CAPÍTULO 7: CHARLIE

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—¡No! ¡Por favor! ¡No me haga daño! —supliqué, pataleando, al mismo tiempo que el hombre me rodeaba con un brazo por la cintura y me transportaba levantándome en el aire. No tenía mucha fuerza, pero era mucha más de la que podía ejercer yo, que llevaba años alimentándome como el culo y que había crecido, probablemente, muchos menos centímetros de lo que hubiera tenido que crecer.

—¡Calla, hombre! —instó, mordiéndose la lengua, con la boca pequeña.

—¡No me mate por favor! Lo siento... —gemí completamente aterrorizada. Era él, el hombre que se había empeñado en pegarse a mi ventana.

—Shhh... que te van a oír.

—Eso es lo que quiero —gimoteé, mirándole incrédula—. Déjeme en paz.

—¡Shhh! —volvió a pronunciar sonoramente, escapándosele algunas gotas de saliva que cayeron sobre mis hombros.

—¿Qué quiere de mí? ¡Le he visto en mi ventana! ¡Cada día! —Protesté, pero no me moví del sitio. El hombre, sin quitarme la vista de encima, agarró una cuerda que yacía abandonada en el huerto, cubierta de barro. Con ella, sujetó mis delgadas muñecas y me ató. Después, hizo lo mismo con las piernas.

—¿Te quieres callar? —insistió. Más tarde, entró en el interior de su casa. No acertaba a ver demasiado desde el exterior, pero intuía un bonito salón: limpio, cómodo. Se parecía mucho a mi casa, cuando era un hogar.

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Quieren matarme! —El hombre salió como una bala directo hacia mí. Sujetaba un rollo de cinta aislante con la mano derecha, que me colocó sobre los labios con preocupante facilidad.

—Ahora escucha atentamente —dijo, señalándome con un dedo. Se repeinó el pelo hacia atrás, agotado, y suspiró—. No te voy a hacer nada, ¿vale? Te he puesto eso para que dejes de gritar y no llamen a la policía. —Le miré con los ojos bien abiertos, preocupada. «Genial», pensé, «que no llamen a la policía, encima». Aquello no me dejaba más tranquila.

—¡No, no por mí, idiota! ¡Por ti! La policía te busca desde hace años. Bueno, no saben que eres tú... claro. Buscan al ladrón que roba en las tiendas del pueblo, y al que de vez en cuando le da por entrar en el huerto de algún vecino, tú me entiendes —explicó, dedicándome una mirada cándida—. Me llamo Charlie —dijo, extendiendo la mano—. Ah, sí, claro, estás atada —sonrió para sí, como si aquello le hiciera muchísima gracia—. Te voy a soltar, pero deja de gritar, ¿está bien? Porque si no hoy vas a terminar durmiendo en el calabozo. Y te aseguro que por mucha mugre que haya en tu casa, es mejor que puedas dormir allí que en las cloacas de Loch Lloyd.

—Perdone, pero no le entiendo. ¿Por qué no llama la policía y acaba con esto de una vez?

—¿Fumas, chica? —Asentí sin saber por qué. Charlie me tendió un cigarrillo. Me lo coloqué entre los labios, como había visto que hacían aquellos gallitos de la parada del bus. Seguido estiró el brazo y me lo encendió con una chispa. Casi me ahogo al sentir cómo el humo entraba en mis pulmones de lleno. Por un instante, me visualicé «ahogada por tos compulsiva».

—No has fumado nunca, ¿verdad? —negué con la cabeza gacha.

—No quería ser maleducada —dije.

—Creo que ya has sido bastante maleducada entrando en mi casa, ¿no crees? —Charlie sonrió. No lo decía enfadado, sino más bien pretendiendo reconfortarme—. ¿Te apetece una taza de chocolate caliente?

No tomaba chocolate caliente desde hacía... no sé, demasiados años. Asentí con tanta efusividad que hizo que Charlie rompiera en una sonora carcajada. Se inclinó para terminar de soltar las cuerdas y las lanzó a un lado del jardín.

Observé, desde atrás, cómo entraba en casa. Era alto, muy alto y espigado, llevaba una camisa a cuadros, que le quedaba un poco holgada. Parecía un hombre de campo, aunque viviera en mi barrio. Un barrio construido para aquellas familias de la época a las que les salía el dinero por las orejas. Sin embargo, él no parecía de esos. Si lo hubiera parecido, probablemente no hubiera sentido miedo al verlo al otro lado de la ventana. Así era la Ally de antes. Por suerte, con los años, he aprendido que las apariencias engañan. Y engañan tanto, que pueden incluso arruinarte la vida.

Entré, plantando mis pasos sobre los suyos, y una vez dentro, me señaló la mesa de la cocina para que tomara asiento.

—¡Venga, vamos! ¿A qué esperas? —instó, haciendo un aspaviento, al ver que me quedaba de pie, moviendo la vista de él a la mesa, y de la mesa a él, de forma cautelosa.

Era bastante evidente que hacía tiempo que no trataba con niños. Bueno, en realidad, que no trataba con gente. Desprendía ese aire de ermitaño escondido en su cascarón, duro como el hielo. Me senté despacio, arrastrando la silla sin hacer ruido. Me di cuenta de que mis rodillas estaban sucias, y que en ellas, figuraban dos heridas cubiertas de sangre. Mis manos también estaban llenas de barro seco. Charlie me tendió una taza de chocolate caliente, y sujetó una para él entre las manos.

