Siglo tras siglo

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De seguro no les interesa que les resuma la historia del mundo.

De todas maneras, la historia es relativa, y desde que los seres humanos desarrollaron la capacidad de la narrativa, ha sido editada por aquellos cuyos intereses se alinean con los vencedores. No van a creer las cosas que he escuchado, siglo tras siglo. Los asuntos que hacen palidecer a los mejores planes del infierno pasan como grandes avances, mientras que las acciones más nobles son vilipendiadas, con tal de justificar posición, poder y alcance.

Tampoco pienso dar veracidad a sus sospechas teológicas. ¿Hubo en realidad un diluvio, un pueblo elegido, la promesa de un mesías? Si les interesan estas preguntas, están leyendo el libro equivocado. Pese a esto, el advenimiento de la religión me garantizó un mundo de ventaja. Una diferencia de opinión aquí, una mala interpretación allá, y se garantiza un baño de sangre.

Riesgos medidos, experimentación, inquisiciones y holocaustos, cada uno de esos recursos estuvo en mis manos, y los utilicé, como ceremonia de purificación. Una tras otra, acabé con innumerables líneas de sangre, con brujas que no cumplirían su propósito.

Tuve cientos de nombres, igual cantidad de oficios. Por un instante sentí que perdía terreno, pero nunca me di por vencido. Encontré enemigos inesperados en dioses menores, razas nocturnas, ángeles y otros demonios. Gané y perdí, pero, ante todo, continué en el juego. El verano de 1572 fue perfecto para cambiar todas mis fichas por un pago al esfuerzo...

***

Francia, agosto del 1572.

Bonjour, monsieur Étienne. —Algo en la voz del párroco me recordó al insulso de Sachael, tal vez la necesidad de validación. Puede haber continuado mi camino, pero no hay nada más satisfactorio que verle la cara a un villano que piensa que es el héroe de la historia. Vaya si tenía planes para el párroco.

Bonjour, Padre Perrault. Sin duda es una hermosa mañana en París. Perfecta para una boda, si se me permite observar.

Fue una delicia ver el momento exacto en que su máscara de benignidad cayó al suelo, para mostrar cuán pequeños e intolerantes pueden ser los hombres.

—¡Por el amor del cielo, monsieur Étienne! Mire que esa boda que usted menciona es el fruto de la apostasía. La princesa Marguerite acaba de casarse con el rey de Navarre, un desquiciado protestante. Su humor lo va a llevar a las puertas del infierno.

Me entraron las ganas de reír a carcajadas, pero contuve la inclinación tosiendo.

—¿Qué hay de malo, padre, que se efectúe una boda de protestantes en París? La ciudad parece conspirar con los novios. El sol no puede brillar más y las nubes no se molestan en pensar en lluvia.

—Precisamente, eso, monsieur. ¡Se trata de París, estamos en medio de una guerra ideológica y la ciudad es el corazón latente de Francia! Una vez perdamos París, perderemos el país completo, no seremos mejor que los ingleses o germanos, ¡un puñado de herejes! Además, se dice que a los calvinistas se les da un día y exigen un mes. Esta mañana se han arrestado a varios líderes de esa mal habida secta que aseguran que secretamente el rey ha asesinado al admiral Coligny, simpatizante de sus causas detractoras.

Si sus palabras fueran alentadas por la genuina preocupación, sería simplemente un ignorante, pero algo en la cadencia de su voz hablaba de odio. Un sentimiento que me es familiar en extremo.

No puedo presumir de chef, pero, extendiendo mi visión a lo que la infame generación alfa entiende como genialidad, fue mi mejor momento. Cocine.

Alimentar la animosidad religiosa no es muy difícil. La humanidad sentó las bases durante la llamada Edad Media. Varias generaciones después, el clero estaba en lo alto de su poder. Cuando aquellos llamados exploradores se hicieron al mar para mojar las páginas de su libro sagrado en sangre en aras del descubrimiento, la iglesia católica era la reina indiscutible de Europa y los monarcas europeos se morían por cortejarla.

El rey de Francia no era la excepción. En la competencia del Gran Hermano del Vaticano, Inglaterra y Alemania se sacaron a patadas por propio gusto, regalando una ventaja. Solo restaba derrocar a España. Nada que argumentar. Los franceses alegaban cargar el estandarte de la moral. Los españoles solo decían tener más puntos ganados en el cielo por el hecho de que no tenían colonias, ¡solo virreinatos!

