La reina ha muerto

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Olvidemos, por un instante, el tiempo que toma describir el paso entre el siglo XVI y la mayor parte del siglo XVII. Mis detractores dirán que me niego a pasar revisión sobre esos años, por el hecho de que no encajan en mi narrativa. El mismo Lucifer, durante esas décadas, se complacía en llamarme pobre diablo...

Pero, a lo pasado, pasado. El hecho de que sobreviví es testimonio suficiente.

Los días de la segunda Devereaux fueron largos sobre la tierra. Noventa y seis años, para ser exactos.

Durante ese tiempo, me mantuvo al margen de su vida, tal y como lo prometió. Y, con premeditada acción o tal vez incomprensible suerte, evitó tener hijas.

Trajo al mundo tres varones: Lucas, Adelard y, para coronarse como la reina de las perras, el menor fue bautizado Nathan, a quien llamaban Nick, en honor a su «tío ausente», y el cual determinaron dedicaría su vida al servicio religioso.

En las pocas veces que me conjuró a la encrucijada, me recordaba que cumpliría con su parte. Mientras, las palabras pronunciadas a su favor décadas atrás, en La Escalera, me ataban a su servicio.

¿Qué hice? Contar los años como si de minutos se tratara y hacerla la bruja más poderosa de la línea Devereaux, esperando que algo de ese poder sobreviviera a la sangre aguada de Luc Leclair.

Durante su largo reinado supo convertirse en poder detrás del trono en su familia. Tras la muerte de Luc a los treinta años de matrimonio, pasó a manejar la vida de sus hijos. Incluso se comenta que Adelard, quien heredó el espíritu rebelde de su madre, terminó cediendo. Resulta que el segundo hijo no quedó conforme con la mujer que fue escogida para él y se dedicó a coleccionar amantes en los rincones de París.

¿El remedio? Su madre, quien tenía un amor especial por su nuera, comenzó a envenenarlo un poco cada día, obligándole a regresar a casa, a tomar el antídoto de manos de su esposa hasta que la idea de hacer el amor con otra le provocaba calambres estomacales.

La Corte de Luz suele decir: «Hasta un reloj roto da la hora correcta de vez en cuando». ¿Quién iba a adivinarlo? Adelaide Devereaux fue un encanto de suegra.

La noche de su muerte, aparecí a la puerta de su casa. Nadie se atrevió a cuestionar mi presencia, ni a discutir el porqué, a pesar de haberme visto por primera vez, mi rostro les era familiar. Tal vez, de forma inconsciente, reconocieron en mí las mismas facciones que velaban sobre ellos desde su infancia, entre los óleos que adornaban el pasillo de la capilla: el tío Nicholas, junto a una Adelaide tan joven como la menor de sus nietas, sentada en sus piernas.

—Nick, Nick. —No se molestó en abrir los ojos, la tenue luz de velas de la alcoba le causaba daño—. Reconocería tu perfume en cualquier lugar.

—Por supuesto. Fue tu regalo, y ha sido exclusivo para tu disfrute por casi ocho décadas. Nada que ver con que odie el olor a madera y canela. Pero, ya es hora de escoger aceites esenciales que vayan con mi personalidad. —Me acomodé junto a ella. Podía sentir las cadenas de mi promesa cayendo al suelo—. A ver, abuelita, ¿a cuál de tus nietas vas a entregar?

Adelaide sacó la mano de debajo de las sábanas para tocar mi rostro. Su caricia dejó la impresión de una mano fría, seca y arrugada en mi piel.

—¿Estás tan deseoso de deshacerte de mí? Las cosas hubiesen sido más fáciles si me amaras una fracción de lo que yo te amé, pero eso es agua bajo el puente. El asunto es, que, teniendo la seguridad de que una vez cierre los ojos, vas a olvidarme, entonces, pasaré un tiempo más contigo. Quiero vivir, aunque sea presente en tus maldiciones. La Devereaux que esperas, todavía no nace.

A pesar de que sus labios eran apenas una línea de carne pálida, pude ver el fantasma de esa sonrisa que solo presagiaba problemas.

—¿De qué hablas, maldita bruja? ¡Estás a las puertas de la muerte y todavía te empeñas en tentar mi paciencia con tus juegos de niña!

Quise arrancarle la piel en ese instante, adelantarme al estertor de muerte que convirtió su risa en una tos difícil de controlar.

