CAPÍTULO 8: OLD BOY GUITAR

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Zumbaba aquella canción con aquel estribillo tan pegadizo. En las calles el sol estaba a punto de apagarse. Mirase donde mirase, Larry tenía de todo en su vieja tienda de variedades. Solía pasar la mano por las desconchadas guitarras y los discos usados. A veces, sujetaba alguno de los objetos que tenía amontonados y sin orden alguno a lo largo y ancho del lugar. Una vez, descubrí un aparato rarísimo que servía para que dos personas fumaran, al mismo tiempo, de la misma colilla. No sé, ¡igual desvarío!, pero alguien debe quererse mucho para permanecer atado a otra persona, sin apenas moverse, para poder aspirar humo al mismo tiempo. En otra ocasión, pude ver de cerca un tenedor eléctrico para espaguetis. No sé de dónde sacaba Larry todos aquellos cachivaches, pero el «Old Boy» era como entrar en un sitio mágico, como si hubiera atrapado momentos concretos de la vida de las personas y los tuviera apilados, esperando a que otra persona los adoptase como propios.

—¿Otra vez por aquí? —gruñó Larry sin levantar la mirada, mientras sujetaba un diminuto destornillador y apretaba las cuerdas de un pequeño reloj de oro.

—¡Qué pasa, Larry! —saludé acercándome a la sección de vinilos. Con el paso de los meses fui conociendo mejor a Charlie, y sin duda, había días en los que su tristeza se apoderaba de él. Pero poco a poco también supe aquello que le levantaba el ánimo. Aquello que nos hacía un poco más felices. A él y a mí. Y eso eran los vinilos de Elvis Presley.

—¿Buscas esto? —masculló Larry con su voz rasgada sacando un vinilo de Elvis de detrás del mostrador. Apenas sin levantar la mirada, solamente, alzando una de sus pobladas cejas de color plata.

Esperaba ese vinilo desde hacía siglos. Lo había encargado a posta para Charlie. Me había guardado una moneda de cada compra que había hecho en las últimas semanas, para poder pagarlo.

—Toma, Larry —dije soltando un puñado de monedas sobre el mostrador. Agarré el disco y tiré de él. Salí corriendo emocionada, deseando enseñárselo a Charlie. Aquella mañana se había levantado callado. Larry se quedó contando las monedas y escuché cómo gritaba al otro lado.

—¡MALDITA ALLY! ¡CON ESTO NO ES SUFICIENTEEE!

—¡TE PAGARÉ LO QUE QUEDE, LARRY! ¡TE LO PROMETO! ¡TE VEO MAÑANAAA!

No pude ver su expresión, pero me lo puedo imaginar sonriendo. Tenía debilidad por mí, y yo por él. Siempre me decía que una niña, no podía llevar ese corte de pelo, y yo le respondía que Charlie no sabía cortar el pelo de otro modo y que a mí me gustaba. También se repetía diciendo que en los domingos había que llevar vestido, y yo le respondía que con pantalones podía correr mejor para que no me pillase si mangaba algo de su tienda. «Esa es mi Ally», bromeaba siempre al final riéndose, «Di que sí, niña. Tú puedes hacer lo que te venga en gana».

El año pasó volando. Sin darme cuenta, había visto un verano más, había visto caer las hojas, y la nieve. Apenas fui consciente de lo rápido que pasaban los meses. Quizá porque era la primera vez en mucho tiempo que vivía tranquila, sabiendo que alguien me guardaba las espaldas. Que no moriría de hambre, si no conseguía robar nada, o de frío en invierno, si no conseguía calentar la casa lo suficiente. Charlie empezó a salir. No demasiado, pero al menos, aquellas marcas y el blanco de su piel de vivir encerrado en su fortaleza fueron difuminándose. Y yo, bueno... yo empecé a creer en el fondo de mi corazón que todo aquello, mi casa, cada vez más antigua, cada vez más descuidada, que la triste historia de unos padres desaparecidos, la ruina, y la miseria, pertenecían a otra vida: a la vida de otra persona.

