CAPÍTULO 6: SUPERVIVENCIA

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Supervivencia. ¿Qué otra palabra iba a acompañarme en los meses siguientes si no era «supervivencia»? Me decía: «Chica, otro día más. Hoy toca sobrevivir». Cuando una solo adivina a imaginar cómo es transitar por una situación de absoluta miseria, piensa que llegará un punto en el que se acostumbrará a la dificultad, a que cada paso sea dado cuesta arriba, pero no es cierto. No se acerca ni remotamente a la realidad.

Desenmarañando el pasado, despegando unos recuerdos de otros, algunos tan borrosos que no sé distinguir si son reales o producto de mi imaginación, y otros tan finos que parecen pertenecer al presente, siempre acabo llegando al término de que la abuela me otorgó esa capacidad de preservar la visión para atravesar nuestra vida con cierto orden.

Cargar sobre mis hombros flacuchos la responsabilidad de que ella resistiera, fue lo que me obligó a seguir comiendo sobre la mesa utilizando cuchillo y tenedor, a recoger y limpiar aquello que ensuciaba, básicamente a seguir haciendo esas acciones rutinarias que te mantienen amarrada a la humanidad. Y no me refiero a la humanidad como sociedad, sino, simplemente, a los rasgos de un humano. Pues una vez que la razón de seguir poniéndolas en práctica desaparece, todo se vuelve salvaje: absolutamente selvático. Una puñetera jungla.

La casa me exigía demasiado. En ocasiones, podía ver cómo se me venía encima: tan grande, tan llena de recuerdos, tan propensa a deteriorarse. Por eso, dejé de ir a la escuela de la señorita Dunn. Estaba muy ocupada tapando agujeros en las paredes para que no se colaran ni el calor ni el frío, o tratando de conseguir comida que pudiera almacenar y que durara lo suficiente para no tener que arriesgar el pellejo con tanta frecuencia. El pelo me había crecido tanto, que alcanzaba mi cadera. Casi siempre llevaba la cara sucia y las manos llenas de heridas, y mis zapatos tenían agujeros que conseguía remendar a duras penas, y me apretaban los tobillos, que terminaban hinchándose como morcillas.

Con regularidad, me aferraba al borde del ventanal del salón con la luz apagada para observar aquello que ocurría en el exterior. Me entretenía contemplando a los niños del barrio que jugaban en la carretera. También, contaba cuántos coches, que cada vez eran más, arrancaban por las mañanas.

Los jueves, se amontonaban en la parada del autobús, un poco más allá, un grupo de chicos pegados siempre a unas guitarras. Pasaban el tiempo fumando y riendo. Bromeando unos con otros o pegándose empujones. Solía tratar de descifrar qué edad tendría cada uno. Se mezclaban tan bien que era complicado acertar, pero estaba segura de que alguno tendría mi misma edad. Solía imitarles desde el otro lado: sus gestos, sus sonoras carcajadas... me imaginaba hablando con ellos, como si les perteneciera, como si me pertenecieran.

Algo ocurrió el atardecer del once de noviembre. Algo ciertamente desconcertante. Me había acomodado en el suelo del salón para engullir una lata de carne fría. Era la primera vez que comía algo aquel día y observaba a través de la ventana a hurtadillas cómo algunos vecinos paseaban a sus perros.

En el parador, se habían sentado un chico y una chica. Ella había colocado su pierna sobre las de él, y de vez en cuando, giraban la cabeza para cerciorarse de que ningún vecino metiera sus narizotas en el asunto, y así poder besarse con lengua. Estaba tan concentrada en la escena que no fui capaz de advertirlo antes.

Cuando levanté la vista, ya era demasiado tarde. Allí estaba: la sombra de aquel hombre, atravesándome con esa mirada fría e irritada. Mantuvo una expresión impenetrable y, por primera vez en mucho tiempo, sentí miedo. Me había visto. Intenté esconderme, si bien, era demasiado tarde. Ese hombre ya había reparado en mi presencia: rastrera y sucia, y por supuesto, non grata. Únicamente cabían en mi mente dos opciones: o que entrara a por mí o que llamara a la policía, y no sabía cuál me daba más miedo.

Al final, no pasó nada. Simplemente se fue. Durante un par de días traté de alejarme de aquel ventanal todo lo posible. Al ver que en las siguientes semanas no apareció y que tampoco la policía vino a buscarme, dejé de darle importancia al asunto, sin embargo, nunca volví a dormir igual de bien.