—¿Cree que los hugonotes sean tan problemáticos como indican? —El padre me miró como si, de repente, el cielo le hubiese concedido discernimiento suficiente como para percibirme como un demonio, lo que me encontró de mejor humor. Ah, el cielo, contando con que facciones religiosas se resolvieran de forma pacífica después de siglos de sangre y muerte...

—Son lo peor, y deben ser erradicados, monsieur.

—¿Cuánto daría por ver semejante triunfo, padre?

—Lo que se requiera.

¿Saben qué es curioso sobre los pactos? No deben ser formales, y aunque bien es cierto que los demonios estamos obligados a cumplir, no se nos exige hacerle saber a los envueltos que vamos a tomar medidas a su favor. Estreché mi mano para tomar la suya y no costó más que un simple apretón.

¿Cómo se desata una masacre? Sin la menor complicación. Solo se debe estar en el lugar y el momento preciso. La masacre de San Bartolomé no fue la excepción. Para comenzar, agosto es el peor de los meses, cuando aquellos que han sufrido tres meses de verano se encuentran con el carácter volátil. Y, además, hablamos de París, donde todo es cuestionable, excepto la integridad de las baguettes. ¿Me creerían que la muerte de diez mil personas fue provocada por una simple observación sobre el pan? Sigue siendo mi versión, es la única que conocerán.

—¿Ha visto usted semejante cosa? —comenté al panadero, justo cuando su establecimiento comenzaba a desbordar de clientes—. Estos malditos calvinistas no se detienen ante nada. El rey ordenó la ejecución de su líder hace apenas un par de días. Cualquier protestante con uso de razón debió abandonar la ciudad, pero todavía siguen aquí, exigiendo justicia para sus herejes.

—¡Tiene usted razón, caballero! Es inaudito.

Perfecto. Solo necesitaba una persona que se uniera a mi sentimiento. En cuestión de minutos, la furia se multiplicaría de manera exponencial, pues una vez se introduce la idea de la desventaja, todos van a encontrar excusas para moverse al renglón de los oprimidos.

—¿Podría creer que, entre otras cosas, están pidiendo enriquecerse con las arcas de su majestad? Si buscaran venganza por la pérdida de su líder, no harían tanta ofensa, ¡pero pretenden que se les compense! ¿Cuánto vale un alma protestante?

—Sin duda, menos que una católica —añadí, mientras tomaba un pedazo de pan del mostrador—. ¿Pueden creer que para ellos el cuerpo y la sangre de Cristo están representados en cualquier pedazo de pan? ¡No en balde la masa se amarga y el producto final está endurecido! ¡Dios está molesto con nosotros!

A veces, de forma consciente, los demonios extendemos una mano amiga. No voy a negar que entre mis pocos buenos actos estuvo el salvar el negocio de aquel terrible panadero, cuyos panes de centeno se hacían roca dos minutos tras salir del horno. En el plan perfecto de las cosas, sus creaciones culinarias se convirtieron en proyectiles.

—¡No permitiremos tal cosa! En nombre de Dios y de la patria, ¡marchemos! El rey está de nuestro lado, y el cielo también.

De todas las frases capaces de acarrear maldiciones, la combinación "Dios y patria" ha probado ser la más letal. Por alguna razón, induce a los que la repiten a creerse los guardianes de la fe y el estado. Reduce al mundo a una visión limitada, cierra las puertas a la posibilidad, y las abre a la violencia. Lancé una de esas hogazas de pan de piedra por la ventana, y nadie se molestó en determinar cómo sucedió ni de dónde vino. Fue un llamado a las armas.

Salieron a la calle, enloquecidos por un propósito que creían justo, llamando a una guerra santa. Cuadra tras cuadra, personas se unían, sin siquiera tener por seguro qué pensaban hacer, o menos, ver sobre las consecuencias. Para cuando cayó la noche, las calles de París estaban ardiendo y los desagües cercanos a las plazas escupían sangre hasta las alcantarillas.

Eventualmente, lo que se conocería como la masacre reclamó 30,000 vidas, coronándose como el conflicto más sangriento de las guerras de fe francesas. De todas las almas piadosas que cerraron los ojos entregados a la violencia para recibir como recompensa el infierno, solo me interesaba una: Louis Devereaux. Su muerte dejaría a una esposa desamparada, y a una hija traumatizada por la violencia.

En mis planes estaba dispuesto a ser el salvador de Charmaine Devereaux, la heredera de una línea de sangre separada por más de cien generaciones de las hijas del principio, pero con un potencial increíble. Jamás vi magia más pura, excepto por Galya.

Antes de dejar la capital, decidí cobrar el resto de mi trato. Volví a la iglesia del padre Perrault. Lo encontré justo donde y como lo esperaba; acobardado, gimiendo, con la frente rozando la fría losa del altar.

