Capítulo 18: Fantasmas en la noche

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    Sucedió algo inesperado: a Ricardo le nació el deseo de mudarse con Benjamín, pues su departamento era un ensueño. Las paredes bañadas en un tono crema suave susurraban ternura y también eran lienzos capturando la última caricia del sol. La luz nocturna de la ciudad, tamizada a través de las dóciles cortinas, jugaba sobre los muebles entre los suspiros del viento que venían impregnados con la fragancia de la playa.

    Había libros meticulosamente alineados en una estantería, espejos del intelecto de Benjamín, yuxtapuestos con plantas y flores blancas. El sofá era un abrazo de terciopelo que invitaba a sumergirse en un océano de relajo, adornado por una variedad de cojines de colores cálidos.

    —¡Oye, woooh...! —Ricardo suspiraba con los ojos iluminados—. ¡Tú departamento está bacán, hombre! ¡¿Tan divino?! —dijo entre risas, dirigiendo la última palabra al chico, aunque jugueteando.

    Se quedó pegado mirando unas pinturas alineadas en una pared: paisajes de fantasía e imágenes de Italia y Paris, la Torre Eiffel y la torre de Pisa, aunque ambas irguiéndose sobre... ¿una luna celeste? Abrió la boca al enterarse de que la mayoría eran dibujos de Benjamín.

    —¡Mira el niño! —dijo admirado.

    —Ricardo —protestó.

    —¡Todo un artista él! Te estái perdiendo, cabro, deberías colgarte en un museo.

    —¿Eh?

    Con una gran sonrisa que infló sus mejillas, lanzó una mirada afectuosa y continuó su exploración. El aroma a limpieza mezclándose con un perfume varonil pero no hostigoso, también lo acogía. La cocina era una pista reluciente fusionándose con el espacio, solo dividida por una pequeña pared que parecía un muestrario de adornos: cisnes de porcelana, una bailarina de madera, flores de cristal calipso, y ciervos delineados con la elegancia de un alfarero trabajando para un príncipe.

    Caminó por un pasillo preguntando por las habitaciones mientras comentaba que una vez también quiso comprar un departamento, pero tuvo que gastar el dinero en otros asuntos.

    Benjamín, contagiado por su entusiasmo, le permitió ver los cuartos y el baño, pero no su dormitorio, pues le daba vergüenza.

    —¿Por qué? ¿Tienes a alguien escondido ahí? —bromeó picarón.

    —¿Qué? ¡Ay, no!

    Se rio del menor.

    —Pero ¿es espacioso?

    —Pues... —respondió reflexivo— sí, es la pieza más grande del depa.

    —¡Ah, déjame ver! —insistió con la curiosidad encendida.

    —Es que, es que..., ¡ay, no! Está muy desordenado, y...

    —¡Pero eso no importa po!

    Benjamín le sentenció que no, aunque haya articulado caras con las que solía conseguir el favor de cualquiera. Continuó explorando con un gesto de comprensión, pero así mismo de reclamo, por poco formando un puchero.

    Al poco se llevó un segundo golpe de curiosidad, ahora superior, cuando Benjamín interpuso una barrera de espanto para proteger el último cuarto del sitio, como si albergara sus mayores y más vergonzosos secretos. ¿Qué tendría ahí dentro? Se apartó con una extrañeza que no olvidaría fácilmente, mientras analizaba el rostro sonrojado del niño.

    A continuación se dirigió a un pequeño balcón que se abría al mundo exterior, un portal a la vastedad del cielo y la ciudad, pero también un nicho de introspección, donde se podía contemplar las escasas estrellas visibles de La Serena o sumirse en pensamientos más profundos. Las barandas del balcón, decoradas con enredaderas, traían consigo un pedazo de naturaleza.

    Ricardo Inspiró profundo y volvió a adentrarse.

