Capítulo 19: En el mar abierto

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   Ricardo transitaba por una de las vías de la Universidad Católica del Norte, un sendero enmarcado por una exuberante orquesta de colores verdes que se extendía como un largo tapete de hierba y árboles, mientras exhalaban sus fragancias al aire, acariciados por la calidez dorada del sol. A su alrededor, el susurro colectivo de estudiantes teñía el ambiente, fluyendo hacia el comedor en un ritual diario de encuentro y camaradería.

   Muchos le dedicaban sonrisas y miradas, pero él, ajeno al mundo circundante, concentraba su atención a la pantalla de su celular, al grupo de WhatsApp donde charlaban sus mejores amigos, quienes discutían sobre lo que había sucedido la noche anterior, situación que debería ser alarmante, pero lejos de recibir la solidaridad esperada, Antonio le escribió una estupidez que estuvo a punto de sacarle una cana verde:

   Para mí que tú tení toda la culpa Ricky qlo.

De qué hablai?, aweonao esquizofrénico.

Usa la cabeza así sea por una vez en tu vida.

Dios.

   Pa qué te poni a comprar una wea tan cara?

   Tu camioneta te costó un hígado y un riñón, pero vo, pa dártelas de ricachón, te la compraste igual.

   Ahora te tienen en la mira, Ricky qlo. Tení que tener cuidado.

   Los nervios le tensaron el vientre. A pesar de la idiotez de su amigo, no podía negar que su comentario tenía mucha lógica. Su camioneta ram 1500 era un lujo atrayente para la peor calaña de delincuentes, los cuales habían decidido perseguirlo con la certeza de que era un hombre de mucho dinero.

   «Mierda.»

   Su preocupación aumentaba a medida que Antonio y Gonzalo enfogonaban la teoría. En La Serena, así como en otras ciudades de Chile, los ricos ya no podían vivir en paz. Había bandas, conformadas en su mayoría por extranjeros, que se dedicaban a perseguir a estas familias con el fin de cobrarles impuestos. Si no pagaban se les amenazaba con asesinar o secuestrar a un familiar.

   Ricardo no era millonario en lo absoluto, pero había trabajado muy duro desde niño, y gracias a sus dos profesiones actuales ganaba un sueldo decente. Paradójicamente esto podía traerle serios problemas.

   Aunque no se considerara un cobarde, arribó al comedor universitario con el estómago algo revuelto y una palidez notoria, incluso se quedó inmóvil ante el bufé.

   —¿Profe? —preguntó una alumna en la fila al notar que se había detenido con la mirada distraída en el celular.

   —Ah, sí, ¡disculpa! —Ricardo se despegó de su inmovilidad con su típica sonrisa estrellita. La alumna agachó la cabeza tras sentir una explosión de emociones en su corazón. Murmuró junto a sus amigas apenas el profesor hubo avanzado.

   Ricardo tomó un plato de verduras que depositó en una bandeja y continuó observando el chat de Wsp. Los idiotas de sus amigos ahora se reían mientras discutían sobre las habilidades de Gonzalo, quien había practicado Karate hacía varios años. Gonzalo decía estar dispuesto a cobrarle a Ricardo para protegerlo. Antonio se reía sugiriéndole que le cobrara en exceso y aprovechara para enseñarle respeto.

   Algo muy remoto en Ricardo pensó en tomar la oferta, pero al ver a sus amigos hablar más y más sandeces al respecto, la desechó y guardó el celular en el pantalón.

   Estimaba a sus amigos, eso nadie lo negaba, pero a veces desearía algo de seriedad y que dejaran de tomarse todo como si fuera un maldito chiste. A veces le gustaría algo más de... ¿comprensión y empatía?

   Al tomar asiento en una de las tantas mesas del lugar y después de probar un bocado de su almuerzo, recordó una vez más a esos sujetos persiguiéndolo en un vehículo bajo el abrazo de la noche. Suspiró al darse cuenta de que le estaba entregando una importancia exagerada, sin embargo, ahí estaba ese susurro, como un mal, un lado psicótico del cerebro trayendo de regreso la situación. ¿Qué debía hacer? ¿Defenderse y nada más?

