Capítulo 6: Volviendo a tu realidad

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    Ricardo llevó a Benjamín a una cafetería llamada «4° Avenida», que no estaba muy lejos del gimnasio, por lo que tomaron un pequeño paseo a pie que se convirtió en otro agradable momento para Benjamín. Sentía que estaba junto a un hombre cada vez más extraordinario. Ricardo destacaba por su imponente altura de un metro ochenta, su semblante alegre, y sobre todo por su cuerpo bien esculpido, un arte masculino que capturaba las miradas a su paso. A pesar de que su musculatura no se comparaba con la de los culturistas, su silueta era preciosa e iba más allá de todo lo que deseaba Benjamín.

    En contraste, Benjamín era un chico en proceso de desarrollo muscular. Desde su perspectiva personal era un ser mediocre al lado de ese hombre.

    Cuando Benjamín suspiró, Ricardo pensó que lo había hecho debido a una ráfaga de frío que asaltó las calles de la ciudad y no porque estaba maniobrando para controlar las ilusiones y murallas. Benjamín se esforzó para decir que sí, que había sido por el frío.

    —¿Tú eres serenense, Ricardo? —preguntó con curiosidad, buscando calmar sus agitaciones internas.

    —No, nací en Coquimbo y viví la mayor parte de mi vida allá —contestó con su mirada fija por delante, con sus pasos pisando la vereda. No había mal alguno en su mirada, ningún conflicto.

    —¿En serio? —indagó mirándolo con atención. Ricardo asintió con una sonrisa—. Bueno, ahora que lo dices..., creo que tiene sentido —comentó después de evaluarlo.

    —¿Y eso por qué? —Ricardo notó que el chico no se atrevía a rebelar sus verdaderos pensamientos. Por suerte, la confianza crecía y le costaba cada vez menos—. Anda, suéltalo —lo animó con otra de sus simpáticas sonrisas.

    —¿A poco no reconocerás que los serenenses son más... «apáticos»?

    —Uff, claro que lo sé muy bien. ¿Entonces tú eres serenense?

    —¿Me estás diciendo apático? —Benjamín cuestionó con severidad. Pero Ricardo sintió que en el fondo había escondido un jugueteo.

    —No sé, dímelo tú.

    —No —decidió con firmeza, formando un puño escondido al lado de su pierna.

    —¿Y por qué no? —interrogó Ricardo, divirtiéndose ante la personalidad del chico, donde podía encontrar seriedad, reservas, gestos adorables y al parecer un lado que se ofendía con cierta facilidad.

    —Porque tú eres el que tienes que decir algo así.

    —¿Y por qué?

    —Porque eres el que lo está asegurando.

     —Yo no he asegurado nada. —Alzó una ceja a la vez que evadía a unas personas que caminaban por la vereda.

    Benjamín empezó a molestarse, pero no era más que un niño mostrando su lado gruñón. Ricardo seguía encontrando sus gestos cada vez más divertidos.

    —¿En qué momento aseguré? —se defendió.

    —Al preguntarlo.

    —¿Preguntar es asegurar?

    —En algunas ocasiones sí —dijo Benjamín, reflexivo.

    —No creo que este haya sido una de esas ocasiones.

    Benjamín entrecerró los ojos.

    —Me dijiste apático indirectamente, punto —sentenció.

    —¿Qué? ¡Pero! —Ricardo desató una sonrisa incrédula, incapaz de seguir el ritmo de esas pequeñas sorpresas—. ¡No fue así, no fue mi intención!

    Detuvieron su conversación cuando se toparon con la línea de un tren que cruzaba la calle Francisco de Aguirre, un tren cargado de hierro que interrumpía una vía de cuatro carriles donde el tráfico era frenético; un mal movimiento y fácilmente serian atropellados, pero los dos avanzaron con rapidez.

    Después llegaron a la cafetería deseada, un lugar no demasiado grande pero modesto y encantador, adornado con tonos de madera y con sillas que relucían con un blanco reluciente. Benjamín observó los dulces en la vitrina como un niño admirando lo inalcanzable.

    —¿Qué quieres, Benja?

    Hurgó en su bolsillo trasero para retirar su billetera y comprobar si tenía dinero suficiente.

    —¿Y eso para qué? —cuestionó Ricardo, colocándose detrás de él—. Pero si te estoy invitando yo, hombre.

