El cruce

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—¿Es cierto lo que dicen, Nick? Que, en algún lugar, en la profundidad del océano, hay una puerta al infierno.

Edith Devereaux tenía dieciocho años cuando se liberó de la sombra de su familia, y emprendió un viaje conmigo a través del Atlántico, hacia las colonias. Era el año de 1753, y lo que hoy son los Estados Unidos de América estaba dividido entre Inglaterra, Francia, España y una que otra tribu de nativos que todavía no se negaban a la idea de perder su tierra.

Veinticinco años antes de la revolución norteamericana, ningún otro territorio en el mundo estaba tan dispuesto a estallar, tan atado al caos como lo que sería el próximo gran imperio.

—En el océano solo existen profundidades insondables, querida. —Contesté, mientras ambos paseábamos por la cubierta en una despejada noche de verano; la respuesta pareció desilusionarla.

—Es una pena. Con razón insistes en que Lucifer carece de imaginación o propósito — se asomó al barandal de cubierta. A pesar de ser una mujer adulta, era de figura diminuta, lo que la obligaba a sostenerse de puntillas para poder apreciar la estela blanca sobre las olas negras—. Imagina lo que puede construir un gran arquitecto: una pesadilla constante donde las sombras oscurecen las aguas y los gritos se pierden entre las olas, pasar por un cedazo de sal, que filtre lo poco de bondad que queda en el alma, antes de tragarla por completo. 

—Planes y propósitos. No puedo esperar a ver la bruja que serás, lejos de todo lo que puede detenernos —dije, besando el lazo amarillo que llevaba en su cabeza. Mis demostraciones de afecto eran pocas y, en realidad, solo me acercaba a ella para incomodarla, con el fin de recordarle que, por más que declarara esa fría y feroz independencia, me necesitaba. Los años en los que se privó de mi presencia la llevaron a ser la bruja que más tardó en manifestar algún aspecto de poder—. Hablando de todo un poco, Eddie, ¿quieres reportar tu progreso?

Nuestro viaje trasatlántico tenía más de una razón.

Por un lado, la ausencia de una bruja me privó de visitar la encrucijada por años, y, en las décadas en que obligué a la madre de Eddie a sublimar sus poderes, la encrucijada pareció adquirir voluntad propia, moviéndose más y más hacia el oeste, hasta descansar sobre Nueva Orleans. Desfavorecido por Lucifer, no encontré explicación al hecho, pues el serafín, quien podía interceder ante  la Corte de Luz, optó por guardar silencio, y, por primera vez, el bar de la Escalera permaneció firme en París, por siglos. Nunca me han gustado las sorpresas, y, teniendo en mis manos resolver el misterio, no se dijo más.

La otra razón tenía que ver con el poder emergente de Eddie. Mi joven bruja tenía la capacidad de ver y controlar espíritus, y qué mejor lugar para identificar energía residual de un alma que el océano, en donde hay más cuerpos perdidos que los que reposan en todos los cementerios de la Tierra.

—Hay espíritus en todas partes. Pero huyen de mí. No me tienen confianza, porque todavía no he pisado la encrucijada. Algunos reconocen mi sangre, otros se acercan, curiosos. Los peores son los espíritus del agua. Cientos de caras y cuerpos malformados, atados a cadenas, muertos por espada... A propósito, ¿quién es Jansa? 

La mención de la deidad me produjo un mal sabor. Su venganza me alcanzó cuando menos lo esperaba, en forma de un vampiro liberado de entre sus espejos. Una vez más vi a Bissaine, con su cara de ángel y sus garras asesinas, alejarse con el cuerpo flácido de Sylvie, muriendo poco a poco entre sus brazos, y sentí la rabia, la humillación e impotencia del primer día.

—Una deidad, con un culto muerto.

—Supongo —contestó Edith —. Tiene una gran cantidad de adeptos  en el fondo del Atlántico. Es solo que, de vez en cuando, uno que otro, menciona tu nombre. Se ríen, y el eco de su risa se adelanta a nuestro viaje, como si algo, o alguien, nos estuviera esperando del otro lado del mar.

—Interesante —observé. Edith estaba a punto de decir otra cosa, pero decidió permanecer en silencio, se acercaba alguien a nuestro espacio en cubierta.

