Capítulo 16: Cadena de asaltos

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    Benjamín fue atrapado en el remolino de un encantamiento inesperado al ver a ese chico emergiendo de su motocicleta BMW con una belleza salvaje. Su cabello, oscilando entre los tonos de la tierra y los resplandores dorados, caía con la gracia de las hojas otoñales bailando al viento. Sus ojos eran un par de ámbares bañados con los destellos de un fuego juvenil, invitando a un viaje hacia lo emocionante. La piel bronceada que lo componía relataban días de aire libre.

    Sacudió la cabeza de una manera rígida y rápida mientras parpadeaba con fuerza. El bullicio del estacionamiento del Mall de La Serena lo llamaba a la normalidad, pero su mirada era arrastrada hacia ese motociclista. Los ojos de ese chico eran un enredo hipnótico donde la inocencia y la desfachatez se debatían en un juego de contrastes.

    Pero de un momento a otro las barreras toscas y frías de Benjamín resurgieron. Retrocedió, cuestionando a ese sujeto por mirarlo de ese modo cuando ni siquiera se conocían.

    David, por su parte, parecía petrificado, enfrentando una realidad que se retorcía en un giro que no había previsto.

    —¿Qué...? —murmuró boquiabierto.

    —¡Buenas! —saludó el motociclista, haciéndose sentir como un adolescente travieso lleno de orgullo y entusiasmo.

    —¿Qué...? —David aún no podía creerlo.

    El motociclista le sonrió de manera juguetona e imponente, dándole a entender que nadie podía contradecirlo. Luego se dirigió a Benjamín:

    —¡Ciao! Tú debes ser Benjamín, ¿no? Pero ¿qué digo? Si es obvio que tú eres él.

    Estiró la mano para saludarlo, pero Benjamín no pudo responderle. Su mirada se adhería a esos aros metálicos que colgaban de las orejas del motociclista. Los rasgos de su rostro parecían haber sido tallados por un artista dedicado. Apretó la nariz y arrugó el entrecejo cuando una picardía brotó a través de una sonrisa en ese chico, como si con ella preguntara: «¿Te gusta lo que ves? Yo sé que sí». Luego elevó los ojos y suspiró como si se quejara con Dios por haberlo castigado con tanta hermosura.

    —¿Ciao? ¿Hola? —insistió.

    David se consternó otro poco.

    —¡¿Qué chucha haces aquí?! —exclamó con ferocidad—. ¡¿Qué wea?! ¿Cómo?

    —Tranquilein, compadre, tranquilein.

    Benjamín notó en ese motociclista una tonalidad extraña en su hablar, una mezcla indecisa entre dos idiomas.

    —¡Che bello, ¿tú no saludas?! —preguntó regresando a él—. Me dejarás la mano colgando. Eso es irrespeto en mi país.

    Negó con la cabeza como un niño intentando decirle a un adulto: «Yo no hablo con desconocidos, señor». El chico misterioso dejó ir una carcajada.

    —¡Te pregunté qué haces aquí! —David interrumpió el momento con un grito casi histérico, inyectando un veneno de preocupación en el aire.

    —¡Tranquilein! ¡Yo vení en son de paz! —Con un aire de exasperación teatral, el sujeto formó un pico con una mano que agitó al compás de su frustración y desdén.

    David se pasó las palmas por el rostro deseando ser consumido por una fuerza divina, como si lo peor estuviera sucediendo. Claramente conocía al sujeto. 

    —¿Me estabas siguiendo, hijo de perra?

    Un aguijón de alarmismo atravesó el pecho de Benjamín al escucharlo hablar de ese modo; incluso el chico misterioso se hizo sentir preocupado.

    —¿No puedes relajar la vena?

    —¡¿Por qué mierda tení que ser tan metido?! —vociferó David mientras sus ojos se quejaban de mil historias pasadas y desagradables.

    —¡Que vengo en son de paz, te dicen a ti! —gritó el motociclista—. ¡Vo te alterás muy fácil conmigo últimamente! ¡Cálmate, puñetón!

    David se distanció unos pasos para tomar aire. El joven de la moto suspiró seco, como si estuviera en presencia de un cabeza hueca.

    —Puñetón, te entregaron la licencia de conducir hace nada —explicó con paciencia—. Quería asegurarme de que usarías bien mi maquinón.

