Capítulo 17: Ida y bajada

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   Bastó esa situación para que Benjamín experimentara el resurgir de antiguas y horribles cicatrices, especialmente de una que había logrado destrozarlo como ser humano, arrebatándole la alegría de la vida. Su pasado se retorcía dentro de él.

   El miedo parecía lanzar sobre él un aliento caluroso que lo bañó en sudor. Miró a Ricardo. ¿Y si lo rechazaba? ¿Y si miraba con malos ojos el homosexualismo? ¿Y si...?

    Sintió que el mundo se pausó por un segundo cuando el rostro de David empezó a fruncirse en dirección a los tres chicos a través de un análisis exhaustivo y cada vez más teñido de incredulidad, asombro y desconfianza. Se le apretujó aún más el vientre cuando David y Ricardo se miraron a los ojos. El primero sin entender nada, el segundo con un aire natural, como si viera un alma más que merecía el respeto de cualquiera.

    David y Antonio hablaron al mismo tiempo:

    —¿Benja...? —preguntó el boxeador.

    —¿Wenas?

    Benjamín se halló expuesto al igual que un árbol en pleno invierno, vulnerable a la brisa de la desaprobación y el juicio. Al verlo así David empezó a suponer que estaba siendo acosado por esos tres sujetos, entonces su mirada se endureció de inmediato. A él no le importaba que estuvieran mamadísimos. Admitía que se veían guapos, especialmente ese chico de rulos, pero no se sentía atraído por cuerpos tan musculosos.

    —¿Benja? ¿Qué pasó? —Se acercó para tocarle una mano que extrañamente Benjamín alejó con una sonrisa chueca. Eso lo confundió más—. ¿Ellos quiénes son? 

    —¡Antonio por aquí! —se presentó el chico de gorra, lleno de ánimo y buena vibra, acompañado por la brisa agradable de la playa.

    David le respondió con una expresión que rayaba en lo descortés.

    Gonzalo miró hacia los lados, sin tener muy claro lo que debía hacer.

    —¿Yo me llamo Gonzalo?

    —¿Ya...? —respondió David.

    Cuando Benjamín comenzó a notar que Ricardo y Gonzalo se extrañaban, comprendiendo que estaban interrumpiendo un momento personal, habló sin pensarlo, lanzando las palabras con rapidez:

    —Me entreno con ellos —explicó mientras entregaba todo su esfuerzo para no mirar a Ricardo, su cuerpo casi al desnudo, porque dentro de la jauría de emociones había un impulso animal diciéndole: ¡míralo, míralo!

    Hubo una pequeña oleada de reacciones diferentes.

    —¡O sea no, o sea, con él...! —Señaló a Ricardo con una precisión temblorosa—. Él me..., él me enseña, y así, en el gimnasio.

    —Eh, sí, un gusto —dijo Ricardo, contento por ser reconocido como su entrenador—. Por aquí Ricardo.

    Benjamín sintió unos dedos invisibles arrastrándose por su pecho al verlo estirando la mano para saludar a David sin ser correspondido. ¿Por qué no reaccionaba? David era un mármol, su reserva un laberinto que no se vislumbraba salida.

    Pero entonces, justo cuando a punto de no hacer nada, entregó su mano. La extrañeza de Ricardo se hizo visible al sentir una presión desmedida, un saludo que oscilaba entre la hostilidad y la indiferencia. No se halló nada cómodo. Al parecer no estaba conociendo a uno de esos chicos buena onda. «Al parecer».

    Cuando el saludó finalizó, tuvo el impulso de limpiarse la mano para deshacerse de una electricidad que le picaba, pero no lo hizo por cortesía.

    —Él-él es David.

    El boxeador expresó una crítica muda contra Benjamín, pero en breve apartó esos malos ojos.

    Antonio, por su parte, se lanzó a las preguntas:

    —¡Wena, ¿tú eres uno de los amigos del Benja?

    «¿Amigos?», pensó David, no entendiendo por sobre todo la pluralidad. Miró a su chico para invadirlo con un par de preguntas cuando de pronto este se tropezó con las zapatillas que había sobre una toalla tendida en la arena. Lo sujetó del brazo con un reflejo sagaz, impidiéndole caer. Fue extraño cuando Ricardo también intentó ayudarlo. David tuvo el primer y real corte circuito con él. Inspeccionó sus intenciones, buscando entre líneas una pista que le explicara su comportamiento.

