Capítulo 43

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Recibió el libreto que debía leer ideado prontamente por un reconocido escritor y periodista asignado por la alcaldía. Luego de ojearlo, Légore no le hizo muy buena cara por el contexto político que encerraba. No se trataba de una campaña publicitaria. Dobló la hoja y decidió que lo haría a su manera, justificado en que nadie había sentido las contracciones de pánico ni prestado su vientre para el experimento...

Después del saludo, inició la conferencia atribuyéndose las palabras de su hermana:

«La dolorosa experiencia que viví a través de mi vientre, no creo que el demonio lo haya hecho para llamar la atención. Vi a Dios reclamando sus pertenencias, y en cada miedo mío, lo vi pidiéndome que lo ayudara. Lo que sí es obra del mal, es el extraño hurto de los fetos desde el interior de nuestros vientres. Es doloroso y enloquecedor. Pero más perturbadora es nuestra conducta moral cuando le damos la espalda a Dios, y luego lo torturamos con súplicas para que nos proteja. Igual que cuando jugamos a ser omnipotentes con nuestros saberes. El repudio a la paz, a la fe, al amor y a la práctica del bien ignorando a Dios, es una manipulación de la fe que trae nefastas consecuencias. Si no practicamos el bien, es porque nos cautiva el mal. Y eso es lo que estamos atrayendo con conductas censurables. La solución, no es pues, agrandar el problema con la tortura, las recriminaciones o las peores decisiones. No es olvidar la tecnología o desear la esterilidad. Es buscar a Dios con las acciones. Mientras menos maldad haya, estamos limitando al mal para que venga a visitarnos».

Sin duda, la conferencia sobre la violencia en el hotel Zíndor que protagonizó el arzobispo Zardoli, le proporcionó elementos de aprendizaje.

La oficial Eminda lo disfrutó con una grata sonrisa. Era la segunda en poco tiempo. Pero lo disfrutó más el padre Milson que se le vio respirar el aire espiritual del mensaje.

Creyendo insuficiente la declaración de Légore en la televisión, al abstenerse de leer el ridículo argumento de naturaleza política, la oficial Eminda fue obligada por el superintendente del Departamento de Policía, al recibir la orden directa de la alcaldesa de la ciudad, para que fortaleciera la explicación en rueda de prensa.

Rebelde y apurada como siempre, no tenía intención de posar de nuevo ante los periodistas por más de cinco minutos, y menos, de convertir una tragedia en un mensaje de campaña.

El afinado manuscrito fue ignorado por segunda vez.

Recordando la intención espiritualista del padre Milson que la acompañaba, inició el argumento bajo los mismos principios, pero a su manera:

—El Señor dijo: «mi reino no es de este mundo». Pues déjeme decirles que este crimen tampoco. Ni siquiera existe dentro de la clasificación de delitos de violencia contra las personas. Conocen la definición barata de robo: Acción de quitar algo de valor a una persona por la fuerza o amenazándola con usar la violencia. ¿Qué les parece? Eso significa que estamos ante un delincuente fantasma a quien no se puede incriminar.

—Pero este criminal lleva una docena de fetos robados —mencionó uno de los periodistas.

—Y podría hurtar en cien vientres más en una semana desde la distancia sin que pudiéramos detenerlo. Mientras no tengamos claro que es lo que debemos buscar y dónde, sería un criminal sin rostro, ni huellas, ni ningún tipo de evidencia. Un criminal que no existe para la justicia. Si fuera un delito contra la propiedad habría una enorme posibilidad de aprehenderlo...

—Un vientre también es una propiedad —dijo otro de los periodistas.

—Y doce vientres es una edificación de doce casas, cada una ocupada con un inquilino indefenso... la diferencia es, que en estos robos queda el predio vacío cuando se roban el inquilino... ¿Qué opina de eso? —intervino una mujer madura que aparte de ser madre, daba la impresión de estar más que versada en los retos del periodismo y sus contratiempos.

—Hemos encontrado cuatro bebés, señora. Debemos seguir buscando y esperar a que alguno nos guíe hacia el responsable.

—¿No se supone que los demás están muertos? —cuestionó la mujer.

—Mientras no haya cuerpos no podemos configurar el delito. Esperemos que no estén muertos. Es cuestión de seguir investigando hasta encontrarlos —respondió la oficial Eminda que ya comenzaba a gesticular el malgenio en el semblante.

—¿Y cómo piensan hacerlo? Tiene dos especialistas en fenómenos paranormales y uno de ellos es un sacerdote emérito. ¿Ya tienen alguna idea o se la pasarán rezando? —expresó otra periodista que dejó vislumbrar el abdomen hinchado.

—Es una magnífica idea —respondió—. Le recomiendo que lo ponga en práctica porque para el esclarecimiento de los hechos se requiere la presencia de Dios. Si están en desacuerdo con nuestro trabajo, y si ustedes tienen alguna mágica idea que consideren sea más efectiva y oportuna, nos lo hacen saber.

