La silla de Cassadaga

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Nunca vi peor interpretación del concepto «civilización contra barbarie» que la que se aplicó en las Américas.

No hay un solo inocente. La colonización causó estragos que hacen palidecer al infierno.

Cada enclave en Florida era una herida abierta, un atentado sin consecuencia, el comienzo de lo que sería el saqueo de continentes. Lo curioso, es que solo Eddie y yo parecíamos notarlo. Y para ser justo, no hicimos nada para afectar el resultado. Una bruja indiferente y un demonio oportunista estaban hechos para moverse en la ola de humanidad que justifica todo tipo de aberraciones, con una sonrisa.

Se dice, que nada bueno sale de Florida, pero nadie observa razones o motivos. No voy a defender a facciones particulares, porque me agrada la idea de una coalición de culpables.

Verán, esta península curiosamente fálica, se prestó para ser el trofeo entre las constantes disputas de España e Inglaterra. Unos tras otros, y a veces vecinos, los poblados de habla hispana e inglesa se levantaban, para armarse hasta los dientes, imponer la fe del momento y luego desintegrarse ante la amenaza de nativos que gustaban de humillar con flechas a los poseedores de mosquetes, reptiles que han habitado la tierra desde el tiempo de los dinosaurios, y uno que otro huracán.

Se trataba de un territorio tan salvaje, que, habitado y codiciado por todos, de alguna manera, se las arreglaba para ser tierra de nadie. 

—¿Por qué viajamos hacia el norte, Nick? La encrucijada llama desde el oeste. —A Eddie no le molestaba nuestra incursión en lo desconocido, pero su naturaleza curiosa exigía explicaciones.

—Porque lo que nos espera, puede que sea tenga ventaja sobre ti, y no puedo darme el lujo de perderte.

—Tú necesitas tiempo, Nicholas Rashard, yo necesito acción. Tengo dieciocho años, y en esta tierra, puedo considerarme una mujer entrada en años. —Sonrió, llevándose a los labios un cigarrillo de clavos de especia, el cual compartió conmigo tras una calada—. A dondequiera que me lleves, necesito sangre en suelo, violencia en el diario, sufrimiento y lucha, solo así seré todo lo que deseas. Y no solo eso, necesito fortalecer la línea de sangre. En cuanto proveas un lugar donde descansar, comenzaremos a buscar un esposo ideal, alguien que, inadvertidamente, esté tocado de magia.

Esta vez fue mi turno para sonreír. Encerrados en la cabina de nuestro carruaje, sostuve su mentón, para obligarla a mirarme. La pequeña Edith odiaba el tacto, pero nunca se negó a prestar atención a mis demostraciones de afecto, a pesar de que le recordaban que la veía como una niña.

—He tenido brujas valientes, manipuladoras, amorosas, rebeldes, pero nunca una calculadora. Eres la criatura más egoísta y al mismo tiempo más desprendida que conozco.

—Porque ninguna entendió lo que entiendo yo. Nuestro trabajo es el fruto de generaciones. No debemos temerte, amarte o pretender redimirte. Nuestro trabajo es obedecerte, y hacer de esta tierra un espacio superior al cielo, o al infierno. No será hasta entonces que podremos reinar. Y para reinar, no hace falta estar viva, sólo hace falta ser recordada. Y yo, Nick Rashard, voy a darte razones para recordarme...

Me incliné para mirarla, la tenue luz de luna parecía concentrarse en su rostro. El hilillo de humo del cigarrillo se movía alrededor de ella como un halo gris. Tenía mucho de Adelaide, nada de Sylvie, menos de la debilidad de carácter de su madre. Era la bruja que no permití que Charmaine fuera. Única, por la forma en que elegía perderse en su soledad. Por siglos, un error de juicio me había designado "el hombre de negro" y por eso, de alguna manera u otra, la sombra de Bissaine me perseguía. Ese era su título. Por otro lado, Lucifer, en sus eternos juegos, me permitió utilizar su nombre, solo para ejercer su poder sobre mí. Con ella, y a través de ella, dejaría de ser Nathanael, o incluso Rashard, e iría más allá de tomar el manto del hombre de negro.  Sería el hombre de Cassadaga.

—Sírveme, Jasper. —El sol apenas estaba saliendo, cuando Edith sacó el canario de su jaula—. Vuela, y no te detengas hasta que encuentres un lugar donde quieras morir, con la esperanza de cruzar al más allá. ¿Quién sabe? Tal vez libere tu espíritu. —Besó al pajarillo y lo dejó volar; pronto desapareció entre lo que quedaba de la niebla.

—Puedo encontrar centros de poder con los ojos cerrados —le dije—. No hay necesidad de sacrificar a tu familiar.

—Lo sé —contestó mientras bajábamos del carruaje a tomar el desayuno en una taberna de camino—. Pero tampoco quiero tenerlo como familiar, así que, voy a darle la oportunidad de morir pensando que tiene una esperanza...

***

Se sumaron dos días de camino hasta que llegamos a nuestro destino: un pedazo de tierra sin reclamar al este de la península.

