XII: ¡Volví! ¿Hola?

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Por cada día que siguió del calendario, había una foto de Pablo con Valentina, por la insistencia de acompañarlo mientras se quedara en el hospital. Ella le tenía un organizador planeado en su teléfono, solo para sus medicinas y sus tiempos. Tener un hábito así era agregar una capa diaria a su relación, era demostrarle a él cuánto le importaba. Estaba segura que Pablo cada día también la quería un poco más.

—¡Pabliii! —ella sostenía la cuchara llena de sopa, como si tuviera que alimentar a un bebé—come sopa.

—Ughhh—Pablo negó mientras volteaba la cara—sabes que no tienes que tratarme como un niño, ¿cierto?

Se suponía que iban a sacar al joven esa misma noche, o eso era lo que las enfermeras le habían comunicado. Su pecho estaba esclareciéndose, y donde una vez hubo bruma y congestión, ahora el aire fluía con normalidad. Después de todo, ya había concluido su estancia en la clínica. Quince días representaban mucho para cualquiera, y mucho más para Pablo, que estaba entusiasmado por salir, como un animal cautivo cuando lo devuelven a la libertad.

Ella movía su dedo en la pantalla de su teléfono, pasivamente pasando TikTok, hasta que se le ocurrió comentarle a Pablo una idea que estaba surcando por su cabeza.

—La verdad yo creo que deberías dejar el básquet — Valentina se acomodó un mechón de pelo detrás de su oreja, sugiriendo su idea como si al hablar caminara en puntillas. —Pues, considera todo lo que ocurrió en primer lugar. ¿Por qué terminaste aquí en la clínica? Por el básquetbol.

—Por el básquet no fue—Pablo fue rápido en interrumpirla—terminé aquí por pendejo y por los pendejos de mi equipo. Pero no por el básquet.

Él la miró, desafiante. Cada uno representaba un argumento opuesto, era como si el cuarto se hubiera dividido en dos energías flameantes, y cada una creía estar en lo correcto. Entonces Valentina decidió responder con atrevimiento.

—Si no estuvieras en básquet, podrías enfocar tu tiempo en otras cosas. —Ella pensó que su punto podría ser válido, aunque sería más fácil encontrar un arete perdido en la playa que hacer que Pablo se olvidara de su pasión.

Pablo la miró de lado con hastío, transmitiéndole un "dejemos el tema" sin emitir un sonido. Cuando Ovalle notó ese mirar, una punzada le atacó en el estómago, pero no la hizo cambiar de parecer. En su cabeza, Pablo podía dejar el deporte y encontrar algo más que lo pusiera en línea. Tal vez el orden que tanto necesitaba estaba detrás de dejar de jugar. El baloncesto podría estar dándole una libertad al castaño para que pensara que podía hacer siempre lo que se le diera la gana.

—He jugado desde los once. No va a pasar.

El cuarto se sumió en un silencio inevitable, y Pablo solo decidió dejar el tema hasta allí. No planeaba añadir más ni ser grosero con ella, y menos cuando se había empeñado a quedarse con él allí, ya por dos horas. Le parecía un poco intensa, pero su compañía no era una molestia, especialmente considerando su estado de soledad.

Ya cuando cayó la noche, y Valentina ya se había despedido, Pablo pudo por fin escuchar las palabras que tanto anheló por quince días de su tedioso encierro.

—Pablo Gónzalez, joven que inicialmente fue internado por intoxicación gracias a la mezcla de sustancias, finalmente paciente de neumonía hospitalaria—el enfermero que no se despegaba de su tablet leía su historial como una sentencia judicial, o más bien una noticia de que lo sacaban de prisión—oficialmente ha sido dado de alta.

Pablo estaba que se levantaba la bata de enfermo. Si por él fuera, se pondría a bailar cumbia, mapalé, champeta, como el dicho de "pónganme el son que yo bailo." Una sonrisa brillante destellaba de sus dientes. Se levantó de su camilla cuando le quitaron los cables del monitor cardíaco y con dicha abrazó al enfermero, quien quedó sorprendido con su acto repentino.

—Gracias señor—su sonrisa ahora era frenética, las cejas se unían en la mitad, y parecía una mueca de alguien que quiere hacer travesuras—¡Gracias señor!

Corrió por los pasillos moviendo el aire a su paso, y era como si una brisa le acariciara el rostro, como si la libertad lo hubiera vuelto a recibir en su reino. Lo último que dijo, se lo había gritado al cielo, esperando que Dios lo escuchara. Si era sincero, la última vez que se había confesado había sido antes de su primera comunión, y no rezaba mucho, pero sucesos así se los tenía que acreditar a alguien.