    Ricardo se quedó inmóvil al no entender tanto escrutinio, además, había algo invisible empujándolo, como si ese tal David necesitara saber si era una persona aceptable antes de permitir su cercanía.

    —¡Ay, no me di cuenta de que las zapatillas estaban ahí! —Benjamín rio embobado.

    —¡Más atento po, Benjita! —dijo Antonio con una risita.

     Con esfuerzo, Benjamín se liberó del agarre de boxeador después de darle las gracias.

    —¿Y qué onda, chiquillos, cómo se conocieron? ¿De cuándo son amigos? —preguntó el otaku del grupo.

    —Weón, no sé —murmuró Gonzalo con una mezcla de regaño y duda a la vez que sus dedos se entrelazaban inquietamente.

    —¿No sé qué? —indagó Antonio.

    —No sé, digo, no seai preguntón. —Rio.

    Por primera vez Ricardo no se mostró de acuerdo con el regaño de Gonzalo; quería que Benjamín respondiera las preguntas de Antonio.

    —Lo normal po, aweonao, ¿qué tiene? —se defendió Antonio.

    —Somos..., somos amigos hace uff, rato ya —explicó Benjamín con una sonrisa cordial. De pronto se dispuso a limpiar una toalla con un pie. ¿De dónde había aparecido tanta arena?

    —Ah, wena, ¡bacán! ¿Y dónde...?

    —¿Te sientes mejor? —preguntó Benjamín, evaluando el rostro de David.

    —Ehh... uhm... —murmuró con voz ronca.

    —Me llamó Romina —informó mostrando la pantalla de su celular.

    —¿Sí? ¿Y eso?

    Le explicó que su hermana le había pedido un favor. También mencionó un asunto de sus abuelos y una casa en San Joaquín.

    —¿Necesitas que te vaya a dejar a esa... casa? —inquirió el boxeador.

­    —¡Eso! Sí-sí puedes.

    Benjamín se tensó al ser sometido a otro análisis de David, y se preocupó cuando en ese mosaico de emociones hubo un pincelazo de enternecimiento, como si David empezara a encontrar de lo más linda su actitud nerviosa y su rostro cargado de solicitudes extrañas.

    —¿Está todo bien con tu hermana? —preguntó y fue la primera vez que demostró interés en saber de su familia.

    —¡No! Bueno sí, algo, es que a veces ella se pone un poco exigente. —Sin quererlo hubo un dolor genuino filtrándose a través de la respuesta de Benjamín.

    David se sumergía en su rostro, aproximando su mano con la delicadeza de quien desea tocar algo precioso y frágil.

    «¡¿Se pondrá gay justo ahora?!», se preguntó Benjamín.

    »¡No, David, no!

    »¡Hay momentos y momentos y...!»

    —Entiendo —concluyó David, deteniendo la mano con un aura marcada por la seriedad—. Obvio que te voy a dejar.

    Benjamín empezó a recoger las zapatillas, toallas y bloqueadores solares para meterlos a un bolso con una rapidez meticulosa, mientras hablaba un poco más sobre su hermana con una naturalidad creíble, dando a entender que era una conversación de lo más normal entre él y David.

    De pronto, cuando halló el primer intersticio de calma en el ambiente, sus ojos simplemente desobedecieron y se fijaron en Ricardo, sintiéndose presos de inmediato. Su torso era un poema escrito en la lengua de la virilidad, donde cada músculo relataba largos años de esfuerzo y disciplina, no abrumadores en su intensidad, sino equilibrados en su forma, pintados por una seducción que masajeaba cada uno de sus contornos. Los abdominales eran piedras suaves y redondas, siguiendo un camino hipnótico. Y sobre ellos, en ese paisaje de piel bronceada, se coronaban sus pectorales como dos firmes escudos, adornados por un rastro de vello que no hacía más que potenciar su esencia varonil.

    Benjamín jamás había visto un cuerpo tan lujoso cerca de él, pero entonces, sin entenderlo del todo, se sintió peor. Ricardo, que por un segundo había creído recibir una mirada de admiración, se inquietó al intentar traducir lo que había ahora en su expresión. ¿Era aflicción? ¿O culpa? ¿Qué era lo que había en esos ojos de niño?

