Un baile de bodas

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A partir de aquella noche, mi relación con Adelaide fue tortuosa. Si existe tal cosa como enemistad de términos amigables, hicimos nuestra parte. Lo más difícil fue tratar el tema de Emilia. No el resultado, sino el proceso.

Pocas veces he sentido una mezcla de terror y culpa. Por eso me molestaba no poder quitar la imagen de Claude Bissaine de mi cabeza. ¿Estaba muerto acaso? ¿Era por eso que su espíritu pudo ser conjurado para aparecer en mis sueños? Adelaide era más atenta al detalle que lo conveniente y pensé en las consecuencias de preguntarle de forma directa, solo para descubrir que Claude solo residía en mi pensamiento. Ponerla en alerta era el equivalente a entregar en sus manos un arma.

Mientras tanto, las gestiones regulares continuaron. La joven no presentó objeción a mis decisiones y cuando un descorazonado Luc Leclair volvió a París, tras la disolución de su compromiso, Adelaide no dejó mucho en mis manos. Su belleza y personalidad encantadora llevaron al joven a prenderse de ella y, con la venia de la corte, se presentó fecha de matrimonio para la primavera de 1600.

—¿Listo para entregarme? —La servidumbre se hizo escasa cuando entré a su habitación, mientras se preparaba para la boda. Nuestra casa era una de costumbres poco ortodoxas, en la cual, si alguien pretendía mantener su puesto, no se hacían preguntas. Me encargué de terminar el ajuste de sus mangas, para luego colocar el velo, como lo hubiese hecho una madre. 

—Eres una visión —dije, mientras admiraba la perfección del diseño. Se trataba de seda cruda color lilac, combinada con encaje en tonos de suave crema.

—Gracias, Nick. Siempre galante con tus cumplidos y certero con tus amenazas. —Sus dedos acariciaron las perlas al centro de las delicadas flores del brocado—. Se dice que las perlas llaman lágrimas. No puedo esperar más, viniendo de ti.

Acomodé su velo en silencio, colocando la diadema de joyas que lo mantendría sujeto. Abracé su espalda, inclinándome sobre ella, depositando un beso en su mejilla a través de la tela.

—Extraño los días en que me llamabas tío Nick. Pero es justo. Ojos abiertos, ¿no? Con las campanas de boda, comienza la marcha hasta el día de tu muerte. No es una amenaza, es una realidad. Que tus días sean largos. Yo estaré allí, al final del camino. Recuerda, bruja, que nuestro trato es uno de no interferencia. Si viera que intentas dañarme en este tiempo, vas a rogarme que te mate, para evitar lo que traeré sobre ti, dulce Adelaide.

El cortejo de bodas fue exquisito, como todo lo favorecido por la corona. A petición de la novia, la boda se realizó en nuestra propiedad a las afueras de París. No se trata de aversión a las catedrales ni nada tan prosaico. De una manera u otra, el acto se convirtió en la firma de nuestra tregua. Años atrás, los terrenos que ahora pertenecían a Adelaide, fueron ocupados por un orfanato entre cuyas paredes fue concebida. Se convirtió en la ilustración del punto más bajo y más alto de su vida hasta ese momento. Donde su madre fue la víctima de un hombre, ella juró utilizar a otro para construir su destino y yo me comprometía a ver por ella, sin interferir más allá de lo que le tocaba a un pariente común.

El día fue apropiado, por no utilizar otras palabras. El paso de la novia fue cubierto de pétalos de rosas y cientos de flores aromáticas adornaban el altar de madera construido para la ceremonia. Adelaide se desposó bajo el viejo olmo, donde una vez su madre se escondió del mundo.

Al caminar hacia el área de la recepción, vi a la joven que atendía la recámara de Emilia de Fournier. La mucama se encontraba entre otros tantos sirvientes, esperando el momento en que los invitados se colocaran en los espacios designados y la orquesta comenzara a tocar. No era hasta entonces que la servidumbre osaba aparecer en momentos breves, lejos de los ojos de los otros señores.

Monsieur Rashard. —Se vio obligada a saludarme cuando me crucé frente a ella. Me estaba cansando su mirada insistente.

—Buenas tardes. Me alegra ver que la vida haya recompensado tu discreción y ahora seas dama de compañía en lugar de mucama de recámara. Solo puedo imaginar el daño que hace a tu virtud, ver a plena luz del día a la gente que solías saludar en los pasillos.

—Ya nadie visita la casa, señor. No desde que Madame Emilia... ¿La ha visto? Es la razón por la que el amo me permite viajar con ella.

Señaló hacia la parte posterior del patio donde tuvo lugar la ceremonia. Emilia estaba sentada en una silla bajo un dosel. La dama de compañía tenía instrucciones de mantenerse junto a ella, una vez que los invitados, incluyendo a Fournier, fueran a tomar parte del festejo.

—Emilia. —Asentí, mientras caminaba hacia ella.

Su rostro carente de rubor, se perdía entre el suave rubio de su cabello. El vestido amarillo pálido la hacía ver enfermiza. Lo único que resaltaba la atención en su atuendo era una delicada cadena plateada atada a su cintura. Por lo general, estas prendas contaban con un colgante perfumado, en su caso, fueron reemplazados por tres diminutos espejos de mano, los cuales acomodaba abiertos en forma de abanico, una y otra vez. Tuve que llamarla un par de veces para atraer su atención.  

