Capítulo 3

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Tan pronto llegó a su casa fue directo al bifet en la sala, sobre el que reposaba el teléfono. Le marcó a su hermana. Era la primera vez que obviaba el saludo y la segunda vez que ella no le creía. La primera tenía relación con el insólito sueño, que creyó un invento; una consecuencia emocional por la extraña ausencia de su novio. Debió insistir luego de enterarla rápidamente del suceso.

—Te juro, Analé, que era mi cuerpo el de esa fotografía. Las manchas en los senos, la línea alba con su forma particular que ya conoces, la mancha en el ombligo... Parecía que la hubieran tomado esta misma semana. Sólo veía mi cuerpo allí. Hasta imaginé mi cabeza en el cuello donde iba ese horrible gancho de ropa. ¡Era mi cuerpo! ¡Eran mis senos! ¡Era mi abdomen! ¡Era yo, Analé!

Hubo unos segundos de silencio para un suspiro. Mientras, intentaba desenredar el cabello mojado con los dedos de la mano izquierda. El agua corría por el antebrazo.

—Tengo miedo —concluyó.

—Debes calmarte —indicó su hermana—. Iré a recogerte. Organiza algo de ropa; amanecerás hoy acá, y... tal vez mañana vayamos al museo.

—No quiero regresar allí.

—Debes hacerlo. Iremos las dos. Debe haber una explicación lógica, Légore. Los cuerpos se parecen.

—No con las mismas señales, Analé. Te digo que era mi cuerpo —insistía.

—¿Qué razón tendría el fotógrafo para obviar la cabeza?

—Que no sería una fotografía sino una obra de arte. No habría acusaciones...

—¿Acusaciones de qué?

—No lo sé... De pronto... relacioné las pesadillas de meses atrás con aquel sitio. ¡Tengo miedo!

—No te muevas. Ya voy en camino. Si te tranquiliza podemos continuar conversando hasta que llegue...

—Está bien.

Durante el trayecto el tema de conversación fue el anhelado Marcus.

Analé no demoró en llegar acompañada de su esposo. Légore la esperaba en la puerta de su casa cargando dos maletas: una pequeña que contenía la ropa de dormir y un atuendo para el día siguiente. Y otra abultada que guardaba ropa de bebé, pantuflas, piyama y elementos de aseo personal para uso en el hospital en caso de que el parto se adelantara. Estaba a dos semanas de iniciar el último mes y cualquier cosa podía ocurrir.

Zior quedó a disgusto con la decisión que no paró de ladrar. Ya era un caniche de seis años que compró antes de la muerte de su madre como un antojo para su edad. El perfecto acompañante que se convirtió en un estímulo necesario de afecto y de sosiego para soportar el suplicio de la enfermedad en su fase final. «Un tierno ladrido puede apabullar un cáncer». Fue lo que dijo y convenció a su hija menor. Desde su muerte, Zior se la recordaba y pasó a convertirse en su fiel acompañante.

—Mañana vendré a darte de comer, Zior —dijo Analé para consolarlo. Cosa que era imposible.

Durante el regreso la historia fue contada una vez más con los detalles que faltaban: el misterioso fotógrafo, los mensajes de su amigo, las llamadas al buzón, y el único cuadro de un vientre fotográfico entre una numerosa exposición que se apreciaba hermético con insinuación de vida humana, y que coincidía con las especificaciones genéticas de su cuerpo.

Antes de ir a la cama tomó infusión de tila para controlar el nerviosismo y la ansiedad.

—Procura descansar, Légore. Mañana antes del mediodía iremos al museo. Ya verás cómo todo tiene una respuesta lógica. Si me necesitas, sólo llámame.

Luego de un abrazo apagó la luz desde la pequeña lámpara dispuesta sobre la mesa de noche, salió del dormitorio y cerró la puerta. Meditó detrás de ella sin alejarse sobre lo acontecido. Se había convertido en el espejo de su madre que lo hacía de costumbre cuando eran niñas luego de despedirlas en el dormitorio. Había logrado convencerla de regresar a la exposición. Ella misma sentía una profunda curiosidad de ver el cuadro, que según su hermana, era la fiel copia de su fisonomía.

Luego de un profundo suspiro, dirigió su cuerpo casi gemelo al de su hermana en su anatomía, a la habitación donde la esperaba Andreu. Lucía cansada por la dura jornada de trabajo, y él tenía el remedio para sus males.

Desde la cama... Légore insistió varias veces en llamar a Leonzo. Todas fueron al buzón de mensajes. La mejor opción para calmar el susto de una vez por todas fue descansar. Tapó su rostro con la colcha y susurró un padrenuestro...

El despertar del nuevo día llegó sintonizado de entusiasmo con una luz radiante que parecía nueva. Hacía más de un mes que no paraba de llover. Parecía la rosa nacida entre el rastrojo. Por fin la hoguera de la primavera se compadeció de los cuerpos para alentar sus espíritus. El celular vibrando sobre el nochero llamó su atención. Era el mensaje de batería baja. No había otro. Después del desayuno el ánimo fortalecido las alentó para organizarse con rapidez.

Al llegar al museo se dirigieron al sitio donde estaba ubicado el cuadro. Ya no existía. Légore creyó desfallecer.

—Estaba acá. Lo juro.

