Capítulo 2

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Légore abrió su bolso, extrajo el celular y se dispuso a llamar. Estaba en el lugar de la cita. El repentino aguacero la obligó a ingresar al museo de arte que lindaba con su espalda, donde florecía una fascinante colección fotográfica de cuerpos femeninos en gestación, con espectaculares imágenes en sepia, y a blanco y negro, que comprendía desde el umbral de la cadera hasta la parte terminal del cuello. Sin cabeza ni pies. Y al interior de cada vientre, se apreciaba la recreación maquinal del artista que cobraba vida al estar conectada al organismo a través del cordón umbilical.

La estructura tubular del cordón revestida de sangre, variaba su aspecto para cada atrevimiento fotográfico en gestación. Desde un cable de alimentación metálico, un sistema de acueducto, una tubería corrugada, una manguera de polietileno, el boceto de una arteria, de una vena, la rama de un árbol o el resplandor de un rayo. La conexión de cada objeto inanimado a la placenta, le daba vida al efecto explosivo de una bomba nuclear, a una ciudad en ruinas, un paisaje desértico, una fosa con cadáveres, una montaña de chatarra, un bosque talado, un montón de reciclaje o cualquier manifestación sombría y dolorosa que las convertía en valiosas y llamativas obras de arte oscuro.

Los seres humanos tenemos un sentido natural de imaginar el horror como parte de nuestras vidas. No se nos dificulta imaginar hasta una horrorosa alegría.

Por efecto del invierno extremo de los últimos días, el museo experimentaba una soledad fría que narcotizaba hasta las ganas. Entre los pocos visitantes había un grupo de estudiantes universitarios, que por su aspecto particular y los útiles que cargaban, era fácil relacionarlos con la facultad de artes plásticas. La representación fotográfica del vientre recibió tantos elogios como críticas, al imaginar los pensamientos de su creador:

—Pienso, que el artista recreó un mundo de necesidades simbólicas carentes de emociones... —dijo uno de los estudiantes.

—Es una colosal obra de arte que pone de manifiesto la grandeza de la mujer como procreadora de todo lo que existe —expresó una mujer joven.

—Digo... que se evidencia la manifestación revolucionaria del hombre en una especie de impotencia por sentirse menos que la mujer, y es por lo mismo, que desnaturaliza su capacidad maternal al recrearla con cuanta cosa inservible, inanimada y oscura exista —argumentó otra de las estudiantes que rebatía la temática.

—Lo tendré en cuenta para la próxima exposición —dijo un extraño a sus espaldas que insinuó ser el artista.

Su voz se escuchó tonificada con acento grave. Usaba anteojos de sol en un recinto frío que opacó la lumbre de las lámparas desprendidas del techo y distribuidas a lo largo del salón. El accesorio visual dificultaba identificar la visión del fotógrafo avezado, cuando el aspecto no era tan evidente para describirlo... Un abrigo de invierno que se extendía desde el cuello hasta debajo de los hinojos le servía de cueva.

Todos lo miraron.

La cámara fotográfica colgaba desde el cuello hacia su pecho, dispuesta para capturar el momento expresivo de una escena. El fotógrafo maquinó una sonrisa contraída al interior de su boca, que al cauce de los labios apenas llegó el débil garabato de un sarcasmo. Era una sonrisa en blanco y negro... con ausencia de luz. Fue hasta cuando lo sedujo el comentario de la joven de aspecto alternativo que simbolizaba una especie de rebeldía en su expresividad corporal:

—La oscuridad también es vida —afirmó sin quitarle la mirada.

La apariencia antagónica del artista la cautivó. Vibraban en la misma frecuencia.

El fotógrafo dirigió la mirada hacia la joven. Lo que escuchó como lo que vio, fue de su total agrado.

Llevaba puesto un pantalón de cuero negro que delineaba perfectas las curvas tangenciales de la cadera, y se enclavaba en la cintura. La fina transparencia de la blusa gris, de seda, corta y sin mangas, resbalaba sutil desde la prominencia de los senos, que el frío del color, no remediaba las miradas atrevidas para quedarse corta por encima del ombligo. Un óvalo imperceptible, casi imaginario, que pálido, se extraviaba en la plenitud de la piel blanca como una mota de algodón sobre un lienzo... Fue necesario demarcarlo con un piercing de paladio plateado.