—Mira lo que tengo —canturreé apoyando mi espalda contra el marco de la puerta. Una sola luz tenue pintaba mi cara de naranja. Un farolillo colgaba de la entrada de la puerta, y los mosquitos del anochecer revoloteaban a su alrededor.

—Los zapatos, Ally... —señaló Charlie, antes de meterse en el salón.

—Oh, sí, perdona. —Me quité los zapatos empujándolos con los pies. Había ensuciado la entrada con barro. Por un momento me encontré preocupada, pues no era la primera vez que Charlie me pedía que me quitara los zapatos antes de entrar. Valoré que quizá no era buen momento para enseñarle el vinilo, quizá había tenido un día peor que malo, hasta que lo escuché al otro lado del salón.

—¿Vienes o qué Ally? ¡Estoy deseando ver ese tesoro que me traes hoy! —vociferó él. —Corrí al salón y le mostré el vinilo.

—Señoras y señores, les presento lo nuevo nuevísimo de Elvis Presley, el rey que preside esta, nuestra casa. —Me incliné y con una reverencia le entregué a Charlie el vinilo, que dejó su cigarrillo apoyado en un cenicero, se levantó y lo colocó en el tocadiscos.

La música empezó a sonar. Me hacía gracia cómo Charlie movía instintivamente la cabeza y la pierna, dejando que su rodilla se doblase de forma que pareciera que iba a desencajarse.

—Yo también tengo algo para ti —dijo.

—¿Ah, sí?

—Sí. —Y de pronto sacó del bolsillo trasero dos entradas de cine—. Tú y yo y nuestro querido rey en la pantalla grande —planeó—. ¿Qué me dices?

—¡Qué sí! ¡Claro que sí!

—Geniaaal —dijo dejando que tirase de las entradas y las mirase como si nunca hubiera visto unas antes—. Oye Charlie, pero... —pensé en él no saliendo de casa—. ¿Tú estás seguro de que quieres ir?

—¡No sé por qué lo dices! —dijo sonriendo. No hablamos más, si Charlie se sentía seguro para salir, no iba a ser yo quien le dijese que no.

Pasamos la noche dándole vueltas al vinilo, fumando y hablando de lo mucho que nos gustaba la música. Me encantaría poder decir que todo acabó aquí, que ambos fuimos felices para siempre, o que fuimos una familia. Pero entonces no habría historia.

***

—Repámpanos —susurré para mis adentros—. Qué pasada...

Pasear por la tienda de Larry no era nada nuevo. Sin embargo, aquel día, algo captó mi atención. Como si se tratara de algo magnético. Pensé que si el amor a primera vista existía, como mis padres siempre decían, debía de ser algo parecido a eso.

El reloj del viejo edificio del ayuntamiento marcaba las seis y tres minutos. Larry llegaba tarde. Saqué un cigarrillo del bolsillo trasero de mis pantalones y lo encendí, dando vueltas de un lado al otro, sin quitar ni un minuto mi vista del escaparate. Esa vieja guitarra me devolvía la mirada, desafiante. Cubierta de esparadrapo, tratando de unir sus heridas. Quizá fue porque me sentí igual que ella, ropa, con mil parches tratando de pegar los pedazos rotos. Sentía que tenía que cogerla entre mis manos, rasgar sus cuerdas. Quizá era merecedora de intentar poner sobre ella las letras de mi cuaderno. Había perdido la noción del tiempo, encerrada en mis pensamientos, cuando vi que Larry aparecía, doblando la esquina.

—Venga tío, ¡date prisa! ¡Llegas tarde!

—¿Pero qué te pasa, niña? ¿Ahora eres mi jefa o qué? —Larry abrió la puerta de la tienda y entró—. ¿No tienes otra cosa que hacer que estar aquí todo el día?

—¿De dónde la has sacado? —interrogué, obviando todas aquellas preguntas retóricas, señalando la guitarra.

—Olvídate, Ally, no está en venta —bufó Larry mientras colocaba unas cuantas cajas detrás del mostrador, soltando quejidos al torcer la espalda.

—Anda, Larry.... —dije haciendo pucheros—. Enséñamela de cerca...

—No me pongas morritos, pesada —respondió.