    En el salón principal, o comúnmente llamado «living», posó su mirada sobre los muebles. La mesita de centro combinaba una madera negra con los patrones distintivos del grano de caoba, lo cual añadía una textura visual rica. En sí, cada mobiliario contribuía a una atmósfera de cultura y gusto refinado, donde se hacía notar una mezcla hipnótica entre lo oscuro, lumínico y sobrio, algo que pudiese hablar de la personalidad de Benjamín.

    Le costaba ocultar su sorpresa al saber que el chiquillo había adornado todo por sí solo. Ricardo no podía ser falso, una verdad lo inquietaba: el hecho de tener por primera vez un amigo tan artístico, y por lo tanto sensible, ¿no?, ya que ambas cualidades iban de la mano. Todos los amigos que tenía eran más bien simplones y hasta brutitos. Era muy novedoso romper ese patrón, pero tampoco desagradable..., ¿cierto?

    Sacudió sus pensamientos y habló con Benjamín para saber qué comerían. El refrigerador estaba tan limpio como todo lo demás en ese departamento, pero carecía de comida llamativa. Descubrió un dulce escondido por ahí, por lo que tuvo que regañar a su discípulo, pero con cariño.

    —¡Pidamos una pizza! —decidió animado.

    —¿Pizza? —cuestionó el niño con una ceja arqueada—. ¿Cómo es eso? Pero si me acabas de retar por tener un pedacito de pie de limón, ¿y ahora quieres comer algo así?

    —¡Pero si es una ocasión especial po, Benja! —Ricardo solo se reía—. Muy de vez en cuando no pasa nada. Y no es como ese trozo de pie que nació de uno entero, que quizás dónde escondiste.

    —¡Ay, no! En todas las pastelerías venden trozos. En ningún momento compré uno completo.

    —¡Sí, sí!

    Discutieron el tipo de pizza que pedirían: optaron por una de pepperoni con salsa de tomate y exorbitantes capas de queso. Ricardo tomó asiento en el sofá más grande. Allí desplegó todas sus preguntas acumuladas sobre el departamento.

    —Digamos que es... una herencia —explicó Benja sin sonar convencido.

    —¿Sí? Wooh... —Escuchó abriendo las piernas para sentirse más cómodo—. ¿De quién?, si se puede saber, obvio.

    —De mi abuelo paterno.

    Hablaron un rato sobre el abuelo de Benjamín, cuyo curioso nombre resultaba ser Bartolomeo. El caballero trabajó en una de las mineras más reconocidas y multimillonarias de Chile: Codelco, una empresa dedicada a la exploración, desarrollo y explotación del cobre y subproductos. Era muy sabido que quienes trabajaban allí recibían grandes sueldos, aunque solían colocar en riesgo su salud al exponerse a gases. Sin embargo, no fue el caso de Bartolomeo, quien trabajó como Especialista y Senior de Construcción y Montaje, lo que le mantuvo más alejado de las zonas de peligro, especialmente por haber sido uno de los jefes del área.

    Ricardo estaba sorprendido ante lo que oía. De pronto recordó cuando Antonio dijo que Benjamín era un «cuico», término que se utilizaba para dirigirse a esas personas de estrato alto, y usualmente engreídas por serlo, incapaces de tolerar la pobreza y las nimiedades de la vida. Pero no era el caso del niño, quien se veía muy ameno y hasta de carácter humilde.

    De un momento a otro se enojó con él al suponer que Bartolomeo había estudiado ingeniera civil.

    —¡Debiste haberme dicho antes po, Benja!

    —Pero ¿por qué? —preguntó nervioso.

    —¿Cómo que por qué? ¡Porque yo también soy ingeniero po! ¿No te imaginai las buenas charlas que tendría con tu abuelo? Entre ingenieros nos entendemos en otro idioma.

    Un dolor fulgurante atravesó el rostro de Benjamín, una bala destruyéndole el ánimo, como el abrazo fugaz de la muerte. Se reincorporó con una sonrisa falsa.

    —¡Pero si él no es ingeniero!

    —Ah, ¿no? —preguntó con las cejas desalineadas—. Pero los que trabajan en esa cuestión suelen serlo.