—Señor —advirtió nuestro conductor—. No es un lugar seguro. No hay un pueblo o lugar para abastecerse en kilómetros de distancia. Es una locura pernoctar aquí. Si no piensa en su bienestar, hágalo por la joven.

Era un buen hombre. Y, a veces, en el plan de lo creado, los hombres buenos merecen vivir, para morir otro día.

—Hagamos un trato, amigo. El mismo requiere discreción y responsabilidad. Mañana, a esta misma hora, volverá a recogernos en este punto, a la orilla del camino. Si encontramos que ha cuidado de nuestros bienes, será recompensado. Y, ¿quién sabe? Si sobra tiempo, le contaré todo lo que hicimos.

El conductor bajó su cabeza y suspiró.

—Mañana será. Cuidado con los osos...

—Y con los hombres de buenas intenciones —añadió Edith, sin más contexto.

—¿Puedes oírlos, Nick? ¡Es grandioso! Cientos de espíritus errantes, atados a un estrecho de tierra, casi tantos como en el mar.

Con el tiempo, algún descabellado establecería un poblado en esa esquina olvidada por Dios y los hombres. No sería hasta 1894. Previo a eso, Cassadaga Florida fue solo mío. Un regalo de mi bruja, para sellar nuestro pacto en el nuevo mundo.

Existen vórtices espirituales en diferentes puntos del planeta; las colonias no eran una excepción.  Salem en Massachusetts y Gettysburg en Pennsylvania, por ejemplo, aun antes de ser herederos de su terrible historia, traían ciertas energías hacia sí. El sur de los Estados Unidos no cuenta solo con uno o dos lugares, es el equivalente de una falla sísmica en el terreno, que corre paralelo a lo que eventualmente se convertiría en la línea de Mason-Dixon, la infame colindancia entre los estados pro y anti esclavitud.

Cassadaga es un punto de convergencia, como lo es Savannah y en un mayor plano, Nueva Orleans. Pero en ese momento era tierra virgen, donde nadie había utilizado magia. Los espíritus atraídos a ese lugar no tenían idea de lo que les esperaba.

—Jasper... Jasper... —La voz de Edith era un susurro, quien la escuchara fuera de contexto pensaría que se trataba de una adolescente llamando a su amado, pero el espíritu de Jonathan Jasper, atado a la voluntad de la bruja sabía más que eso.

—Mande usted, señorita Devereaux. La voluntad de Nicholas Rashard se hará realidad a través de sus palabras. —Durante su corto servicio, el capitán había sido un pájaro, un niño y una zarigüeya. En espera de su final, parecía conforme con que Edith le permitiera conservar su apariencia original. Era un espíritu en sus últimos momentos, traslúcido, triste, con sombras oscuras que se extendían, como manchas infecciosas, en todo su ser.

—Necesito —dijo la bruja sin la mínima contemplación— que levantes la piedra que duerme bajo esta tierra. Que este sea tu último servicio.

La tierra bajo nuestros pies se estremeció, provocando que los espíritus que se encontraban en el aire, se acercaran, curiosos. Era la primera vez que veían a seres de apariencia humana ordenar a entes espirituales. Algunos quedaron fascinados, otros se preguntaban si era conveniente estar allí. Esos fueron los primeros en ser atrapados.

Hice uso de mi apariencia espiritual para traerlo a la luz, y luego, los abracé con toda la fuerza de mi naturaleza demoníaca. Edith reía como una desquiciada, mientras los espíritus cautivos se veían obligados a obedecer sus órdenes. Ya no era solo Jasper levantando piedras desde las entradas de la tierra, eran decenas de fantasmas.

—Perfecta fe y completa confianza. Rashard, dame tu mano.

Me sobresalté al escuchar las palabras de Sylvie salir de su boca, pero de alguna manera u otra entendí lo que quería. De todas mis brujas, la pequeña Eddie fue la única que logró escudriñar mis pensamientos. Sabía mi historia, cada una de mis pequeñas traiciones formadas por palabras puestas en cierto orden, para convertir mentiras en verdades, y, aun así, decidió continuar con el pacto.

—Por supuesto, querida —extendí mi mano, mientras Edith sacaba una navaja del bolsillo de sus faldas—, ¿hay algo más que desees de mí?

—¿Qué somos, Rashard? —replicó las palabras de Bissaine, mientras sus labios se estiraron en una sonrisa. Ella tenía la certeza de que mi respuesta sería contundente.

—Somos lo que somos, hasta que seamos lo que debemos ser.

En ese instante, Edith llamó el espíritu de Jonathan Jasper, y lo convirtió de nuevo en un pajarillo. Sin dejar ir de mi mano, lo sostuvo en su mano libre, mientras anunciaba que los demonios no mienten, pero las brujas no tienen por qué ser honestas. Apretó a la avecilla hasta que no le valió un esfuerzo aletear.

—Observa, Rashard, todo lo que dejamos del otro lado del mar. Todo lo que debemos olvidar, porque en esta tierra, seremos tú y yo.