    David se debatió como un volcán a punto de erupcionar o apagarse, luego esbozó una sonrisa temblorosa, sintiéndose humillado y expuesto.

    —Te hace falta comer un snicker a vo, David —concluyó el otro, y David estuvo a punto de protestarle, pero él se adelantó—: ¡No vengo a arruinar nada, puñetón! Vengo yo en buena, te lo juro por el cariño que lo tengo a mi mama.

    Entre las miradas de ambos parecían circular saetas.

    —Puñetón, no te pongas a discutir conmigo por nada. ¿Puedo presentarme con el hembro? ¿O te enojarás también por eso?

    David levantó un dedo en un gesto de advertencia incompleta.

    —Soy Alessandri, el primo de este extremista —explicó a Benjamín.

    Benjamín no se sorprendió demasiado, pues ya había supuesto que el chico era ese italiano del que David habló en la primera cita, su familia, el que le enseñó a traducir los platos del restaurante. Se lo había imaginado de varias formas, pero nunca tan «mino», es decir, tan hermoso.

    Alessandri le sonrió.

    —¿Ahora sí darás la mano?

    Benjamín se la dio finalmente.

    —Ándate —pidió David con la voz rasposa y martirizada.

    Alessandri suspiró con paciencia.

    —Me voy, te lo juro, pero al menos déjame presenta como corresponde con el femino —pidió en tono italiano.

    «¡¿Femino?!»

    —Mira, Benjamín —quiso explicar Alessandri, pero cada mirada de David lo golpeaba y le ordenaba retractarse—. Eh... Yo solo quiero. ¡Dios, ¿te puedes dejar de preocupar por todo?! —cuestionó a David y prosiguió con determinación—: Mira, Benjamín, soy un muy buen amigo de este tipo, soy más que eso, su hermano, ¡hasta su papá! Y por eso mismo, che bello, imagíname como tal, ¡imagíname como un papa latino!

    David se debatió entre la conmoción y la irritación.

    —Yo quiero mucho a este weón —confesó el italiano, poniendo una mano en el pecho. Su «weón», que sonó más a «wedón», le confirió un toque cómico y tierno.—. De verdad lo quiero mucho. ¿Me crees?

    —¿Ehh...?, pues....

    —Cállate, por fa, cállate —suplicó David.

    —Mi puñetón, te declaro mi amor y me mandas a callar. ¿Qué tipo de problema pasá contigo? —preguntó negando con la cabeza.

    Benjamín observaba sintiéndose en una realidad un tanto... bizarra, una comedia de errores y afectos. 

    —David ha hablado mucho de ti conmigo, Benjamín —explicó con una sonrisa más divertida.

    —¡Ay, no! ¡Cállate! —ordenó David avergonzado, lanzándose para detenerlo.

    —Yo me pregunto, ¿será cierto que existe tan buen femino? —preguntó pensativo, evaluando a Benjamín con la mirada.

    —¡Cállate!

    —¡Cállate tú! —replicó mientras forcejeaba con el boxeador.

    —¿Por qué te metes en todo lo que se te cruce?

    —¡Porque como papa latino tengo que meterme en todo! —explicó con descaro, mientras las personas caminaban por el aparcamiento, miraban un rato y se retiraban sin más.

    —¡Ese no es ningún argumento, cabro desquiciao! ¡Te voy a pegar, te lo juro! ¡Hace rato te estái buscando un puñete en el hocico! —aseguró David enseñando un puño.

    —¿Le pegas a tu papa, al que da la vida por ti? A ti no te enseñaron religión —acusó su primo, una vez más aleteando una mano en un gesto de obviedad y reclamo—. ¡A la familia no se le pega! Andáte con tu puñete a otro lado, exterminador de hermanos.

    —¡Te devuelvo tu wea! ¡No quiero nada de ti! —decidió David.

    Continuaron discutiendo. Así, Benjamín terminó de entender que el Jeep Wrangler que había estado conduciendo David era de Alessandri. Estaba molesto porque le había arruinado la sorpresa y porque se sentía perseguido.

    Finalmente, Alessandri cedió con un suspiro de impotencia:

    —Ya, hermano, perdóname. Yo no vine pa manchar tu cita. Y sí, se me pasó la mano con lo metido. Tú tienes la razón, pero solo por esta vez.

    David suspiró.

    —Lárgate.

    Observó a Benjamín, buscando alguna señal de molestia, pero solo encontró curiosidad y extrañeza.