    —Mi abuelito es... constructor civil.

    Hablaron tanto de Bartolomeo que a Ricardo se le olvidó que quería saber cómo el niño obtuvo el departamento.

    —Ponte algo de música po, Benja.

    El chiquillo alzó una ceja cuestionadora. Titubeó antes de acercarse al equipo de música, alegando que sus gustos musicales eran raros.

    —No me digas que te gusta el reguetón —dijo Ricardo buscando incitar su enojo.

    Y vaya que lo logró.

    —¡A mí no me gusta esa mierd...! —lanzó el chico con un gesto encendido en repugnancia—, esa porquería.

    Se rio de él. A estas alturas sabía muy bien que se cuidaba mucho de decir palabrotas, algo tan inusual entre los chilenos. En ocasiones había creído que tenía raíces europeas por su mera actitud, hasta que se le escapaban términos chilenses.

    —Y yo suponía que te gustaba el perreo —dijo con una pizca de gravedad y decepción para que se tomara el comentario en serio y se alarmara otro poco.

    Benjamín reprimió un suspiro como si hubiera escuchado una verdadera blasfemia. Aclaró con énfasis que no y que él más bien de casa. Se frustró al saber que Ricardo solo lo quería molestar.

    —Eso veo —comentó Ricardo al echarle una mirada a la estantería de libros—. Harto intelectual el niño.

    —Pensé que a ti tampoco te gustaba.

    —¿Qué cosa, el reguetón? ¡Neh!, asquito —respondió bufándose—. Solo al Antonio y al Gonzalo les gusta esa wea. Y míralos ahí, bien tontitos, pero toca quererlos igual. —Rio.

    El niño se mostró risueño y con rostro aliviado.

    Al cabo de un rato sonó la puerta, anunciando la llegada de la pizza. Tomaron asiento en la cocina uno frente al otro en la mesa disponible. Al comer el primer bocado Ricardo elevó los ojos, colocándolos en blanco como si estuviera escalando al cielo, saboreando un conjuro prohibido, la gloria. Benjamín sonrió con los labios apretados, atrapando una risita adorable.

    —¡Dios, esto sí que está bueno!

    —Eso veo...

    Ricardo confesó que pecaba como cualquier ser humano al comer comida chatarra, pero solo en determinadas oportunidades. De hecho, con sus amigos tenían una reunión una vez al mes donde comían lo que se les antojara, ¡lo que fuese!, ¡todo estaba permitido! Le llamaban «el día glorioso»

    De pronto, sin que se dieron cuenta, estaban hablando de modales y estudios. El peque —a ojos de Ricardo—, reveló que estudió en una de las escuelas más ricachonas de La Serena, cerca de los cerros altos que delimitaban la ciudad. Desde pequeño tuvo que estudiar como si estuviera encerrado en un centro universitario. No la pasó nada bien.

    —¿Por tener que estudiar mucho? —Ricardo fijaba su atención en él mientras se acomodaba en la sillita alta y de madera.

    Confesó que los estudios no le molestaron, sino el ambiente de la escuela por su gente estilista y profesores antipáticos. Aunque cuidó cierta información, pareció dar a entender que sufrió cierto bullying. Pero Ricardo no podía asegurarlo. Por sus ojos pintados de nostalgia era difícil discernir lo que sentía.

    Ambos se habían dado cuenta hacía meses que tenían en común un lenguaje más cuidado, aunque ninguno quiso reconocerlo hasta ahora. Ricardo reía un poco ante la confesión. Benjamín se llevó un grato asombro al enterarse por qué «hablaba bien».

    —Mi viejo estudió lingüística, y se especializó en lingüística de campo. ¡Lo quiero mucho, pero, uff, es muy, muy, pero muy cansón con el asunto! Ni te imginai. Es de esos que no para de criticar lo mal que hablamos los chilenos.

    Relató que su padre había trabajado con los mapuches, un pueblo indígena muy numeroso en Chile y Argentina. Lamentablemente tuvo que apartarse cuando el terrorismo aumentó y cuando recibió una bala en la costilla por un propio mapuche.

