Capítulo 10: Una luz en el horizonte

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    Benjamín se incorporó en medio de la noche sintiendo que no estaba solo en ese departamento: los susurros de su propia consciencia estaban ahí, acompañándolo. La luz de una lámpara pintaba una atmósfera crepuscular en su habitación, dejando sombras danzarinas en las paredes que se movían al ritmo de su tormento interno, como las premoniciones de un fuego que aún reclamaba su atención.

    Se frotó el rostro con brusquedad, buscando calmar por enésima vez esas llamaradas que le habían provocado un par de pesadillas.

    No paraba de recordar las sonrisas cálidas de su abuelo, su bondad desinteresada que había sido su refugio en la tormenta de su infancia. La imagen de él cuidándolo, amándolo como un verdadero padre le atravesaba el corazón con el impacto de una lanza recién sacada de la lava. ¿Cómo pudo abandonarlo? Si no fuera por Bartolomeo y Esperanza su vida hubiese sido un vertedero de fracasos.

    Benjamín tuvo una madre nefasta, quien a lo sumo lanzó migajas de amor hacia él y su hermana mayor. Los dos, pequeños y confundidos, solo recibieron sus acusaciones constantes, sus reclamos como si fueran un estorbo o la culpa de todos sus problemas. Ella siempre era una víctima y ellos los depredadores de su paz. Los trataba como adultos, gritoneándolos cada vez que tenía oportunidad, y se enojaba cuando eran lentos para entender las responsabilidades de la vida.

    Rompía a llantos histéricos, asegurando que estaban acabando con su vida, solo cuando papá les compraba un par de juguetes. No podía entender cómo podía gastar el dinero en estupideces —a pesar de que ni siquiera había reales problemas económicos en la familia—. Él, vistiéndose de un guerrero furioso, discutía a viva voz con ella, defendiéndolos mientras la mujer gritaba que estaba siendo humillada y que llamaría a carabineros para que se lo llevaran preso como tanto se lo merecía.

    Con el tiempo Benjamín tuvo temor de tener juguetes, más aún cuando mamá le dejó una marca grave en el alma. Él, disfrutando de unas figuras de plástico y autitos pequeños que le habían regalado sus queridas primas, se resbaló y se cayó de cabeza contra el marco ferroso de una puerta. Rompió a llorar como cualquier niño lo haría. Entonces ella se presentó y, en vez de consolarlo, lo molió a puñetes, uno, y otro, y otro, una lluvia de ataques y patadas inclementes mientras le exigía que se callara.

    Y él se calló.

    Días después, cuando su padre regresó del agotador trabajo en las minerías, encontró a Benjamín con moretones y extrañamente callado. Al preguntar qué había sucedido, su madre se excusó en el estrés, asegurando que el niño había roto una loza de porcelana en la cocina.

    Benjamín no comprendió cuando su madre, después de otra acalorada discusión, terminó llorando mientras papá expresaba una culpa incomprensible. Ella terminó en cama, quejándose de dolores por todo el cuerpo y asegurando que si esto seguía así bebería de una botella de cloro para acabar con su sufrimiento.

    Benjamín sintió... un miedo paralizante de perderla.

    A medida que crecía entendió que era mamá la que realmente tenía problemas; no él ni nadie en la casa. Las palabras amorosas de la abuela Esperanza le mostraron un camino hacia la comprensión. Sus dulces consejos construyeron en él el ánimo para acercarse a mamá con una flor en una búsqueda desesperada de calmar su estado depresivo, solo para que ella le dijera con desprecio que eso no la ayudaría en nada; lo único que necesitaba era que él, como hombre, entendiera que al crecer tendría que hacerse cargo de sus padres —si alguna vez llegaban a viejos—.

    Demasiadas experiencias fueron asesinando a Benjamín como ser humano, pero sus abuelos estuvieron ahí para resucitar a ese niño tan callado que expresaba tan pocas emociones: entre ellas el miedo a crecer y a convertirse en un adulto que tuviera que hacerse cargo de toda una familia. A pesar de no ser completamente conscientes de lo que sufría junto a sus padres, intentaron aconsejarlo lo mejor que pudieron hasta que se les ocurrió la genial ideal de decirle que crecer no era malo mientras encontrara a una gran mujer que lo acompañara.

    Benjamín miraba a los abuelos con una envidia que ni él mismo comprendía. La casa de San Joaquín en la que vivían siempre estaba impregnada de un aura de amor y serenidad. Los detestó por vivir en esa burbuja de felicidad mientras él se ahogaba en un mar de indiferencia hacia la vida. Sin embargo, a medida que sus abuelos descifraban la oscuridad en sus ojos, deslizaron su envidia hacia otra dirección, transformándola en algo mucho más bonito y complejo:

    Admiración y anhelo.

