CAPÍTULO 3: GOOD MORNING!

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El amanecer vistió Missouri con su luz a la mañana siguiente, tiñendo los lujosos e irregulares tejados de las casas de mi barrio de un color ambarino espléndido. Apenas unas horas más tarde de que, al otro lado del país, el Señor Marshall y mi padre se despidieran con un cordial apretón de manos.

En mi memoria me distingo perfectamente irrumpiendo en la cocina como una bala, todavía con el pijama enroscado en las rodillas, pisando descalza la madera caliente. Había planeado preparar un generoso desayuno de bienvenida a mis padres, para que devoráramos como solíamos hacer en nuestros mejores días: los cuatro juntos. Tenía mucho sueño, pero no me importaba demasiado. Lo único que anhelaba con todo mi ser era volver a ver a mis padres, abrazarles y organizar juntos uno de esos veranos inolvidables junto al lago.

Me arañé los ojos y estiré los brazos hasta tocar la parte alta del armario. Luego, busqué la harina a tientas y la atraje hacia mí. El paquete volcó ligeramente, derramando sobre mi cabello aquellos espesos polvos blancos. Sacudí la cabeza, divertida, y emití una carcajada, momentos antes de encender la televisión, con la intención de que Will Rogers Jr. me hiciera compañía con su programa, Good Morning!, mientras se me pegaba entre los dedos la masa de las tortitas.

—El Gran Cañón es un cementerio para las ciento veintiocho víctimas y su tripulación. Dos aerolíneas que han estrellado sus aviones... —El sonido de la televisión apuñaló mis oídos despacio, fluyó con indiferencia por el camino típico, sin caer en la cuenta de filtrar la fatal información, dejándola entrar sin piedad. Solo unos segundos más tarde fui consciente de lo que estaba apareciendo al otro lado de la pantalla—... aproximadamente a una milla. No hay supervivientes. Es el peor accidente de aviones comerciales de la historia.

La harina se vertió de nuevo. Esta vez, cayó con un golpe seco, cubriendo el suelo normalmente limpio. Esta vez, sin provocar en mí nada parecido a la risa. Abandoné aquel desastre y salí a toda leche hacia el salón, buscando a mi abuela, que probablemente habría pasado otra noche más encajada en la butaca, que a esas alturas empezaba a formar parte de su anatomía.

—¡Abuela! —grité, pero no contestó—. ¡Abuela! —Me detuve en el marco de la puerta al comprobar que observaba la pantalla, absorta, sin volumen. Miraba fijamente la televisión, pero desde mi posición, no era capaz de identificar lo que se reflejaba en ella. Me adentré con suavidad y solté todo aire que se había quedado incrustado en mi estómago, aliviada, al ver que solo emitía píxeles grisáceos que bailoteaban borrachos de un lado al otro del monitor. Opté por no decir nada y volver a la cocina. Necesitaba pensar.

Cambié de canal varias veces buscando algo con lo que entretenerme, sin éxito, puesto que en todos los programas se repetía la misma imagen: los restos del accidente a lo largo y ancho del Gran Cañón. No sé qué fue aquello que me impulsó, ni siquiera lo tengo claro todavía hoy, tras más de veinte años, pero algo sí. Algo me forzó a salir pitando de allí. Como si correr, con un destino incierto, fuera a esclarecer si aquellas imágenes formaban parte de mi imaginación colosal o eran parte de una realidad a la que no quería plantar cara. Por un momento, creí que me había vuelto loca de remate, que mi cerebro había dejado de funcionar en la dirección correcta con tantos pájaros en la cabeza. Esos pájaros que al parecer, según muchos, no eran cualidad popular en una señorita de bien. Y siempre me habían repetido por activa y por pasiva que eso era yo: una señorita de bien.

—¡Ally, cuidado! ¡No corras tanto! —escuché que decía mi abuela al otro lado de la pared. Trató de ponerse en pie, si bien se desplomó de nuevo en el sofá, exhausta, y yo aproveché para huir.

