XIII: Instrumento

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El siguiente sábado voló una brisa deliciosa, y Pablo volvió a entrenar, aunque sabía que tendrían que conversar como equipo antes de que las cosas volvieran a ser como antes.

Mientras hacían el calentamiento usual y trotaban alrededor de la cancha, Pablo empezó a notar que su cuerpo estaba pesado como nunca. No era sorprendente, pues había faltado por bastante tiempo, pero ya por la mitad del entreno supo bien que el cuerpo no perdona. La resistencia no le perdonaba haber faltado tanto tiempo, pues a la media hora ya estaba sudando como si hubiera jugado un torneo de esos que duran todo un día.

El básquet era traicionero, porque aunque había estado en su equipo desde los doce, ese desacondicionamiento estaba latente en sus extremidades, en su velocidad, en la calidad de sus pases y su capacidad de reacción. Y además, la forma en la que su piel sudada se adhería a su camisa, y el sofoque de ese coliseo cerrado le pesaba en el pecho. Qué ganas de rendirse y sentarse en un salón con aire...

Pero sabía que no podía desistir, y menos cuando ya había fijado su objetivo en mente: jugar básquet hasta que le dolieran los huesos.

El entreno progresó, y empezaron a hacer sistema de juego. En un momento, Camilo Bon lo puso de pareja de Isaac y el caleño defendió su jugada como siempre lo hacía, infiltrado y táctico. Y aunque Pablo intentó seguirle el ritmo, dudó por tres segundos, los cuales le costaron una tropezada directo hacia el piso. La rodilla de Pablo estuvo a punto de rasparse, y terminó con sus dos manos sosteniendo su cuerpo. Cualquiera que lo viera pensaría que se había caído en una lagartija mal hecha.

No alcanzó a apreciarlo bien cuando Isaac ya estaba aterrizando al piso después de saltar alto para encestar el balón.

—¿¡Te vas a dejar tumbar, Pablo?!—el grito de Camilo Bon se escuchó hasta por fuera del coliseo. Pablo por su parte se paró derecho, sin alguna expresión en su rostro y se dirigió a hacer la fila de nuevo.

No era visible, pero entre su esófago y su estómago tenía una piedra, de esas que caen por precipicios, desde lo alto, de aquellas que no alcanzas a ver hasta el final. Pero antes de que cayera, González sintió una mano firme pegándole la espalda, como un apoyo, como el abrazo de «hombres» que le enseñó su tío a los ocho. Se volteó, sin saber de quién era el tacto, y se trataba de Isaac. Pensó que no agregaría nada, pues el man era así de raro, pero sí lo hizo y sus palabras fueron un soplido.

—Vuelve a la cancha.

Una simple frase que atravesó su cuerpo como una onda magnética. Isaac no era de esas personas que regalaban mensajitos de motivación, y siempre lo que intentaba comunicar le salía de una forma asfixiantemente mandona, pero en el momento al castaño no le enojó. Fue más como un llamado al presente. 

Cuando llegó el fin del entrenamiento, Pablo sabía que tenía que hablar. Había evitado pensar en ello, porque aunque expresivo sí era, llegar con el rabo entre las patas y admitir sus errores le inquietaba a cualquiera.

Sin embargo, era peor quedarse callado, y lo sabía. Entonces decidió empezar con su entrenador. Realmente no sabía que reacción esperar de Camilo Bon, si él lo había visto crecer, lo había visto iniciando, fallando, perdiendo un partido terriblemente, sonriente y ganador también. Había visto su faceta terca, de hacía medio mes, donde parecía querer irse por completo de aquel arte que una vez los unió.

Su cabeza dio vueltas. ¿Quién pensaría que alguien tan ruidoso tenía también ruido por dentro?

Sacó su cuaderno, un hábito que le funcionaba. Era como si al escribir cualquier cosa, su estrés cambiara de dueño, le pertenecería al papel, y cuando lo releyera tendría la impresión de estar consolando la mente inquieta de un amigo, no la suya.

Nota: Tengo un sentimiento de deberle a la gente. Le debo tanto a Camilo, a mi psicóloga, a mis bros, a Alan. Me estresa que siempre me doy cuenta después de cagarla. ¿Será muy tarde ya?

Tomó un respiro. Practicar había bajado su nivel de ansiedad. Dio dos pasos al frente, no quería escuchar palabras de pesar. Camilo Bon tenía todo el derecho de regañarlo, había terminado trabado y borracho en un hospital, después de todo.