—Señor Rashard, siempre puedo contar con encontrarlos a usted y a su encantadora sobrina a altas horas, cuando el resto de los pasajeros duermen. —El capitán del barco era un hombre relativamente joven, para lo que se consideraba tener ánimo de pretender a Edith. También era algo ciego, pues nunca vi a una joven tan indiferente a los halagos, y un caballero tan insistente en ofrecerlos—. De hecho, la tripulación está comenzando a considerarlos objetos de buena suerte. Las noches han sido tranquilas, templadas, y el viento siempre a favor.

Mi bruja me miró, ignorando al joven capitán, y con un ensayo de sonrisa preguntó:

—¿Qué se siente ser un objeto, tío Nick? Pregunto, para poder saber tu opinión como hombre, porque si algo he de decir, es que a las mujeres nos fascina ser tratadas como a cosas.

En un instante sarcástico, me encontré rogando al cielo que el idiota al mando de la nave fuera más diestro con los mapas de lo que era con las damas. El hombre no acertaba una, y, sin embargo, no pasaba una noche en que no se prestara para una nueva humillación.

—No pretendí ofenderla, señorita. —El capitán fue sincero en sus disculpas.

—No existe tal cosa como una ofensa, capitán. Si alguien debe disculparse, soy yo —ambos nos sorprendimos con la docilidad de Edith. Yo supe disimularlo más que el capitán—. Tío Nick —dijo, con ojos de cervatillo—, ¿me permites un instante?

Nos alejamos del joven marino, al cual Edith pidió que esperara.

—¿Existe alguna razón para tu cambio de ánimo, Eddie? Hasta donde tengo entendido, ese hombre te ha sido indiferente. Y no me pareces de esas que se rinden ante el amor adolescente.

Su respuesta no se hizo esperar. Me tomó de la mano, señalando el mástil. Agarrado entre las cuerdas, un homúnculo casi imperceptible se movía de un lado a otro, entre sus manos llevaba lo que parecía ser un pequeño martillo y entre sus labios sostenía unos cuantos clavos. Era una figura sin rostro, vestida con un uniforme marítimo, un diminuto carpintero de navíos haciendo un trabajo que le quedaba demasiado grande.

El mundo de los espíritus es vasto, y cuando una bruja y un demonio se combinan, la hechicera tiene la capacidad de ver más allá de solo fantasmas. Edith estaba captando la presencia de un kobold marino, una deidad menor cuya función es alistar los barcos para ayudarles a sobrevivir a las tormentas. 

—Necesito ascender, y pronto. Creo que he encontrado la forma. De hecho, es como si las cartas, si alguna, estuvieran acomodadas a nuestro favor.   

—Se acerca una tormenta, y la tripulación todavía no está al tanto. Puede que se encuentre a seis o siete días de distancia —calculé, por la manera frenética en la que el pequeño espíritu se movía de un lado a otro.

—¿Se te antoja coleccionar un diminuto espíritu para tu cuarto en el infierno, tío Nick? Si tú entretienes al kobold, yo me hago cargo de lo demás.

Sonreí, con un grado de satisfacción en la complicidad que no experimentaba desde mis días con Adelaide. Me despedí de Edith, después de llevarla de vuelta a donde la esperaba el capitán.

—Jonathan Jasper —le dije al joven—, es usted un hombre de honor. Creo que es hora de retirarme. Confío en que mi sobrina quede en buenas manos.

***

Debieron haber pasado las dos de la madrugada, cuando un toque suave a la puerta me indicó el regreso de Edith. La dejé entrar a mi camerino, adjunto al suyo.

—¿La pasaste bien, querida?

—De maravilla —contestó en un tono más vacío de emoción que lo usual—. Cuando tenga tiempo, voy a abrir espacio para el romance. Pero, por ahora, debo informar, tío Nick, que el capitán Jasper me ha robado un beso. —Se sentó con un aire dramático en la silla del diminuto escritorio en la cabina, con cara de ultrajada. Sus mejillas ardían. Pocas veces vi a Eddie reír, pero nada le causaba más orgullo que su capacidad de engañar, utilizando la inocencia como arma. ¿Qué puedo añadir? Su risa era contagiosa.   

—Ni el mejor de los ladrones robaría algo que tú no tengas interés en dar, Edith Devereaux. Todavía ni siquiera asciendes, y no he visto bruja con un corazón más duro.