En un principio pensé que el constante balbuceo que se escapaba de sus labios era el intento de una oración. Estaba tan acostumbrado a fabricar desgracias que no cabía en mi mente el hecho de que alguien se me adelantara.

No se trataba de un intento de confesión. Eran estertores de muerte.

Levanté su cuerpo del suelo, sacudiéndolo con fuerza. Lo necesitaba vivo, para comprobarle lo que probablemente sospechaba. Su deseo se había cumplido a manos de un hombre que no era tal.

—No vas a irte, desgraciado —Le pegué en el rostro y su cuello giró en un ángulo extraño. Me sorprendí al ver el dorso de mi mano mojado en sangre fresca. Puse presión en la herida en su cuello. No tenía intención de salvarlo, pero tampoco le permitiría irse en otros términos que no fueran los míos.

Monsieur... —Tenía la lengua pesada y la razón entorpecida. Trato de apretar mi muñeca con su mano antes de desplomarse—. Está aquí. Está... aquí. Vino por usted, y solo... conmigo.

Desfalleció, no sin antes fijar sus ojos en el espacio que conectaba la iglesia y la sacristía. La puerta estaba abierta de par en par. Las llamas y los gritos enmarcaban perfectamente la oscuridad antes del alba.

Él estaba allí. Al igual que yo, era una figura divorciada del tiempo. Su cabello negro estaba perfectamente acomodado, asomándose entre la capucha que protegía su rostro. Ojos de un oscuro intenso escudriñaban mis movimientos. Separé mi mano del cuello del sacerdote y observé algo que de entrada me pasó desapercibido. Inicialmente, pensé que el cobarde de Renault se intentó quitar la vida apuñalándose en el cuello. Donde debió haber un corte aserrado, solo aparecían dos incisiones redondas y profundas. La piel alrededor de las pequeñas heridas estaba comenzando a endurecer, y de los bordes surgían pequeñas ramificaciones oscuras, como los rastros que deja el veneno.

Por un momento pensé lo inconcebible: que el vampiro de ojos negros tenía algún tipo de influencia sobre mí, que lo hacía invisible a mi percepción. Me atormentó el pensar que tal vez por siglos le tuve tan cercano como mi sombra, sin poder lidiar con su presencia.

Y entonces, en medio del caos y la confusión, escuché cantar un gallo y entendí lo que estaba sucediendo.

Tomé la cabeza del párroco, sosteniéndola por el cabello y la reventé una y otra vez, hasta que mi fuerza inhumana logró hacer el cráneo astillas. Pedazos de materia gris salpicaron el suelo, dejándose absorber por el material poroso de la burda losa del altar.

—¿Te gusta lo que ves? —pregunté desafiante, caminando hacia la perfecta copia de un hombre que me esperaba afuera—. ¿Te arrepientes de no haber tomado esa vida en su totalidad? Tal vez eso te garantizaría poder enfrentarme, pero es tan tarde para ti como lo es para mí. En un principio pensé que eras tú quien nublaba mi entendimiento, pero no. En cierto sentido, somos iguales. Yo quedo expuesto a la incertidumbre justo en el momento en que los ángeles cantan las misericordias, pero tú — esta vez levanté un dedo, desafiante—, tú quedas expuesto a la luz del día. ¿Vas a arriesgarte contra mí, con el alba a tu espalda?

El rojo del amanecer era casi imperceptible entre el humo y las llamas, pero por diferentes razones ambos podíamos sentirlo.

El vampiro solo respondió: "El cielo sabe tu nombre, conde de Étienne", antes de desaparecer.

Me dejó con una lección. Debía guardar mejor mis pasos. Por primera vez entendí con claridad el concepto de La Corte de Luz. El cielo estaba dispuesto a jugar cualquier pieza, con tal de ganar, y la Corte de Sombras se mantendría neutral mientras yo no mostrara mi valor al infierno. El maldito vampiro estaba protegido. Una década en París fue divertida, pero era el momento de entrar en acción.

Nunca estuve más agradecido del sol. Me regaló ocho horas de luz para usar a mi ventaja, y el tiempo necesario para dejar atrás al conde de Étienne, y convertirme en Nicholas Rashard.  


La masacre del Día de San Bartolomeo fue en consecuencia de uno de cientos de enfrentamientos los que se conocieron como "las guerras religiosas francesas".

Estos enfrentamientos y sus sangrientas consecuencias se extendieron por un periodo de 36 años, con un conteo final de 4 millones de víctimas de la violencia, la hambruna o la enfermedad causada indirectamente por el conflicto.

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