Capítulo 12.

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—¡Absolutamente no! —gruñe. Dios, es igual al tío.

—¿Por qué no?

—¡Porque ella no puede salir!

Tengo que girarme para mirar a la rubia y que pueda ver claramente la burla en mi cara.

—¿Sabías que las sillas de ruedas se pueden usar en cualquier superficie plana? —arqueo las cejas en sorpresa—. Incluso si quisiera ir al supermercado, al cine, o a cualquier otro puto lugar que ella quisiera.

Presiona los labios con fuerza, golpeando el tazón de su zapatilla contra el piso. Asumo que es una de esas mujeres acostumbradas a salirse con la suya.

—Ana no quiere ir.

De nuevo se equivoca.

—¿Le preguntaste? —abre la boca y la cierra de nuevo porque eso es un jodido no—. ¿Siquiera te importa lo que ella quiera?

—No se trata de lo que quiere, es sobre su seguridad.

Claramente se ha quedado sin argumentos, así que la empujo un poco y paso por su lado hasta la habitación de Ana. Golpeo dos veces antes de abrir la puerta y encontrarla sentada sobre la cama, lista para nuestra salida.

—Hey, tu transporte llegó.

Asiente y su cabello se desliza hacia el frente cubriendo su cara. Me acerco para apreciar mejor el maquillaje que se puso y el vestido en color rosa claro que lleva. Mierda, de verdad parece una cita.

—¿Y bien? —señala con la cabeza hacia la puerta—. ¿No deberías traer primero mi silla?

Sonrío.

Y solo para hacer enojar a la rubia, paso mis brazos por debajo de sus piernas y la levanto en mis brazos para cargarla. Ella chilla como de costumbre.

—¡Christian!

—¿Qué? ¿No lo dije? Yo soy el transportes esta noche, muñequita.

La llevo por el pasillo y por las escaleras, decidido a llamar a un taxi en caso de que el jodido tío tampoco esté de acuerdo con esto. Pero parece que me equivoco cuando lo encuentro en la puerta, sosteniéndola para que pase.

—Gracias Jason. —dice Ana.

¿Gracias? ¿Por dejarla salir de su maldita casa? Estoy perdiendo la paciencia aquí.

La acomodo en el asiento trasero de su Audi y reviso que pueda ponerse el cinturón de seguridad antes de rodear el auto y hacer lo mismo.

Como lo supuse, la rubia amargada está en la puerta con los brazos cruzados mientras Taylor sube al auto y lo pone en marcha.

—Llévanos a la gran rueda, viejo. —lo escucho gruñir bajito, pero es la mirada de Ana la que me hace girar—. ¿Qué? No me digas que nunca has estado ahí.

—Si, cuando era niña.

Un momento.

—¿Y qué hay de las citas? ¿A dónde te llevaban los chicos? —tengo una pizca de curiosidad.

Taylor carraspea un poco mientras sigue conduciendo.

—Bueno, en realidad... —sus dedos se entrelazan sobre su regazo. Ella hace eso cuando está nerviosa—. Nunca tuve una cita antes.

¿Qué?

—Estás jodidamente bromeando.

—No. —el rubor se hace más intenso—. Supongo que era mala para eso de las citas.

—¿Por qué? —es mi turno de chillar de incredulidad—. ¿Qué tan difícil puede ser acercarse a una chica y decir: nena, me gustas, te llevaré a cenar?

Yo habría conseguido al menos sexo oral en la primera cita, eso es seguro.

Ana gira hacia la ventana para que no la mire.

—Entonces... ¿Te gusto?

Mierda.

—Claro que si, nena, eres muy guapa. Y el hecho de que nunca antes tuvieras una cita solo confirma que estabas rodeada de idiotas.

Eso la hace reír, apoyando el dorso de su mano contra sus labios llenos. De pronto el auto se detiene, dándome cuenta que estamos ya dentro del estacionamiento.

—Llegamos.

Me quito el cinturón y voy por su lado a ayudarle a bajar, el tío trayendo la silla de ruedas del maletero. Miro la silla, pero no estoy seguro de que ella quiera usarla toda la noche.

—¡Christian! —grita cuando la levanto otra vez en mis brazos—. ¡Bájame!

—No puedo, muñequita. El piso está sucio y no querrás ensuciar esas bonitas zapatillas.

Le sonrío mientras vamos dentro, con el odioso hombre rubio llevando la silla de ruedas. Afortunadamente es temprano y aún hay pocas personas.

—Primera parada, la rueda —. Me detengo en la taquilla y bajo a Ana sobre sus pies, sosteniéndola con un brazo mientras saco dinero de mi bolsillo—. ¿Cuántas vueltas te gustaría dar aquí?

Ella se aferra a mi cintura como un salvavidas, el tío demasiado cerca para mí gusto. Deslizo un par de billetes al chico para que nos deje permanecer al menos tres turnos.

—No deberías levantarme así —dice antes de que pueda hacerlo—. Mi vestido no es tan ajustado como quisiera.

Oh.

El asunto de las bragas.

—Nena, nadie va a mirar tus bragas o le voy a partir la cabeza, ¿Está claro? —Ignoro sus quejas y vuelvo a cargarla, llevándola a la primera canastilla disponible—. Tú te quedas.

Le hago la seña al rubio para que se aparte y cierro la puerta de cristal para que giremos. Pongo a Ana en el puesto que tiene vista a la ciudad y tomo el contrario para mirarla, las luces de Seattle encendidas por la noche.

—Es hermoso. —señala las luces fluorescentes de los negocios.

La cosa comienza a moverse cuando las otras canastillas se ocupan, luego gira lentamente arriba y abajo. Esto no es tan divertido como recordaba, pero a Ana parece gustarle.

—Tenia ocho cuando mi madre me trajo aquí. —dice de pronto—. Era mi cumpleaños.

Le sonrío porque no sé qué más hacer, debe ser bonito celebrar tu cumpleaños, o tener padres a los que les importes. Las familias con las que estuve solo querían cobrar el maldito cheque.

—¿Cuál es la siguiente parada?

Arqueo una ceja en su dirección.

—¿Ya está aburrida, señorita Steele? —apenas llevamos dos vueltas.

—Estoy emocionada, quiero saber que más se puede hacer aquí.

—Ya lo verás.

Espero a que la rueda deje de girar, tomo de nuevo a Ana en mis brazos y bajo, sintiendo las miradas curiosas sobre nosotros. ¿Qué? ¿Nunca habían visto a un chico cargar a su chica?

Idiotas.

Alguna clase de feria se encuentra instalada en la orilla, el olor de hot dogs y hamburguesas llenando la brisa fresca. Encuentro a un vendedor de algodones de azúcar y pido uno.

—¿Quieres uno en rosa? —pregunto, sin dejarla ir.

—Si, por favor.

El hombre desprende el dulce y se lo entrega, mirándome con atención. Ah, mierda, el dinero.

—Hey viejo —lo llamo—. Págale al hombre porque justo ahora tengo las manos llenas.

Él gruñe bajito y Ana se ruboriza, pero nada de eso me importa mientras nos llevo a ambos a una banca.

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