   Cuando fue un adolescente se peleó a puñetes con un par de compañeros en la escuela porque le decían: «¡Africano culiao! ¡Felano!». Pero cuando se hizo respetar después de entrenar su cuerpo nunca más tuvo esos pleitos tan tontos.

   Se podría decir que Ricardo era pacifista a causa de su padre que defendía los altos valores, asegurando que las cosas se solucionaban con diálogo. Pero, así respetara demasiado sus consejos, tampoco los seguía al pie de la letra. En casos aislados consideraba que la agresión era necesaria. Por otro lado, tampoco era un sujeto inferior: sus músculos no eran un mero adorno; un puñete suyo podía romperle la quijada a cualquiera.

   Pese a todo imaginarse peleando contra ladrones en medio de una situación tan tensa le incomodaba e irritaba una tripa.

   Finalmente sopló, lanzando aire contra un par de rulos que caían sobre su frente.

   —¿Qué onda, hermano? —José apareció desde la nada misma. Ricardo se levantó con un respingo de felicidad.

   —¡Weón! —Se puso de pie con el rostro iluminado—. ¿Qué onda? No pensé que vendrías.

   —Es mejor que comer mientras te mira el trío de pendejas —respondió después de darle un golpecito en el hombro y tomar asiento con una bandeja de almuerzo en mano—. Weón, las mujeres están cada vez más cagadas de la cabeza, así que me vine rapidito. ¿Cachai que otra vez me sacaron foto sin permiso? Pero claro, si uno llegara a hacer algo así con ellas te acusan con la primera wea que se les ocurra y más encima haciéndose las víctimas.

   —Na que hacer, hermano —respondió encogido de hombros mientras volvía a tomar asiento.

   José, como kinesiólogo, trabajaba en el hospital de Coquimbo, lugar cercano a la universidad donde tenía una guerra cazada con tres enfermeras recién egresadas que no paraban de hablar de él, de su cuerpo y fascinación por el gimnasio. Una de ellas decía que consideraba asqueroso su cuerpo musculoso, pero ahí estaba, muy atenta a cada uno de sus movimientos.

   Después de desahogarse hablando mal de ellas, José notó que algo le sucedía a Ricardo. Él, como su mejor amigo, no, más bien como un hermano que casi se crio con él, había desarrollado la capacidad de percibir el transito de espectros turbulentos detrás de la expresión iluminada de Ricardo.

   No obstante, su habilidad no alcanzaba a percibir la forma clara de estos oscuros pasajeros. Y en general prefería no perturbar a su amigo preguntándole cosas más íntimas. Ambos se apoyaban a través de la compañía, y no mucho más. Pero, así fuese un apoyo silente, era profundo a su forma y a veces ridículamente efectivo.

   Sin embargo, José era consciente de que en esta ocasión debía cruzar la línea y expresar ayuda con sus palabras.

   Porque Ricardo tenía más de un solo problema.

   —¿Qué onda, Ricky, pasa algo, bro?

   Ricky marcó una mueca con la comisura de sus labios en un gesto de titubeo. Esto indicaba que estaba abierto a hablar del asunto.

   —No me digas... —José elevó los ojos—. ¿Le pasó algo a la Sofía otra vez?

   —¿Qué? —preguntó apretando el mentón y sacando los labios inferiores, un gesto de reproche y molestia—. ¡No, weón, nah que ver!

   —Ah, bueno —dijo con sus ojos centrados en la comida para distanciarse de un tema que a su amigo no le gustaba que le cuestionasen. Aprovechó para mencionar que la comida de la universidad estaba buena, pero como siempre le hacía falta sazón.

   Ricardo resopló con dureza.

   —¿Por qué siempre piensan que la Sofi me anda cargando? José, no es así, hermano —recalcó.

   Los pensamientos de José solían diferir con lo que expresaba con su boca. Pensaba cosas muy desagradables de esa tal Sofía, «la mejor amiga de Ricardo», una niña efusiva, llorona, manipuladora, aprovechada y demasiado... estúpida. Pero si confesaba lo que sentía de ella tendría serios problemas con Ricky.

   —Ah, weno.