    Alessandri se dirigió a su motocicleta.

    —Tú tienes que controlar tu extremismo, puñetero wedón —murmuró con pena y fastidio—. Bueno, me voy. Una lástima la vida, chico Benjamín. David no dejarme presentar bien. Yo solo quería conocer más de ti.

    Benjamín respondió con cortesía, dejando que su voz fluyera como una caricia buscando calmar los aires:

    —Ehm..., cuídate. Y no te preocupes. ¿Para otra será? Supongo. —Sonrió ladeando un poco la cabeza, con los hombros encogidos.

    David y Alessandri se miraron momentáneamente atónitos, como si el tono comprensivo del chico hubiera sido sobrenatural en el mundo que compartían.

    Luego de un rato intercambiaron unas palabras cerca de la moto donde se hizo sentir un lazo de apoyo fraternal implícito. Alessandri le dio unos palmazos en el hombro y le entregó un papel.

    David se acercó a Benjamín con la vulnerabilidad de un perrito callejero pidiendo perdón, hasta que sus ojos se elevaron al cielo cuando Alessandri interrumpió nuevamente:

    —¡Solo una cosita!

    —¡¿Ahora qué?!

    Alessandri, decidido a ignorarlo, le habló a Benjamín.

    —Este puñetón es mi familia —dijo mientras David exigía silencio con la mirada—. Espero que seas ese buen femino del que habla tanto, porque ha contado solo cosas bellas de ti. —Manoteó el aire, intentando liberarse de los ojos del boxeador—. David es mi cabro, y aunque a veces sea más terco que una cabra, solo quiero protegerlo como un buen papa latino. ¿Entendés?

    David lo asesinó con la mirada.

    —¡Bah..., contigo no se puede vivir! —exclamó su primo.

    »Pásenlo bonito, dense muy duro, pero primero háganse exámenes y compren mucho condón. Y me lo tratas muy bien, Benja, ¿sí? Este puñetón ha pasado por... demasiadas cosas —explicó con un toque de amargura—. Así que me lo cuidas como si tu vida dependiera de ello, ¿te vale? Así no tendrás problemas conmigo y nos llevaremos de lujo.

    »¡Prego po, David! Arrivederci.

    David estaba convencido de que la magia ya no tendría cabida para existir en ese día. Sus pensamientos irracionales le aseguraban que todos pensaban mal de él y que ya no podía ser ese hombre que necesitaba su chico.

    Pero entonces las palabras de Benjamín cayeron sobre él con un impacto revelador.

    —Sí —afirmó con una sonrisa de claridad—, no te preocupes, yo lo cuido.

    David se quedó mirándolo con los labios separados, poco consciente de que esas palabras... eran las que había necesitado escuchar, los antídotos para todas sus heridas; no la actitud comprensiva de Benjamín, ni su paciencia, ni su amabilidad. Era como si, desde años indecibles, su alma hubiera clamado por escuchar esta declaración.

    —¿En serio? —preguntó Alessandri, sorprendido—. ¿Lo cuidás?

    —Sí..., por supuesto. —Sonrió el chico, ahora con la mirada fija en David, con el corazón dispuesto a ofrecerle el mejor trato que se merecía. Al mirar esos ojos agrandados e ilusionados, como si ahora fuera David quien guardaba el corazón de una princesa vulnerable, no pudo evitarlo, las siguientes palabras fluyeron por los efectos de un hechizo, como si David se las creara—. Yo lo cuido..., y con todo el gusto del mundo. Lo trataré lo mejor que pueda, claro que sí. Yo... encantado de hacerlo.

    La pareja se sumergió en su propio mundo de manera imprevista. Sus miradas se unieron, tejiendo una red de conexión y entendimiento, donde el amor comenzaba a pintar su primer lienzo, cada mirada era un pincelazo.

    Benjamín le acarició su mentón: un toque que derritió a su compañero, que lo controló, una promesa indecible de un trato afable y angelical que perduraría hasta tiempos inciertos. Luego le reiteró:

    —Yo te cuido, ¿sí?

    Una carga inmensa empezaba a ser aliviada del boxeador, aún invisible ante los ojos de Benjamín: el sentir que siempre debía ser el hombre que cargaba con todo, quien debía sentir menos, aguantar más, dejando de lado sus propias emociones por consentir a otro y conseguir un rato agradable.