Seguí sin mirar atrás, apresuradamente, dejando a un lado aquel barrio de Loch Lloyd que siempre me había parecido la única realidad posible. No obstante, explorar las calles aledañas del pueblo, me hizo apostar que, el que dejaba atrás, se trataba más bien de una especie de mundo paralelo. Los hogares se volvían cada vez más diminutos y la basura se propagaba por los bordes de la acera. Los vecinos, que realizan actividades cotidianas, como barrer las hojas caídas o regar el jardín, me miraban atónitos. Al principio no entendí por qué, pero acto seguido vi que todavía llevaba puesto el pijama y caminaba completamente descalza.

No sé cómo, llegué a una campa kilométrica cubierta de hierbajos y de restos de muebles y cachivaches rotos. No se avistaba nada más que horizonte abrazando hierbajos, barro y basura. Caí al suelo sin remedio, pues mi pecho, empapado por el sudor, bajaba y subía frenéticamente, y apenas podía controlar la respiración. Hasta que me partí en mil pedazos y rompí a llorar con desazón.

Pataleé el suelo como si aquel movimiento fuera a cambiar algo, incluso los dibujos del pijama desaparecieron por la capa de barro que se fue adhiriendo poco a poco a la tela. Arranqué la hierba seca, volcando mi frustración en aquello que tenía más cerca, y me rocé las manos y los pies provocándome heridas que nunca antes había tenido. La Ally Storm de once años jamás se había hecho ni un minúsculo rasguño. Pasado un buen rato, me tumbé agotada y me quedé traspuesta debido a la fatiga, contemplando la forma en la que la sangre recorría el dorso de mi mano.

Cuando volví a abrir los ojos, la noche cubría el cielo. Ni una nube, solo un manto de estrellas brillantes. Ni un ruido más allá que el ladrido de un perro abandonado y los grillos que adoraban canturrear en Loch Lloyd cuando la luna nacía. Me llevé las manos embarradas a los párpados con la intención de limpiar mis lágrimas, esparciendo aún más la suciedad, y como si nada hubiera ocurrido horas antes, me levanté serena y caminé de vuelta a mi casa, despacio, completamente ida. Notando la brisa acariciar mi pelo y sorbiéndome mecánicamente la nariz.

Solo tenía once años, en cambio, comprendí rápidamente que mi abuela era lo único que me quedaba entonces. Por eso, en el camino de vuelta me hice una promesa: haría lo que fuera para que ella estuviera bien, y si eso significaba ocultar información, eso haría. Eso supondría que mis padres únicamente habían muerto en un lado de la realidad, en mi lado de la realidad. Para los demás, no habría ocurrido nada en absoluto.

Empujé la puerta de la calle siempre abierta y entré en el salón, sonriendo, tratando de borrar de mi cabeza aquella imagen terrible, la última imagen que tuve de ellos. De mis padres.

—Ally, hija, ¿qué te ha pasado? Estás... llena de mugre —La abuela me sonrió vagamente, con su reconfortante ternura. Me acerqué a ella y con cariño me limpió la nariz utilizando el sobrante de su vestido de flores. Le temblaba el pulso, estaba débil. En silencio, me hundí en su regazo y sin poder hacer otra cosa, lloré. Rompí la promesa que me había hecho solo unos pocos minutos antes: llorar en voz alta—. Shhh... Tranquila hija, tranquila. Venga, cuéntame lo que te ha pasado, anda. Seguro que no ha sido nada —susurró, peinando mi cabello con sus dedos.

—Nada. Eso es, abuela, nada. No me pasa nada. Me he caído y me he manchado entera. Solo eso —mentí.

Me mordí el labio y giré la cabeza para devolverle la sonrisa. Después no dije ni una palabra más. Solo dejé que mi abuela me consolara y que me meciera con sus palabras bonitas. Porque siempre eran bonitas.

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https://youtu.be/gXUHb_l-1HU

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