   —¡Mi niña es buena gente! —aseveró Ricky con un rostro severo que rozaba lo caprichoso—. ¡Con ella no tengo ningún drama!

   José buscó demostrar con su semblante ameno que le «creía.»

   —Ya sé, compadre. Pero nah po, te vi un poco angustiado y solo ella te suele afligir así, así que pensé que era por eso —dijo para después llevarse un trozo de tortilla a la boca.

   —Ni te imaginai lo que me pasó anoche, weón —expresó Ricardo en un tono más aliviado e incluso cómico.

   Comenzó a relatar todo lo que había sucedido. La reacción de José fue de total seriedad y preocupación. Quizás por esto Ricardo lo consideraba su mejor amigo, ambos se entendían sin tocar áreas sensibles, sin convertirse en un par de viejas lloronas.

   José, con una actitud radical, tomó su celular e impuso orden en el grupo de Wsp enseguida. Antonio y Gonzalo le tenían algo más que respeto, miedo, así pausaron sus bromas de golpe. Seguidamente, cuando José terminó de regañarlos, habló un tal Carlos:

   Gracias por controlar a estas dos ratitas que no saben tomarse nada en serio.

   Estoy más que de acuerdo contigo, José, esta wea puede ser cuática y no hay que tomársela pa la chacota.

   Que sepas, Ricky, que hoy llego a La Serena.

   Cualquier grupito de weones que te ande acosando, primero tendrá que pasar por encima de todos nosotros.

   Ricardo se veía a sí mismo como un chiquillo que acababa de acusar a sus compañeros ante dos profesores; no sabía dónde poner la cara y con su sonrisa inquieta buscaba reducir la situación. No obstante, bajo este incómodo sentimiento, latía un agradecimiento profundo al ver el apoyo de sus amigos.

   Por otro lado, sabía muy bien que Carlos trasmitía más miedo que el mismísimo José, era el «bélico» del grupo, e incluso sabía utilizar armas. Pero era buena persona, por algo formaba parte de la familia.

   ¿Llegaba hoy? A Ricardo le daba mucho gusto saber que lo tendría cerca.

   Un baile de emociones se alzó desde su vientre, como un torbellino oscilante, una cuerda inquieta, un orgullo, una sensación viva, pero también había... ¿preocupación?

   Claro, porque el grupito que lo estuvo persiguiendo anoche eran los que realmente tendrían problemas si se les ocurría seguir molestando.

   De repente habló la única chica en el grupo de Wsp. Su nombre estaba adornado con flores y muchos corazones:

   Cuenten el chisme po! Recién llego a la casita y puedo ver el celu.

   Qué pashó?

   Ricardo, reduciendo su entrecejo con fuerza y severidad, contestó:

De ti no quiero saber ni una wea!

   La chica llenó el chat con: Jajajaja, y en mayúsculas, por lo que Ricardo bufó estresado.

   —Ya, viejo, me voy al hospital —dijo José con su mirada en el reloj de su muñeca. Cansancio había en todos los rincones de su rostro.

   Ricardo le dio unas palmadas en la espalda y se marchó a impartir su siguiente clase, sacudiéndose los rulos para darse ánimos y fuerza, pues, aunque le gustara ser profesor, acarreaba muchas dificultades.

   Como el acoso.

   La facultad de ingeniería en la universidad Católica del Norte solía estar llena de estudiantes varones, aun así, Ricardo los sorprendía sacándole fotos e incluso grabándolo en videos.

   Se esforzaba por tomarse el asunto con gracia, solo sonreír y comprender que así era la juventud, pero ¿a qué costo? A veces sentía que desintegraba un fragmento de su ser, desparramando sus cenizas en el río del mundo para encajar con él y adaptarse.

   Suspiró mirando al techo y dándose unos golpecitos en la frente. Definitivamente tenía su cabeza muchísimo más chillona de lo normal, como si se adentrara a un pozo donde el aire escaseaba poco a poco, como una rana acercándose hacia aguas que hervían a tiempo sutil.

   De pronto, sin embargo, se llevó una sorpresa al recibir un mensaje de Benjamín. Al ver su nombre afloró un sentimiento de... ¿complacencia? De una extraña forma el chiquillo se comparaba con un cuadrito de tranquilidad en medio de una bulliciosa plaza.