El pelo, atrevidamente desteñido, brillaba en las puntas con tonos brunos. Y en el rostro, resaltaba el labial negro que lucía sin miedo y sintonizaba con sus ojos oscuros. De belleza natural sin una pizca de maquillaje.

Los piercing de acero inoxidable en las alas nasales le daban ese estilo estético que ambientaba el rostro. La extraña interpretó la mirada del artista oculta en los quevedos como una sutil insinuación posada a la altura del abdomen, interesado en hallar el origen de su belleza. Una sonrisa instigadora para su edad pero no tan inocente, se deleitaba con goma de mascar...

La seducción hizo que los demás se retiraran.

—Espérame afuera —sonó como un mandato. El mismo que la joven cumplió sin saber por qué. La mirada oculta detrás de los lentes oscuros obró como un efluvio magnético que pareció hipnotizarla. Antes de que se ausentara, él depositó la cámara fotográfica alrededor de su cuello.

Légore estaba distanciada... Exploraba sin afanes el salón que tenía la forma de una espiral cuadrada sin complejidades, y que daba la posibilidad de admirar las obras en los dos trayectos del recorrido. Era parte de la decoración y distribución del área. Sus ojos se deleitaron con el arte sombrío que por momentos avivó sus pecados, y consideró levantado de tono para su gusto emocional. Así lo manifestó con gestos de sorpresa y comentarios:

—Surrealismo y psicología en imágenes... confesiones del cerebro, represiones... culpas. ¿Qué más tienes guardado en tu cerebro? ¿Algún vientre con ideas filosóficas?

Pareció preguntarle al autor.

—Es una interesante sugerencia —respondió.

Légore se sobresaltó con la voz del extraño cuando sintió sus cuerdas vocales vibrando en sus oídos. Tenía la forma sonora de un zumbido de abejas asesinas.

—Disculpe —dijo—, no fue mi intención asustarla.

—No esperaba que alguien me hablara con tal cercanía. No lo vi llegar.

La palma de su mano dispuesta sobre el pecho, era un estetoscopio de cinco puntas que auscultaba con nitidez los latidos de su joven corazón.

—No acostumbro hacerlo. Me llamo Absalón.

—El Padre es paz —respondió

—¿Cómo dijo?

—Es lo que significa su nombre y acaba de darme un buen susto.

Ella sonrió con la ocurrencia. Él simuló una mueca.

Era de aspecto europeo, de barba escasa y delicada, alto, delgado y cabello abundante. Vestía un abrigo de invierno y gafas oscuras que le llamó la atención.

Extendió su mano y congeló la mirada a través de los anteojos en los ojos asustados de Légore.

—Légore Zenal —respondió estrechando la mano.

El feto en su vientre pareció escandalizarse con el saludo, que debió soltar la mano para contraerlo.

—Creo que alguien también está molesto por el susto —agregó.

—Le hacía una ronda a mis fotografías y no pude evitar acercarme al visualizar su estado... y su belleza. Dos semanas para el octavo mes... Supongo.

Manifestó clavando la mirada en la perfecta esfera de carne.

Ese mismo día en la mañana durante la cita de control prenatal, la doctora Swana le dijo exactamente lo mismo. El cálculo preciso la intimidó que habría deseado salir despavorida. Prefirió controlar sus impulsos y entablar una discreta conversación.

—Gracias —expresó de forma sutil y precisa acariciando el abdomen—. No creo que tenga relación con su arte. Son fantásticas... pero acá... hay vida.

Señaló su vientre con las palabras que lo acariciaron al compás refinado de las palmas de sus manos.

—En las fotografías también —respondió.

—No veo cómo... Un cable telefónico de cordón umbilical alimentando las vísceras electrónicas de un teléfono. Un ducto de desechos que atraviesa toda una ciudad. Un báculo de metal rígido conectado a una especie de microondas alojado en el vientre que da la sensación de freír al feto... ¡Por Dios! —el último comentario coincidió con la súbita intermitencia de las luces que llamó la atención momentánea de los visitantes imanando las miradas en la dirección de las luminarias dispuestas en el techo—. Fetos de objetos inanimados... Nunca será lo mismo —concluyó después de la interrupción.

—¿No se ha puesto a pensar que el planeta tierra es un vientre y que formamos parte de él? Todos en lo absoluto. Vida o no vida.

Légore silenció. No dejaba de apreciar el rostro a medias del extraño, de quien sólo sabía su nombre, la obsesión por los vientres, el gusto por los anteojos oscuros en un recinto cerrado, y de quien se sintió atraída por el misterioso, adictivo y seductor tono de su voz.

