálida tras el cristal del estudio. Casi pude discernir un brillo de orgullo en sus ojos, y Casey, levantó ambos pulgares.

Dentro del estudio de grabación, sujetaba mi guitarra con firmeza. El único motivo de aquella falsa seguridad, era poder tener a Hugh justo a mi lado. Además, había seleccionado a un puñado de músicos, que iban a acompañarme en la gira que Terry estaba planeando. Sin ellos, probablemente no hubiera sido capaz de acertar una sola nota. Seguía siendo lenta, torpe e inexperta.

Mi parte favorita de las canciones, durante aquella primera grabación en Kansas City, fueron los finales. Tocáramos lo que tocáramos durante el resto de la canción, con sus notas equivocadas incluidas, al final siempre íbamos in crescendo. Puede que porque me olvidara de que estábamos grabando un disco. Los músicos y Hugh, concentrados, moviendo las piernas, la cabeza y repitiendo con sus lenguas aprisionadas en la boca los ritmos de los golpes de batería, provocaban en mí una sensación única que nunca antes había experimentado: el éxtasis, la pasión, el fuego.

—Bien, Ally. Vamos una vez más, entonces —indicó Hugh, rellenando su vaso con cerveza. Dio un largo trago, dejó el vaso de nuevo sobre el amplificador y me susurró—. ¿Estás lista? —Asentí nerviosa y los músicos dieron la entrada a la melodía.

—Espera, espera —interrumpí—. ¿Hay algo que tenga que mejorar, Hugh? Perdona, es que la hemos repetido tantas veces, que no sé... A lo mejor tengo que cambiar algo.

—Tú sigue haciéndolo como hasta ahora Ally —respondió—. Lo estás haciendo genial. Es solo que queremos tener muchas versiones para elegir la mejor. Solo eso.

—Vale, vale...

—¿Estás lista, entonces?

Al otro lado de la vitrina, repicó un zumbido. Hugh, que llevaba unos grandes cascos, nos señaló con un aspaviento que aún no comenzáramos a tocar. Nos quedamos en silencio, y por eso, pude percibir mejor, de dónde provenía aquel sonido. Terry había dejado, por error, los micros de intercomunicación abiertos.

—Ha mejorado mucho, ¿no crees? —mencionó Martha, visiblemente sorprendida. Sonreí al escucharla. Hugh me miró de soslayo y también sonrió, con cierto orgullo.

—¡Nos vamos a hacer de oro! —exclamó Terry, eufórico, apagando el gran puro en el cenicero que había sobre la mesa de mezclas.

Rápidamente, noté la expresión de Hugh ensombrecerse. Puede que yo tardara unos segundos más que Hugh en darme cuenta, pero fue inevitable asimilar lo que aquellas palabras significaban en realidad. El manto que cubría a Terry cayó, dejando al descubierto quién era el auténtico Terry Perry. Terry Perry no era el tío gruñón, pero gracioso, del que nos reíamos Casey y yo durante las cenas, sino un tiburón de la industria musical; un lobo solitario al que solo le importaba una sola cosa en la vida: un papel de color verde y blanco roto, estampado por la cara bonita del tío más importante del país. El presidente.

—¿Cuándo emiten la canción, Terry? —cortó Hugh, rápidamente.


***


—¿Seguro que esta es la emisora? —quise saber, nerviosa. Aquel día no había parado quieta. Me había dedicado a moverme de sitio todo el tiempo, a ordenar y desordenar cojines, ropa y todo lo que se interpusiera en mi camino. Lo que había empezado como un juego, como una salida a una vida dramática, como un camino mucho menos mísero que el que me esperaba, se había convertido en algo que empezaba a importarme de verdad. Al menos aquella Ally le importaba, a aquella que quería complacer y cumplir los objetivos de Terry, Martha y los demás. ¿Por qué? Quizá porque con apenas quince años, lo único que me importaba era que un adulto me quisiera y protegiera.

—Sí, tranquila, hija —respondió con desdén Terry—. Confía en mí, llevo en esto demasiados años. Soy un viejo conocido de la radio. Pondrán la canción.

—Sube el volumen, anda —supliqué, lloriqueando.

—¡Eh, chicos! —Casey, estaba subiendo el volumen de la radio de la cocina—. Ahí está. Sube el volumen del salón, mamá.

De los polvorientos altavoces de la radio brotó el sonido de aquella melodía, que se había instaurado en mi cabeza los últimos meses. Casey subió de un salto al sofá y empezó a mover el cuerpo de una forma extraña y graciosa.

—¡Baja del sofá, Casey! —ordenó Terry. Él bajó de un salto sin parar de bailar, agarró a Terry por las manos y comenzó a hacerlo girar sobre sí mismo.

Esto consiguió que Martha se acercara y tirara de mis manos también. A pesar de lo que yo misma podría haber creído, el single resultó ser un éxito. Yo estaba contenta porque los demás estaban contentos. Terry estaba contento porque ganó muchísimo dinero, más de lo que jamás alguien podría llegar a imaginar. El humor de Terry había mejorado tanto que incluso, durante unas semanas, llegó a parecer otra persona. Martha estaba contenta porque Terry estaba contento y le trataba mucho mejor, y Casey estaba contento porque su madre estaba contenta y eso significaba tiempo libre. Y yo estaba feliz, porque el tiempo libre de Casey significaba más horas con él.

—Y ahí lo tenéis, habéis escuchado a Smoky, la nueva sensación que está arrasando los Estados Unidos. Parece que Elvis no va a tener un fácil regreso después de su temporal retirada. ¿Cuándo veremos qué aspecto tiene realmente Smoky? De momento, podemos imaginarnos un chico humeante de éxito.

—¡¿Un chico?! —exclamé.

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https://youtu.be/HhyheBAqF-w

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