    Benjamín lo tomó de una mejilla para que terminara de comprenderlo. Porque David no era el único que se había dedicado a evaluar a su compañero; había pensado demasiado en su situación, especialmente a partir de la noche mágica que tuvieron, y supo entender qué sucedía con él. No conocía aún las causas, pero sabía reconocer el sufrimiento en las personas, porque la misma mirada herida que expresó David esa noche, él las vio incontables veces en un espejo.

    Con cada caricia que desplegó con sus pulgares trasmitió una promesa de amparo. El corazón se le contrajo cuando vio que David se llenaba de emoción, de una luz nueva, un renacer de sueños y esperanzas.

    El boxeador, por su parte, comprobaba que no estaba con alguien excesivamente sensible buscando ser un parásito de su energía. ¿Sería cierto que, en esta magia, la fortaleza era algo mutuo?

    —Benjamín... —susurró.

    —¿David? —respondió, devolviéndole más caricias. David esbozó una sonrisa deforme, tonta, algo fea, pero Benjamín la encontró tan hermosa como un lienzo de ternura.

    —¡Ok! —anunció Alessandri con la boca abierta y las cejas alzadas—. ¡Yo como que... me tengo que ir, ¿no?! Oookey, ya entendí. Woah.

    Encendió el motor de su vehículo de dos ruedas y partió de allí, aun mirando la escena, aunque costándole creerla.

    David y Benjamín seguían viviendo su momento.

    —¿Benjamín? —preguntó sonando igual que un tontito al que se le desconectaba la mitad del cerebro.

    —¿David?

    —Eres tan..., tan...

    —¿Tan...?

    —¿Te puedo tocar?

    —¿Tocar? —cuestionó apretando las cejas.

    Movido por un impulso, David lo tomó de la cintura para dejar caer su cabeza sobre su hombro y cuello, buscando esa protección ofrecida, necesitando sumergirse, moviéndose como un gatito pidiendo caricias. Benjamín acarició su cabello con una ternura que bordeaba lo paternal y materno. Pero de pronto su vientre se hizo de piedra al ver a las personas caminando por ese estacionamiento y notando lo que sucedía. Ver a dos hombres tan unidos parecía ser algo normal para muchos; pero otros guardaban un silencio impuesto que les impedía expresar su asco.

    Terminó de confirmar que a David no le importaba la mirada de nadie. Quería seguir acariciando su cabello y seguir con él hasta que se le agotaran las piernas, pero un miedo que aún no podía callar no lo dejaba en paz.

    —¿Tan... qué, David? —preguntó intentando aligerar la atmósfera, pero su chico lo apretó más fuerte, como si hubiera encontrado un peluche que anheló desde niño—. ¿David?

    Cuando se separó, David lo miró con los sentimientos a flor de sus ojos, incluso quiso jugar un rato al no responder su pregunta. Sabía que quería saber muchas cosas de su vida, de lo que pensaba y sentía. Y él disfrutaba torturándolo un poco.

    Cuando estuvo a punto de surgir una pregunta, quizás un reclamo por parte de aquel que tenía rostro de bebé, tomó sus manos y jugueteó un rato con ellas, moviéndolas de izquierda a derecha. Benjamín sonrió preguntándose qué le sucedía, hasta quedar encantado. David se veía... adorable, como si deseara vivir más.

    —Bebito —respondió, sintiendo que, poco a poco, miraba el mundo con mejores ojos.

    Un cosquilleo caluroso recorrió a Benjamín, mariposas emergiendo en una danza aérea, nacidas de una flor en el corazón de un volcán. Ahora él era quien perdía parte de su cerebro.

    —Gra-gracias —dijo sin pensarlo.

    —¿Gracias? —preguntó sin haber esperado dicha palabra.

    —¿Qué? No, no dije eso —replanteó, cubriéndose hasta la mitad de la nariz con un par de puños.

    Al ver sus mejillas cobrando el color de un tomate, David entendió que había hablado por los nervios.

    —¿Qué tipo de nueva sonrisa es esta? —preguntó juguetón.

    —¿Qué? ¿Cómo? No..., es que no lo esperaba.

    —¿Que te dijera bebito?

    Benjamín asintió con cautela, luchando por recuperar su compostura.

    —Si sigues así me obligarás a robarte otro par de besos. ¿Quedas advertido? —dijo David, para después comerse los labios.