Una de las mucamas entró a la habitación para encontrarme sobre el cuerpo de su ama, dispuesto a robarle su último aliento con un almohadón de plumas. La mujer, histérica, optó por gritar, pero el terror murió en su garganta.

Lucifer.

El serafín tomó su dulce tiempo en introducir dos dedos en la boca de la criada, acariciando su lengua, transformando su terror en una visión de placer que la lanzó al suelo, inconsciente. Miró el espectáculo de la cama con cara de inocente, retirando la almohada de mis manos.

—Moscas, miel, vinagre... ¿Cuántas veces voy a aconsejar la misma fórmula, Nick?

—¿Qué haces aquí? Para alguien que jura no tener interés en mi vida, apareces en todas partes. 

No disimulé mi disgusto, que ya estaba a flor de piel.

—Disfruto atormentarte, y sé lo que te molesta que utilice la visión futura para vestir mejor que tú. Además, ¿crees que no iba a presidir sobre la muerte de la bruja que burló al infierno por casi ocho décadas?

Adelaide Devereaux hizo lo que pudo para incorporarse, aprovechando el arma de mi casi delito para apoyar su espalda.

—Sabía que ibas a tratar de contender lo dicho, y por adelantarme, convoqué a la alta autoridad máxima. Pensé en llamar al ángel de tu taberna favorita, pero estoy a punto de morir, y es una falta de dignidad morir de risa.

En esos momentos recordé lo que creí, fue un instante de triunfo hace tantos años, cuando la convencí de no revertir el pacto. Dijo que me entregaría una bruja de su sangre y pidió ser la más poderosa entre las Devereaux hasta el día de su muerte. En ningún momento dijo que recibiría la bruja con su deceso. No pensaba humillarme estableciendo un caso. No lo tenía. 

—Voy a retirarme a las sombras, si no les molesta. No sea que ocurra otro intento de asesinato en lo que resta de noche. Paciencia, Nick. Lo dijiste, somos eternos. Tic. Toc. Tic. Toc...

Lucifer llevaba en la muñeca lo que en el tiempo se conocería como un reloj digital, algo incomprensible en ese instante. Lo que no me tomó tiempo entender es su obsesión con ser la sombra del relojero.

Desapareció entre el terciopelo de las cortinas, mientras la sirvienta despertaba de su sueño con el cabello revuelto y una amplia sonrisa en el rostro. Adelaide no tardó en ocuparla. 

—Ya que estás en mis aposentos, pide al valet que vaya por mi hijo Nathan. Necesito presentarle a monsieur Rashard, un pariente que ha llegado a nuestra puerta. Solo Nathan, mis otros perros pueden hacer guardia sobre mi tumba, si tanto me aman.

Crucé los brazos, considerando sus palabras. Tal vez su vida no fue tan dichosa como lo hizo ver. Los que traficamos en vicio sabemos que no hay nada de malo con el dinero, o el poder, pero una vez que el amor a la riqueza y la dependencia del poder se convierten en una constante, el panorama cambia. Como hubiese querido estar allí en las cenas de los domingos...

—¿Enviaste por mí, madre?

Si al más inocente de los niños le pidieran describir a un fracasado, tal vez no tendría las palabras suficientes, por virtud de falta de experiencia en la vida, pero, sin pena alguna, y con la diminuta dosis de crueldad que administran los pequeños, señalaría a Nathan Leclair. 

En anteriores ocasiones he dicho que la sangre de los Leclair se hizo agua con Luc. El joven creció al amparo de las nefastas operaciones de su padre, anulando su voluntad para mantener a flote a una familia que mantenía aspecto de nobleza, mientras necesitaba capital. Al menos, el idiota podía decirse que tenía una misión en la vida, un valor sacrificial que lo dignificaba en cierto sentido.

Por su parte, Nathan Leclair nació favorecido por riqueza y una posición envidiable, y, sin embargo, no era más que una imitación de caballero, vestido en ropas muy por debajo de su estación. Su madre lo separó para algún tipo de servicio religioso que se limitó al diaconado. A cambio, recibió una educación estricta y una vida de celibato que ni siquiera garantizaba una carrera.  Si su abuela, Charmaine Devereaux, no estuviera en el infierno, de seguro saltaba las verjas del cielo y se tiraba al abismo en protesta.