   Es que te quería mostrar algo... ¿Estás ocupado?

   Al explicarle que estaba en plena clase, Benjamín optó por no mostrarle ese «algo». Ricardo volvió a sentir una piedrita de estrés, ya que el chiquillo aseguraba muchas veces que solo estaba molestando.

Que no, hombre!

Anda, muestra ya.

   De alguna manera un poco sobrenatural sintió que se había dolido con el regaño. Aun así reveló ese «algo».

   Consistía en un dibujo que provocó en Ricardo... un suspiro ahogado, dejándolo petrificado, con los ojos pegados en la imagen, obviando que a su espalda había decenas de estudiantes esperando la continuación de su clase.

   Benjamín había puesto a todos de cabeza. Esa misma tarde los chicos se reunieron en el gimnasio para luego fugarse a ferreterías con tal de comprar pinturas negras, blanca, café, naranja y calipso, además de lámparas, herramientas, mobiliario nuevo y materiales de acabado.

   Benjamín había entregado una avalancha de imágenes exponiendo nuevos modelos para el gimnasio que parecían surgir de tiempos casi futuros, donde el límite entre la audacia y la mesura se difuminaba en un ballet de formas; un espectáculo visual que solía verse solo en fotos en Instagram, algo que coqueteaba con lo fantástico. Los chicos querían convertirlo en realidad en contra de cualquier dificultad.

   Benjamín había trasformado el suelo en un camino de colores vivos, pero sin alcanzar lo chillón, con franjas que jugaban entre sí como si se unieran en una pista olímpica, con el naranja proporcionando la fuerza del sol, el calipso oscuro un cierre de elegancia y el blanco una guía central.

   Bajo las máquinas de ejercicio, el suelo se erguía ligeramente como pistas de fortaleza, revestidas en una simulación de madera que evocaba un rompecabezas hermosos y natural. En los rincones del espacio, la presencia de plantas aportaba un respiro orgánico, acomodándose junto a muebles y sillas que invitaban al reposo, a la charla e incluso a un café.

   Lo único que no les terminaba de gustar a los amigos era el exceso de lámparas. ¡Pero todo lo demás estaba demasiado genial!

   El gimnasio estaba oficialmente cerrado mientras se dedicaban a remodelar.

   En el segundo día, Benjamín conoció a Carlos: un sujeto que parecía sonreír con sinceridad, pero al mismo tiempo ocultaba una tensión, como si las cuerdas de su ser estuvieran estiradas por un anhelo de reventar contra algo o alguien. Así, costaba saber si era un sujeto demasiado ameno y amistoso, o alguien que no soportaba a nadie.

   —¡Carlos, Benja! ¡Benja, Carlos! —Antonio se encargó de presentarlos.

   Carlos tenía la cabeza casi rapada, por lo que permitía hacer notar la forma irregular de su cabeza. En sus ojos se congregaba la fuerza de un guerrero que oscilaba entre la seriedad absoluta o la mansedumbre de alguien muy humano. Era como si fuese... «un toro domesticado». Así lo sintió Benjamín, aunque no fuese el mejor para leer personas.

   —Mucho gusto —el sujeto lo saludó con sus ojos fijos en él, dándole la mano.

   Benjamín lo admiró un segundo, pues era de esos musculosos exagerados, una mole de fuerza sobreexpuesta.

   —Ig-igualmente.

   Antonio le explicó que Carlos era culturista y que había estudiado ingeniería con Ricardo. Había estado de viaje con su pareja quien lo acompañó a concursos de alta envergadura, como Arnold Classic en las mismísimas Vegas.

   Ricardo se acercó a Benjamín para colocarlo hombro a hombro y mostrarlo como si fuese su orgullo.

   —¡Ahora es mi compita po, Carlos! Es re buena tela.

   Carlos parpadeaba mientras procesaba la lluvia de noticias. Había visto a Benjamín hacía muchos meses en el gimnasio y aún le costaba creer que ahora fuese sociable.

   —Weón, ¿y en serio lo estás entrenando?