—¿Qué de ti, tío Nick?

—¿Escuchaste el ruido del martillo al pasar bajo el mástil? El pequeño kobold ha dejado de existir. El barco no tiene protección.

—El barco no tiene protección, y su capitán me debe, porque algo me ha robado. ¿Quieres verme ascender? Hagámoslo, con el sacrificio más grande que alguna bruja haya presentado jamás. No tengo corazón para que hagas sufrir, tío Nick. Así que, hagamos pagar a los demás. El océano está lleno de espíritus descarriados; unas cuantas almas más no harán una diferencia...  

***

Pasaron unos cuantos días, y el horizonte empezó a vestirse de gris. El capitán dejó de bajar a perseguir a Eddie, prefiriendo pasar sus momentos libres frente a sus mapas, en compañía del navegante y el contramaestre.

En los pocos instantes en que cruzamos palabras, fue para advertirnos de que se acercaba una tormenta considerable.

—Cuando llegue el momento, manténganse en sus habitaciones. Nuestras cartas originales nos llevaban a anclar en Georgia. Estamos considerando tocar puerto en la Florida española: El viaje puede extenderse.

—Quedamos en sus manos, capitán —contesté, haciéndolo sentir responsable por las únicas vidas las cuales no tenía que preocuparse por salvar.

El día en que llegó la tormenta, el barco de pasajeros, que hasta ese momento se había sentido como una segunda casa, comenzó a descubrirse como una mole de madera crujiente que trataba de mantenerse de una sola pieza ante la furia del océano.

—¿Cuándo subimos a cubierta, Rashard? —Desde la noche que confesó haberse dejado robar un beso, Edith me pidió que le prestara algo de mi ropa ligera. En poco tiempo logró ajustar uno de mis pantalones y una camisa lo suficiente como para poder vestirlas. Parecía un niño de cabina. Mi pequeña bruja era amante de prevenir, y en caso de emergencia, un par de pantalones venían mejor que la complicación de unas faldas.

—Por lo que se escucha afuera, en poco tiempo, querida. Tal vez una o dos horas. Desviar hacia Florida fue peor. Un huracán como los que no se ven en el Atlántico norte cruzó desde el golfo y nos encerró entre dos tormentas. Me pregunto, ¿qué pudo haber convencido al capitán de tomar tan malas decisiones?

Ella solo acarició sus labios.

Afuera, el vendaval comenzó a amenazar las velas del barco, y se dio la orden de bajarlas antes de que las mismas se rompieran con la furia del viento. La lluvia  inmisericorde azotaba la cubierta, y uno que otro golpe de marejada ya les había hecho perder un par de hombres.

—Tu capitán acaba de amarrarse al timón —le informé a mi bruja—. El momento de tu ascensión ha llegado. Regálame solo un par de minutos. Prometo que la espera valdrá la pena.

Salí al pasillo bajo cubierta. Los camarotes estaban sellados, pero aun a través de las paredes se escuchaban las voces de los pasajeros. Algunos lloraban, otros trataban de calmar a los más alterados entre susurros.

En momentos de terror, la imaginación humana es fértil. Solo tuve que caminar por ese pasillo, para impregnar sus mentes con la idea de olas, levantándose como montañas, arrastrándolos hasta una profunda oscuridad. Lo que antes eran gemidos y susurros, se convirtieron en gritos de pánico. Todo un cuadro de dolor, terror y sufrimiento, que ayudaría en la sesión de mi bruja, sin corazón.

Los pasos de Edith comenzaron a hacer eco tras los míos. Caminaba segura, a pesar de tener los ojos cerrados. De forma instintiva, navegaba hacia toda esa miseria, haciéndola suya, convirtiendo ese dolor prestado en la fuente de su poder.

—¡Por el amor de Dios! —gritó uno de los marinos que todavía se sostenía sobre cubierta—¡Vuelvan a sus malditas habitaciones!

Una de las astas del barco se partió, empujando al hombre al mar. El capitán volteó para vernos, Edith y yo caminábamos hacia él como si no existiera la tormenta.

—¿Qué significa esto? —Jasper observó como la brújula comenzó a girar sin destino antes de que el cristal estallara, dejándolo sin rumbo.