—Nathan Leclair, conoce a Nicholas Rashard. —Su madre pronunció sin la más mínima ceremonia—. Nick, igual que tú, para sus amigos. Pero no te confíes, no será tal para ti. 

Si Nathan hubiese tenido una vida normal, se engañaría pensando que podía ser su hijo. A pesar de que mi cuerpo mortal envejece, lo hace a un paso tan detenido que apenas si parecía estar a mediados de mis veintes. Él, por su parte, habiendo heredado los ojos claros y el cabello rubio de su padre, sumado a una complexión delicada, parecía mayor que sus treinta y nueve.

Cuando Adelaide aspiró profundo y su hijo se acercó para acomodarla mejor en la almohada, su cuerpo se tensó. Entonces entendí. Para mantener su poder en vida, debía cumplir con el pacto, pero para evitar sufrir por sus decisiones hizo un extraño de su hijo. Los sentimientos de Leclair no eran tan importantes como la dejadez de su madre, esa desconexión hacía fácil el trámite. Dejé escapar una risa por lo bajo. Después de todo, tendrían tiempo para verse en el infierno. 

—Escucha, Nathan. Rashard ha sido clave en proveer ciertos beneficios a los Devereaux, beneficios generacionales que garantizan la prosperidad de nuestra línea, pero que están atados a ciertas condiciones. No tienes por qué disimular. De mis hijos, eres el único que conoce la naturaleza de monsieur Rashard.

¿Estaba pensando exorcizarme acaso, utilizando a su hijo, el protegido por la iglesia? La situación se estaba volviendo hilarante.

—Lo sé, madre, hemos hablado sobre el tema desde que era un niño.

—¿Quieres saber hasta dónde llegó tu bruja, Rashard? —Adelaide pareció ganar algo de ánimo—. No solo he engrandecido mi vida y expandido el alcance de la corona, me ocupé de cumplir. Nathan es el hijo de mi vejez. Cuando quedé embarazada a los cuarenta y tantos, nadie pensó que la criatura sobreviviría, pero siempre he hecho lo que he deseado. ¿Pides que las brujas Devereaux sean concebidas en sufrimiento? Debo confesar que el tiempo te dio la razón, elegiste a Luc para mí y, en tu ausencia, aprendí a amarlo. Pero no me tembló la mano a la hora de sacrificarlo a favor de mi hijo. Luc pagó en sangre el precio por Nathan, su vida fue entregada para que la vida en mi vientre sobreviviera.

Mi interés aumentó, mientras que Nathan Leclair parecía recién enterarse del precio de su existencia. Derramó lágrimas silenciosas, sabiendo que no podría escapar lo que su madre pidiera, por causa de una deuda de sangre.

—Madre, por el bien de tu alma, ya no hables más.

—Debo. Tengo que explicar el propósito de tu vida. Fuiste separado para esto. Entiendo que tu obediencia fue comprada con mi frialdad. ¿A dónde irá un hijo sin el apoyo de su madre? Tus hermanos siempre fueron tus superiores en todos los aspectos, y naciste tan tarde que ni siquiera aprendieron a verte como parte de ellos.

»Este es tu momento, Nathan. La oportunidad de ser el más grande de los Leclair, convirtiéndote en un Devereaux. He dejado una disposición testamentaria a tu favor. Todo lo que tengo es tuyo. El precio es el siguiente: en la hora de mi muerte renunciarás al apellido de tu padre y llevarás el mío. Todo lo que deseaste recibir de mí en vida, te será dado, incluso una esposa. Durante el pasado año he estado enviando cartas de compromiso. Damas de todo rango estarán a tu disposición. No debes preocuparte, el dinero no compra el amor, pero hará tu vida llevadera con la mujer que escojas. 

»Y, en cuanto a Rashard, no te debes a él, excepto por una cosa: sea con tu esposa o con una concubina, a esta hora es irrelevante, debes tener una hija. La llamarás Sylvie, y durante veinte años, gozará de una protección que he dejado para ella...

—¿Qué? —Hasta ese momento, todo parecía estar yendo a mi favor y el esperpento moribundo sale con una nueva condición.

—Lo que escuchas, Nick —contestó—. Una vez La Corte de Luz me dio la oportunidad de romper el pacto. Es justo que Sylvie la tenga. ¿O es que piensas que no eres lo suficientemente encantador como para convencerla de seguirte? ¿Vas a darte por vencido tan pronto, con alguien que aún no ha sido concebida?