    Benjamín se despidió de todos con una comodidad actuada. Ricardo seguía mirándolo en búsqueda de respuestas. Antes de retirarse con ese extraño sujeto, su compita le dedicó una mirada donde parecía pedir... ¿ayuda?

    Ya en el Jeep Wrangler de Alessandri, Benjamín fue sometido a un pequeño interrogatorio por parte de David quien no despegaba los ojos de él mientras mantenía una mano sobre el volante.

    —Ricardo es ese compadre que te rescató en el derrumbe del restaurante, ¿no?

    La curiosidad trasmitida en esa pregunta ayudó a Benjamín a sentir que no sucedía nada malo, sin embargo, los ojos del boxeador eran demasiado intensos, desatando una búsqueda de información a través de la debilidad .

    —¿Y desde cuándo te entrena?

    ¿Sería celoso? Hasta el momento ni siquiera había tenido una oportunidad para preguntarse si lo era. Pero no, los celos no parecían latir en él. Era más bien un juez leyendo datos con una tranquilidad inquietante. Benjamín decidió ser sincero y contarle cómo funcionaba su relación con Ricardo.

    —Ah, ya, pero no sabía que te entrenaba en persona —concluyó con una neutralidad casi cortante.

    El motor rugió antes de que maniobrara para ingresar a la calle y desplegarse en el camino. No comentó nada más. Benjamín volvía a comprobar que había momentos donde era jodidamente difícil leerle emociones; solo notó un instante de nostalgia, como si se perdiera en historias pasadas y añorara un tiempo mejor.

    —Pe...

    —¿Y son gays? —preguntó de la nada.

    —¿Qué? —Benja achicó los ojos y articuló unos movimientos desordenadas con las cejas y mejillas—. No —respondió pensativo, recordando a los tres chicos—. Bueno, no sé, tampoco los conozco tanto, pero no creo.

    —¿Por?

    —No sé..., bueno porque... —Dejó escapar un suspiro que se perdió en la ventana del Jeep—. Porque no.

    —¿Pero por qué? 

    —Bueno..., nunca los vi comportarse de una manera que... —contestó con una espina en el pecho—, o sea..., siempre los vi demasiado atentos con las mujeres, y pues..., no se les nota nada.

    —¿Y Ricardo?

    La pregunta de David lo asustó. Parecía saber perfectamente que había estado hablando solo de Gonzalo y Antonio.

    —¡¿Qué?! ¿Él? No, ¡para nada! Es hetero. De hecho, está a punto de casarse con una niña que se llama Nayadeth. Tienen algo súper serio y pues... Aunque no sé cuándo se casan específicamente.

    —Oh, veo, dale —respondió con un momentáneo círculo en sus labios.

    Después de que lograra convencerlo para que lo dejara en el departamento, utilizando mentiras, notó que había dolor en David, probablemente porque aún no se sentía bien del estómago. Se despidieron con un cariñoso toque de manos y una melancolía impregnada en el aire.

    Esperanza despertaba cada día decidida a regar las plantas, el pequeño edén de su casa, donde las flores codificadas en suaves tonos magentas bordeaban un serpenteante camino de adoquines. Le frustraba que la sequedad contaminara la alfombra de césped que abrigaba la entrada de su querido hogar, ensuciándolo con desérticos manchones amarillos. Pero ella no se rendía: con un gesto cargado de fe, estiraba las manos y bendecía en el nombre de Dios las zonas que lo necesitaban, para después seguir regándolas.

    Esperanza era una mujer que oraba de manera constante, era lo que la ayudaba a mantenerse con las fuerzas de una guerrera, pero no se mentía a sí misma: reconocía que tampoco era inmune a las duras circunstancias y a la erosión del tiempo, así su corazón estuviera protegido por un grueso armazón de madurez.

    Su marido se perdía en el mundo del olvido día tras día. A veces la recordaba, a veces no. El cuerpo de Bartolomeo no era más que una carcasa que se vaciaba con una lentitud tortuosa.