Pablo había escuchado que Dios movía montañas, que si tenía fé, podía lograr hasta lo imposible. Entonces, él pensó que tendría que tener cascadas de fé, pues, ¿qué haría para relajarse ahora, si las cosas le volvían a salir mal? Se la iba a pasar difícil si quería desvincularse de su estilo de vida pasado. Tendría que olvidarse de lo que una vez fue, y todas aquellas noches de escape, las que habían tenido todo el control sobre su vida.



———

No le sorprendió llegar a su casa y encontrar todo oscuro, ese ambiente todo tétrico le recordó por qué se había metido con la marihuana en primer lugar. No podía seguir así, no podía, y bien lo sabía. Había estado leyendo algunas cosas de cómo dejar de fumar, y en Google decía que podía intentar limpiar su espacio y frecuentar lugares distintos a los que iba anteriormente, entonces eso fue lo que hizo. Sacó toda su ropa, que tenía un olor abrasivo a hierba, y toda fue hacia la lavadora, él tenía que volver a oler a colonia, o en su defecto, a Suavitel, pero por lo menos olería diferente. Acercó una camiseta hacia su nariz y con asco, alejó la cabeza en un instante.

¿En serio pensé que la gente no se daría cuenta?

En un momento se igualó a sí mismo con un mochilero, y aquello le daba mitad risa, mitad decepción, porque, ¿quién pensaría en Pablo González, el hijo de los abogados, como un mochilero? A nadie se le cruzaría por la mente.

La gente esperaba mucho de él, ¿no? Siempre le decían desde pequeño, que debía enfocarse para ser un abogado empresario, y seguir la línea familiar, pero de alguna forma igual logró cerciorarse de que ni sus padres se sintieran orgullosos de él.

Aunque, por otro lado, siempre le favorecería que, para ser considerado un mochilero, tenía que ser gringo, y González era cien por ciento sangre costeña, baby.

Se carcajeó mentalmente por su propio chiste, y para evitar el sofoque de las cuatro paredes, salió al patio. El espacio vacío estaba tan solo y tan libre, y se podían apreciar algunas estrellas dispersas en el cielo. Aunque si viviera en el centro de la ciudad, no podría ver ni una. Pablo vivía en una casa campo a las afueras, más cerca del mar que cualquiera del centro, y aquello tenía sus privilegios.

El piso estaba rocoso al tacto, la tierra y hierbas mancharon su bermuda, y acostado bajo un panorama que lo rodeaba como el coliseo Romano, se preguntaba por qué los árboles se sentían más familiares que algunas personas, y si algún día lo recibirían con música o dicha en su casa, como había visto en muchas películas. Si algún día le harían una fiesta sorpresa o si a Isolda se le ocurriría regalarle algo, darle un abrazo o pasar más tiempo con él. Sabía tanto que eran esperanzas vacías, que siempre se había aferrado a un recuerdo de cuando tenía cinco años e Isolda se preocupó por su bienestar. Ese día borroso ella lo cuidó cuando estaba enfermo de una gripa. Pero, ¿eso no lo haría cualquier madre? Y desde aquel momento esperó ver la misma expresión de sus ojos aquella tarde.
¿Había sido cariño? ¿Afecto? ¿Bondad? ¿Naturaleza humana? Esperó que sus ojos se curvaran de la misma forma, que las yemas de sus dedos sobaran su pecho, aunque únicamente fuera para echarle Vick Vaporub, que algún día le besara la frente o le cantara Sana Sanita Sana, como si eso llegara a curar todos los males.

Quien sabrá cuánto tiempo estuvo bajo la luna contemplándolo todo, consciente de que sus dudas no se resolverían. Aún así, el aire caliente lo reconfortó. También el tono del cielo, que no era negro en su totalidad, sino un tinte grisáceo y azul. El viento suave y la única luz que se distinguía de la casa eran mil veces mejores para Pablo que pasar otra noche en la clínica.

Otra duda zumbó como un mosquito en su oído.

¿Algún día podría sentirse orgulloso como tal?

Quiso recordar momentos donde se había sentido orgulloso. Medallas, primeros puestos, entrenos a las cuatro de la mañana, saltar con su equipo cuando nombraban al mejor triplero, alero, centro, base. Alegrarse por sus compañeros cuando les daban un reconocimiento.

Tendré que seguir jugando baloncesto.

Sabía que reconectar con su deporte lo haría pensar mejor. Pero, ¿pensar, pensar y pensar? Estaba dando vueltas, se había cansado de pensar ya. Él quería vivir. Vivir su vida sin mirar atrás, lo que decían las frases motivadoras, lo que decían las canciones vivaces, a eso se tendría que aferrar.