   —¡Sipo! —afirmó Ricardo con una sonrisa de dientes iluminados.

   Carlos se mostró aturdido, pero al cabo de un rato sonrió muy animado, como si la presentación de Ricardo le hubiese ayudado a darle el buen visto al chico

   —¡Wena, bacán! ¿Viste que es entrete tener discípulo?

   »Entonces debe ser comprometido el cabro.

   —Seh, bastante, ¡le pone sus ganas!

   Carlos y Benjamín se miraron un momento antes de que Gonzalo y Antonio los distrajesen, pues se habían largado a discutir, ambos asegurando la manera correcta de pintar.

   Las discusiones infantiles se hicieron oír de manera seguida en los días siguientes. Pronto tuvieron que contratar a profesionales para que llevaran a cabo los diseños más complicados del artista.

   Un fin de semana, Ricardo decidió invitar a Benjamín a un asado en la casa de José, donde habría un montón de gente nueva, como la novia de José. Una vez allí, Benjamín no paraba de juguetear con las manos, de acomodarse la ropa, de inhalar y suspirar profundo, especialmente cuando nadie lo veía. No solo moría de ansiedad por estar llevando al límite sus capacidades sociales, sino porque David, quien a veces escogía los peores momentos, estaba respondiendo a preguntas atrasadas a través de Wsp.

   Al fin se estaba mostrando más dispuesto a explicar por qué estaba tan distante. Benjamín lo había estado acorralando poco a poco, aunque con paciencia y cariño, desarmando sus justificaciones. Ahora, con un esfuerzo titánico, Benjamín le estaba pidiendo sinceridad. Miraba el celular a cada segundo sin saber a qué atenerse.

   Para su sorpresa, David estaba exigiendo lo mismo que él: sinceridad.

   Pero... tú quieres algo más serio... ¿no?

   Benjamín intentó explicar por última vez que buscaba algo sin nombre, una amistad... Pero David deshizo su burdo intento de ocultar una intención obvia.

   Dime qué quieres, por fa. ¿Y dímelo de manera directa? Si es posible.

   No pudo responderle.

   ¿Tú quieres algo... más serio conmigo?

   Por un segundo todos los temores de Benjamín, monstruos bulliciosos, cayeron opacados ante una luz arrasadora, como una promesa asegurando una vía al paraíso. Entonces Benjamín dijo sin pensarlo:

Eh, pues sí.

   Sus dedos se revolvían arriba del celular, construyendo respuestas complicadas que luego borraba para volverlas simples:

O sea... sí, ¿por qué no?

O sea sí, me gustaría, sí... David.

   Había lanzado una bomba que requirió el despliegue de todo su ser. En ese instante sentía que cada fibra de él solo vivía y respiraba para ese momento.

   Hasta que David respondió:

   Yo no, Benja, sry pero yo no busco algo más serio ni ahora ni para más adelante.

   Ha sido bonito conocerte, de verdad, pero no busco lo mismo, no quiero relaciones.

   En serio disculpa.

   Y tampoco quiero discutir del asunto.

   Se pasó la mano por la frente sudorosa, sintiendo que su piel era la arcilla helada de una estatua. Sintió que le drenaban la sangre hasta no dejar una sola gota de ella en sus venas. Sintió colisionar contra un camión en plena carretera. Sintió que la luz del mundo desapareció, dejándolo atrapado en un apagón absoluto. Sintió cada entraña comprimirse, como serpientes aterradas buscando esconderse de una estampida salvaje que se arrojaban para atropellarlas. Su cabeza era un hueco negro acompañado por un zumbido agudo. Las piernas y sus brazos perdían fuerza, obligándolo a tumbar su espalda contra una pared que componía el patio en la casa de José.

   Releía los mensajes con incredulidad. Cada segundo contemplándolos era un dolor sordo ahogado su garganta. Cada segundo era el paso de un rastrillo arrancando todo lo bonito y primaveral que había forjado, la ilusión que había hecho parte de él, de su piel y corazón. Ahora empezaban a ser despellejadas sin antelación.

   Empezó a notar que algo se le reventaría en el pecho, pero entonces, junto al borde de ese clímax... dejó de sentir; todo se volvió un nada.