    Después suspiró trémulo, encontrándose con el anhelo de dejarse caer sobre el pecho de David con tal de recibir una dosis de su fuerza. Después de todo aún había heridas frescas en su corazón anhelando salvaciones.

    —Después, ahí vemos —susurró al recobrar distancia.

    —¿Besitos?

    —Sip..., ahí vemos, pero..., ¡ay, David!

    Finalmente se dirigieron hacia el Jeep de Alessandri. David casi saltaba al caminar. Una vez dentro, Benjamín se sintió dentro de una nave de elegancia y poder, impregnada de olor a cuero y algo de cigarro. Jamás, ni siquiera en los mejores tiempos económicos de su familia, se había subido a un vehículo tan lujoso. David le contaba cómo funcionaba la radio, los vidrios, los asientos. Pidió disculpas por el olor a cigarro, pues sabía que no le gustaba. Abrió casi todas las ventanas. Aunque era un poco exagerado, no le quiso decir nada, al fin y al cabo también hacía mucha calor.

    Luego tuvieron una tierna discusión para saber adónde se dirigirían. David quería complacerlo, pero Benjamín estaba decidido a romper con esa costumbre.

    —Vamos a la playa.

    La emoción del boxeador fue un torrente de entusiasmo. Benjamín había supuesto que que aprendió a reprimir sus preferencias. Hacía semanas había ofrecido reunirse en la playa, pero, como él le había dicho que no, no volvió a sugerirlo.

    —¿En serio? Pero ando sin traje de baño.

    —¿Te presto? Tengo un par en mi departamento. Podríamos pasar por ahí... Y creo que tenemos la misma talla.

    Las mejillas de David se inflaron como si le estuvieran ofreciendo una galleta que le alimentaría un rinconcillo goloso.

    En el trayecto hacia el departamento, una atmósfera de libertad y aceptación envolvía el vehículo. Era como si cada metro recorrido llevara a David más cerca de su verdadero yo, dirigiéndolo hacia un camino derecho a la felicidad, donde cada fragmento disperso de su alma, perdidos en la amargura, comenzaba a regresar a él.

    Pero de repente, como un relámpago que desgarra el cielo, un dolor agudo lo atravesó, como un monstruo oculto en las sombras recordándole que la felicidad era un lujo efímero e imposible, o bien como si hubiese estado corriendo olvidando el real estado de sus piernas.

    Benjamín se tensó cuando perdió el equilibrio del vehículo, acercándose al borde de la carretera. Pensó que tal vez Alessandri tenía razón: David había recibido su licencia de conducir hacía muy poco y no tenía experiencia en el volante, sin embargo, notó la expresión de angustia en su rostro.

    —¿David? —preguntó mientras una sonrisa con la que había buscado comedia disminuía ante la preocupación creciente.

    El boxeador se sobaba arriba del estómago, pero su dolor parecía ir más allá de lo físico.

    —¿Pasa algo? ¿Te sientes bien?

    —Sí, sí, solo me dolió el estómago.

    Benjamín notó que su rostro se estaba llenando de sudor.

    —¿Te molesta si estaciono un rato? —preguntó el boxeador.

    —Sí, sí, hazlo, no te preocupes.

    Mientras estacionaba en un tramo de la carretera que bordeaba un paisaje de tierra y pasto, le preguntó:

    —David, ¿qué pasa? ¿Necesitas ir al hospital?

    —¡No! Solo... me dolió —se apresuró a asegurar—. Comí una wea media rancia en la mañana.

    Benjamín colocó una mano sobre su hombro. Cuando David sintió el contacto, algo en él se quebró y sanó al mismo tiempo. Abrió la puerta del vehículo en busca de aire fresco, dejando el ambiente inundado de incertidumbre.

    —Tomo un poco de aire y se me pasa —explicó con presura.

    Benjamín estaba a punto de indagar cuando una llamada telefónica lo interrumpió. Al ver el nombre de Romina en la pantalla del celular, su corazón se llenó de un horror repentino.

    «¡¿Por qué ahora?!»

    Con un suspiro ignoró la primera llamada, pero la persistencia de su hermana, unido al temor de enfurecerla, le obligó a responder:

    —Romina, no te puedo atender ahora.

    —¿Y por qué no? —indagó ella con suspicacia.

    —Porque..., porque estoy ocupado —respondió mirando a David, sintiendo miedo de que hablara y Romina escuchara su voz—. ¿Qué pasa? ¿Qué quieres?