    Ella lloraba por dentro: ver al amor de su vida en esa condición la hacía sangrar, creando hondas grietas en el ropaje que la protegía. Sin descanso, le prometía a Bartolomeo que se mantendría a su lado y que no sintiera vergüenza por caer en esta enfermedad. A ella no le importaba bañarlo o limpiarle sus partes íntimas. ¡En lo absoluto! Bartolomeo le creía entre lágrimas, pero volvía a olvidar sus palabras y su vergüenza se unía a la marea de tristeza que le generaba ver a su familia dividida. Era un león herido que no aceptaba la idea de no poder liderar su manada con amor y dedicación. Su consciencia y excesivo sentido de responsabilidad no lo dejaban en paz. Le abrumaba que su hogar fuera un islote de soledad rodeado por un mar de indiferencia. Cuando el olvido volvía a apoderarse de él, lloraba al igual que un niño que no entendía por qué estaba experimentando una tempestad de sentimientos tan complejos.

    Esperanza le aseguraba de mil formas que la familia seguía allí, amándolo, pero a Bartolomeo estaba convencido de haber sido abandonado. Y ella, aunque se aferrara a replicarlo, se sentía atravesada por el mismo dolor.

    Esperanza repetía una rutina de sonrisas para un auditorio que ya no estaba presente. Rafael, su hijo, vivía en su propia órbita, buscando amor en mujeres que tarde o temprano le chupaban sangre. Camila, hermana de este, estaba ensimismada en consentir a su marido quien no hacía más que consumirle todo su tiempo en asuntos de la iglesia y el matrimonio. Las primas de Benjamín solo se preocupaban por sus amoríos y estudios, mientras Romina, en sus llamadas esporádicas, desplegaba un sutil arsenal de reproches que Esperanza trataba de disolver con paciencia. Y Benjamín..., el más sufrido de la familia, volvía a encerrarse en burbujas a pesar de lo mucho que se combatió para que no viviera de ese modo. La imagen del pequeño era una fotografía adornada de cuchillos, despertando ríos de nostalgia e hiriendo la mano de cualquiera que se atreviera a tomarla.

    Una lágrima trazó una senda cristalina por su piel. Comprendía la agonía de su pequeño, pero su lejanía y silencio eran píldoras difíciles de tragar.

    Pero entonces la figura de su nieto emergió en el portón de la casa con las manos unidas y los ojos de un cordero temeroso buscando depredadores en las sombras. Con un ímpetu revivido, Esperanza arrojó la manguera de agua aún fluyente para correr hacia él, hacia uno de los epicentros de su mundo.

    —¡¿Benjamín?! ¡¿Mi amor?! ¡Ay, mi niño! Ay...

    Lo abrazó con la fuerza de un océano de amor incontenible. Sus besos depositados en la frente y mejillas eran pétalos de consuelo en la piel de Benjamín, quien no podía creer el cariño que recibía.

    —¿Có...? Abuelita. ¿Estás...? Mi hermana me dijo que él...

    —No, mi amor, tu papá no está. Empezó a trabajar como geólogo —respondió ella en una amalgama de fatiga—. Tranquilo.

    El alivio y la culpa se cobijaron en la mirada de Benjamín. Ella volvió a sentir una cascada de compasión.

    —Me alegra tanto que estés aquí, ¡me alegra tanto...!

    —A mí igual. Perdón, mamita, perdón. —Los ojos de Benjamín se cristalizaron antes de que las lágrimas cayeran sobre su rostro.

    Dentro de la casa, Benjamín se sorprendió con la limpieza y el aroma de flores silvestres que se mezclaban con los adornos rosados de la abuela, una paleta de colores que la definían. Esperanza siempre había sido muy femenina. Ella juzgaba duramente las generaciones actuales que convencían a la mujer a ser masculinas, satanizando los gestos delicados o cualquier atributo que simbolizara una supuesta debilidad. Creía de manera ferviente que una mujer podía ser muy fina y fuerte al mismo tiempo. Benjamín solo la escuchaba.

    El menor volvía a convencerse de que había heredado sus dones artísticos de ella. Había cojines bordeados de terciopelo, cortinas blancas con encajes rosa, tapetes persas con motivos florales, cuadros con paisajes amorosos y naturales. Cada uno de ellos habían sido diseñados por ella misma.

    Mientras compartían un té, Esperanza le aseguraba que Bartolomeo descansaba. Preguntó por su vida, ilusionándose ante la idea de tenerlo más seguido en la casa, pero preocupada al percibir que aún había traumas contenidos en su interior.