    —¡¿Qué?! —Benjamín quedó frío.

    El niño escuchó una vívida historia de horror sobre el sur del país, con el padre de Ricardo huyendo escondido en el remolque de un camión, cuyo conductor también estaba siendo perseguido por terroristas que querían robarle la mercadería y quemarle el vehículo. Era una de las anécdotas oscuras de la familia. Ricardo la relataba con un tono de resentimiento y protesta, pero agradecido al saber que su padre pudo huir.

    Los chicos empezaron a quejarse por el estado actual del país, por la delincuencia disparada gracias a leyes que parecían defender más al ladrón que a la víctima. «El maldito mundo al revés», decía Ricardo.

    Ricardo bajó la cabeza por un segundo al darse cuenta de que congeniaba en más de una forma con el chico.

    Cuando la tensión se disipó del ambiente, por haber tocado temas delicados, continuó explicando que su padre los había llenado con un buen hablar. Ricardo fue uno de los pocos en el colegio que se expresaba tan recatadamente a pesar de que estuvo en una escuelita humilde, y lo molestaron por eso; y también por tener rulos. Esto sorprendió a Benjamín quien seguía creyendo que el chico era perfecto y que jamás había sufrido.

    Ricardo, sin embargo, confesó que su vida mejoró cuando empezó a dedicarse al ejercicio. En cierta forma por eso amaba tanto la salud física.

    —Pero ¿cómo te podían molestar por tener rulos? —inquirió incrédulo y con rabia contra los que acosaban, cada vez más interesado en la conversación—. ¿En serio tan tontos?

    —¿No te has dado cuenta? —preguntó reclinándose sobre la mesa, con sus codos sobre ella, acompañado por una sonrisa intrigante que Benjamín no sabía cómo interpretar.

    —¿De qué cosa? —respondió con inocencia e inseguridad.

    —De que no soy chileno.

    Algo en Benjamín pareció desmoronarse como si una cascada de sorpresa lo hubiera arrastrado en su corriente, hasta que Ricardo estalló en carcajadas, confundiéndolo.

    —¡Nah, sí soy chileno!, pero mi abuelo es africano.

    Se sorprendió al ver las cejas levantadas del niño y los labios separados mientras absorbía aire. Era una expresión quizás digna de un meme.

    —¿En serio?

    —¡Ajám!, por eso mis rulitos —anunció contento, como quien revela un regalo; luego añadió con una arrogancia que sonó más a juego que a verdad, especialmente por añadir una carcajada con la que pareció camuflar una herida oculta—: y mi fantástica piel relativamente trigueña.

    Benjamín se llenaba poco a poco de admiración, lo cual fue llamativo para él, ya que de pequeño muchos buscaron agobiarlo al llamarlo «africano», asociándolo con algo sucio e incluso con los esclavos o niños que mueren de hambre. Ricardo en su niñez y adolescencia vivió muchos problemas económicos y tampoco fue muy agraciado. Sus compañeros lo amedrentaron bastante —quizás algunos por una envidia escondida—. Sin embargo, el tiempo fue su aliado, quien lo ayudó a transformarse en lo que era ahora. Siempre titulaba su pasado como algo «trágico-cómico». De todos modos, no quería comentarle estas cosas al niño. ¿Para qué? No había necesidad de enturbiar la noche con cosas añejas.

    Benjamín sonreía con una amalgama de alegría, timidez y entusiasmo, lo que activó en él una sospecha y una energía revoltosa. ¿Qué estaría pensado esa cabecita?

   —¿Qué pasó? —preguntó sintiéndose contagiado.

    —Nada, nada.

    —Dime po.

    —¿Entonces tu abuelito tiene muchos rulos?

    —Seh, full estilo afro.