Lo repitió una y otra vez mientras recorría la espiral buscándolo. Analé la seguía de cerca. Era el único cuadro que faltaba de toda la exposición. Observó impaciente a su alrededor buscando al fotógrafo de los lentes oscuros.

—Debes calmarte, Légore —dijo su hermana—. Ven. Iremos a la administración... Se dirigieron al fondo del salón buscando la oficina.

Fue Analé la de la iniciativa en consultar cuando la sensibilidad de su hermana indicaba la alteración de su sistema nervioso.

—En qué puedo servirles —dijo la mujer de madurez notable con cuatro décadas de vida. Era de contextura alta y delgada de aspecto lechoso. La expresión artística en su rostro la delataba sin necesidad de hacerlo público. En la redondez de su cara se apreciaba la constelación osa mayor, con la distribución de dieciocho diminutos lunares marrones sobre un rociado de pecas claras, que por la infinidad, aparentaban la forma de una galaxia difusa de colores sepia sobre un cielo pálido. Lucía lentes recetados y el cabello corto. Y para festejar la claridad del día, vestía un conjunto formal y calzaba botas de cuero.

—Si. Gracias. Buscamos al fotógrafo de la exposición para preguntar por un cuadro en especial —explicó.

—Si. Soy Yo: Shaena Garaval.

Lucía un aire seductor en la voz, y tenía la apariencia de pintar la vida con el óleo centelleante de sus ojos verdes, convertidos en lentes para su cámara profesional que colgaba como presea de su cuello estilizado. Era un pensamiento sobre el lienzo de la vida que formaba parte del más rimbombante paisaje hecho mujer. Única en su especie. La mirada y el buen ojo estaban en la cima de su talento artístico, tan notables como su belleza.

Légore la miró con rareza cuando su hermana a la vez la indagó con la mirada. Sus ojos se agrandaron y su corazón cogió otro ritmo. Tal metamorfosis no era posible. ¿Qué pasó con Absalón?

—Debe haber un error —intervino—. Buscamos al señor Absalón... El fotógrafo.

—No lo conozco —respondió la mujer—. Si se refieren a esta exposición: «Un vientre en cada cosa», yo soy la autora.

—Ayer conversé con él en horas de la tarde; vimos en especial un cuadro que ahora no lo veo.

—¿Qué cuadro?

—Era una mujer con el vientre cerrado... quiero decir... sin una representación artística en su vientre. Solamente el vientre materno... Tenía por cabeza un gancho de ropa que se extendía desde su cuello.

La mujer contempló su preocupación al verla suplicante hallar una respuesta lógica.

Lo siento —dijo—. No sé de qué me habla. ¿Está segura que este es el sitio en el que estuvo ayer?

—Claro que estoy segura —reclamó—. ¿Por qué tratan de ocultarlo? ¡Absalón! —voceó su nombre hacia la oficina y luego lo esparció hacia el salón dos veces más.

—¡Detente!, Légore —clamó su hermana.

—Jamás he recreado el cuadro que ella ilustra —explicó Shaena—. Es la segunda vez en tres años que expongo en este museo. Y la primera vez que manejo la temática de la maternidad con elementos inanimados. Todas las fotografías representan un vientre ambientado con objetos, paisajes sombríos, desolación, etcétera. Quiero simbolizar que mientras haya una conexión con el vientre materno, siempre habrá esperanza para todo. No pinto vientres con bebés... porque la esperanza de vida viene de Dios. Se supone que ese es su medio natural para llegar a nacer. Lo demás es resultado de la mano del hombre.

—¡Miente! ¡Por qué miente! ¡Absalón! ¡Absalón!

Había quedado adicta al timbre de su voz.

Recorrió el museo en su distribución vociferando el nombre y gimoteando. Analé continuaba detrás de ella. Los visitantes la miraban inquietos abriéndole paso.

Fue necesario que el vigilante interviniera...

—¡Yo te creo, Légore! ¡Mírame! Te creo. Pero debemos pensar qué pudo haber ocurrido —manifestó su hermana tomándola de los brazos.

Dio un giro para manifestar su enojo.

—¡No! ¡No me crees...! Puedo leerlo en tus ojos... Me iré a casa.

—¡Espera! ¡Légore!

Las últimas palabras de su hermana fueron desechadas. Se aferró a su vientre para sentirse segura, caminó rápido hacia la puerta de salida y luego de salir del museo tomó un taxi.

Durante todo el trayecto Analé la llamó al celular sin obtener respuesta. No le duraría mucho tiempo la rabieta. Aunque en verdad, el enojo era lo de menos. No estaba molesta con su hermana. La experiencia vivida le había dejado una pesadumbre en el organismo que se asemejaba a un enorme miedo. Tenía la forma de una jaqueca. Un dolor abdominal. Un punzón en el pecho. Un... no sabía qué.

Cómo no sentirlo después de lo ocurrido. Divagó por un momento luego de dar la última indicación al conductor.

Llegó a su lugar de destino.

«Debe ser cosa del diablo». Fue lo último que se le ocurrió pensar después de bajar del taxi.

Se sintió extraña al creer escuchar una respuesta de aquel en su interior, que giró la cabeza para desmentir que estaba sola.

No había nadie.

Ya se estaba manifestando.

¿Quién?

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