Después, llegó el invierno. Aquel invierno... lo recuerdo como si fuera ayer porque fue uno de los más fríos de la historia de Missouri. La nieve alcanzó aproximadamente dos metros, y la montaña de latas de comida apilada en el salón, iba menguando al mismo tiempo que el frío iba penetrando en los muros de mi casa. Era consciente de que debía encender un fuego para superar aquel invierno. No obstante, la presencia de aquel hombre. ¡Maldita sea!, todavía pensaba en él de vez en cuando.

Encender un fuego sería darle la pista. Sabría, al instante, que seguía en el interior del edificio. No encendí la llama hasta que no dejé de notar las yemas de los dedos de los pies, y no me equivoqué, cuando lo hice aquel hombre apareció de nuevo detrás del cristal. Apagué el fuego de un manotazo, pese a que ya era tarde. Desde aquel día, empezó a venir cada noche. ¡Había metido la pata hasta el fondo! «Eres tonta, Ally. Qué estúpida eres», me reprendí. El hombre, pegaba la nariz al ventanal durante unos minutos y después se marchaba. Casi llegué a acostumbrarme a su presencia, hasta que un día, de pronto, desapareció, coincidiendo con la llegada de la primavera.

Las lluvias mantuvieron la casa poco estable. Mientras arreglaba una parte de ella, la otra mitad se deshacía en pedazos. Una fisura se había abierto en el tejado, parecía que se estuviera rompiendo el alma de aquel lugar, que cada vez era más un espejismo de lo que un día fue. Una noche quebró del todo. Tristemente, mi historial había alcanzado un punto en el que nada de aquello me sorprendía. Aquella noche, sencillamente, me sentí agradecida por tener sobre mí aquel cielo al amparo de todas esas estrellas. Y lo observé a través del boquete hasta que me quedé dormida.

Si dijese que recuerdo la fecha exacta en la que todo volvió a cambiar, mentiría. Los días flotaban anodinos e insignificantes, en una nebulosa de hambre, melancolía y soledad. Me despertó una punzada de dolor en el estómago. Llevaba varios días sin comer, y lo más probable es que tuviera fiebre y estuviera delirando. Las voces de aquel grupo de chicos que se había reunido afuera para beber, me llegaban desde la lejanía como un eco. Me sentía enferma y me consolaba pensando que en el fondo, si comía algo, el dolor terminaría por disiparse.

Desde mi jardín se intuía un pequeño huerto con zanahorias en los terrenos de los vecinos. Cavé la tierra a duras penas con las manos y me colé en su casa, mientras observaba cómo las zanahorias giraban sobre sí mismas en un baile ridículo. Desenterré un par de ellas y pasé mi camiseta por la piel para quitarles el barro. Sin demora, mordisqueé una y dejé que el sabor me explotara en el paladar. Intuí cómo, de pronto, los ventanales de la casa se iluminaban. Tardé unos segundos en caer en la cuenta de que aquella luz era real, y no una alteración de mi percepción famélica. Me asusté y quise salir corriendo. Lo intenté, pero un cubo de metal se me atoró en el pie y mis siguientes pasos provocaron más ruido del que esperaba.

—¿Quién anda ahí? —La sombra de un hombre larguirucho agarraba un bate de béisbol y apuntaba a cada rincón del jardín con una linterna. Parecía un señor débil, pero su voz era profunda y rasgada, potente y firme—. ¡Te he escuchado! —apuntó, girando sobre sí mismo—. ¡Salid de dónde estéis, pequeñas ratas inmundas! ¡Si queréis venir a beber al barrio, pues vale, pero en mi casa ni hablar! ¡No, señor! ¡Salid de ahí cagando leches! —Me agazapé detrás de una zarza al mismo tiempo que mis extremidades temblaban como la gelatina—. ¡Conmigo no se juega! —amenazó.

Repentinamente, la luz de la linterna cegó mi vista. Apreté los ojos con mucha fuerza, esperando recibir un golpe. Pero el hombre se había quedado callado y me miraba detenidamente. Entonces, bajó el bate y yo abrí los ojos.

—Usted... —susurré. Este apretó mi camiseta, llena de barro, y tiró de mí hacia él con todas sus fuerzas.

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https://youtu.be/f3y8jf01UY8

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