   Nada...

   Miró a Ricardo y a sus amigos mientras charlaban junto a la parrilla, dándose empujones y riendo, disfrutando el aroma de la carne asada viajando en el humo, aroma que Benjamín parecía no captar y felicidad ajena que no asimilaba ni entendía.

   Caminó por inercia al baño. Allí, al reencontrarse con sus ojos muertos en el espejo, volvió a descubrir que tenía alma y la tristeza se reencontró con él como un toro embistiéndolo por la espalda, lanzándolo hacia esas aguas turbulentas donde se sacudían sus pensamientos más oscuros y dañados que nunca pudo controlar. La depresión, el rechazo hacia sí mismo, la visión oscura que tenía de su persona regresaron como metales cayendo en la liberación de una avalancha.

   ¿Lo rechazaban una vez más? ¿Otro intento de noviazgo fracasado? ¿Era acaso una condena? Ya lo estaba sintiendo como un castigo de Dios por contradecir su palabra y no ser heterosexual; quizás era el resultado de las oraciones de su hermana, primas y tíos y la iglesia donde estuvo que buscaron con desesperación encarrilar su vida.

   ¡No!, quizás era simplemente a causa de su insuficiencia como ser humano! Porque era un miserable, miserable.

   Poca cosa.

   ¡Ridículo!

   Ese corazón de príncipe que abrigaba en el pecho no hacía más que llorar y gritar. Aquel niño, que aún no sabía desenvolverse como adulto, volvía a deambular por las calles de la vida sin saber qué hacer, mirando los callejones oscuros como si fuesen sus viejos conocidos.

   Todo se oscurecía tanto que de pronto... empezó a tener miedo, demasiado miedo.

   Algo lo llamaba a regresar a ese puente de cual pretendió dejarse caer, como si hubiese forjado un lazo con ese sitio, una promesa que no podía ser ignorada. Había algo sonriéndole de manera nauseabunda en las cavernas más ocultas de su mente.

   Así, todo lo que había ahogado a base de distracción, resurgió con la fuerza de un volcán, como si aprovechara la carne despellejada, nueva herida y cuevas para desfilar fuera de él.

   Empezó a respirar de manera acelerada, como si fuese lanzado a un cuarto donde el oxígeno se agotaba y el pánico dominaba sus pulmones. Se ordenaba calmarse una y otra vez, pero no podía controlar su propia mente.

   Dentro de poco escuchó la voz de Antonio:

   —Benja, vamos a servir la carnecita.

   Ahogó chillidos de esfuerzo sublime buscando ahogar esa respiración errática, como si su vida dependiera de ello, pero Antonio ya había escuchado.

   —¡¿Benja, qué onda, pasa algo?! —preguntó alarmado.

   —¡No! —musitó.

   Con la percepción del tiempo alborotada, no supo en qué momento se congregaron todos los chicos fuera de la puerta. Ricardo era el vocero, pidiendo que abriera, hasta que a Benjamín no le quedó de otra mover el pestillo al sentir que estaba forzando la entrada. Intentó sonreír al ver el rostro de Ricardo, pero todo en él destilaba pánico y descontrol, así que Ricardo empezó a consolarlo, desplegando palabras que terminaron por reventar la escasa dureza que lo sostenía. Benjamín se convirtió en un ser temblante y revoltoso en los brazos del chico, como quien sale de una laguna gélida y mueve sus manos sin rumbo buscando calor. Sus ojos trizados por un mar de lágrimas contenidas no era más que una remota expresión de su masacre interna.

   —Tranquilo, Benja, tranquilo.

   «Tranquilo», escuchó demasiadas veces esas palabras antes de que lo sentaran en un sofá, donde continuó transformándose en un desagradable centro de atención. La mirada consternada de Carlos caía sobre él mientras una incomodidad e incluso desapruebo se escondían bajo la máscara amable de José.

   No hallaba cómo explicarse. Ricardo entregó un supuesto salvavidas al decir que posiblemente estaba afectado por la situación del abuelo, sin embargo, la excusa no era suficiente. ¿Tanto lo amaba?, parecían preguntarse los demás. ¿Acaso le había sucedido algo grave además del Alzheimer?

