CAPÍTULO 4: USTED NO SE PREOCUPE, ABUELA

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Meneé la cabeza con los ojos todavía cubiertos de legañas, agitada por el sonido del camión de los helados que, durante el verano, pasaba por la carretera, siempre a la misma hora. Mis manos palparon la tela del vestido de mi abuela que aún dormía, y entonces, recordé por qué me encontraba tendida sobre su regazo. Me incorporé y para despertarla, con sigilo, pasé mi mejilla por su hombro.

—Abuela... —carraspeé, aclarándome la voz—. Voy a hacer el desayuno, ¿vale? Tómese las medicinas. —Abrí el cajón del armario y localicé el bote de pastillas empezado, incrustado entre otros paquetes precintados. No quedaban muchos. Sacudí el recipiente y vacié dos pastillas sobre la palma de su mano temblorosa. Esta abrió los ojos, asintió y seguidamente los volvió a cerrar.

Me acerqué a la cocina apretándome el estómago, que no paraba de montar follón con sus molestos rugidos. Busqué dulces en los armarios. Y tostadas, mermelada y café en los cajones. Todo, lo dispuse sobre una bandeja que cargué de nuevo hasta el salón. La abuela alcanzó una tostada que comió a diminutos bocados. Yo, sin embargo, devoré cada pastel con ansiedad. No había terminado de comer uno, cuando ya estaba a punto de masticar el siguiente. Supongo que muy dentro de mí, se había instaurado una estúpida idea, puede que no tan estúpida, de que quizá aquella podría tratarse de mi última ocasión para saborear esos dulces de categoría.

En las siguientes semanas las cosas empeoraron: la frecuencia con la que mi abuela tosía, se incrementaba proporcionalmente a la disminución de la cantidad de pastillas que quedaban en los cajones. Hasta que, simplemente, solo hubo botes vacíos. Una noche, mientras leía en mi habitación, la luz se apagó y no volvió más. Mi hogar, aquel que me había visto crecer y me había arropado, pasó de ser un espacio cálido a lucir maltratado bajo un halo de penumbra, escasamente iluminado por unas viejas velas desgastadas. Incluso el agua dejó de fluir, y por mucho que zarandease el grifo, al final solo me quedó aceptar que, a partir de entonces, el agua de mi casa provendría del arroyo de las afueras de Loch Lloyd. Lo cierto es que llega un momento en el que asumes que todo ha tocado fondo, pero sabes que no lo ha hecho cuando ocurre algo todavía peor.

***

—¿Es esta la casa de los Storm? —Abrí en cuanto escuché repicar el timbre. Cierta esperanza recorrió mis entrañas en aquel momento. Si hubiera sabido lo que vendría después, jamás hubiera asomado mi fantasiosa cabeza por el umbral de la puerta.

—Sí. Soy Ally Storm. Encantada. ¿En qué puedo ayudarles? —Frente a mí, dos hombres perfectamente envueltos y enlutados en dos trajes a medida, apretaban dos carpetas contra sus brazos.

—Siento mucho su pérdida, señorita Storm. ¿Hay alguien más con usted en la casa?

—No —respondí, limitándome a observar la escena con desconfianza.

Me hubiera gustado cerrar la puerta de un porrazo, volver atrás en el tiempo unos minutos y ser lo suficientemente inteligente para saber que nada bueno estaba por venir. Pero tenía once años y las desgracias no me habían acompañado durante mi infancia. ¿Cómo identificar algo si nunca lo has visto antes?

Mi familia lo había perdido todo en una mala inversión, y por eso, habían ido a Los Ángeles a ver al Señor Marshall. Pero yo no lo supe hasta entonces. No supe que estábamos sin blanca, y ahora, años después, gracias a la llamada del Señor Marshall, sé mucho más de lo que me gustaría saber.

Aquellos individuos entraron en casa sin dejarme articular palabra. Empujaron la puerta del hall y comenzaron a registrar cada rincón, amontonando muebles y objetos. Apuntaron datos en sus carpetas mientras asentían, sin percatarse que allí, lo único que realmente iban a encontrar era: a una pobre niña que acababa de quedarse huérfana y a una anciana enferma. «Sin percatarse» se trata, por supuesto, de un eufemismo rebuscado para «importarles una mierda».

—Señora, ¿podría levantarse? —ordenó el señor más viejo, señalando a mi abuela con cierto desdén en su voz. Era patente que la falta de medicación estaba haciendo estragos en ella, pues no fue, ni siquiera, capaz de abrir los ojos.

—¡Señora! —voceó el otro, zarandeando el sofá bruscamente.

Con este gesto, de pronto, espabilé. Por unos momentos había interpretado, y con éxito, el papel de una estatua inerte. Un puñetero maniquí sin articulaciones. Me despertó el comprobar cómo aquel hombre trataba a mi abuela. Con desprecio y superioridad. Di dos zancadas y me interpuse entre ambos, frunciendo el ceño, fulminándolo con la mirada y apretando los puños.