    Romina le contó que, después de muchos problemas, al fin había coordinado todo para que pudiera cuidar de los abuelos sin que papá interfiriera. Rafael había conseguido un trabajo como geólogo y trabajaría por turno de dos semanas fuera de la ciudad, por lo que la presencia de Benjamín era aún más fundamental. Él intentó negarse, ya que había pensado que su visita solo sería de ayuda, no una constante intercalada.

    Sintió rabia contra su hermana, pero se obligó a controlarse, a seguir fingiendo que todo estaba bien con su vida.

    —Mi papá se largó hoy en la mañana —informó Romina—. Así que, si puedes, anda de una vez a la casa de los abuelos.

    —No puedo hoy, Romina —respondió sintiendo que le hacía falta el aire.

    —¡Pero ¿por qué no?! —exigió saber ella, sedienta por descubrir en qué carajos andaba metido su hermano ahora.

    —Mañana me paso por la casa de ellos —dijo, pensando en decir algo más, pero apenas David regresó a la puerta del vehículo, colgó la llamada—. ¿Estás bien?

    —Sí, mejor —respondió el boxeador, apoyándose de sus rodillas—. ¿Romina es tu hermana? —preguntó para cambiar de tema.

    —Sí, ella ­—afirmó con una gota de sudor arrastrándose por su rostro, con temor a revelar lo que sucedía con sus asuntos personales.

    Por suerte, David no mostraba una curiosidad muy intensa cuando se trataba de su familia.

    —¿Estás seguro de que no te pasa nada? Si quieres podemos ir a un doctor o algo, te acompaño, no tengo problemas.

    David, agradecido por su oferta, respondió con algo muy diferente:

    —¿Te molesta si vapeo? —preguntó con una mezcla de timidez y excesiva necesidad destilando de su semblante.

   —¿Vapeas? —Benjamín no pudo ocultar su sorpresa.

    —No, digo..., sí, pero solo cuando necesito relajarme —explicó—. Es muy de vez en cuando.

    La pureza de Benjamín tampoco llegaba a tal punto como para negarle algo así.

    —Te juro que no apesta, al contrario —aseguró David, llevándose el vaper a la boca con desesperación, el cual emanó un aroma a menta. Al notar la mirada constante de su chico, preguntó con inseguridad—: ¿En serio no te molesta?

    —No, para nada. —Sonrió, obligándose a aceptarlo.

    «Contrólate, Benjamín, tampoco seas tan puritano.»

    David dedicó unos momentos a explicar los beneficios del vapeo antes de arrancar el vehículo. Lo único que inquietaba a Benjamín era no haber sabido esto antes, pero comprendía que David quería liberarse, y él no iba a transformarse en una estúpida atadura.

    Al estacionar en los edificios del departamento, David aprovechó la ausencia de Benjamín para dar rienda suelta a su necesidad de vapear con inhalaciones profundas, aprovechando todas las sustancias invadiendo su sangre para encontrar calma.

    Cuando el bebito regresó con toallas, trajes y todo lo necesario para una velada en la playa, la sonrisa regresó a David al no resistir esa carita tan soñadora y esos shorts que dejaban ver unas piernas deliciosas.

    Ya en la playa, el ambiente mejoró exponencialmente, ya que, a decir verdad, los dos querían descubrir más el cuerpo del otro, en especial David, quien nunca había visto a su chico con el torso desnudo. Fue un deleite observar esa figura de atleta en desarrollo, con cada curva manteniendo la suavidad de alguien que ni siquiera se acercaba a la verdadera fuerza. Era un punto más que ideal para sus ojos, además, esas tetillas rosadas invitaban a ser maltratadas a besos y mordiscos, un manjar prohibido, la delicadeza de un bebé en un cuerpo de adulto.

    «Contrólate, David.»

    Todo atisbo de penumbra desapareció cuando los pies desnudos de ambos viajaron por esa playa y, bajo las caricias del agua salada, se miraron el uno al otro en otro entrelace de cariño. Benjamín se deleitaba al tener el cuerpo del boxeador tan cerca. El agua deslizándose por su piel lo incitaba a perder la prudencia.

    Pero entonces, justo cuando estaban a punto de ceder a la tentación de un beso, David sintió la necesidad de alejarse, haciendo todo lo posible para esconder la mirada y ocultar esa ola de malestar que lo asaltaba. Explicó que necesitaba regresar al Jeep para recuperar algo.