Con la navaja, hizo un corte en su antebrazo, y en el mío. Una tras otra, las enormes moles de piedra comenzaron a tomar forma de entre mis memorias, cada roca, un rostro: Charmaine, Adelaide, Sylvie, y la desgraciada madre de la pequeña Edith.

—¡Esta es mi ascensión final, Nicholas! Cada una debe ser destruida por tu mano, porque, donde ellas se descubrieron engañadas, yo estoy entrando con los ojos abiertos. Todo lo que fueron reside ahora en mí, todo lo que serán, vivirá en Magnolia.

Fue la primera vez que escuché ese nombre. Magnolia hizo eco entre un mundo de vidas rotas. Siguió resonando en mis oídos cuando los escombros comenzaron a unirse para formar una silla digna de un rey.

Edith se desmayó entre mis brazos. La coloqué sobre la silla de Cassadaga.

—Caballero y elegante —dijo una voz a mi espalda—. Pensé que la dejarías caer para apresurarte a poner tu trasero en ese trono.

—Lucifer. —Me interpuse entre el serafín y la bruja.

—No tengo pensado pelear por ella —me contestó—, aunque, debo confesar que es poderosa. Logró arrancar el espíritu de Adelaide de entre mis años para exprimir su magia residual. Eso es mucho decir. Tal vez  no significa nada, excepto que estoy cansado de tus juegos.

—Entonces, declara lo que quieres hacer.

—Veamos —continuó el serafín—. Tu pequeña bruja acaba de crear un nuevo vínculo y atrajo un pedacito del infierno a la tierra —aclaró, ilustrando lo que decía con una señal de mano que envolvía su pulgar y su índice—. Que no se diga que vas a ganarme en cuestiones de tamaño. No pienses tampoco que llegue aquí porque estoy preocupado. Siempre tropiezas con la misma piedra...  —Lucifer pegó con la punta de su bota a algunos de los escombros, mis ojos se encontraron con los de Sylvie, mirándome con una expresión vacía, tallada en la roca—. El sur de esta tierra es tuyo, y como tal, me retiro de cualquier asunto que puedas traer como consecuencia. De todas maneras, sigues siendo un peón. Cualquier cosa que ganes era para el infierno. Eso sí, como acólito de la Corte de Sombras, es mi deber decirte que lo que acabas de hacer ha llamado la atención del cielo. Puede que sea hoy, mañana o en cien años, La Escalera abrirá sus puertas en esta tierra. ¡Suerte!

Desapareció, sin dejar el mínimo rastro de su presencia. 

Edith despertó con los primeros rayos de la mañana. Durante gran parte de la madrugada la acuné entre mis brazos, sentado en la silla de Cassadaga, esperando con incertidumbre para saber si la ascensión total había afectado su cordura. Durante su sueño delirante solo repetía su compromiso conmigo, haciendo de mis planes un asunto casi tangible.

Una silla para el demonio en cada uno de los territorios del sur. El surgimiento de Nick Rashard como el único y verdadero hombre de negro, con un asiento de poder en Cassadaga, y una bruja llamada Magnolia, que tendría en sus manos abrir una puerta entre el infierno y la tierra.

—¿Qué pasó, Nick? —Una vez abrió los ojos, se alejó de mis brazos, tenía urgencia de ver lo que ayudó a crear. Se paró frente a la silla, admirando la belleza del labrado, la forma en que surgía de la tierra y, como un árbol, estaba protegida por raíces que corrían por lo profundo para retoñar en todo lugar donde el caos tiene cabida.

—Te perdiste al serafín. Paso por aquí con una lista de advertencias.

—No hay más diablo que tú, Rashard. Lo demás no importa. Este es tu lugar, ahora...

—Ahora, construiré un palacio para ti. Estamos juntos en esto.

Asintió, y por primera vez, acerco su mano a la mía de manera voluntaria.  Salimos al claro del camino donde ya nos esperaba el conductor. Creé una pequeña ilusión en donde no se percibía el cansancio, el polvo en la ropa o la sangre.

—No voy ni a preguntar dónde pasaron la noche, pero tal como lo convenimos, aquí estoy, con todo lo que me entregaron a guardar.

—Gracias, buen hombre. Lo prometido es deuda —le dije, mientras ayudaba a Edith a subir al carruaje—. No solo voy a pagarle bien, voy a contarle todo lo sucedido. Es un viaje largo hasta la curva del golfo de México. 

El hombre escuchó mis palabras, y poco a poco, su paz mental se fue corrompiendo. Cuando nos dejó en el área que eventualmente se convertiría en Tallahassee, era tan rico como tan desquiciado. En su viaje de vuelta, comenzó a contar las historias, o al menos, lo que pudo recordar:

En los caminos abandonados de Florida, hay un hombre de elegante vestir y disposición amable, al menos, en un principio. Como todo buen sureño, gusta de contar historias. El peligro consiste en que las historias llevan a una silla, en un lugar abandonado, donde el hombre se revela como diablo, y allí, terminan las historias y comienzan las preguntas. ¿Dónde está, pregunta el hombre de negro? ¿Cómo puedo llegar hasta Magnolia?

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