—Dónde está la policía cuando se supone que debe combatir el mal —voceó alguien desde atrás.

—Yo misma me lo he preguntado infinidad de veces —respondió—. Incluso en el trabajo. Pero cuando recuerdo que esta ciudad es una de las aglomeraciones urbanas más grandes y pobladas del mundo, con un índice de violencia que la catapulta a los primeros lugares, y con un agente de policía por cada doscientos sesenta neoyorkinos, me doy cuenta que estamos naufragando en un mar violento con las manos amarradas por la espalda, y que la famosa «misión» del Departamento de Policía de hacer cumplir las leyes, preservar la paz, reducir el miedo y procurar un ambiente seguro, ya no es posible. Tal vez los malos no sean muchos, pero con los raros sucesos violentos que atormentan la ciudad, con uno basta para generar el caos.

Se dio un respiro. Tomó el sorbo de agua acostumbrado antes de concluir.

»Ahora presten atención al siguiente mensaje que será lo último que manifieste en esta rueda de prensa:

Lo dijo como si fuera mentira.

«Mientras haya guerras, violencia en todos los niveles, mentiras, deslealtad, irresponsabilidad social, muertes, abortos y un clero en el bando contrario y sin moral, esa será una autopista de asfalto para que el mal se recree recorriéndola». Es lo que quiso decir Légore Zenal. Y en este preciso momento, el demonio se carcajea con lo que sucede.

—Es evidente la incompetencia del Departamento de Policía de la ciudad de Nueva York. ¿Qué tiene que decir al respecto? —manifestó la más joven e inexperta periodista para acuñar las últimas palabras de Eminda.

—No sea insolente —intervino el padre Milson—. ¿Tiene idea de cómo combatir las fuerzas oscuras?, ¿cree que la falta de fe en cada persona es un asunto del Gobierno?, ¿se santigua usted cuando se levanta cada mañana y agradece las bendiciones que le han sido otorgadas, o cuestiona lo que no posee cuando no ha hecho méritos para merecerlo?, ¿qué pensaría usted, si de repente, se levanta una mañana imitando los pechos de su marido, sin la más diminuta cicatriz que revele una extirpación, y sus deslumbrantes senos, ya no son más que la fotografía que guarda en el celular o las redes sociales?, ¿qué hace al respecto?, ¿culpar al Departamento de Policía, o a todas las autoridades del Estado de Nueva York? —La joven periodista por poco se atraganta con saliva.

»La maldad es como la voluntad, habita en todos igual que el bien, y cada quien los usa a su manera. Si cada malestar, cada delito, cada error y cada indiferencia personal se suman y no se hace nada para corregirlo, estamos creando nuestro propio infierno. No le será difícil al diablo montar una sucursal. Y eso es justamente lo que está ocurriendo. Hace días leí en un reportaje de ustedes mismos, que: «la manera como se viene al mundo depende del mundo al que uno viene». Una traumática verdad. ¿Y quieren que los demás hagan algo al respecto cuando se supone que este mundo es de todos? No olvidemos que las palabras envenenan las conciencias.

Las voces rugieron cuando una ráfaga de preguntas simultáneas estalló, que igual pareció escucharse una carcajada burlesca entre ellas.

—Creo que es suficiente. Con su permiso.

La oficial Eminda se retiró al considerar que la guillotina de fonemas estaba a punto de soltarse sobre sus cuellos. El padre Milson la siguió.

—Sí que aprende rápido, padre. Creo que causó revuelo con la reflexión de las glándulas mamarias. Y no dudo que estaré en problemas por su sabia intervención.

—No me hubiera invitado —respondió.

—¿Y qué fue eso de que las palabras envenenan las conciencias?, ¿algo más que tenga que ver conmigo?

Decidió silenciar.

Cuando la vieron ir directo a la oficina con las facciones del rostro entumecidas en la expresión más huraña que haya concebido, el doctor Sié balbuceó a uno de los compañeros:

—Por lo que veo, de nuevo le dieron de la misma medicina.

La risa contagiosa arrolló al resto con un corte tajante cuando la mirada gélida de ella los atropelló por la ventana.

Al llegar la noche, siendo viernes, la oficial Eminda, el doctor Sié y varios de los oficiales estaban en el bar-restaurante deleitando papas a la francesa con carne embutida, gaseosas y cerveza fría cuando la noticia fue difundida. Primero fue la participación de Légore y luego la rueda de prensa.

—Légore es una verdadera heroína, oficial Eminda. Sin ofender su labor... —Fue el comentario desde la barra hacia la mesa.

—No te disculpes Hazar. Comprendí el mensaje y estoy de acuerdo. «Y pensar que no le creí una sola palabra el día de la denuncia» —susurró la última frase sólo para ella.

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