    Benjamín le dedicó otras de esas miradas que lo dejó atrapado, difícil de discernir y profunda. Esa alma agradecía no solo lo que Ricardo ofrecía, sino su actitud para con él, como si apreciara que fuese un ser humano que no se olvidaba de la cortesía, un tesoro perdido en medio de la inmundicia del mundo.

    —¿En serio?

    —Que sí. —Ricardo le sonrió enternecido.

    —No puedo comer dulces, ¿cierto?

    —No, no deberías —determinó, pero al sentir la ternura del momento, corrigió—: pero si quieres... No dañará la dieta mientras sea algo muy ocasional.

    Benjamín colocó sus manos sobre la vitrina de alimentos, observando los bocadillos como si fuera un universo de sabores desconocidos.

    —Por esta ocasión, nada más. Es que hace tiempo no venía aquí.

­    —¿Entonces ya conocías este lugar?

    —Sí, vine un par de veces con una amiga. —Recordó a Estefany con dolor.

    Ambos tomaron asientos y se dispusieron a esperar sus pedidos. Benjamín estaba muy contento y cómodo, con lo hombros ligeramente elevados mientras apoyaba sus manos en los costados de la silla. Ricardo le sonrió. Una vez más se hacía percibir una sinergia entre un chico que necesitaba la esencia de un amparador masculino, limpio de repulsiones, y un chico al que parecía atraerle la gentileza de alguien pequeño, el dulzor de un nene que guardaba misterios y enigmas acumulados a lo largo de su vida.

    No había muchas personas, así que sus pedidos no tardaron en aparecer sobre la mesa. Benjamín pasó el tenedor por un trocito de pie de limón. La exquisita mezcla del sabor cítrico con la leche condensada recompensó sus sentidos.

    —¿Está rico? —preguntó Ricardo. Benjamín asintió.

    Comieron en silencio; solo compartieron algunas miradas fugaces, hasta que Benjamín dijo algo en tono ofendido pero juguetón:

    —Entonces me dijiste apático.

    —¡Que no!

    —Se te escapó lo que opinabas de mí —comentó mientras cortaba otro trozo de pie de limón—. Será —añadió con resignación.

   —¡Que no, Benja, por Dios!

    —De todos modos, da lo mismo —dijo elevando los hombros para demostrar que no le afectaba lo que pensaran de él.

    —En este momento estoy pensando que eres llevadito a tus ideas, más bien —planteó Ricardo después de darle un sorbo a su café.

    Benjamín lo meditó. ¿Era terco? «Para nada».

    —No creo.

    —¿Seguro, seguro?, porque como que lo estás demostrando un poquitín.

    —¿Solo por hablar sobre lo que piensas de mí? —preguntó desafiante.

    Ricardo abrió la boca, perplejo y negando con la cabeza, no pudiendo concebirlo, hasta que notó que Benjamín solo quería hacerlo sufrir.

    —Quizás un poco, Benja.

    —¿Qué? ¿En serio? —preguntó sintiendo una ráfaga fría recorrer su cuerpo. Dejó de comer al instante.

    —Sí, quizás eres un poco apático.

    —¿Y por qué lo dices?

    —Uhmm —meditó con la cabeza ligeramente ladeada, buscando mejores ángulos para observar al chico—. Mejor cambiemos de tema —decidió.

    —Ah, no, ya empezaste, suéltalo —demandó, plantando una mano sobre la mesa.

   —Me encanta este café, por Dios —dijo después de beber de la taza—. Creo que es el mejor café de la ciudad.

    —¡Ricardo! —reclamó con unas sonrisas que buscaban apoderarse de sus labios.

    —¿No quieres pedir uno? Tiene múltiples beneficios y es bastante bueno para los que quieran sacar músculos.

    —¡Ricardo!

    —¿Qué fue? —preguntó haciéndose el desentendido.

    —¡No te hagas...!

    —¿Entonces no quieres café? Bueno, tú te lo pierdes.

    A medida que la frustración de Benjamín crecía, la sonrisa burlesca que Ricardo contenía se ampliaba. Estuvo a punto de soltar una carcajada cuando escuchó al chico resoplar con rabia.

    —Ni ahí con tu café.

