Capítulo 22.

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El dolor martillea con fuerza dentro de mi cabeza, despertándome de mi alcoholizado sueño. Por fortuna, la ventana alta del almacén que es mi habitación no permite que entre demasiada luz.

Me incorporo lentamente y mi mente regresa a mi nueva realidad. De vuelta al agujero que llamo hogar y a una libertad agridulce. Estoy de vuelta como quería, pero...

—Mierda.

Estiro la mano en busca de mi botella solo para darme cuenta que está vacía, dejándome solo para lidiar con la jodida resaca.

Mi cuerpo comienza a protestar contra los cambios porque mi estómago gruñe con fuerza sabiendo que me brinqué el desayuno. Por lo menos en eso la odiosa rubia Gail era agradable. Servía platillos deliciosos.

Salgo de la habitación para buscar a José y lo encuentro dormido sobre el mismo sofá, con una chica medio desnuda a su lado. Otro par más están acurrucadas contra el frío piso y dos de sus amigos sobre el sofá.

—Eh, idiota —pateo su pierna para despertarlo—. ¿Todavía respiras?

Doy una parada más antes de que balancee la cabeza a un lado, comienza a abrir los ojos muy lento pero los vuelve a cerrar por la luz.

—Agh, carajo —se endereza hasta quedar sentado—. ¿Qué quieres? Necesito dormir otro poco.

Ninguna cantidad de sueño le darán el descanso que necesita su desgastado cuerpo. Echa un vistazo a la chica y luego al resto del salón.

—¿Buscas comida? Por ahí está la caja de pizza fría que una de estas putas trajo anoche. —señala a una improvisada mesa de tablas de madera que tenemos en una orilla y se recarga sobre la chica para volver a dormir.

Imbécil.

José se acuesta con cualquiera por comida o una bolsa de crack, es su método de supervivencia. Yo hago un negocio de ello porque necesito más, como whisky y cigarrillos, y un puto desodorante.

—Haz que limpien antes de que se marchen —le recuerdo.

Las tres rebanadas de pizza fría que quedan en la caja no lucen apetitosas, pero sirven para calmar mi hambre mientras salgo a la tienda cercana por cigarrillos y más alcohol. Tal vez algo de comida para los próximos días.

Aunque tampoco quiero gastar mi maldito dinero en extravagancias. Si hago que esto rinda, podría aumentar mis ingresos... ¿Debería asociarme con el vendedor de José? ¿Con las prostitutas de la zona?

Podría incluso reclutar a algunas de estas chicas, acondicionar habitaciones pequeñas en la parte de atrás y establecer mi propio prostíbulo. Soy un puto genio.

—Por cierto, Chris —la voz adormilada de José atrae mi atención—. Una vieja vino a buscarte, ha estado viniendo mucho y preguntó cuándo vuelves.

¿Una vieja? Una clienta, seguramente.

—¿Cómo era?

—Rubia, mayor... —¿Gail?—. Tetas grandes y botox.

Oh. No es la señora Jones, ella no me extrañaría.

—Elena. —digo en cambio, sabiendo que le gusto tanto que venía al menos una vez a la semana—. ¿Dijo algo?

—Que la llames...

José saca con dificultad una tarjeta de su bolsillo trasero y la pone sobre el descansa brazos del sofá, una sonrisa enorme extendiéndose en su rostro.

—Parece amar tu pene, pero no tuvo problemas con el mío la semana pasada cuando la jodí aquí mismo —señala el sofá con la cabeza—. $20 dólares fáciles.

Maldito idiota.

Espero que al menos usará un jodido condón, aunque lo dudo.

—Bien por ti, yo obtengo al menos $50 dólares de mis clientas regulares.

Espero que conteste alguna estupidez, pero el idiota se quedó dormido de nuevo. La bodega estará sucia al menos una hora más en lo que las chicas despiertan y limpian, y probablemente vuelvan a drogarse antes de irse.

No queriendo formar parte de eso, salgo a la calle para despejarme. Considero hacer algo de ejercicio como hice los últimos días en casa de Ana porque correr parece ser una buena forma de dejar de pensar.

—Tal vez para la próxima —gruño, de pie frente a la licorería cercana.

Hoy podría beber solo un poco más, para celebrar. Entro rápido y tomo la botella de siempre, pagando con un montón de billetes arrugados que no quiero mirar.

¿Qué pensaría Ana si me viera ahora? ¿Estaría decepcionada de mi?

No soy un jodido alcohólico, puedo controlarme a mi mismo y esto solo es temporal. Pronto volveré a mi rutina de sexo y drogas que me hicieron feliz tantas veces. Incluso admito que José ebrio es más divertido que el José sobrio.

Sin nada más que hacer en la maldita calle por el momento, voy de vuelta al edificio justo a tiempo para encontrar a las chicas de José limpiando el desorden de suciedad y botellas, o al menos lo intentan porque una de ellas está en la esquina vomitando.

—Asqueroso —hago una mueca mirando a José—. Que lo limpie antes de irse a la mierda.

—Tranquilo, Christian, lo hará —la puta pipa ya cuelga de sus labios—. No son mucamas cinco estrellas, pero harán un buen trabajo. No sabía que te habías vuelto tan delicado.

—¿Delicado? —mantengo mi mirada amenazante en él.

—Si, como una jodida princesa. —se burla—. ¿Ahora te molesta la suciedad y el hedor? ¡Vivimos aquí hace años, Christian! Nunca te molestó.

Porque nunca conocí nada mejor.

Patético.

—No me molesta —miento—. Pero estoy cansado de tus chicas que van y vienen. ¿No tienen una vida? ¿Malditos padres que se pregunten en dónde están?

Mierda, ahora estoy irritado. Las mujeres de José nunca me molestaron porque permanecían lejos de mi. Hoy son simplemente insoportables.

—¿Ahora te preocupas por ellas? —se burla—. No te molesta nada de eso cuando me aseguro que pongan comida en nuestra mesa.

Las chicas deben ser realmente tontas porque lo escuchan hablar y siguen barriendo. ¿De verdad sus vidas están tan jodidas que aquí encuentran consuelo?

Una imagen de Ana viene a mi mente porque aún teniendo las dificultades con sus piernas sonreía, se ocupó de sus estudios y no se metió en problemas.

O al menos no hasta que decidió que quería tener al hijo de un adicto.

Sacudo el pensamiento porque ella está mejor sola, sin mis jodidos traumas para afectarla. De cualquier forma, ¿Por qué ella me querría si no soy nadie?

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