Si Pablo podía mantener su promesa, le bastaría para creer en sí mismo.

———

Levantarse en su cama le daba un alivio como ningún otro, y la había acomodado en el otro lado del cuarto. Por la noche organizó sus libros del liceo y empezó a creer que ese post de Google podría haber tenido razón. Los rayos de sol invadían su cuarto, y Pablo supo que tenía que prepararse mentalmente para comer con su madre el desayuno, o por lo menos para verla paseando por los pasillos, con sus tacones altos y su vestido de ejecutiva.

Cuando bajó las escaleras, la señora Rosemary sonrió sin dientes al verlo, y le indicó que el desayuno del día era un mote de guineo con ahogado de tomate y cebolla.

Qué delicia, qué sabor, era algo que no cambiaría por nada, los platos que preparaban las señoras de la casa.

Cuando llegó al comedor, Isolda se encontraba sentada, con una pierna sobre la otra, y portando una cara seria, como si el mal humor no se quitara ni con ocho horas de sueño. Pablo pasó por su lado sin decir nada, ya hacía rato tenían aquella costumbre de ignorar la presencia del otro.

Un saludo no molesta a nadie, pensó él y se acordó de sus pensamientos del día anterior, de cuando consideró que podría volver a ver a una madre cariñosa en Isolda, pero de una vez sacudió su cabeza, diciéndose que aquello era una ilusión de ficción. Se sentó en la mesa larga y extensa, alejado de su madre, y ella solo lo observaba comer ansiosamente el puré de guineo verde.

Ya iban a ser las siete de la mañana, y era el inicio de su jornada como directora general de la empresa. Llegar tarde sería darle un ejemplo de flojera y pasividad a sus trabajadores. Isolda sabía que no trabajaban igual sin supervisión, entonces de arranque se levantó, tomó su bolso de la mesa y antes de perderse de la vista de su hijo, reconoció su presencia.

—Llegaste.

Qué saludo tan cálido.

Pablo se carcajeó antes que se fuera, y tomó un sorbo de jugo de naranja, haciendo ruido con la boca.

—No me digas—sus cejas se alzaron y apretó los labios, usando ese típico tono sarcástico y burlón.

Cuando Pablo notó la falta de respuesta por parte de su mamá, pensó que tal vez debió reaccionar de otra forma o decir algo que iniciara el cambio en su relación, pero para González, eso le tocaba a ella.

Isolda lo observó como siempre lo hacía, como si fuera todavía un pelado inmaduro, quién no entendía cómo se comportan los "individuos honrados" , un término destacable en sus pasados sermones. Después de mirarlo con molestia solo se retiró, y a Pablo lo dejó con un extraño sentimiento de querer escuchar otras palabras salir de su boca.

Era posible que quisiera más pelea, una respuesta acalorada o un insulto, pero solo Dios lo sabía, que en el fondo él deseaba que ella se alegrara porque había vuelto su hijo.

———

Desde la ventana de su camioneta, las columnas imponentes del Liceo Mayor le dieron la misma sensación a Pablo que cuando volvía después de vacaciones, donde realmente parecía que los alumnos extrañaran pasar por los pasillos, y verse las caras entre ellos y los profesores. Aquellas paredes amarillas y los casilleros grises pasados por generaciones saludaban una bienvenida. Y aunque muchos detestaran la idea de estar en el colegio, Pablo nunca se sintió encerrado como en los conventos de las películas. Aunque sí muchas veces había visto a la biblioteca (tan llena de papel que parecía medieval) con una mala cara, eso se le quitaba cuando volteaba hacia el coliseo, el lugar donde más disfrutaba estar.

Volver al Liceo era el paquete completo. Además de la larga lista de tareas y proyectos pendientes, estaban aquellas personas que aparecían aleatoriamente y le preguntaban por qué se había ido, los innumerables chismes, los abrazos de sus amigos, y una que otra persona que no se alegraba mucho de verlo.

—Mi curso hermoso ya los extrañaba a todos—Pablo les lanzó un beso al aire cuando llegó, ganándose unas miradas de extrañeza y otras de risa. Le encantaban esas frases de cajón, aún si no se hablara con muchos. Pero no era mentira eso de que extrañaba estar en el liceo. Más que todo, lo que más quería de vuelta era aquella cotidianidad que daban las clases, sentarse todos los días con su grupo, reírse de las mismas pendejadas y comer deditos fritos en la cafetería.

—Ya volvió el payaso este—susurraban algunas chicas agrupadas en el fondo del salón.