—Vamooos, por favor. —Larry resopló y sin responder, echándome una ojeada, entró al escaparate. Volvió unos segundos más tarde con la guitarra en la mano. La transportó con mucho cuidado, hasta que la posó sobre un caballete suavemente.

—¡Qué pasada! —exclamé, tapándome los labios. Me acerqué a él para cogerla y él se interpuso entre la guitarra y yo—. ¡Es genial! —Larry asintió y acarició la guitarra—. Si no la vendes, ¿por qué la tienes ahí dónde todo el mundo puede verla?

—Es demasiado especial para ocultársela al mundo, ¿no crees? Las cosas especiales, Ally, hay que dejar que salgan —explicó. Reí al escuchar sus palabras. A veces, aquel viejo gruñón se ponía sentimental.

—Es muy bonita, sí, pero está rota y además hay muchas guitarras en el mundo... ¿Por qué ha de ser tan especial? —cuestioné, aun sabiendo que tenía algo único, porque a mí me había hipnotizado.

Larry giró el instrumento hacia el mostrador. Sacó dos sillas y las colocó una enfrente de la otra. Después, se sentó en una de ellas, carraspeó y me invitó a sentarme frente a él, en la que quedaba libre. Acercó su silla a la mía, y se aproximó a mí, como si fuera a contarme un secreto.

—¿Qué dirías si te dijera que esa guitarra es de alguien importante? —susurró.

—Pues que... —respondí. Instintivamente, me eché hacia atrás—. Oye Larry, ¡déjate de tonterías y dímelo ya! —Este volvió a acercar la silla, y suavizó el volumen todavía más. Nunca había escuchado a Larry hablar tan bajito.

—¿Qué dirías si te dijera que esa guitarra perteneció a Elvis?

—¿Qué Elvis? —respondí con dejadez.

—Johnson, ¡no te fastidia! —bramó Larry entonces, levantándose y dejando que la silla cayese al suelo. Después, cogió aire y volvió a bajar la voz—. ¡Presley! ¿Quién va a ser, Ally?

—¿Elvis Presley? —vociferé.

—Shhh —chistó Larry.

—¿Elvis, el del tupé? —continué imitando sus susurros—. ¿Elvis, el Elvis de Charlie? —Larry asintió una sola vez, convencido de lo que estaba diciendo—. ¿Te has vuelto majara, tío? —rompí a carcajadas entonces.

—De verdad —respondió sin patinar.

—No me lo creo —borré la sonrisa de mi cara de un plumazo. Porque sí, al final resultó ser la guitarra de Elvis.

En ese preciso instante, el destino llamó como si supiera qué tenía que hacer en ese momento exacto, cuando su magia debía intervenir. Sonó el teléfono de la trastienda, sacándonos de nuestro breve ensimismamiento.

—Perdona niña —intervino Larry—. Ahora vuelvo. —Entró en la trastienda para contestar el teléfono.

Me dejó sola unos pocos segundos. Los suficientes para encarar a aquella guitarra. La guitarra de Elvis Presley: llena de tiritas, cubriendo sus raspaduras y moratones. Aparté la mirada un momento, diciéndome a mí misma que dejara de pensar en aquello que estuviera pensando. No podía meter la pata. No en aquel momento.

Antes de saber lo que estaba haciendo, había cogido la guitarra y había salido corriendo de la tienda. Emprendí el camino hacia el prado, aquel que no había visitado desde hacía meses, aquel que pertenecía a la otra Ally.

Estaba oscuro y no se veía ni un pimiento, pero continué guiada por una fuerza desconocida. Me vi incluso desde arriba, como si mi cuerpo no fuera mío y estuviera alienado. Pensaba devolverla. «Pienso devolverla», me convencí. «Solo la has cogido prestada un momento, Ally». Quería enseñársela a Charlie, que la viera, que pudiera tocarla, y después, volvería a la tienda de Larry y se la devolvería. Larry era un buen amigo, no me juzgaría por aquello o sí.

En aquel momento no me lo pensé demasiado y seguí corriendo.

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https://youtu.be/CpKyFTYvhpU

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