    —Está mucho mejor que tu té verde, eso es todo lo que diré —replicó.

    Benjamín reconocía que, en ocasiones, podía ser un gruñón al que no le gustaba que le sacaran emociones con facilidad, pero tampoco exageraba y mucho menos en situaciones como esta. Cuando el rencor se disipó cruzó otra mirada con Ricardo y simplemente confirmó que, hasta ahora, ambos disfrutaban de la compañía del otro a un nivel cada vez más acogedor. El aire vibraba con una electricidad sutil, una conexión invisible. Sus ojos, cargados de significados no dichos, se encontraban en hilos invisibles que tejían una red de entendimiento mutuo. 

     Había algo en la forma en que Ricardo sostenía su vista, un brillo de gentileza, pero de pronto frunció el entrecejo y negó con un movimiento suave, recordando algo importante.

    —Me dijiste que estudiabas diseño, ¿no? 

    —Sí, ajá —respondió Benjamín, aún pegado a sus ojos.

    —Y me dijiste que sabías dibujar.

    —Sí, desde pequeño.

    —¿Y yo podría... ver esos dibujos? —consultó mostrando interés, cautela y haciéndose el lindo para que no le dijesen que no.

    —Sip, obvio —respondió con gusto—. Pero ¿ahora? Solo tengo unos cuantos en el celular.

    —Sí, perfecto. —Suspiró hondo y se dispuso a explicar—: Pero primero te explico por qué: mira, hace tiempo José y yo estamos bastante inconformes con el logo que tenemos actualmente en el gimnasio. Como ahora tenemos más tiempo, debido al verano, andamos pensando en mejorar varias cosas del gym, entre ellas ese logo tan horrible.

    »Obviamente el rotulista, el que fabrica letreros, puede hacerse cargo de todo esto junto a su equipo, pero digamos que José quiere un diseño un poco loco y no ha sabido expresar muy bien su idea, entonces el rotulista nos sugirió mandarle bocetos, no importa si son bien feos, para que él pueda capturar mejor lo que busca, pero dibujamos tan mal que ni siquiera no salen garabatos. Por eso pensé en ti. ¿Qué te parece si nos echas una manito?

    Benjamín sostenía un costado de su mandíbula sobre una mano mientras escuchaba a su compañero. Notó que le preocupaba generar una mala interpretación, temiendo que pudiese ver esto como un aprovechamiento.

    —¿En serio? —preguntó Benjamín.

    —Sí, en serio. Es que José quiere algo muy específico porque pretende hacerse un tatuaje con el nuevo logo. Así que no quiere equivocarse.

    Benjamín recordó a José, al hombre más musculoso del gimnasio, quien parecía una auténtica mole de fuerza. Unos tatuajes adornaban sus bíceps.

    —¿Te parece si te contamos nuestras ideas y tú nos haces unos bocetos? Obviamente no esperamos que lo hagas gratis —ofreció Ricardo con una postura más erguida, haciéndose ver cual profesional en los negocios—. Podríamos pagarte con un par de meses de membresía o con dinero directo, lo que prefieras.

    Se alegró al ver emoción en el rostro de Benjamín, como si le estuvieran ofreciendo una oportunidad y un reconocimiento a sus talentos.

    —Sí, muy bien. —Sonrió nervioso—. ¿Qué tipo de diseño buscan exactamente?

    —José quiere algo así como un «grafiti moderno», un diseño callejero pero que no sea ordinario. Y que sea unisex para que todos se sientan bienvenidos en el gimnasio.

    —Entiendo —contestó el menor con el semblante iluminado—. ¿Te muestro mis dibujos ahora?

    —¡Sipo!

     Benjamín disfrutaba cada vez que podía mostrar sus dibujos. Sacó su celular. Lamentablemente, justo en ese momento, vio varios mensajes perdidos y llamadas de su hermana:

    «Contesta, Benja, mi papá está...»

    Apenas vio la palabra «papá», hizo a un lado los mensajes como si fueran espinas que debía evitar a toda costa.

    Con la garganta apretada empezó a mostrarle los dibujos a Ricardo. Consistían en criaturas de fantasía: héroes, dragones, seres espaciales; también había dibujos que acentuaban la anatomía humana: personas danzando. Benjamín se espantó cuando se filtraron algunas fotos de hombres demasiado guapos, con escasa ropa y otros que se besaban apasionadamente. Se hizo el tonto mientras regresaba el celular a él con la excusa de que se le había perdido la carpeta con los dibujos. Dio su mejor esfuerzo para no delatar el miedo y la vergüenza que sintió.