    Ellos se convirtieron en los faros que guiaban los sueños de Benjamín, los estándares por los cuales medir su propia existencia cuando llegara a la adultez. La conexión entre ellos era tangible, palpable en el aire. Bartolomeo era un príncipe de otro tiempo, cortejando a su princesa Esperanza con gestos de ternura y miradas profundas.

    —Toda buena familia se debe fundamentar en el amor —decía Esperanza mientras se dejaba abrazar por su marido sobre un desgastado sofá. La mirada entre ellos estaba cargada de historias que hablaban de años de amor construido.

    Con tristeza Esperanza le explicó al pequeño que las personas cometían muchos errores. El padre de Benjamín no había escogido bien a su pareja. Su esposa tenía muchos problemas en el corazón que la llevaban a ser lo que era y tal vez su marido tampoco fue la mejor opción para ella, para sus aspiraciones específicas.

    Parecía que los abuelos no hallaban cómo ayudar a reparar una relación rota y por eso le inculcaban a Benjamín explicaciones y el deseo ferviente de no repetir los mismos errores en su vida. Para convencerlo de que una familia podía ser un refugio hermoso cuando estaba construida en el afecto real, inventaban cuentos de príncipes y princesas, desplegando un mundo cada vez más fascinante ante los ojos del pequeño.

    Solo había un problema.

    Benjamín no quería una mujer a su lado. Se daba cuenta de que la imagen de una princesa acompañándolo lo conflictuaba. Es más, una parte de él sentía que aborrecía a todas las mujeres y que la abuela era la única rescatable en el planeta. Su corazón se aceleraba solo cuando se imaginaba a otro varón junto a él. Todo encajaba mejor de esa manera. Los hombres proveían mejor, cuidaban mejor, toleraban más y, en su mente, amaban de una manera que se asemejaba a la calidez del sol sobre su piel.

    Sus ojos se quedaban fijos cuando veía al abuelo tratar a Esperanza con una devoción que lo conmovía. Cada gesto, cada palabra, cada mirada llevaba consigo la prueba de un amor genuino. Benjamín admiraba profundamente el equilibrio que emanaba de Bartolomeo. Era un caballero lleno de gracia y educación, que había encontrado a su mitad y la amaba con una pasión que trascendía las estaciones de la vida.

    Lamentablemente, Benjamín supo bastante rápido que el homosexualismo era uno de los pecados más espantosos de la vida, gracias a las palabras literales de sus propios familiares, e incluso de su misma madre, quien, como los demás miembros de la familia, se hacía llamar «cristiana». Los abuelos también confirmaron que el homosexualismo era una desviación. Cuando veían a una pareja de hombres se lamentaban por esas almas perdidas, seguramente víctimas de enfermedades mentales o posesiones demoníacas.

    El miedo se arraigó en el corazón de Benjamín. ¿Estaba enfermo? ¿Sufría una posesión? Estas preguntas se convirtieron en fantasmas que lo acompañaban en las noches. Un demonio comía de sus entrañas mientras distorsionaba sus pensamientos con el pecado del homosexualismo.

    Este terror lo forzó a ocultar su verdadero yo, a disfrazarse y a vivir una mentira dolorosa.

    A pesar de estas llagas que, en parte provocaron sus abuelos, nunca los aborreció; se apegaba a ellos y en más de una ocasión buscó un socorro desesperado en sus brazos, porque mamá parecía querer matarlo, inconforme con golpearlo por motivos tan escasos.

    Hasta que la situación finalmente reventó.

    Papá echó de la casa a esa mujer llena de odio y problemas cuando se enteró de que había estado saliendo con un peruano que conoció en un bar. Papá le arrebató todos los beneficios que le entregaba y la mandó a la calle mientras ella decía que Dios estaba de su lado y que entendía su corazón, como si esto fuera una excusa para hacer lo que quisiera.

    A partir de ese cambió en la topografía de su existencia, Benjamín, con catorce años, empezó a construir una mejor relación con papá, incluso se llegaron a llamar «mejores amigos». Hoy, sin embargo, Benjamín huía de él con el miedo de un animal ante un depredador.

    ¿Hasta cuándo?

    Comenzó a temblar arriba de la cama. La habitación se sentía como una tumba, una cárcel de remordimientos cada vez más latentes que no podía seguir apagando bajo la distracción de un simple amorío.