Vio una ráfaga naranja pasar por su lado. Esa amalgama brillante solo podía ser la camisa de Óscar. Cuando Pablo volteó para verlo, el moreno se estaba tomando un Gatorade a su lado, mientras las gotas de sudor caían por su cara. Óscar siempre utilizaba una camisilla naranja para entrenar, lo cual fue extraño al principio (porque literalmente todos iban de ázul, pues este era el color del uniforme). Tenían por ahí trece años cuando Rodrigó le cuestionó su color de camisa diferente al de todos, mientras todos ellos estaban sentados en un círculo.

En aquel momento llevaban poco tiempo conociéndose, y Rodrigo había hecho esa pregunta cuidadosamente, no fuera que Óscar se ofendiera y se dañara su primeriza relación de compañeros.

Pero su respuesta fue inusual en aquel entonces. El Óscar de trece años le sonrió con energía, mientras su largo cabello oscuro era movido por la brisa. Después, sus hombros se alzaron y respondió con frescura.

«Pues, Rodrigo, ¿qué podría decirte? ¡A mí se me ve mejor el naranja! »

Una respuesta que extrañó a sus compañeros de equipo. El Rodrigo de aquel entonces se sentía más o menos decepcionado, pues pensaba que tal vez Oscar tendría una razón más seria para utilizar aquella camisa.
Esperaba que le dijera algo como que se la había regalado un familiar fallecido, o que era el color que de su equipo pasado que usaba por nostalgia. Esperaba cualquier razón más importante que la estética, pero al parecer no. Se le veía mejor y ya.

Aquella fue la primera probada de las ocurrencias de Óscar, aquellas pendejadas que les alegrarían el día en los años por venir. El Oscar de el presente tenía el pelo mucho más corto, tenía huesos más largos y más experiencias, pero su sonrisa era la misma.

—Oye man, que bueno que volviste—se acercó para darle una palmada en la espalda. Aunque acababa de parecer alegre, su cara se tornó algo melancólica—quería pedirte perdón por haberte dicho todo eso aquel día. No sabía cómo te lo ibas a tomar, Alan me dijo que no estabas muy bien esos días, y yo dije eso porque todos los del equipo queríamos entenderte.

—Man, eso ya no importa—Pablo lo interrumpió sutilmente—sé que he hecho algunas cosas mal, pero quiero remediarlo.

—Yo digo que podríamos tener una reunión en mi casa—Oscar ofreció con entusiasmo—podría ser mañana y así estamos todos listos para hablar. ¿Te acuerdas de cuando nos reuníamos de niños?

Pablo asintió como respuesta, y en eso Isaac ya estaba empacando sus cosas. Justo en el momento en que se dio cuenta, Oscar le ofreció la mano a Pablo de despedida y arrancó corriendo a donde se dirigía Isaac. La voz ruidosa del moreno se escuchaba desde lejos.

—Ey brother, ¿a donde vas tan rápido?

Isaac paró en seco, con su morral en el hombro. No quería perder tiempo, pero sabía que si lo ignoraba, Oscar probablemente lo seguiría hasta su destino.

—Tengo que ir al gimnasio.

—¿Tu nunca descansas o qué?—Oscar preguntó con un gesto sorprendido, y procedió a palmearle la espalda a Isaac, lo cual tomó al caleño por sorpresa—¡mejor vamos a comernos unas empanadas!

La cara de Isaac siempre estaba neutral (como esas  personas que dicen que no les importa nada) y la curva de sus labios se mantenía en línea recta. Sin embargo, en aquel instante su expresión usual cambió por una curva hacia abajo y miraba a Oscar como si fuera un loco.

—Ya he faltado dos días al gimnasio por tu culpa.

—¡Uy ni dios quiera que se te desaparezcan los biceps! ¡Tenía que ser Isaac, el prospecto olímpico!— Oscar lanzaba sus manos al aire, tirando sarcasmos y haciendo un show—¿No puedes tomar un respiro? Acabamos de entrenar dos horas.

Oscar le mostró dos dedos de su mano, indicándole las dos horas casi en la cara. Sin embargo, Isaac le replicó como todo un estoico.

—Eso no es nada.