    Benjamín se quedó de pie en medio de la playa, rodeado por un sinfín de personas: serenenses, argentinos y santiaguinos, que invadían la arena como hormigas en la selva.

    Mientras tanto, allá, en la soledad del vehículo, David fumaba otra vaper, esta vez con los ojos cerrados, acompañado por una lágrima que recorría su mejilla. Los fantasmas de sus tormentos se burlaban de él, susurrando sombras de duda y miedo.

    Escóndete.

    Te está mintiendo.

    ¡Escóndete!

    Benjamín empezó a sentirse cada vez más triste y abandonado en esa playa, mientras se acariciaba los brazos y miraba la felicidad de otras personas y la alegría de varias parejas. De pronto, distinguió tres figuras corriendo hacia él con cuerpos que atestiguaban largos años de trabajo en el gimnasio. Un chico era de baja estatura, con un metro y sesenta y algo, otro llevaba gorra infantil y el último se hacía destacar por unos rizos divinos que...

    «¡No!», perdió las fuerzas que lo sostenían. Sabía, gracias a conversaciones que había escuchado sin querer en el gimnasio, que Ricardo y sus amigos solían ir a la playa después de sus rutinas de entrenamiento. Sin embargo, ¡la playa era inmensa! ¡Jamás se imaginó encontrarlos!

    Pero entonces, al verlos corriendo, entendió que les gustaba trotar e incluso competir por toda la playa. ¡Por primera vez odió que fueran excesivamente disciplinados!

    Reaccionó muy tarde de su estupor: cuando quiso hacerse a un lado e incluso correr el Jeep, Antonio lo descubrió.

    —¡Miren, es el Benja!

    «¡Antonio..., no, por favor!»

    Gonzalo pasó disparado a su lado —al parecer era el más rápido del grupo—, después regresó para analizar su rostro.

    —¡Sí, es el Benja!

    «¡Cállate, no soy yo!»

    —¿Benja? —preguntó Ricardo con una sonrisa de dientes blancos, mientras que sus cejas se apretaban en un gesto de incredulidad.

    «¡No, que no soy yo!»

    El trío de amigos se congregó delante de él para llenarlo con saludos, se veían contentos por el encuentro, pero pronto se extrañaron al ver a Benjamín tan solito.

    —¡No, ando con unos amigos! —explicó con las manos tiritonas.

    «¿Amigos? ¡¿Por qué dijiste amigos, Benjamín?!», con cara de estúpido intentó ocultar las dos toallas que había detrás de su espalda, recostadas sobre la arena, una prueba de que solo estaba acompañado por una persona.

    Los chicos, aunque confundidos por su actitud, no le dieron demasiada importancia. Lo que despertaba su curiosidad era saber sobre esos «amigos». Ricardo lucía más intrigado que cualquiera.

    —¡¿No quieres venir con nosotros, Benja?! —ofreció Antonio con una sonrisa que ofrecía amistad.

    Esta vez Ricardo parecía coordinar con Antonio y contentarse ante la idea, pero comprendió que Benjamín estaba inmerso en sus ocupaciones y había que respetarlo.

    Antonio, sin embargo, tan discreto como siempre, preguntaba directamente por los amigos de Benjamín. Ricardo no fue capaz de detenerlo, pues estaba funcionando como un perfecto instrumento para obtener información.

    —No, es que..., yo ya me iba —respondió Benjamín, mirando al suelo y a los lados, buscando salvaciones por debajo de la arena—. O sea, están en el..., en la camioneta.

    «¡¿Por qué dije camioneta?!»

    Rogaba a Dios que David no apareciera, pero, como si sus temores fueran deseos para el universo, lo deslumbró caminando hacia ellos. Se aterró más de todo lo que esperaba. Ciertamente aún estaba en vías de vivir una vida plena en cuanto a su orientación sexual, pero ese monstruo llamado miedo resurgía con una fuerza desproporcionada.

    Ni siquiera se había alcanzado a imaginar un encuentro entre Ricardo con David.

    ¡¿Qué debía hacer?! ¡Tampoco tenía la más mínima idea qué pensaba Ricardo sobre el homosexualismo!

    —¿Benja? —David se presentó sin comprender nada. Su voz fue el anuncio de una desgracia emocional.

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