Charlie fue mi salvación. Creo que no habría aguantado mucho más arreglándomelas por mi cuenta. ¡Y no lo digo como un fracaso! Ya me parece un milagro haber permanecido con vida tantos años, primero cuidando de mi abuela y luego cuidando de mí misma. Hubiera sido cuestión de tiempo acabar estirando la pata o en las cloacas de Loch Lloyd, como él había bautizado a los calabozos del pueblo. Hubiera preferido la muerte.

Al día siguiente, cuando desperté, entré en la cocina, rascándome los ojos, y él ya estaba de nuevo en los fogones preparando el desayuno. Cuando se me pasó el susto de la noche anterior, Charlie me pareció un hombre normal y no tuve miedo, aunque quizá fuera porque no tenía otras opciones.

—Oye, he pensado algo... ¿por qué no te quedas aquí conmigo? —preguntó. Me quedé contemplándolo con los ojos entornados, confusa.

—Mmm, ¿para qué quieres que me quede? Sabes que tengo catorce años, ¿verdad? No esperarás nada raro... —No supe qué más decirle en ese momento. Pensé que estaba siendo estúpida, y que estaba esforzándome en ahuyentar a la única persona que se había interesado por mí en mucho tiempo.

—Si con algo raro, te refieres a cuidar del huerto de ahí atrás, pues ¡entonces sí! —respondió esbozando una sonrisa—. Mira Ally, tienes catorce años, te he visto intentando sobrevivir ahí dentro y la verdad, no tenías buena pinta. Sería como estar en tu casa pero a unos pasos. Eso sí, si quieres quedarte, tendrás que trabajar en el huerto. A mí cada vez me duele más la espalda —explicó, colocándose la mano en el esternón, doblándose hacia atrás.

—Mmm, está bien. Haremos una prueba. No quiero que me dejes quedarme por caridad. Trabajaré en el huerto esta semana, y si no te gusta, me vuelvo a mi choza. ¿Trato hecho?

—Trato hecho —aceptó él recogiendo las mangas de su camisa, sujetando la pala de madera con la boca, para estrecharme la mano.

A partir de ese día, la rutina se basó en cuidar del huerto y en escribir por las noches. Charlie siempre me ofrecía un par de cigarrillos, que me acompañaban mientras miraba a las estrellas y apuntaba en mi cuaderno pensamientos inútiles. Todos los días, yo veía a Charlie desde el marco de la puerta. Él devoraba los libros de su estantería y yo escribía, mirando mi antigua casa como un fantasma del pasado. De vez en cuando, me daba algo de calderilla para ir a comprar algunas cosas que faltaban en la casa. El primer día, vi cómo me lo daba cauteloso, mirándome con esos ojos de «confío en ti». Identifiqué alivio en él cuando vio que volvía con los recados y las vueltas exactas.

Cuando llevaba unos diez días en su casa, bajé al desván. Estaba cerrado con candado. Nunca tuve miedo de Charlie después de la primera noche, pero aquel día me invadió una estúpida idea: ¿Y si no era quien yo pensaba que era?, ¿por qué estaba ese desván cerrado con candados?

Rompí el candado de un porrazo y entré, aprovechando que Charlie dormía la siesta. Todo estaba lleno de polvo, pero no parecía haber nada más que algunas arañas muertas y suciedad. Al final había un armario, colocado con varias fotografías. La curiosidad pudo conmigo y me acerqué, y sí, Charlie no era quien yo creía que era. Pero no porque fuera un asesino en serie que escondiera cadáveres en el desván, sino porque escondía un pasado trágico.

Tiré el pitillo al suelo y alargué la mano para sujetar la fotografía más grande. En ella aparecía un joven Charlie, acompañado por una mujer guapísima, y una niña que no tendría más de seis años.

En ese instante caí en la cuenta: Charlie conoció a mis padres. Al parecer había sido nuestro vecino de toda la vida. El problema era que nunca salía de casa. Yo no supe quién vivía allí hasta la noche en la que me pilló en su jardín, con las manos en la masa. Papá y mamá tan solo me habían mencionado una tragedia que hizo que uno de nuestros vecinos se volviera loco y dejara de relacionarse con la gente. ¿Quién iba a pensar que aquel vecino era Charlie? A mí no me parecía que estuviera loco, sino muy solo y muy triste. Muy solo y muy triste. De hecho, igual que yo.


***


—¡Mira lo que he encontrado! —Charlie entró en mi habitación con un montón de vinilos entre los brazos. Los lanzó sobre mi cama y se quedó con uno en la mano. Uno de Elvis—. ¿Quieres? —dijo mostrándome un cigarro—. Voy a escucharlo si quieres venir.

—Vale —sonreí levemente—. Ve yendo, ahora voy... —Sentía ternura por Charlie, quizá demasiada.

—¿Por qué me miras así?

—¿Así, cómo? —pregunté.

—Así como raro...

—¿Te estoy mirando raro? No me había dado cuenta. —Pero quizá sí me había dado cuenta, quizá después de aquel día nunca vi a Charlie de la misma forma, quizá desde aquel día empecé a ver a Charlie como a un padre, aunque nunca se lo dije. Aunque no se pareciera en nada al mío.

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https://youtu.be/qcL_7OiRX-I

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