    Benjamín se imaginó una cabellera redonda y abundante. Sin pensarlo se atrevió a decir que los rulos en Ricardo se veían... muy bien. Ricardo se llevó cierto desconcierto al oírlo. No eran grandes palabras, pero la manera de ser trasmitidas era... inusual. No estaba acostumbrado a recibir comentarios con ese tono por parte de otro hombre, o bueno, sí, pero no de uno cercano.

    —Ah, ¿sí? —preguntó imitando uno de los gestos del propio Benjamín: una ceja cuestionadora.

    Inmediatamente se puso nervioso y, con una actitud más ruda, aclaró que no tenía nada de malo tener el cabello con rulos y que podía verse genial. Luego, y quizás para cambiar el tema, volvió a dirigirse a un hervidor de agua para preparar más café.

    Ricardo sonrió.

    Así continuaron pasando la noche, conociéndose más y descubriendo que tenían más pensamientos idénticos de los que habían supuesto. Era muy acogedor, como fragmentos perdidas ensamblando un mecanismo secreto que latía al ritmo del corazón. A pesar de las diferencias en sus energías, en las tonalidades de sus almas, se acoplaban muy bien. Hablaron bastante de sus abuelos, pues ambos guardaban mucho cariño hacia ellos. Benjamín estaba un poco atónito ante este detalle.

    No obstante, en Ricardo bullían algunas emociones contradictorias. Admiraba la vida envidiable de Benjamín: soltero con departamento propio. Pero ¿estaba realmente soltero? Le daba un «no sé qué» preguntarle. Solo sabía que su familia no vivía aquí. ¿Era feliz así? Además, volvía a notar una tristeza que al chico se le escapaba en momentos efímeros.

    —¿Todo bien?

    —Sí.

    La conversación se prolongó otra hora, durante la cual Benjamín exaltó las virtudes de Bartolomeo, su gratitud, ya que era él quien lo sostenía con parte de su pensión. Entonces así no pudo sostener más la represa de sus emociones, no le alcanzaron las manos para cubrir las grietas del estanque que contenía su infinito mar de angustia.

    Por otro lado, era primera vez en mucho tiempo alguien entraba a su departamento y eso le demolía la barrera que le hacía sustentarse por sí solo. Volvía a ser un humano que estaba agotado de llevar el peso de la vida sin ningún apoyo.

    Finalmente respondió su pregunta, y con los ojos aguados:

    —Es que mi abuelito... sufre alzhéimer.

    Ricardo guardó silencio por unos segundos, asaltado, hasta que se le empezó a apretar el corazón, quizás no por la noticia en sí, sino al ver la máscara de bienestar de Benjamín caer, aunque fuera solo un pedazo de ella.

    Algo en Benjamín estaba colapsando. No entendía por qué recordaba justo en esta velada que estuvo a punto de suicidarse y que había mirado el mundo con ojos excesivamente oscuros, hasta que poco después hubo un terremoto y Ricardo... No es que lo hubiera salvado de la depresión, pero le había dado un halo de luz que lo ayudó a revivir.

    —Ni siquiera recuerda quién soy —añadió con un hilo de voz quebrada, recordando los ojos vacíos y desconfiados de Bartolomeo.

    Al caer una lágrima, se la limpió rápidamente con la base de las palmas, tallándose los ojos con ellas. Se podría decir que era una de esas pocas ocasiones que Ricardo veía una actitud más femenina, pues se sentía delicada, aunque no le importó.

    Benjamín se mostró repentinamente abochornado y mal, sintiendo que se estaba entregando al ridículo y siendo inoportuno por abrirse con una persona que tampoco conocía de toda la vida, aunque así se sintiera. Se recriminó por ser tan desesperado.

    —Perdona, Ricardo, perdona.

    —Hey. —Le tomó una muñeca con seriedad cuando intentó agarrar otra servilleta para limpiarse—. No se pide perdón por querer a la familia y por llorar por ella, tampoco por sentir, por tener alma, hombre.

    Benjamín luchaba con todo por reincorporarse.

    —Benja, no pasa nada, tranquilo. Hey, hey, mírame a los ojos —dijo en tono más tajante y el chiquillo le obedeció—. Somos amigos, ¿no?