Nunca quise ver a alguien abandonar este mundo tanto como lo hice con ella.

—Madre, no vas a pedirme que construya una vida consultando con demonios. —Nathan pretendió tener un asomo de voluntad al inyectarse en la conversación una vez más.

—No pido nada, Nathan Devereaux. Exijo. No vas a probarme, porque nada impide que siga reinando después de la muerte, si no me obedeces...

Los ojos de Adelaide brillaron dorados, y lágrimas rojas bajaron por sus mejillas. Afuera se elevó un viento de tempestad y pequeñas piedras de granizo se aventaron contra el marco de los ventanales. Tic. Toc. Tic. Toc. El sonido apresuró los minutos y Adelaide Devereaux murió. Era el 15 de diciembre de 1678.

—Ve y anuncia la muerte de tu madre, renuncia a tu nombre y haz todo lo que ella ha dispuesto.

Esa fue la única orden que di a Nathan Devereaux. No volveríamos a cruzar palabras.

Mientras sus pasos sombríos dejaban eco en las escaleras, Lucifer reapareció. No recuerdo haberle visto más hermoso que en ese momento. La luz que le envolvía se convertía en destellos de color, desdoblándose desde las piedras preciosas que cubrían la herida en su pecho.

—¿Vas a preguntarme cómo permití que fueras burlado dos veces, Rashard? ¿Piensas reclamarme? —Mi instinto de supervivencia fue superior a mi desprecio en ese instante. Bajé los ojos y esperé que terminara de hablar—. Espero que entiendas que no pienso perdonar tus osadías. No estás en mi lista de favoritos. De hecho, fue un placer ver cómo la mejor de tus brujas se te escapó de entre las manos. Adelaide Devereaux va a ir derecho al infierno, pero su alma será mi deleite, no el tuyo. La única razón por la cual será castigada es porque La Corte de Sombras no puede ser burlada con la impunidad con la que ella lo hizo. Tú debes encargarte de que no nos siga burlando después de la muerte. Ve que la próxima, cuando caiga en tus manos, sea el prodigio que buscas. 

El rey de los infiernos desapareció. Ya no le importaban las apuestas, ni ver a Lilith de vuelta en la piel de otra bruja. Solo tenía una agenda; destruirme era prioridad, y tan entregado estaba a su plan que poco le importó lo que pasó a raíz de la muerte de Adelaide. Podría incluso pensar que fue partícipe.

Pero eso no fue lo peor que sucedió esa noche.

Los eventos que desencadenaron después de la muerte de Adelaide, provocaron mi peor desgracia.

¿Alguna vez se han entregado por completo a una adicción? ¿No? Entonces vamos a resolverlo con una imagen un poco menos controversial y dolorosa.

La adicción es la enajenación que se deriva de bailar a solas, en un cuarto oscuro.

Giras, sin siquiera percatarte del ritmo de la música, cerrando los ojos para abrirlos a un mundo que toma forma con cada paso, pero que, para sostenerse, exige que no te detengas. Llegas a incluso a imaginar la multitud de cuerpos que te acompañan, los colores, la luz que sirve de complemento a tu locura. Hasta que, una vuelta inevitable te hace entender que estás atrapado sin remedio y tu corazón comienza a latir, por razones ajenas a la euforia del baile. Mientras pensabas que bailabas solo, alguien estaba manejando tus cuerdas, llevándote de un lugar a otro, a su ritmo.

Pocas personas recuerdan cuando comenzó su adicción y la mayoría es incapaz de abandonarla a voluntad. La mía inició esa noche de invierno.

Dos generaciones de Devereaux habían pasado por mis manos: a la primera, engañé, a la segunda, moldeé a mi imagen, solo para perderla. Por la tercera, por la más débil, me dejé arrastrar por el sentimiento más cercano al amor desde...

No importa. Por ahora, lo único que deben saber es que mientras Lucifer me recordaba mis fracasos, Nathan Devereaux abandonó la casa de su madre, sin siquiera anunciar a sus hermanos su deceso. Llevaba una encomienda, se dirigió, como lo hizo una vez Adelaide, a La Escalera, para pedir la protección de los ángeles a su hija no nacida.

Lo diré hasta el cansancio, caminos misteriosos terminan siendo sinónimo de humor torcido. Jamás pensé que la bruja que nunca fue, me amaría con toda su alma, y sin querer, me arrastraría al borde de la locura...

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