    Ricardo estaba contento y maravillado con los dibujos que había alcanzado a ver.

    —Por ahora no tengo más tiempo, Benja —anunció después de observar un reloj en su muñeca. Una sensación de apuro lo inundó—. Cuando puedas me gustaría que nos juntáramos con el José para que él te cuente mejor lo que quiere. A lo mejor te expresa algo que se me está olvidando.

    Se puso de pie.

    —Sí, está bien —Benjamín se inquietó ante la idea de tener que reunirse con uno de los amigos de Ricardo.

    —Dame tu número.

    Un relámpago emocional se desató en el interior de Benjamín. ¿Había escuchado bien? ¿Ricardo le pidió...?

    —¿Benja?

    —Sí, sí.

    Le dio su número de celular y se retiraron rápidamente de la cafetería. Ricardo corrió unos pasos en dirección al gimnasio sin siquiera despedirse, pero luego regresó para preguntar:

    —Mierda, ¿quieres que te acompañe a algún lado? 

    —No, tranquilo. —Sonrió Benjamín, agradecido por su educación.

    —¿Seguro?

    —Sí, además vivo cerca de aquí.

    —¡¿En serio?! —preguntó con sorpresa y emoción—. Ah, genial. ¿Y dónde...? —Fue súbitamente interrumpido cuando su celular empezó a sonar—. No, mentira, me tengo que ir. ¡Ahí me cuentas!

    Le dio un toque amistoso en el hombro y se marchó. Al instante Benjamín lo escuchó atendiendo una llamada por celular:

    —¡Mi niña!

    »Ay, mi niña hermosa, no te enojes, es que me atrasé un poquito. ¡Pero voy corriendo!

    »¡Sí, yo igual te he echado mucho de menos, mi revoltosa divina! Me has tenido pensando toda la mañana.

    La sonrisa de Benjamín se curvó con tristeza inmediata. En solo instante el universo le había recordado que Ricardo tenía gustos muy distintos a los de él, y su propia vida. Era una preciosa pieza de arte que solo podía ser apreciada, apareciendo para absorber, pero nunca para ser poseía.

    Cada momento agradable con Ricardo se hicieron agridulces, ecos cobrando distancia mientras le recordaban que entre ellos solo podía haber una amistad, así hubiera una chispa en el aire que surgía en la mayoría de sus encuentros. Escenas pasadas azotaron su mente: Ricardo besando a una mujer hermosa en el gimnasio, perdiéndose en ella como si no existiera nada más que la conexión entre sus labios. Ricardo tenía novia y ya había trazado su camino hacia un futuro matrimonial. Era obvio que esa «niña hermosa» hacía referencia a ella.

    Volviendo a su mundo solitario, apagado, sin luz alguna, Benjamín tomó su celular y revisó una vez más los mensajes de su hermana. Se horrorizó al descubrir que estaba sucediendo algo muy grave, pero no con su papá, sino con las personas más importantes de su vida, quienes realmente lo criaron: sus abuelos.

    —¡Benjamín, por la cresta, te he estado llamando desde la madrugada y mira qué hora es! —contestó su hermana, cada palabra la escupió con tanta rabia que golpearon su pecho. Benjamín se sintió envenenado de inmediato.

    —Disculpa, tenía el celular en silencio. Tú sabes que... Mejor dime qué pasó —contestó a la vez que personas circulaban por la vereda frente a la cafetería.

    Lo siguiente que escuchó fue irrisorio, palabras de un espectáculo macabro imposibles de creer:

    —¡El abuelo, Benja, el abuelo intentó suicidarse!

    Sonrió.

    Sonrió con el rostro en blanco.

    Sonrió como si se rieran de él y él se riera de la vida.

    Luego miró hacia la nada mientras el suelo desaparecía y el mundo se volvía un escándalo de colores borrosos y turbios. 

    —¿Qué?

    —¡Lo que estás escuchando!

