Capítulo 14.

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Estoy muriendo...

Ana suelta una risita.

—No estás muriendo, exagerado. —la escucho pasar la página del libro que lee—. Estás muy aburrido, pero en definitiva no estás muriendo.

—Es casi lo mismo.

¿Cuál es la diferencia? Siento que me asfixio entre estas paredes y mi vida ya no tiene sentido. Por lo menos no durante la próxima semana mientras Ana tiene la ovulación.

Si, empecé a leer el puto libro de la doctora creyendo que habría fotos de vaginas. ¿La sorpresa? Solo dibujos de fetos.

Ana se vuelve a reír, esta vez más fuerte mientras sigo acostado en su cama mirando el techo.

—¿Y por qué no sales a algún lado?

Si, claro.

Espera...

—¿Puedo salir? —levanto la cabeza para mirarla recargada contra la cabecera en la parte superior de la cama.

—Claro que sí, Christian. Estoy segura que tus piernas aún funcionan.

Dejo de quejarme aunque sé que lo dijo en broma, pero tiene razón. Puedo salir y hacer algunas visitas a mis amigos porque no resisto un minuto más aquí.

Me levanto de la cama y voy directo al librero donde guarda las botellas de vino a beber un gran trago. No es lo mismo que el whisky, mierda, ni siquiera se compara con una cerveza pero es lo que hay.

Me acerco a besar su cabeza y me enderezo.

—Tienes razón, nena, necesito salir a distraerme un poco. ¿Quieres venir?

—No —niega al mismo tiempo, aferrándose a la página de su libro.

—Bien. Deséame suerte.

Salgo de su habitación para tomar la billetera y el móvil, luego bajo las escaleras.

Gail está sentada en la mesa del comedor bebiendo café o té, pero en cuanto me ve, se levanta para alcanzarme.

—¿Christian? —dice, pero no me detengo—. ¡Christian! ¿A donde crees que vas?

Por suerte la puerta no tiene llave y puedo abrir, deteniendome para mirar a la rubia.

—Voy a salir, necesito caminar y aire fresco.

—¡Por supuesto que no! —chilla.

—¿No? —gruño—. ¡No soy un puto rehén! Puedo ir y venir a mi conveniencia.

Ella se interpone entre la puerta y yo.

—Eso no fue lo que acordamos.

Juro que podría mandarla a la mierda si no necesitara el dinero, o si no estuviera cómodo con el agua caliente en la ducha, el colchón suave, sábanas limpias y el sexo con esa muñequita.

—Dijiste que no debía consumir drogas y estoy limpio —intento rodearla—. Solo quiero salir un rato.

—No.

—Ana está de acuerdo, ¿Debo decirle que me tienes secuestrado?

La rubia pone los ojos en blanco, pero funciona. Hace una mueca y su semblante se relaja.

—Hablo en serio, Christian. Nada de drogas. —aburrida—. Ni clientas que te buscan.

Resoplo de fastidio.

—Gail, si pudiera dejarte mi pene aquí para que lo cuidaras, lo dejaría. Pero sigue pegado a mi y a Ana le gusta así, ¿Podrías confiar en mí?

Ella no responde por varios segundos y lo tomo como un si. Salgo por la puerta feliz de ser libre al menos un día, preguntándome si debería llamar a José e invitarle un trago.

Apenas he salido de las rejas que rodean la casa cuando un vehículo se desplaza lentamente detrás de mí, y ni siquiera tengo qué mirar al conductor para saber que la maldita rubia envío a su hombre a vigilarme.

—Mierda.

Apresuro los pasos hasta la calle principal y luego a la derecha buscando la autopista, una parada de autobuses o un puto taxi que le lleve hasta mi zona.

Obviamente a él no le importa que yo lo vea, porque conduce justo detrás de mí.

—¡Agh! ¡Jodidos ricos controladores!

No sé cuántos kilómetros he caminado cuando me detengo, el tráfico es tan escaso que no distingo en que dirección está la autopista, o cualquier otra calle concurrida. El rubio debe estar tan fastidiado como yo porque se detiene a mi lado.

—Sube al maldito auto de una vez, chico. Y no intentes nada.

Imbécil.

Subo al lado del copiloto y cierro la puerta con un azote para que sepa que estoy molesto. Cuelgo el brazo por la ventanilla antes de mirarlo.

—¿Intentar, qué? Viejo, solo quiero salir de esa casa un par de horas.

El plan con José queda descartado, y cualquier otro que incluya un buen trago de whisky.

—¿A dónde quieres ir? —al menos tiene la amabilidad de preguntar.

—No lo sé, a cualquier lugar donde haya personas y ruido, ¿El centro comercial? ¿Un restaurante?

Tuerce los labios en un gesto, pero me doy cuenta que no le desagrada del todo.

—¿Qué tal el juego de los mariners? —pregunto y sus ojos brillan. Bingo—. Necesito hacer algo más que ser el donador de esperma de tu sobrina.

El brillo de interés de sus ojos se desvanece, dando paso a la frustración. Vaya, lo jodí muy rápido. Debe ser un nuevo récord.

Sus cejas se fruncen, pero conduce hacia el estadio de béisbol de Seattle. Debe ser un juego aburrido, porque solo algunas personas ocupan las gradas cuando entramos con los tickets en la mano.

Pagué por ellos, así que estamos en una zona lateral.

—Podrías ofrecerte a comprar las botanas, viejo. —señalo al vendedor entre las bancas—. Estoy bien con una cerveza.

Me mira por un momento tan largo, que siento que dirá que no.

—A la mierda —levanta el brazo para atraer la atención del hombre—. Ni una maldita palabra a Gail sobre esto, chico.

—Entendido.

Cervezas, cacahuates y la cuarta entrada del juego es todo lo que hace falta para que me olvide por un momento de toda la mierda. No es la parte de Ana la que me molesta, sino aquella en la que estoy recluido.

Odio estar encerrado. Taylor echa un vistazo hacia mi y frunce las cejas.

—¿Tu papá era fanático del béisbol? —pregunta.

¿Papá?

—No sé quién es mi padre, seguramente un donador de esperma cualquiera.

Como yo.

Su ceño sigue fruncido, pero vuelve la atención al juego. Antes de que decida que necesita crear jodidos lazos de amistad conmigo, le hago una seña al vendedor.

—Dame otro par de cervezas, yo invito.

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