    Miró sus antebrazos y sintió un impulso atroz. Entonces sus uñas rasparon sus extremidades frenéticamente, rasgando la piel hasta que se tornó roja y manchada.

    Pero luego, de manera repentina y antinatural, la furia se desvaneció, como si Benjamín hubiera logrado exorcizar temporalmente los demonios que habitaban en él, forzándolos a retroceder a las cavernas donde vivían.

    En ese instante se transformó en alguien más oscuro y despiadado, un ser acostumbrado al dolor y amigo de ella. Logró conciliar el sueño como si se hubiera vuelto sordo a todas las voces.

    Al día siguiente despertó con un ánimo tan bajo que apenas sintió destellos de alegría cuando vio a David llenándolo con mensajes al WhatsApp. David parecía estar esforzándose para estar con él, pero Benjamín no tenía ganas, incluso él se sorprendía de no tenerlas. Sacó de excusas dolores corporales que ni siquiera existían. En ese momento todo su ser lo obligaba a dirigir su enfoque en retirar la espada más grande que cruzaba por su pecho.

    La culpa.

    Romina, su hermana mayor, le había enviado múltiples mensajes y llamadas para preguntarle por qué había abandonado al abuelo. Él solo la había ignorado. Era momento de llamarla, así supiera que estaría en un estado de furia acumulada:

    —¿Y tú para qué mierda me llamai? ¿Qué quieres? —espetó ella.

    Los suspiros temblorosos de Benjamín indicaban su lucha por encontrar paciencia, un intento de reconstruir el armazón ya desgastado para soportar los venenosos ataques de su hermana.

    La voz de Romina siempre había sido un látigo que golpeaba su alma. No tardó en llenarlo con recriminaciones, no soportando la habilidad para ignorarla incluso en las situaciones más desesperadas. Lo acusaba de ser el «consentido» de la familia.

    —¡Gracias al abuelo tienes tu departamento! ¡¿Y así le pagas?! Si no fuera por él no tendrías dónde caerte muerto, ¡pero eres un malagradecido y lo abandonas cuando más te necesita!

    Benjamín se sentía como un zombie mientras la escuchaba. A veces pensaba que Romina tenía toda la personalidad que a él le hacía falta, todo el carácter que a él no le entregaron.

    Su paciencia se extinguió cuando aseguró que no amaba a los abuelos.

    —¡¿Tú qué sabes?!

    Romina al fin se quedó callada, pues no era común escuchar a Benjamín gritar, pero el temblor en su voz hizo sentir su enojo ridículo. 

    —¡Ja! Y bueno, ¿no dijiste que mi papá daba igual a estas alturas, que su existencia no te importaba? ¡Se nota!

    Benjamín concluyó que había sido un error hablar con ella. Le dijo que cortaría la llamada, pero Romina lo amenazó con algo que horrorizó cada fibra de su ser:

    —¡Si no vas a cuidar a los abuelos, les diré todo lo que pasa! Que eres un fleto, un maricón, y que sigues enamorado de ese estúpido a pesar de que juraste un millón de veces que no volverías a verlo.

    Sus ojos brillaron con un fuego feroz que consumió cualquier rastro de calma restante. La impotencia lo aprisionó como cadenas de hierro, apretando su garganta. Y el miedo, por supuesto, también se alzó desde todas las esquinas de su mente, paralizándolo ante la idea de que su orientación sexual podría ser descubierta por ojos que estaban llenos de amor, pero también de intolerancia.

    —¿No me juraste que nunca hablarías de esto? —cuestionó sintiendo que las piernas no podían sostenerlo—. ¿Qué pretendes, destrozar a los abuelos aún más?

    —¿Y por qué tengo que seguir cumpliendo con una promesa vacía? Estoy harta.

    Benjamín también detestaba cómo su hermana lanzaba toda la responsabilidad de cuidar a los abuelos sobre él. Ella siempre encontraba una excusa, más ahora que vivía en la bulliciosa ciudad de Santiago lejos de los problemas familiares, construyendo una vida que él apenas conocía.

    Se desvanecía, pues era incapaz de destruir la imagen de «varoncito» que los abuelos tenían de él, mientras esperaban que encontrara a la mujer de sus sueños.

    —Claro, sigo buscándola, solo que no es fácil —les había dicho demasiadas veces.

    Les había asegurado que le gustaban las mujeres altas y delgadas, aunque no le importaba si tenían algo de peso extra. ¿Ojos grandes? Sí, prefería que tuvieran ojos grandes, pero lo más importante era su personalidad, una mujer que fuera cariñosa y comprensiva.