    «Amigos...», pensó Benjamín, reverberando la palabra por todos los pasillos de su esencia, sin embargo, la asumió, hasta que lloró en contra de su propia voluntad, toda su vulnerabilidad expuesta, su alma oprimida por años al viento de los hechos, hambrienta ante cualquier atisbo de consuelo que se presentara.

    —Perdona..., perdona.

    —Que dejes de pedir perdón —insistió, sin embargo, Benjamín continuó disculpándose una y mil veces más. Esto preocupó una parte de él, no, la consternó, pues parecía que el chico tenía miedo de expresarse o lo veía como algo que merecía castigo, así que no hallaba la manera de reparar lo que sucedía.

    Por se puso de pie y se acercó a él con decisión, sin importarle esa expresión de niño huérfano asustándose ante su cercanía. Puso las manos en su espalda y lo atrajo para darle un abrazo. Aunque en un inicio Benjamín estaba choqueado, lo comenzó a corresponder en breve.

    —No está mal llorar, Benja. Yo igual estaría como Magdalena si mi abuelo estuviera sufriendo algo así.

    »Tranquilo, anda, tranquilo... —Sus palabras fueron un arroyo de consuelo arropándole el alma.

    Aunque aún no podía creerlo, aunque seguía jurando que esto era un sueño, rodeó a Ricardo con necesidad, llorando en su pecho, no porque lo pretendiera exactamente, sino porque el chico lo superaba por más de diez centímetros de altura y su cabeza quedaba allí.

    Demasiados sentimientos se agolparon en su garganta. No importaba cuántas historias le contara Ricardo demostrándole defectos en su vida, o todos los comentarios de Antonio quejándose de él, en ese instante volvía a sentirlo como el chico más perfecto que había conocido.

    ¿Por qué..., por qué no podía estar con alguien como él? A pesar de todos sus esfuerzos, a pesar de todo lo que podía ofrecer, no conseguía más que sombras de alguien como él y una fila de desamores dolorosos. Al sentir sus pectorales era dejarse acoger por una almohada de protección masculina, quizás todo lo que su ser venía clamando desde que supo que existía el amor. Pero nada sexual sentía en ese momento, solo una plenitud haciéndose tangible, aunque solo para rozarle el alma. Aún lejana.

    En ese instante se podía percibir algo más que la cercanía del otro: el alma, porque eso podía conseguir un abrazo. Se sentían mutuamente. Ricardo apretaba un poco más y le tomó de la nuca al percibir ese clamor silente, esa dulzura que jamás había notado en alguien, pero a sí mismo un corazón que parecía cada vez más profundo, así como más herido de lo que alcanzaba a suponer.

    Ricardo no supo por qué se preguntó en ese instante el motivo que hubo detrás de su encuentro con él en el terremoto. Había instantes donde sentía que eran almas que...

    Benjamín cobró distancia, obligándose a contenerse. A partir de ese momento se obligó a ser maduro, a ser el de siempre, asumiendo el funcionamiento normal de la vida. Agradeció sin saber que había dejado una huella en su amigo. No quería colocarse incómodo con él para no propagar el sentimiento.

    Ya eran las 3:00am. A pesar de todo, el tiempo se les había pasado volando. Después de que Ricardo se cerciorara de que todo estaría bien con él, se dirigió a la puerta prometiendo otra junta, aunque en el fondo Benjamín no le creyese.

    Ya en la salida le volvió a pedir disculpas a Ricardo.

    —Que dejes de pedir disculpas, por Dios.

    Agachó el rostro, apenado. Ricardo le sonrió con un toque de compasión y dulzura.

    —¿Me crees machista o algo así?

    Esa pregunta lo pilló totalmente desprevenido.

    —¿De esos que opina que no hay que llorar y eso? Yo soy un tipo moderno, Benja —aseguró con simpatía, pero luego alzó un dedo aclarador—: solo lo necesario.