Tuvo la oportunidad de jugar básquet en el descanso, y también de gritar ciertas frases sin sentido en frente de todo su curso. Eso era lo que le gustaba a él, hacer recocha a todo momento. Cuando volvió a escuchar el melodioso "cállate Pablo" de algunas de sus compañeras, nunca le había dado tanta alegría que alguien lo mandara a callar.

Claro, que todavía no podía cantar victoria tan alto, pues había ciertas cosas que solo notaba él sobre su cuerpo, como las manos temblorosas cuando se sentaba sin nada que hacer, y las ganas vivas y presentes de buscar el contacto de Styven, llamarlo, y no precisamente para preguntarle cómo estaba.

Aunque quisiera, a su cabeza no se le olvidaba, y era algo preocupante.

Al final de la jornada escolar, Pablo quedó con Alan para que pudieran irse juntos a la casa del último. Alan llevaba su automóvil al colegio, era su transporte para llegar al liceo y regresar a la casa.

Era un Mazda rojo, suyo cien por ciento porque su mamá se lo había regalado luego de dos años de ahorros. Pablo pudo recostar la cabeza, tranquilo en la silla de cuero del copiloto, ya que Alan siempre había sido buen conductor. Portaba cierta sutileza al manejar, y parecía que nunca llevara afán para llegar a ningún lado.

Y al lado estaba Pablo, que ya le habían puesto una multa de velocidad.

En el momento se preguntó cómo podría existir alguien tan diferente a él, y que aquello no se reflejara en la amistad que tenían. Aun si en muchas cosas eran opuestos, Alan siempre lo había soportado y habían estado juntos desde primaria. Le pareció una locura la forma en la que el tiempo transcurre, imperceptible.

Justo abrió los ojos y ya estaban llegando al conjunto de casas que más de una vez los vio correr a ellos dos, jugando al escondite, cuando todavía sus voces eran agudas y salían a mojarse en la lluvia.


———

Lo usual ocurrió cuando la madre de Alan vio a Pablo en su casa, le dio un abrazo con alegría de volver a verlo, y le ofreció café, sopa, y las arepas que había echó el día anterior. Desde la cocina su voz llegaba hasta toda la casa, y mientras hacía un café, le reclamaba que porque no había vuelto a la casa en tanto tiempo.

—Señora Renata, le digo que ahora vendré más seguido—recibió su café y mientras sorbía siguió—ah y, ¿qué piensa de volver a hacernos las pastas que nos hacía de niños?

Pablo pensó que ojalá pudiera volver a probar ese plato de pasta con pollo y champiñones tan sabroso. Pero a Alan le pareció una imprudencia que llegara a casa ajena y de una vez pidiera comida, así que le pegó un zape en el codo.

—Tú sí eres liso.

Entonces al más alto le salió una mini sonrisa y aclaró su garganta.

—Claro, si no hay problema.

La señora Renata negó con la cabeza y fue rápida en responder.

—Mi pelaito, tú sabes que esta es tu casa y puedes llegar cuando quieras. Y veré cuando compro los champiñones para hacerles su pasta. Eso es fácil de hacer.

Pablo volteó su cabeza y miró a Alan con una sonrisa exagerada y le sacó la lengua. En un instante, la señora Renata empezó a cuestionarlo sobre si había estado comiendo bien después del hospital, y cómo se sentía en su casa, hasta que Alan se paró del sofá e interrumpió a su mamá.

—Ma, no lo traje para que le hicieras un cuestionario—agarró el brazo de Pablo, instándolo a seguirlo—nos vamos para arriba.

Pablo trasteó para pararse de la silla, dejando la taza de café en esta, y cuando vio que iban a subirse, siguió a Alan con pequeños saltos rítmicos, como un perrito.

—Bueno Alan, ¡bajen si necesitan algo!

Cuando llegaron al cuarto sacaron la Play y empezaron a jugar GTA V. Cada uno con un control en sus manos, mataban jugadores hasta que las piernas le empezaron a temblar a Pablo de ansiedad y antes de dejar que su mente divagara, se acordó de algo que tenía que preguntarle a Alan.

—Alan, ¿tú crees que si vuelvo a entrenar hay posibilidad de que pueda jugar en el Supérate?

Alan dejó de mirar hacia el televisor por un instante, y mientras pensaba su respuesta, a su muñeco lo estaban matando en el juego.

—Eso lo decidirá el equipo.

—¡Alan! —Pablo soltó su control y volteó su cuerpo mirando al más bajo—me tienes que ayudar a convencerlos que me dejen entrar de nuevo. Mira que el equipo siempre hemos sido nosotros.