—¡Bueno! ¡Entonces me voy a comer empanadas yo solo!—el moreno volteó su cabeza y empezó a alejarse, caminando hacia la puerta que conducía a la famosa tienda de empanadas—¡espero sepas que me voy a comer todas las de pollo!

Isaac se paró en su puesto sin hacer nada por un santiamén. Parecía que estaba pensando en algo, o hasta considerándolo. Después tomó una decisión y apresuró su paso para seguir a Oscar y a la empanada de pollo.

—Bueno. Una empanada de pollo no suena mal.

El rostro de Oscar se iluminó, sus ojos parecían aumentados en tamaño y su sonrisa mostraba todos sus dientes. Después de saltar como celebración, los dos salieron del coliseo para irse a comer empanadas. Ese día le tocaría a Isaac faltar al gimnasio de nuevo.

Pablo fue testigo de toda esa escena, aunque lo más extraño para él fue lo que dijo Oscar de "prospecto olímpico". Sabía que Isaac se tomaba el básquet en serio, que tenía determinación y también iba al gimnasio, ¿pero querría él ser un profesional? 

Se dio cuenta que Oscar e Isaac se habían vuelto más cercanos. Era algo predecible, porque tenían ese tipo de personalidades que contrastaban y que se soportaban una a la otra. Pablo todavía no le cuadraba del todo estar cerca de Isaac tan seguido. 

A lo lejos divisó la silueta de Alan. Su cara estaba llena de gotitas de sudor. Tomaba agua de su termo como si no hubiera tenido hidratación en siglos.

—Alansito, voy a hablar con Camilo Bon—Pablo le sonrió con un sutil nerviosismo—desde aquí huelo el sermón.

—Nah, te va a ir bien—le replicó con un tono sereno—.¿Quieres que te espere? Traje el carro.

—No tienes que hacerlo—Pablo cerró sus ojos mientras negaba con la cabeza—el chófer viene por mí.

—Okey. Entonces nos vemos mañana—Alan se iba a despedir con su mano, pero Pablo lo rodeó en un abrazo y le desordenó el pelo.

—Chao, Alansito.

El pelinegro pasó la mano en su pelo por inercia y le rodó los ojos. Después salió del coliseo, dejando a Pablo solo con Camilo Bon. Todos los demás se habían marchado antes. Pablo sabía que era necesario hablar, aunque no tuvo que pronunciar palabra, pues su entrenador se le adelantó.

—¿Me vas a contar qué te pasó para que terminaras en el hospital a las tres de la mañana? ¿Y después una neumonía? ¿Y que andas fumando marihuana?

Los ojos de Pablo se ancharon con impresión. No esperaba que le tirara todo a la misma vez.

—Camilo, yo estoy arrepentido—balbuceó porque no sabía que decir, pero sí sabía que el básquet era su pasión, no podía dejar que él pensara lo contrario—hoy volví a practicar, sé que no juego lo mismo, sé que ya consiguieron alero, sé que me emputé con los del equipo y salí corriendo y sé que estás decepcionado de mí...

Estaba dejando todo a flote, y las expresiones de ambos denotaban preocupación. Pero la de Camilo Bon era una preocupación por el bienestar de aquel niño que había visto crecer. Entonces mientras Pablo seguía excusándose y mirando hacia abajo, Camilo lo acercó con el abrazo que tanto necesitaba.

Le recordó que él siempre iba a ser parte del equipo, y que estar momentáneamente como banca no era el fin del mundo. También le anunció que lo llevaría al Supérate, solo si no se rendía con los entrenamientos y si dejaba de hacerle daño a su cuerpo.

—El atleta no toca ningún instrumento, porque su instrumento es su cuerpo. Si lo llenas de porquerías y lo enfermas, ¿cómo esperas rendir en el deporte? No puedes exigirle nada si no lo cuidas.

Era verdad, era verdad, pero González igual se preguntaba si podía con esa carga solo. ¿Qué pasaría si todo se volviera a caer en su cara otra vez? ¿Qué pasaría si se encontraba a Styven en una fiesta? ¿Tendría la claridad de mente para decir que no?

¿Podía confiar Pablo en su sueño cuando sus planes parecían derrumbarse?

Sus inquietudes le generaban un remolino en el pecho. Y aunque el abrazo de Camilo Bon, las palabras de su equipo, y el amor de sus amigos marcaban la diferencia en cuanto al círculo de apoyo, ¿estaría bien utilizarlos como soporte de ahora en adelante?

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