    Ante la nueva pugna de emociones visible en sus ojos, Ricardo se tentó y le removió el cabello amistosamente.

    —Anímate, hombre.

    Se miraron unos segundos después de que el chico se hubo ordenado las mechas con cierto sonrojo.

    —Benja, ¿tú crees en...? —dijo, pero se arrepintió—. No, mentira, ¡es re tarde y tengo que trabajar! ¡Nos vemos, Benjita!

    —Nos vemos, cuídate mucho y... gracias.

    Benjamín se quedó con la duda. ¿Qué le quiso preguntar Ricardo? Se sentó en la cama y pensó por una hora antes de irse a dormir, sintiéndose aún en un ambiente algo... onírico, flotante e irreal, con una sonrisa que dudaba en fluir, con un moño de emociones y un combate diferente entre alegrías y dolores.

    Ricardo se consolidó como su único consuelo cercano en los siguientes días. Extrañamente sus amigos empezaron a tratarlo con más afecto, lo que le hizo suponer que se habían enterado de lo sucedido. Aunque no le gustaba demasiado que sus asuntos personales fueran exhibidos, mayor era su agradecimiento por el trato afable, lo que le ayudaba a ver que aún había muy buenas personas y compañeros.

    Gracias a ellos sentía que la vida era menos tortuosa e incluso llegó a suponer algo: quizás no necesitaba pareja, sino simplemente compañía, pero para él era imposible asumirlo.

    Ricardo brillaba, brillaba aún más cada vez que se reunía con él. Benjamín tenía que repetirse de manera constante: «No te ilusiones, no te ilusiones.»

    Su vida se estaba convirtiendo en un ascensor que luchaba por mantenerse en un punto medio. David seguía haciéndolo sufrir con el veneno de la confusión. Un día al fin tuvo la iniciativa de iniciar una conversación por chat, comportándose tierno y amoroso, pero después volvió a cobrar distancia.

    La necesidad de gritar por parte de Benjamín iba en aumento, su deseo de bofetear las paredes y de dibujar cosas... tétricas.

    Pero se contenía.

    Ricardo no era psicólogo, pero estaba intuyendo que sufría depresión, así que se esmeró aún más por ayudarlo, sin saber que no era fácil para Benjamín filtrar su contacto y sus sonrisas, sopesarlas. A Ricardo no importaba o no lo veía, solo sabía que no tenía nada de malo apoyar.

    Pero un día, al salir del departamento del Benjamín, mientras iba manejando su camioneta Ram 1500, una proyección de su masculinidad, notó que estaba siendo... ¿perseguido por un vehículo?

    Cada dirección y curva que tomaba en dirección a las calles de Coquimbo era repetida por ese vehículo, un auto casi negro que se fundía con la noche, haciendo más difícil su reconocimiento. La sombra hizo entrada en su corazón, enterrando sus garras, acelerando sus latidos, acorralándolo.

    Nunca había vivido una situación, ¿qué debía hacer? Se preparaba para todo, consciente de los peligros que habitaban en el país y en el mundo, hasta que tuvo un golpe de coraje y rabia, recordando lo que había sufrido su querido padre, y detuvo la camioneta mientras tomaba una llave inglesa listo para defenderse, sin embargo, no se bajó. Mantuvo el motor encendido, la mano izquierda en la puerta y un pie en el acelerador, preparándose para pelear o huir.

    Un tajo de horror le cortó la respiración cuando el auto redujo su velocidad, casi deteniéndose a su lado, como si mandara un mensaje tácito:

    Sí, te estamos persiguiendo. 

    Un escalofrió le rasguñó la espalda. Miró hacia un lado y pudo ver varias siluetas dentro de ese vehículo, quizás... unos cuatro o cinco hombres.

    No alcanzó a reconocer a ninguno, pues la escasa luz no ayudaba. Entonces el auto oscuro aceleró de nuevo, deslizándose en la noche, dejando tras de sí una estela de amenaza latente. El eco de esa sombra se instaló en él, una presencia que ahora lo acompañaría en su camino.

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