    A pesar de este golpe incrédulo que casi lo aplastó, su mente comenzó a tejer conexiones. Benjamín creyó entender por qué su hermana le notificaba esto, después de todo, el abuelo sufría alzhéimer. 

    Aunque su enfermedad no llevaba demasiados años, y por ello mismo el abuelo había podido dejar en claro cuánto le agobiaba estar sufriendo algo que sería progresivo y cada vez más humillante. A pesar de que la abuela lo acompañaría hasta el final de sus días, se le desgarraba el corazón pensar en todo lo que ella tendría que soportar a su lado.

    En una ocasión Benjamín supo que se le había olvidado de todo mientras estaba haciendo sus necesidades en el baño. Al recuperar parte de sus sentidos, lloró a cántaros, desconociendo a esa mujer envejecida que estaba intentando limpiarle.

    —¡Tú en tu maldita burbuja mientras los abuelos están viviendo un infierno! —reprochó su hermana—. ¡Y yo no puedo hacer nada, entiéndelo!

    Las lágrimas brotaron de sus ojos en un torrente incontenible, manchando su rostro con un abrupto manto de quebranto. En medio de la calle, rodeado de desconocidos indiferentes, su dolor se manifestó en sollozos ahogados, una sensación de impotencia que lo envolvía con el poder de una posesión maligna.

    Monstruos invisibles regresaron, criaturas de desesperación y desesperanza que ansiaban desde hacía mucho tiempo engullírselo por completo. Su corazón se contrajo como si estuviera conformado por pedazos rotos de un vidrio que nunca pudo reparar.

     —Yo no sabía... que estaba tan mal.

    Su hermana, tres años mayor que él, se humanizó y lloró al escuchar sus sollozos, los clamores atrapados en la boca de Benjamín pidiendo que los castigos cesen.

    —Intentó romperse la cabeza con una botella, después intentó abrírsela.

    Benjamín se cubrió la boca, ahogando un llanto de horror al imaginarse a su abuelo dañándose de esa forma. 

    —Estaba en estado de crisis —continuó relatando su hermana—. Le dieron unos calmantes y lo enviaron a la casa después de evaluarlo. La abuela estuvo discutiendo todo el día en el hospital para hacerle ver a esa gente que una clínica psiquiátrica o un asilo especializado solo le afectarían más. Fue un milagro que lo soltaran. Un psicólogo dijo que necesitaba mucho apoyo, que más allá de su enfermedad estaba afectado por muchas cosas y una de ellas eres .

    —¿Yo por qué? —cuestionó en hilo desgarrado y culpable.

    —¡Por la cresta, porque te echa de menos, porque le duele cómo terminaron las cosas! —gritó protestando contra la vida, contra todo.

    Con una mano en la frente caminó hacia una plaza cercana donde pudo sentarse un momento. El cuerpo le pesaba.

    —Ten en cuenta que un acto de suicidio es algo que solo haría en un momento de supuesta lucidez, cuando recuerda su situación y todas las cosas malas que están pasando —explicó su hermana.

    —Yo ni siquiera me puedo acercar a esa casa —dijo Benjamín con un gemido que concentró todo su tormento.

    —Acércate de una vez —ordenó—, mi papá anda en la mierda. Saluda a los abuelos.

    —¿Estás segura... de que mi papá no aparecerá de pronto? —preguntó con un miedo latente.

    —Segura. Solo ve.

    Se dirigió a través de locomociones hacia el sector de San Joaquín en La Serena. La casa de dos pisos de sus abuelos, donde también vivía su padre, era un símbolo de opulencia familiar pasada. Ahora yacía como un vestigio olvidado de tiempos mejores. Los gastos médicos para mantener al abuelo eran exageradamente altos y papá vivía luchando contra el gobierno quien buscaba todas las formas necesarias para quitarle las minerías que poseía, y con ello su única fuente de ingresos.

    Benjamín tenía terror de ver a sus abuelos, terror de que fuesen a rechazarlo a pesar de que nunca lo hayan hecho, terror de que lo viesen como si no fuera más que la representación de un monstruo que acabó con la familia.

    No podía creer que tuviera que entrar con tanto cuidado a esa casa de blanco y flores cuando antes entraba y salía de ella con absoluta libertad.