—Antes del susto, creí escuchar que dijo algo sobre ideas filosóficas en un vientre. Permítame mostrarle.

Señaló una de las fotografías a pocos pasos de donde se encontraba.

Légore lo siguió.

—Filosofía del corazón, sabiduría del corazón, inteligencia emocional, razonamiento interino o simplemente: vida. Como quiera llamarlo —manifestó.

Légore observó la fotografía con detenimiento. Al interior del vientre había un corazón de naturaleza mecánica con aspecto reciclable que representaba el feto. Estaba alimentado por la vena aorta por donde circulaba líquido oscuro que se asemejaba al aceite quemado simbolizando el cordón umbilical.

—Tal vez piense que el corazón está deteriorado y que da la impresión de ser un pedazo de chatarra —agregó—. Y tal vez tenga razón si observa únicamente la fotografía. Pero una obra de arte no sólo se observa. Se interpreta. Por ejemplo... el simbolismo y la creatividad de esta fotografía en particular, dejan de manifiesto la grandeza de la mujer para crearlo todo, si desciframos con criterio todo lo que personifica el corazón.

—Creo que... ya alguien se adelantó... Dios —respondió con una sonrisa sarcástica que el extraño acogió con gesto malicioso.

—Interpreto que es usted una mujer radical —opinó.

Antes de que Légore diera respuesta, el celular del fotógrafo sonó.

—Disculpe. Que disfrute la exposición —dijo con tono abrumador.

Se marchó luego de que descolgara.

El garabato de una sonrisa en el rostro de Légore indicó que no estaba incómoda con su presencia. Pero aquella pregunta le dejó un sinsabor que incrementó cuando tuvo que guardarse la respuesta. Prosiguió observando el cuadro, y se le ocurrió intentarlo con los anteojos de sol que por fortuna cargaba en su bolso. Quería experimentar la misma sensación del artista.

—Es igual que no verlo —susurró.

El inquilino en su vientre le propinó un ligero puntapié que le amargó el momento, y por los gestos de dolor, lo sintió pateando el frontispicio.

—¿Podrías decirme por qué estás molesto?

Guardó los anteojos y observó el reloj en su mano izquierda. El extraño con nombre había desaparecido al fondo del salón, y no tenía la intención de regresar cuando se había despedido. Eso fue lo que supuso así la frase no tuviera la forma de una despedida.

Dirigió la mirada hacia la calle a través de uno de los ventanales. La lluvia incrementó la intensidad y la tarde había adquirido el matiz de una noche prematura. Era la medianoche cuando en realidad eran las cuatro de la tarde.

Un nuevo mensaje de texto le indicó que su amigo se retrasaría otra media hora. No le hizo buena cara. Debió pensar que era un atrevimiento. Intentó llamarlo. No contestó. Ni siquiera el buzón tenía disponibilidad para otro mensaje.

Levantó la mirada y la dirigió hacia el fondo del salón con la esperanza de que la explicación a aquella aseveración hecha por el extraño, fuera escuchada. La necesidad de su voz actuó en su cerebro como una sustancia alucinógena. Lo vio marcharse acompañado de alguien y lo siguió a través del ventanal. Era la joven que lo sedujo con la mirada y la respuesta. Alcanzó a apreciar su rostro. Ya la había visto merodeando en el museo. Compartían el mismo paraguas que se confundió con otros a la distancia.

Retornó la mirada al interior, y se cercioró que nadie más estuviera cerca de sus oídos. Centró de nuevo el interés en la exposición. Pero había extraviado el orden que llevaba.

Fue entonces, que al dirigir la mirada hacia el extremo opuesto de donde estaba, se sintió atraída por aquella fotografía, que como una ninfa virginal en un burdel, la sedujo desde la distancia. Era la representación humana de una mujer sin cabeza, pero con una particularidad terminal en la cerviz.

No fue lo único que llamó su atención. La imagen deslumbraba al bordear el cosmos perfecto de un vientre desnudo. Por fin, la obesidad natural de un placentero orgasmo que echó raíces... Sin ningún efecto adicional, ni objeto inanimado, ni pensamientos ajenos, ni desgracia, solamente la frescura de imaginar una envoltura de carne sellada que rebosa de alegría, con millones de galaxias eucariotas dispuestas en un universo anatómico tejido con la filigrana de las células en la sabiduría ornamental de Dios. Lo que debe ser: «un ser humano en gestación».