    La tortura para Benjamín se presentó cuando vio al abuelo acercándose con un pijama azul, para después preguntarle con un tono gruñón y desconfiado:

    —¿Y este jovencito qué hace aquí?

    Sus palabras fueron un puñal, y un recordatorio de lo que sería su realidad, un camino de púas que recién comenzaba a caminar.

    Días después conoció a una tal Karina, la enfermera que ayudaba a cuidar el abuelo, una chica de su misma edad. Su actitud despreocupada le resultó ácida. Benjamín percibía su impaciencia. No hallaba la hora de recibir una cantidad de salario excesiva para irse a divertir a la calle.

    Cada vez que Benjamín regresaba a su departamento era para experimentar nuevas torturas. Ahora no solo cargaba con el peso del abuelo, David había comenzado a desarrollar una actitud distante, la misma que había explayado antes de que se conocieran en persona, cuando hablaban por el chat y él se daba a conocer a través del seudónimo de «F.N». A veces hablaba, a veces no, sus respuestas tardaban cada vez más en llegar. Esto empezó a enterrar en Benjamín un agobio cada vez más profundo. De alguna forma sabía que detrás de cada actitud desconcertante de David había una explicación, pero todas se escapaban de sus manos, situación que lo empujaba a analizar una, otra y otra vez. Releía conversaciones antiguas, sufriendo oleadas de confusión al encontrar trazos donde resplandecía el interés de David. 

    Suponía que su actitud se debía al encuentro con Ricardo. Pero ¿qué lo afectó específicamente y por qué?

    Una tarde no soportó más la soledad de su departamento y huyó al jardín que había en el condominio, donde se extendía un amplio sector verde conteniendo una piscina y diversos juegos para niños. Se sentó en un rincón con las rodillas abrazadas, sintiendo que poco a poco enfrentaba una realidad: la vida demostrándole que tanta perfección no podía venir acompañada de maldiciones. Al fin había encontrado un chico alucinante, pero debía pagar... un precio.

    David había pisado el acelerador casi a fondo la noche que se besaron, pero ahora reactivaba un freno que incluso superaba al de Benjamín. Eso era lo chocante. Benjamín siempre se consideró un tipo lento, por lo que le costaba dimensionar que hubiera una persona más tardada que él. Bastaba con echar un vistazo a conversaciones antiguas, de citas fracasas, para comprobar lo mucho molestó su ritmo a otros. Con dolor, leyó algunos mensajes:

    ¿Entonces no carreteai nunca? ¿No tomai, no fumai? ¿Qué te creí, Teresa de Calcuta?

    Bah, no estoy ni ahí con salir con un puritano qlo.

    Te haci de rogar, aweonao, ni que estuvierai tan mino.

    La cagaste pa ser aburrido jaja

    Muchos lo habían rechazado por su manera anticuada de ser, a excepción de algunos, y de David.

    Se había estado acostumbrando a salir con él todos los días. Poco a poco empezaba a sentir una necesidad apremiante de escucharlo hablar del boxeo hasta que se le agotaran los oídos, pero David sacaba de excusa ocupaciones que no aclaraba del todo e incluso alegó otro dolor de estómago y una gripe.

    Al pasar una semana más, Benjamín reingresó a la universidad sintiendo que arrastraba un fracaso, pues había querido disfrutar a fondo sus vacaciones y haber concretado algo más sólido con David, pero ahora, sentado en una clase aburrida, no le quedaba de otra que disfrutar de un placer pasado, acariciarse los labios mientras recordaba los besos robados.

    Quería regresar a esa noche en el parque y revivir el momento. También necesitaba que... David lo tocara más... Ya empezaba a imaginárselo compartiendo piel y sudor en la cama, pero la confusión y el dolor manchaban la imagen.

David... ¿Cómo sigue el resfrío?

    Mejor, mejor.

     Sentado una vez más en el parque de los condominios, cobró la fuerza necesaria para teclear el celular y preguntarle algo, ya harto de esa voz estúpida que le decía que no cuestionara nada:

David..., sé que estás en tus cosas y todo eso, y pues lo respeto y lo sabes muy bien.

Pero en serio me da la sensación de que pasa algo, lo que aún no entiendo es qué.