—Un momento para revelaciones, capitán. Debo agradecer sus atenciones para con Edith. Verá, soy un demonio y ella, una bruja. Usted, y su interés, han ofrecido a la tripulación y a los pasajeros como un sacrificio que adelantará su ascensión. La pregunta es: Jasper, además de hundirse con su barco, ¿piensa desaparecer en el vacío? Edith tiene una manera de conservar su alma. Tal vez quieras escucharla.

Mientras mi bruja cobraba la deuda de un beso robado, la costa de la Florida comenzaba a dibujarse en la distancia. El huracán nos estaba arrastrando mucho más hacia el sur de lo que se esperaba. Terminaríamos en uno de los cayos de la península.

—¡La tierra donde yace la encrucijada está cerca! ¡Puedo sentir el poder de los cuatro caminos, Rashard! Podemos cruzar.

Edith pronunció las palabras antes de posar sus labios sobre los de Jonathan Jasper. Por primera vez en años, pude poner los pies de nuevo en la encrucijada. Pero nuestra victoria fue momentánea. Una fuerza indescriptible trataba de empujarnos fuera de los cuatro caminos.

El barco cedió comenzó a ceder ante el agua, estremeciéndose. La seguridad de la encrucijada se perdió y por un instante, caímos a la oscuridad de las aguas.

—¡Visualiza la costa, Edith! O vas a hundirte con el resto de los humanos infelices. —Vi su diminuta figura asomarse entre las olas picadas, tomando una bocanada de aire—. ¡Dame la mano,  puedo desplazarnos a un lugar cercano donde haya tierra firme.

En un instante, nos encontramos a las orillas de un banco de arena. A pesar de abrazarse a sus rodillas, Edith, no pareció reaccionar ante la posibilidad de su propia muerte. Se limitó a señalar que vestir ropas ceñidas al cuerpo le ayudó a moverse con  rapidez. Desde el arenal, observamos el barco hundirse en la distancia.

—¿Qué sucedió, Rashard? Tenía entendido que la encrucijada es un lugar vacío, en donde una bruja puede crear la realidad a su antojo.

—Alguien tiene el control de los cuatro caminos. Durante el tiempo en que no tuve una bruja a mi servicio, alguien se inmiscuyó en la encrucijada. Pero no te preocupes, querida. Lo que fue mío, puede ganarse una vez más. ¿Qué hay de ti? ¿Lograste tu propósito?

—Por supuesto, Nick.

Sostuvo sus manos cerradas sobre boca y nariz, y sopló, como quien da un aliento de vida. Al separarlas y abrirlas, sostenía un ruiseñor. El pajarillo era completamente amarillo, excepto por una marca en forma de corazón cercana a su pico. El recuerdo de un beso.

—Nick Rashard, conoce a Jasper, el primero de mis aves de jaula dorada. Sé que podemos nadar hasta la orilla sin problemas, pero quiero probar lo que puede hacer por mí.

Liberó al ave, la cual alzó vuelo y al tocar la orilla de la isla cercana se transformó en un niño que comenzó a correr sin detenerse. En menos de una hora, un pescador local se hizo al mar con un bote pequeño y llegó hasta el banco de arena.

—¡Hola, muchachos! Tenéis suerte. Esta tormenta si acaso ha subido paralela a  los cayos, pero no ha entrado a tierra. De lo contrario, pasarían días antes de que pudiera alguien salir a un rescate. No sé de quién es el chiquillo que andaba acá en la playa después de la tormenta, pero me ha avisado que les vio en la distancia.

El hombre tenía un acento español, aunque ya estaba empezando a perder la cadencia europea. Le saludé en su idioma, haciéndole ver que lo hablaba con destreza. Lo último que necesitaba era que la bondad se convirtiera en sospecha, al escuchar un acento francés.

—Triste pensar que hayan sido los únicos en salvarse en ese barco de pasaje. Pero por algo llaman a esta isla, Cayo Hueso.  Es un cementerio, en donde terminan los despojos de todo lo que se pierde en ese ancho mar. Suerte, suerte tras suerte, parecen tener.

El pescador sonrió cuando un pajarito cantor se acercó a la barca y se acomodó en el hombro de Edith.

Había tenido brujas con diferentes dones, pero ninguna con familiares. Eddie se perfilaba a ser una Devereaux interesante.

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