Capítulo 42

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La ansiedad era el menú del día. Se leía con facilidad en todos los rostros.

—La evidencia de que existen los agujeros negros y se tragan lo que sea no es una utopía. El más enorme está en el cerebro humano y se llama ignorancia. No puedo creer que por un irresponsable se corra el riesgo de presenciar una tragedia masiva de abortos, y los hospitales siquiátricos estén al borde de la locura inundados de madres gestantes porque sus fetos están siendo asediados por el demonio. Por desgracia, estamos retornando a la década de los años noventa cuando se generaba una muerte cada cinco minutos —dijo la oficial Eminda en una obligada y corta rueda de prensa sin preguntas.

Las conjeturas generadas por la difusión del video se estaban convirtiendo en un caos emocional, que tenían a todo el Departamento de la Policía en jaque con la intromisión del Gobierno, las fuerzas especiales y los políticos de turno.

Durante la última semana la oficial Eminda tenía una pesada carga emocional en su cabeza, mayor que la concebida en veinte años de trabajo. Obligada por las circunstancias, citó a reunión a todos los oficiales y agentes de policía que estuvieran vinculados al caso.

El doctor Sié y el padre Milson estaban entre ellos. ¿El motivo? Analizar los avances en la investigación, los logros, los desaciertos, e idear la estrategia para aplacar la violencia desacertada de los neoyorquinos. En especial, para buscar una solución emotiva que contrarrestara el dramático trauma de que eran víctimas las mujeres.

El último tema involucraría a otras áreas del Gobierno.

Como una sana y prematura solución de emergencia, al doctor Sié se le ocurrió, que por haber sido su vientre el vehículo para el tránsito de los fetos, Légore podía ser un analgésico emocional para apaciguar el impacto negativo de la noticia al contar su experiencia biológica venciendo el miedo.

Con la idea, al padre Milson se le iluminó el cerebro para apoyar a su compañero de trabajo, sugiriendo que el mensaje también debía ser transmitido desde la fuerza espiritual que actuó en su interior, al aferrarse a la fe, para ser merecedora del regalo celestial de la protección divina, necesaria para vencer el miedo y obstaculizar los planes del mal, anteponiendo a Dios por encima de todas las cosas.

La oficial Eminda no desaprovechó para hacer su burdo aporte.

—Suena a campaña política, padre Milson. ¿Qué espera?, ¿ganar adeptos para la iglesia y asegurar un alto cargo en el ministerio celestial cuando le llegue el día?

Sintió el comentario como una ofensa hecha de mala intención que le fastidió su aura, incrementó los latidos de su corazón y azuzó su mirada antes de abrir la boca con entonado acento:

—Quise decir, que los recién nacidos llegaron bajo el amparo divino, libres de cualquier manifestación del mal. ¿Es eso difícil de entender, oficial?, ¿acaso ya olvidó la forma en que fueron hurtados los fetos?, ¿tan pronto olvidó el altar donde fueron hallados los cuadros con los vientres hinchados de vida y suspendidos de un clavo imaginario?, ¿no fue acaso testigo de la transferencia de los fetos desde los cuadros al vientre de Légore?, o quizá ¿lo hubiera creído si hubiera sido al suyo? Entonces... ¿Qué quiere que haga?, ¿qué venere al diablo? Si ese es su candidato para que mengüe la paz, desarticular el caos que crece en la ciudad y evitar que la sigan fastidiando los políticos, pienso que se equivocó de bando y no es un buen ejemplo a seguir en el trabajo. También dudo que a su edad tenga claro el sentido de responsabilidad por más años de experiencia que tenga, cuando es feliz atropellando ideas y entusiasmos con el sarcasmo, que alimenta cada minuto en su cerebro como si fuera su mascota. Siento lástima por su familia...

—¿Nos estamos desahogando, padre Milson? Si así es, creo que es mi turno. ¿No se le hace extraño que todo este asunto de los fetos hurtados esté relacionado con el clero, y que de forma curiosa aparezca un sacerdote en mi oficina para ofrecer apoyo en la investigación, y que además, de forma rara y coincidencial, tenga experiencia en fenómenos paranormales? Con lo que está pasando ya no sé qué creer. Perdí la credibilidad hace años. Por eso lo fastidio todos los días a la espera de que cometa un error y tenga la dicha de cogerlo del alzacuello para que confiese donde tiene los benditos fetos escondidos.

El padre Milson sintió el comentario como un sorbo de licor encendido que le quemó la tráquea. No dejó de tragar saliva para apagar el incendio que amenazaba con expandirse y lesionar las cuerdas vocales.

La mudez fue inevitable por un instante. Mientras ella bebía del vaso con agua que tenía sobre el escritorio para desacalorar y amamantar a los alacranes que cultivaba en el estómago, el padre Milson hacía de tripas corazón para tomar una decisión definitiva:

—Si eso es lo que la atormenta, no creo que sea difícil de solucionar —opinó.

No le dio tiempo de tomar su agenda cuando el doctor Sié, después de escuchar los dos desahogos, liberó la carcajada que por buen tiempo mantuvo encubada en su cerebro. Y en cuestión de segundos, se convirtió en una avalancha emocional que liberó el resto de las carcajadas aprisionadas entre las bocas. Muchas de ellas esperaron la oportunidad por años. Hasta la oficial Eminda se contagió con su rugido y naufragó en su corriente, que desequilibró al sacerdote para que los acompasara con la suya.

Era la primera vez que en medio de la adversidad fluía una ventisca de aliento fresco y sano. Y la primera vez que la oficial Eminda lo hacía en público, si es que alguna vez sonrió en la vida.

El oficial Frank se acercó al padre Milson y le susurró al oído:

—Le debo un almuerzo y un buen trago de vino. Espero que no sea de consagrar porque no tengo. Después le explico.

El Padre lo miró desconcertado. No tenía idea de su promesa para quien la hiciera reír.

Después de la risa vino la calma.

—Reconozco que fue un buen golpe bajo, padre Milson. Bien decía mi madre: «no dejes que se llene la taza, que cuando revienta, trae sorpresas desagradables» —dijo con un fragmento de sonrisa todavía bosquejado en el rostro.

—No sabe con qué gusto lo hice, oficial —respondió.

—Bueno, creo que aprendí la lección de hoy y le debo una disculpa.

—Sería conveniente agregar para los medios, que la excelente salud física de los neonatos está certificada por el hospital —complementó el padre Milson ignorando lo acontecido.

La oficial Eminda no dudó en solicitar el apoyo de Légore.

Légore Zenal estuvo de acuerdo con la solicitud luego de que la paz interior, así no fuera absoluta por la ausencia de Marcus, y la frustración sentimental que le provocó la relación con Leonzo, estuviera retornando con la enorme alegría que le proporcionaba Nataniel, a quien visitaba todos los días en la casa de adopción.

Era el neonato de los ojos verdes para el que ya tenía nombre a la espera de la aprobación. Para compensar la pérdida lo recibiría como un regalo de Dios.

El mensaje sería difundido a través de los medios. La ciudad, la nación y el planeta, gracias al espíritu invasivo de la tecnología, ya sabían quién era Légore Zenal.

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