Parecía un raro juego del artista. Lo que por naturaleza genética existe en un vientre, había que imaginarlo.

El cuello de la mujer finamente moldeado, tenía la terminación de un gancho de ropa metálico con recubrimiento óseo, dispuesto para ser colgado, dándole sentido al vientre que flotaría como un pequeño cosmos en el espacio.

La fotografía del tamaño de un cuerpo femenino estimado en un metro con sesenta centímetros de estatura, parecía tener vida por la perfecta vistosidad y armonía en la gama de colores acromáticos sobre un fondo blanco. Perfectamente blanco. Sin color. La mujer estaba dispuesta sobre un sofá con los pies doblados y la cadera reposando en los talones. Fueron las fibras imanadas de naturaleza maternal las que llamaron la atención de Légore, que se acercó con sigilo y mudez absoluta. Sus ojos agrandados por un mal presentimiento se clavaron en los detalles que le llamaron la atención y despertaron una especie de angustia. Los últimos pasos los arrastró con impotencia.

Continuaba acariciando su vientre.

De repente, también llovía en su cerebro con la misma intensidad que en la calle.

Al apreciar de cerca la fotografía, extendió la palma de su mano derecha queriendo sentir en el papel mate, lo que el sentido del tacto conocía en su organismo. Por un levísimo instante percibió el mundo atormentando en su interior, cuando tuvo la sensación de que aquel roce, lo hacía en su cuerpo.

Había descubierto las dos marcas que llevaba desde el nacimiento en su abdomen: el lunar ovalado de pigmentación oscura ubicado al lado derecho del ombligo, y la mancha acanelada que lo bordeaba en su hechura particular, como si se tratara de un tatuaje cremoso y ondulado. La marca de su creador...

Por la posición del cuerpo que dificultaba apreciar ciertos detalles, la línea alba parecía extenderse desde el pubis para atravesar el ombligo y llegar hasta el esternón, donde curiosamente culminaba en forma de ganchillo. El rasgo característico de una aguja para tejer. Quizá una en millones. Como lo insinuó su hermana cuando le mostró meses atrás. La recorrió con la mirada turbia jurando que aquella mágica sucesión de puntos le pertenecía. Dispersó la mirada sobre los senos abultados por el calostro, y descubrió algo más que ella conocía.

—¡Oh por Dios!

Fue su minúsculo rosario de protección.

Bastó dirigir la mirada trémula a la posición del cuello, donde el gancho metálico insinuaba una especie de muerte para sentirse atormentada. Tocó su cabeza insinuando que era la parte que le faltaba al retrato.

Se vio a sí misma en aquel cuadro. Un extraño y sobrenatural acoso le llegó de improviso. Miró a todas partes. Había pocos visitantes. Su miedo le indicó que la vigilaban... Salió del museo de arte en medio del aguacero, y atravesó la calle desafiando el peligro de los vehículos cuando intentaba detenerlos con su mano izquierda, mientras que con la derecha, sostenía su vientre de carne y agua. En cuestión de segundos parecía tragada por un mar.

No llevaba paraguas, y de haberlo llevado, no lo habría usado por la angustia de escapar. Los automóviles escandalizaban con sus pitos cuando cruzó de forma atrevida. Todos aceleraban menos uno.

El taxista se detuvo por obligación arañando sus piernas con el bumper. Se tragó las palabras al repararla en su estado.

—Por favor... por favor... Lléveme a la calle Washington del barrio Dumbo.

La observó empapada y afligida sosteniendo su vientre, que dedujo por los gestos en la cara un asunto de extrema urgencia. Lo que quizá no comprendió fue el sitio de destino cuando no mencionó un hospital.

Légore subió al vehículo.

Unos minutos más, y la ciudad de Nueva York con sus rascacielos, sus luces opacadas, sus miedos encubiertos y su dramático sonsonete de violencia en cosecha, fue engullida por la ferocidad del agua que la saboreó apetecida entre sus fauces. La voz del agua enmudeció con autoridad todos los clamores. Hasta su gimoteo.

Dio la última ojeada al celular. Igual agonizaba. Estaba a punto de agotar su batería. Lo guardó en el bolso y entrelazó los dedos de las manos que llevó a la frente, y luego retornó sobre su vientre mojado.

El taxista leyó su preocupación a través del retrovisor interno. Prefirió no decir nada, y a cambio, sintonizó un poco de música orquestada para apaciguar el espíritu inquieto de su pasajera.

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