    Había hecho tanto, tanto para que confiaran en su heterosexualidad que si esta se desmoronaba caería una montaña de mentiras.

    Terminó la llamada con Romina después de prometer que cuidaría a los abuelos, tragándose su odio, pero imponiendo una condición:

    —Lo haré siempre y cuando me asegures que mi papá no estará molestando.

    Dejó el celular a un lado y tomó asiento en el excusado del baño para sacar un botiquín y curarse las heridas que se había provocado en los antebrazos. En su interior la lucha continuaba. Sus ojos llenos de ferocidad también parecían planear venganza contra su propia hermana, anhelos de verla muerta, enterrada en una tumba y ojalá junto al cadáver de mamá, dos mujeres repugnantes que no merecían seguir caminando en este mundo.

    David seguía enviándole mensajes al celular, demostrando con cada dulce palabra que su enganche seguía creciendo.

    Fue lo único que lo trajo de regreso a la vida, llevándolo a atender esa parte del corazón que aún no moría.

    Pero Benjamín tenía dudas: ¿podría David ser una buena pareja para él?, ¿podrían forjar algún amor genuino? También necesitaba saber si podía darle esa fortaleza que le hacía falta para enfrentar el mundo y para repararse a sí mismo.

    Suspiró con los ojos cerrados, buscando regenerar una actitud que cada vez se asemejaba más a un nuevo disfraz, asegurándole a los demás que aún estaba sano mentalmente y que tenía varias cualidades para atraer a otro.

    Se armó de valor y respondió una llamada de David.

    —¡Hola! —saludó con un ánimo demasiado alto para ser propio de él. Al parecer no había regenerado bien su disfraz, por lo que luego corrigió con un saludo más apabullado—: Hola...

    David guardó silencio por unos segundos, sorprendido por la inicial energía del chico, hasta que de pronto esa energía le tocó el corazón y se dejó llevar por ella como si fuera un bailarín dispuesto a seguir los pasos animados de su compañero.

    —¡Hola!

    Benjamín también se sorprendió ante su respuesta, una situación peculiar, pues ambos eran, hasta el momento, apacibles, generalmente calmados y muy tiernos.

    La exhalación de Benjamín indicó que se le había escapado una carcajada muda.

    —¿Cómo amanecimos hoy, Benjamín? ¿En serio estás malito?

    —No, ya estoy mejor.

    —¿En serio? Me alegra mucho, de verdad.

    Se quedaron callados.

    —¿Y por qué no hablas? —pidió saber David.

    —¿Y por qué no hablas tú? —Benjamín se escuchó risueño.

    —Es que... me comes las palabras —dijo en tono de cortejo y bochorno.

    —Ah, ¿sí?

    —Sí —respondió fingiendo vulnerabilidad—. Deja de jugar conmigo.

    —¿Jugar contigo? ¿Por qué dices eso? —inquirió preocupándose—. Yo no....

    —Sí, ya me di cuenta de que te gusta jugar con mis nervios, que te gusta derrotarme con tus sonrisas —aseguró sintiendo mayor confianza.

    —Ah, no, nada que ver. —Volvió a alegrarse.

    —Esto..., pero bueno, ehm..., te perdono si sales conmigo otra vez.

    —¿Y adónde te gustaría salir?

    —¿A la playa?, aprovechando que por fin hay sol.

    ¿La playa? La proposición sonó fantástica, pero se estremeció ante la idea de que David notara las heridas de sus antebrazos desnudos. Por fortuna, David ofreció otra idea:

    —¿O al mall? Podríamos pasar por el HappyLand.

    Con la boca abierta y las cejas frunciéndose, Benjamín recordó HappyLand: un lugar para niños, con jueguitos mecánicos. ¿Tan evidente era el niño interior de David?

    —¿No me digas que no? Ese lugar es bacán y también es para gente de nuestra edad. —Rio suave—. Y tú pasas colado con tu carita de bebé, Benjamín. Además, quiero ver... si te gano un premio con los juegos.

    Se ruborizó.

    —¿Premio dices?

    —Sí, ¿por qué no? Me gustaría regalarte algo.

    Volvió a sonreír como un príncipe ruborizado y, por supuesto, accedió. Se alistó en un abrir y cerrar de ojos y así se dirigió a su encuentro, esperando que David pudiera entrar más en su vida y ser esa persona que tanto necesitaba.

    Prácticamente todo se hizo a un lado en ese momento, su papá, su hermana, sus abuelos, y Ricardo.

Diccionario

Fleto: Una manera muy despectiva de decirle a alguien homosexual, dándole a entender a un hombre que es una loca o un débil. 

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