   Al abrir la puerta y encontrarse con la abuela, llamada Esperanza, su mundo se derrumbó en un río de lágrimas. En lugar de recriminaciones, la abuela lo abrazó con amor, compartiendo su angustia en un reencuentro que los desgarró a ambos. No había visto a Esperanza en meses, casi un año. Era una mujer de arrugas solemnes, con un cabello plateado que caía en forma de cascada sobre sus hombros; sus mejillas rosadas y ojos brillantes todavía conservaban un destello de juventud pasada.

    —Mi bebé, mi niñito hermoso.

    —Perdón por no haber venido antes, ¡perdón! —imploraba a la vez que su cabeza se recostaba en el cuello de ella.

    —Benjamín, ¡¿cuántas, pero cuántas veces más tengo que decirte que tú no has hecho nada malo?! —proclamó frustrada—. ¡Tienes que perdonarte por cualquier cosa y recordar que somos tu familia! ¡No me importa lo que piense tu padre, nosotros seguiremos siendo tus abuelos!

    Benjamín ingresó a la casa con el alma ya hecha trizas, y solo para seguir torturándola al ver al abuelo con vendas rodeando su cabeza y con los ojos cada vez más lejanos de este mundo; aunque en el fondo rogaban una salida y entender lo que estaba sucediendo con él. Aun así, su esencia se mantenía intacta, como un rey, aunque con fragmentos de su alma desconectándose día tras día, con la sabiduría innata de sus ojos desvaneciéndose.

    La abuela y Benjamín buscaron el modo de que reconociera a su nieto.

    Pero fue imposible.

    Benjamín se sentó delante de él y se dispuso a hablarle mientras la abuela le explicaba que el psicólogo había dicho que el apoyo familiar era fundamental. Benjamín habló con el mismo cariño que siempre había sentido por aquel hombre que alguna vez fue su guía en la vida. Bartolomeo, el inusual nombre de su abuelo, era un guerrero lleno de historias.

    Benjamín le sonreía, así le destrozara no ser reconocido.

    Hasta que hubo una chispa de luz en los ojos profundos de Bartolomeo.

    —¿Benjamín? —preguntó desde su silla.

    El menor rompió a llorar otra vez.

­    —Sí, abuelito, papito, soy yo.

    —¿Benjamín, en serio eres tú? ¿Mi niño? —Los labios del abuelo se convirtieron en un temblor incontrolable a la vez que el llanto inundaba su rostro—. ¿Qué ha sido de ti? ¿Cuándo te fuiste de la casa?

    El menor se puso de pie y corrió a abrazarlo, acurrucando la cabeza de su abuelo sobre su pecho, con apuro.

    —¿Por qué te fuiste sin avisar, Benjamín? ¿Es que ya no nos quieres?

    —No es eso, papito, perdóname, por favor —rogó mientras sus manos tiritaban escandalosamente. Cada pregunta del abuelo era otro puñal. Escuchar su inocencia y bondad mezcladas con una de las enfermedades más espantosas que existían lo destruía.

    —¿Qué pasó contigo y tu papá? ¿No se hablan? No entiendo.

    —No te preocupes por eso, abuelito, por favor no lo hagas.

    —Me atormenta que no se hablen.

    —Todo estará bien.

    Mientras se perdía en ese abrazo interminable, el rugido del motor de una camioneta llenó el aire. Benjamín se separó de su abuelo y observó a través de una ventana cómo papá estacionaba una camioneta fuera de la casa y bajaba acompañado de una mujer desconocida.

    Ver a su padre acercándose con esa esencia de soldado inmutable, apretó cada fibra de su ser. Una parte de él extrañaba a papá, pero todo lo demás le temía. El terror era tan irracional que no le importó huir por una ventana, como si un monstruo sacado de los infiernos estuviera a punto de cortarle las piernas.

    No atendió a los gritos desgarradores de su abuela que rogaban una reconciliación imposible; saltó por una ventana fuera de la casa y huyó por las calles, no soportando la idea de tener a papá cerca una vez más, a la resurrección de una espantosa pesadilla.

    Y así, Benjamín regresó al mundo de la oscuridad, donde su obsesión se avivó una vez más, obligándolo a buscar consuelo donde el riesgo nunca dejaría de existir:

    En el mundo de los amores.

    Porque, muy en el fondo de su mente, Benjamín relacionaba los noviazgos con una salvación inalcanzable e irracional.

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