   De una forma torcida Benjamín mezcló hechos pasados con los actuales, relatando que el abuelo se había intentado suicidar rompiéndose la cabeza con una botella.

   —¡Mierda! —gritó una chica cuyo nombre ni recordaba—. ¡¿Te llevamos con él entonces?! ¡Obvio!

   Le dijo que había sucedido hacía días, dando a comprender que la situación le había estado martillando en silencio.

   Se deshizo pidiendo disculpas, especialmente al notar que había un aire de incredulidad y confusión en algunos. Los más cercanos intentaron arreglar la situación, hasta que simplemente concluyeron que había que llevarlo a un hospital o a su departamento.

   Fue una sensación fatal saber que había arruinado el día con semejante situación. La vergüenza le doblegaba aún más al recordar que era la primera vez que se reunía con los chicos fuera del gimnasio.

   Ricardo conducía su camioneta en dirección a su departamento. Benjamín, sentado en el asiento del copiloto, todavía no controlaba sus anhelos de llorar hasta secarse, y de gritar. Sus manos no se despegaban de su rostro como si buscaran detener el sangrado del alma.

   —Benja... ¿pasa algo más? —preguntó Ricardo mientras su mirada oscilaba entre la carretera y el chico, mientras colocaba una mano sobre su hombro cada vez que podía.

   Ese contacto solo aumentaba el deseo de liberar todo lo que retenía, pero se controlaba.

   —No estás así solo por el abuelo, ¿cierto?

   Silencio.

   —Sabes que puedes decirme, ¿no? Somos amigos, anda...

   Al arribar en el condominio, Benjamín se despidió asegurando que todo estaba bien. Ricardo estacionó su vehículo y fue detrás de él. En la puerta del apartamento, Benjamín hizo lo posible para que se retirara en paz, pero solo entró.

   Fue un largo rato de insistencias y disculpas, de lágrimas y desesperos, hasta que Benjamín empezó a recuperar calma.

   —Disculpa, en serio.

   —Si vuelves a pedir disculpas otra vez, te cacheteo, o te intensifico el entrenamiento, ¿o te tiro una oreja?, ¡no sé! ¡Pero para...!

   Benjamín, negado aún a mostrar su verdadera habitación, había entrado a un cuarto de huéspedes, donde había una cama más sencilla en la que se recostó.

   Ricardo hizo milagros al demostrarle que no estaba incómodo por la situación, incluso preguntó si podía venir Antonio y Gonzalo, ya que el primero estaba muy preocupado y lo expresó a través de una llamada en altavoz. Fue tal la influencia y poder de Ricardo que logró el cometido y los chicos vinieron.

   Cuando arribaron, hubo una pequeña oleada de comentarios por la bonita apariencia del departamento, luego solo calor humano y amistad. Benjamín simplemente no pudo comprender cómo la explosión pudo al menos contenerse, aunque tenía un cráter hirviente en el pecho.

   En los días siguientes estuvo mayormente en cama y con el escaso aliento de alguien que vivía por vivir.

   Mientras tanto, David ya ni siquiera le escribía, dejando cada vez más en claro su postura. Benjamín seguía preguntándose por qué, por qué... ¡¿por qué?!

   Se convertía en un barco que ni siquiera conocía su destino, vagando a la deriva del mar abierto. En ocasiones Ricardo era un faro en la penumbra, ofreciendo reposo en su isla, pero a Benjamín le quedaban gramos de dignidad y fuerza y no quería ceder a otra ilusión para que se la hicieran pedazos.

   Por si fuera poco, Nayadeth, novia de Ricardo, regresó al fin a Chile. Apenas se hizo ver, Ricardo cambió por completo, regresando a la verdadera vida y perdiéndose en su mundo de plenitud y amor.

   ¿Entonces qué quedaba?, se preguntaba Benjamín, nunca antes sintiendo que no tenía nada ni nadie por quién luchar, pues su vida por sí sola no le interesaba, pues le habían dañado severamente al programarlo para encontrar su mitad.

   En el horizonte solo había... vacío y tristeza.

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