—Abuela, abuela... —susurré dándole unos golpecitos en la espalda.

—¿Qué ocurre, Ally? ¿Quiénes son estos hombres? —respondió ella, acomodándose en el hueco del sillón. Apenas era capaz de proyectar un débil hilo de voz.

—Son amigos míos, abuela. Se van a llevar su sofá.

—No... ¿por qué, Ally? —se revolvió nerviosa, casi como una niña pequeña que no dispone de otro recurso que lloriquear para mostrar su desacuerdo—. ¿Qué ocurre?

—Usted no se preocupe... —expliqué, queriendo apaciguar su nerviosismo—. Solo le van a traer uno mejor —improvisé—. Por eso se lo llevan. ¡Ya verá qué bien! —Coloqué su brazo contra mi espalda, e impulsé todo su pesado cuerpo para guiarla hasta el jardín trasero.

Me recosté en el bordillo de la calle, esperando a que terminaran, machacando la misma idea una y otra vez: dónde y cómo íbamos a dormir aquella noche, después de que esos dos hombres, inflexibles como una tabla de planchar, se hubieran llevado todos nuestros muebles. Sin duda, yo haría el esfuerzo de acurrucarme en la esquina de mi habitación, pues mi constitución era ligera y pequeña, y normalmente me quedaba dormida con facilidad. En cambio, la abuela se encontraba al límite. Después de varias semanas, con la ausencia de su medicación, tenía la certeza de que no sería capaz de soportar muchos más contratiempos.

Una vez vi a aquellos hombres salir, con la televisión a cuestas y la caja fuerte de mi padre entre los brazos, me escabullí. Debía darme prisa, puesto que estaba anocheciendo y no quería dejar a la abuela mucho tiempo sola en el jardín. Hice algo que nunca pensé que tendría que hacer: rebuscar entre las basuras de mis vecinos. Desgraciadamente, no encontré demasiado, tan solo algunas herramientas rotas, un par de neumáticos y una decena de maderas sueltas. Por un instante llegué a darme por vencida, hasta que advertí a lo lejos aquella campa en la que había dado a parar la noche del accidente.

El trayecto hasta la campa se trazaba borroso en mis recuerdos, pero no dejé de caminar hasta que puse un pie en ella. El sofá desvencijado no se había movido de sitio, seguía incrustado en el barro. A pocos metros, detecté un colchón algo mohoso, pero útil. Tiré de él y lo arrojé sobre el sofá. Después, empujé ambos objetos con todas mis fuerzas hasta la puerta de mi casa.

Probablemente, tardé horas en volver y cuando lo hice era de noche y estaba enteramente cubierta de sudor. Solté todo en la puerta e ignoré el tembleque de mis piernas, apresurándome a comprobar si mi abuela seguía en el jardín. Así era. Supongo que la única parte positiva de que estuviera tan enferma, es que perdía la noción del tiempo y el espacio. Ella cada vez parecía más débil y yo cada vez parecía más mayor. Crecí mucho en muy poco tiempo. No tuve otra opción.

—¡Abuela, así que está mirando las estrellas! —La trasladé a la cama, que había dispuesto en el salón y posé mis labios en su frente—. Vamos, debe dormir un poco.

Pasé casi toda la noche arreglando el sofá en el jardín. Recogí unas flores y las coloqué sobre este, justo antes de caer sobre él completamente agotada. Amanecí con el frescor de las gotas de lluvia, la primera lluvia del año, a tiempo para arrastrar el sofá al interior.

—¡Abuela! ¡Abuela! Despierte. Le han traído el sofá nuevo. ¡Abuela! —grité fingiendo, increíblemente bien, regocijo. Ella abrió los ojos muy despacio, y susurrando, me pidió que le ayudara a sentarse sobre él.

—Ally, es estupendo. ¡Qué bonito! —respondió sonriendo—. Tienes que llamar a tus amigos para darles las gracias. Ya sabes que hay que agradecer cuando alguien se porta bien contigo.

—Por supuesto, abuela. Ahora mismo. —Entré en la cocina y descolgué el teléfono invisible, que había ocupado el espacio del teléfono de madera. El que me había acompañado desde que mi memoria me permitía recordar—. ¡Gracias, chicos! —dramaticé, exagerando mis gestos—. A la abuela le ha encantado. Sí, sí... dice que es estupendo, muy bonito. Sí, cuidaré de ella. Descuiden.

Colgué el audífono inexistente y apoyé la espalda contra la pared, cabizbaja. En aquel momento fue inminente. Aquello se había convertido en mi vida: mi rostro dejó de ser el de una chica de once años, y mi nombre, Ally Storm, se fue borrando poco a poco hasta desaparecer entre el recuerdo de un pasado probable.

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https://youtu.be/mVvIfoNBY3w

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