—Debí haberle explicado con anterioridad, señor. —La muchacha levantó la barbilla de la mujer, girando su cabeza, para que hiciera contacto visual—. Un día la señora despertó, y ya no era la misma. En un principio pensamos que estaba confundida y falta de descanso. Con el tiempo descubrimos que parece haber vuelto a su niñez. Los espejos ayudan. En sus mejores memorias, se encuentran los días en que su padre la llevaba al distrito de los plateros, a hacerse de pequeñas prendas.

—¡Sé quién eres! —Algo en Emilia pareció conectar, pero dudo que en realidad me recordara. Su sonrisa era demasiado inocente, sus ojos reflejaban un grado de curiosidad que no se le debe a los amantes—.¡Eres un ángel! Puedo ver los ojos detrás de tus ojos. Quizás eres un demonio. —Su voz se proyectó amedrentada. Bajó la vista mientras sus manos jugaban con los espejos atados a su cintura—. O tal vez, solo por hoy, no eres nada. Mi madrastra me acaba de decir que no seré nada hasta que mi padre me encuentre uso. Pero no es tan malo. ¿Quieres jugar conmigo, Nicholas?

—¡No puedo creer que recuerde su nombre, monsieur! Guardaba en secreto la esperanza de este pequeño milagro, pero entenderá que no podía pedirle al señor Fournier que arreglara una cita en su casa.

Nunca aprendí el nombre de la maldita criada, pero admiré su lealtad en ese instante.

  —No sabía su nombre hasta justo ahora. —Emilia se apresuró a corregir, mientras levantaba una de sus baratijas plateadas—. Es cuestión de prestar atención al hombre que vive entre la plata y el espejo. ¿Puedes verlo, Nicholas? Puedes verlo, tan claro como lo viste en al pie del olmo aquella noche.

En esos momentos quise hacer un par de cosas: quebrar el cuello de Emilia y librarla de su miseria y arrancar esos espejos de sus manos. Opté por quebrar los pequeños espejos entre mis dedos, hasta sangrar. Emilia comenzó a llorar desesperada y la dama de compañía se acercó a consolarla.

—Espera acá afuera y empaca las cosas de tu señora. Me encargaré de que Fournier atienda a su esposa como es debido, retirándose a su casa.

Al entrar al banquete nupcial, Adelaide estaba sentada al centro de la mesa junto a su esposo, se veía concentrada en lo que sucedía, atendiendo tanto la conversación con Luc, como los halagos recibidos por las damas de la corte.

—Tú, y yo —le dije, agarrándola por el brazo durante la cena—. Arriba, ahora.

—¿Puedo ayudar en algo, Rashard? —El galante esposo se aprestó a contestar por su mujer.

—En nada que yo no haya podido solucionar en los últimos dieciocho años, Leclair. Necesito hablar con mi ahijada. Recomiendo que veas sobre tu padre. Ha armado un juego de dados, junto a otros llamados caballeros. Corre antes de que la dote que puse en sus manos se vaya de una tirada.

Sin duda, supe escogerlo. Era el retrato de un pusilánime, una nota al calce en una familia en las que las mujeres estaban destinadas a marcar el rumbo.

***

—¡No puedo creer que hayas manchado la manga de mi traje con sangre! —Adelaide me reclamó. En mi apuro, olvidé sanar la herida que me provocaron los espejos de Emilia.

—Acostúmbrate a la tela manchada. Esta noche pruebas tu valor dejando sangre en las sábanas.

—Eres un cerdo, sin lugar a dudas, pero no creo que me trajiste aquí para explicar mis deberes de esposa.

Desde que me declaró la guerra, esos momentos en los que la sacaba de sus casillas con solo una frase eran pequeñas, pero preciadas victorias. Iba a extrañar tenerla bajo mi techo.

—Emilia de Fournier y su esposo han sido invitados. ¿Fuiste tú?

—Por supuesto, Nick. A pesar de la desgracia de Emilia, quien ahora vive sus días como si fuera una niña, no podemos olvidar que fue ella quien me introdujo a la corte y me puso en gracia con la reina Margaret. Reina, que en estos momentos debe estar preguntándose por qué los novios no le rinden pleitesía. Este es tu teatro, ¿me permites interpretar mi papel?

Tomé su cara entre mis manos, forzándola a acercarse, hasta que su aliento entrecortado me dio la satisfacción de saber que todavía existían aspectos de mí que podían perturbarla. Sus ojos castaños no mostraban el mínimo destello en verde. En ese momento no era más que lo que se esperaba. Una novia, concentrada en sus nupcias, preocupada por el porvenir. ¿Feliz? Tal vez.

No pude registrar trazo alguno de magia en su presencia. De haber sido ella quien manejó la mente de Emilia para traer ante mí el recuerdo de Bissaine, de seguro se mostraría pálida y debilitada. La distancia entre ambas era suficiente como para hacer a la mejor de las brujas perder algo de ánimo. En ese instante quedé convencido de que Adelaide Devereaux no sabía quién era Claude Bissaine, pero que nuestra más reciente escapada a la encrucijada le abrió una puerta al vampiro.

—Debemos cruzar a la encrucijada, ahora.

—¿Estás demente, Rashard? El tiempo que hemos pasado aquí es suficiente para generar preguntas.

En la planta baja, la orquesta comenzó a tocar la pieza favorita de la reina. Maldije mi suerte, atada a ritos mortales.

—Vamos, tu esposo espera.

Y en efecto, allí estaba Luc Leclair, al pie de la escalera, con una sonrisa complaciente y su mano extendida.

Para los presentes, no fue más que un momento de tantos: el orgulloso padrino entregando a la novia por última vez. Mientras Adelaide bailaba con su esposo y yo cumplía con la madre de Leclair, cada superficie con un reflejo se transformó en parte de mis pesadillas.

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