Intentó escucharse lo más serio posible al pedirle eso con insistencia. Alan por su lado soltó el control y lo miró fijamente.

—Eso no solo lo decido yo.

Pablo conocía cómo era, y por ello dejó de insistirle. Alan era de esas personas que no tramaban con posibilidades, ni decían lo que los demás querían escuchar. Sus palabras eran puntuales y directas. Y ya le habían dicho que podía quitarle la sonrisa a un payaso si se lo proponía.

González pisó repetidamente en el suelo sabiendo que no había atajo. Y si lo había, con el pelinegro no era.

En aquel momento, los ojos de Pablo viajaron hacia la luz que se iluminó en su teléfono, mostrándole un mensaje nuevo de Valentina que le recordaba sobre su horario de la pastilla.

—¿Qué pasó? —Alan espió la pantalla con curiosidad al escuchar la notificación.

—Nada, solo es Valentina. —Pablo sacó una pastilla amarilla de su bolso del colegio. —Me escribió para recordarme que tengo que tomarme esto.

El termo que usaba en el Liceo todavía tenía agua, y mientras pasaba la pastilla por su garganta, Alan lo miró confundido.

—¿Entonces me estás diciendo que ella sabe exactamente las horas a las que te tienes que tomar eso? —Estaba sorprendido. Pablo asintió como si fuera lo más normal del mundo. —¿Y acaso eso no te toca a ti?

—Pues se supone, yo podría hacerlo también con los recordatorios del celular—Pablo señaló su teléfono y después se encogió de hombros—pero ella se ofreció.

Alan se quedó en silencio unos segundos, se estaban formulando algunas dudas en su cabeza.

—¿Ella te gusta? —le preguntó en voz baja. No evitó el contacto visual, ya que él quería ver una respuesta genuina en aquellos ojos marrones. Sí, era una pregunta repentina, pero era inevitable hacerla.

—Man, me la dejas difícil.

Alan lo miró como si fuera anormal.

—¿Entonces no sabes?

—Es que mira, desde que estoy en el hospital se me ha acercado, y pues, ajá. La gente nos ha visto juntos en las fiestas y eso—dijo Pablo mientras masajeaba la tela de su camisa, como si no le gustara tocar el tema—digamos que hay algo por ahí.

—No parece que te guste.

Una frase que fue suficiente para dejarlos a ambos en un silencio absoluto.

Alan miraba fijamente a Pablo, y hablaba con seriedad, como una onda de sonido plana mientras Pablo esquivaba la afirmación. La incómoda escena continuó hasta que Pablo decidió aliviar la tensión del cuarto con una risa suave.

—Ey Alansito, tú siempre tan tradicional—después lo señaló con su dedo índice—no todo tiene que ser de sí o no.

Entonces se le ocurrió que podría molestarlo un rato. Pablo se tiró encima del pelinegro para empezar a pelear de juego.

Cualquiera que los viera diría que Pablo parecía un mapache abalanzándose contra una bolsa de basura con restos de comida y Alan solo respondía dando patadas e intentando apartarse de él. En esos momentos deseó haber alzado más pesas cuando iba al gimnasio, porque no podía con Pablo. Su juego parecía un arroz con mango, y no estaba claro qué era lo que hacían realmente, solo se distinguían las extensiones de piernas y brazos moviéndose en el aire, y los rulos de Alan desordenándose.

—Ya. —cuando se logró zafar, Alan agarró los antebrazos del más alto, respirando repetidamente de la conmoción.

Se miraron a los ojos y Pablo empezó a reírse ruidosamente, su carcajada estruendosa, como si hubieran contado un chiste buenísimo. Su torso se caía hacia el frente mientras sus hombros bajaban y subían. Alan se quedó un momento mirándolo y procesando su reacción, extrañado, hasta que se contagió con la risa del otro.

El sol fue el intruso perfecto, colándose por la ventana y reflejándose en sus pieles, y mientras los bañó un rayo de luz en sus caras, ellos dos se reían. En ese instante, todo era ridículo. Su mini pelea de juego, la cara del otro, los rulos despeinados de Alan, por qué se habían distanciado, la risa de Pablo que mendigaba por aire, y la risita nasal de Alan que cuando intentaba reprimirla, hacía un gesto extraño. Allí en frente del televisor que decía "Game Over" parecían un par de tontos.

Si el Pablo y el Alan de 10 años se aparecieran y los vieran, se reirían también de lo raros que eran.

No hemos cambiado en nada. Diría uno.

Creo que nunca lo haremos. Respondería el otro.

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