Solo dime una cosa, por favor: ¿hice algo malo...?

    Milagrosamente David no tardó tanto en responder:

    No, bebito, no has hecho nada malo, tranquilo.

    Y en serio no pasa nada. Cuando ando enfermo me pongo muy aweonao, me cuesta pensar y ando sin ganas de ni una cuestión. Y aun así debo entrenar.

    Se alegró en demasía al ver la palabra: «bebito». Podía percibir que el cariño entre ambos estaba ahí, ¡lo sentía! Con una sonrisa empezó a chatear creyendo que podía profundizar una conversación.

    Hasta que David empezó a tardarse siglos en responder...

    Ya no hallaba dónde descansar su mente. Una noche intentó dormir en la casa de los abuelos, pero solo tuvo pesadillas.

    No quería llamar a Estefany solo para contarle desgracias, y Ricardo, por su parte, ya no estaba tan presente en el gimnasio, pues estaba dando clases de matemática avanzada en la Universidad Católica del Norte.

    Optó por entrenar en el gimnasio él solo, hasta que Ricardo le contó que solo podía aparecer en él solo en las tardes y de vez en cuando. Benjamín lo sorprendió con una expresión de alguien que trabajaba mucho. Por encima de toda situación, Ricardo se trasformaba en el único faro de luz en su vida más allá de la abuela. De vez en cuando este notaba su angustia y le preguntaba: «¿Está todo bien, Benja?»

    «Sí», le aseguraba él.

    Una noche los amigos de Ricky se congregaron después de sus diversas ocupaciones y trabajos. Ahí bromearon diciendo, especialmente Antonio:

    —¡¿Cuánto vai a invitar a un carrete po, Benja?!

    Todos sabían que el departamento del «niño» estaba al lado del gimnasio y eso los seducía, como si desde siempre hubieran soñado vivir pegaditos al lugar de ejercicios.

    Ricardo volvió a regañar a Antonio por sus comentarios, esta vez con un palmazo en la nuca.

    Minutos después Benjamín lo vio aún más fatigado, echado sobre una máquina de ejercicios a punto de dormirse.

    —José, weón, hace falta comprar una cama para el gym, hermano.

    —Aunque no lo creái, he pensado lo mismo muchas veces —respondió José con una carcajada muy sonora.

    Benjamín se acercó al chico de rulos con el sistema nervioso azotado: había decidido algo y estaba convencido de que no tenía nada de malo.

    —Ricardo —empezó mientras se acariciaba las muñecas.

    —Dígame.

    Sonrió con las mejillas rellenas de tímida alegría. Ricardo había empezado a tratarlo, en algunas ocasiones, de «usted». En Chile casi todo el mundo se tuteaba. Si alguien no lo hacía simbolizaba una relación donde había más respeto y cariño.

    —¿Qui..., quieres venir a mi depa?

    Ricardo abrió los ojos e irguió la cabeza de inmediato.

    —A tomar algo, digo, un café, un té, lo que quieras —aclaró a la vez que se sobaba un codo—. O no-no sé po, por si querí comer algo, igual tengo lo que me quedó de almuerzo y unas cositas que compré del súper.

    Antonio se acercó con la boca abierta.

    —¡Yapo! —respondió Ricky, llenándose de un vibrante entusiasmo, lo cual alivió de sobremanera a Benjamín—. ¡Si, buena, me parece bacán!

    —¡¿Te invitó a su depa?! —cuestionó el otaku, después se dedicó a protestar

    —¿Y qué reclamai vo? —replicó riéndose con orgullo—. Yo soy su amigo aquí, no tú. Y yo soy el que lo entrena. Tú erí un simple desubicado cara-raja metiéndose donde no lo llaman.

    —Chaaaa. ¡Así que con esa estamos, Ricky culiao! ¡Ándate a la chucha! —dijo dejando caer un par de puños, luego se largó mientras escuchaba la risa burlesca del ruliento.

    Con una sonrisa que trasmitía un coctel de emociones, Benjamín partió con su amigo al departamento, sin saber que así, gracias a esa simple invitación, empezaría a poner en riesgo incluso la vida misma de Ricardo. 

Diccionario:

Carrete: Fiesta.

Carretear: Irse de fiesta.

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