Capítulo 12

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Los pies desnudos pisaban los tablones de madera podridos y agrietados. Con cada paso que daba por el pasillo de paredes sucias y descascarilladas, sin ser consciente de ello, se adentraba más en las profundidades oscuras de las que emana lo peor del alma humana.

En un estado casi hipnótico, avanzaba mirando al frente, ignorando las ventanas de cristales rotos por donde el aire entraba con fuerza y empujaba las cortinas agujereadas.

—Dhagmarkal... —susurró.

De las paredes emergieron pequeños brazos deformes que se movían lentamente. Mientras las viejas bombillas explotaban, al mismo tiempo que una densa niebla le cubría los pies, las diminutas manos de las monstruosas extremidades le acariciaban el cuerpo desnudo.

Él, sin acelerar el ritmo, caminando despacio, ladeó un poco la cabeza y observó una puerta abierta por la que se vislumbraba a un profesor Ragbert sin implantes mecánicos sosteniendo unas tenazas ensangrentadas.

—Teniente —pronunció el científico con una amplia sonrisa surcándole el rostro—, me alegra que esté aquí. —Woklan se detuvo y contempló con mayor atención al profesor—. Le gustará saber que hemos resuelto el enigma. —Ragbert dio un par de pasos y sonrió al ver cómo de la nada aparecía una inmensa cortina roja repleta de lombrices cosidas al tejido—. Aquí está la respuesta. —Dio un tirón, la tela cayó y dejó al descubierto un par de sillas de tortura.

Woklan se mantuvo en silencio, ensimismado ante la imagen del metal oxidado que daba forma a esas representaciones de dolor. Tras casi medio minuto, parpadeó y susurró:

—Dhagmarkal...

El profesor, sin dejar de sonreír, dio una palmada y dijo:

—Aquí tenemos la respuesta al enigma. —A la vez que la sonrisa del científico se tornaba pérfida, una fuerza invisible tiraba de la melena de Weina, arrastrándola por la habitación hacia una de las sillas—. El origen. —Ragbert dejó las tenazas en una pequeña mesa metálica repleta de instrumentos de tortura y ató a la mujer de Woklan a la silla—. Las respuestas están aquí mismo. —Cogió las tenazas—. Delante de nosotros. —Rio, introdujo la herramienta ensangrentada en la boca de Weina y le arrancó una muela.

Por un momento, pareció que el crononauta era dueño de nuevo de su mente. Sin embargo, tan solo fue un instante fugaz en el que apenas pudo llegar a sentir dolor o ira.

—Dhagmarkal... —susurró.

Mientras escuchaba los intensos gritos y súplicas de su mujer, se dio la vuelta y siguió caminando por el pasillo, dirigiéndose hacia una puerta negra que había emergido de la bruma.

Una figura raquítica de piel negra, con la cabeza casi calva, con apenas algunos pelos canosos, elevó el brazo, lo señaló con el dedo putrefacto y le mostró con la otra mano la cabeza de su hija. El ser, que tenía los párpados y los labios cosidos, dio un par de pasos y dejó que la luz de un viejo candelabro le iluminara el rostro desfigurado.

—Dhagmarkal... —susurró Woklan, apartándolo de su camino—. Dhagmarkal... —repitió, cogió el pomo oscuro de la puerta que se hallaba en medio del pasillo y la mano se le tornó negra.

Antes de que pudiera girarlo, escuchó una voz familiar. Se volteó, soltó el pomo y, sin mostrar ningún tipo de emoción, murmuró de nuevo:

—Dhagmarkal...

Poseído por cierta incomprensión, el hombre que había llamado la atención de Woklan salió de la penumbra y golpeó las extremidades deformes de las paredes que querían sujetarlo.

—¿Qué es esto? —Impulsado por su entrenamiento militar se deshizo de los brazos y caminó hasta encararse al teniente—. ¿Dónde estamos? —Cuando el ser casi calvo le mostró la cabeza de la hija de Woklan, apretó los puños, lo golpeó en la cara y le reventó los hilos que le mantenían cosidos los labios—. ¡¿Monstruo, qué has hecho?! —Con las lágrimas recorriéndole las mejillas, agarró a la criatura por el cuello y la lanzó contra la pared—. ¡Pagarás por esto! —Presionó los párpados cosidos y hundió los pulgares en ellos—. ¡Muere! —Mientras un líquido amarillento, putrefacto y hediondo brotaba de las cuencas vacías, el hombre gritaba y presionaba con más fuerza.

La criatura soltó fuertes alaridos que llamaron la atención de los pobladores de ese recóndito lugar cercano a lo más oscuro del alma humana.

—Dhagmarkal —pronunció con fuerza Woklan a la vez que ponía la mano en el brazo del hombre.

—¿Dhagmarkal? —Se giró—. ¡¿Dhagmarkal?! —La sangre viscosa del ser le resbalaba por las palmas—. ¿Te has dejado poseer? —Miró de reojo la cabeza de la hija de Woklan—. ¿Dejas que torturen nuestros recuerdos? ¿Dejas que violen la memoria de nuestra mujer y nuestra hija? —Lo encaró—. ¿En qué te has convertido? ¿En qué nos has convertido?

Una risa surcó el pasillo con rapidez.

—Os hemos convertido en lo que necesitamos. —La puerta se descompuso y la niebla desapareció—. Vuestro sacrificio es necesario.

El hombre buscó el origen de la voz.

—Muéstrate.

La risa sonó con más fuerza.

—No hace falta.

—Cobarde...

Apretó los dientes, movió los ojos despacio de izquierda a derecha y afinó el oído. Justo cuando notó cómo una pequeña brisa lo golpeaba y cómo se oía un tenue sonido metálico, agarró al Woklan poseído y lo usó de escudo.

—Dhagmarkal... —susurró el crononauta que no era dueño de su mente con la sangre brotándole de la boca a causa de un arma invisible.

—Interesante —el hombre escuchó cómo la palabra provenía de ambas partes del pasillo—, estás siendo inesperadamente resistente.

Empujó el cuerpo casi sin vida de una versión de sí mismo que hacía tiempo que estaba atrapada en ese infierno, miró durante un segundo la hoja azul que se hizo visible, vio que atravesaba el pecho del moribundo y dirigió la mirada hacia los extremos del pasillo.

—No me rendiré. —Apretó los puños—. No me venceréis.

Dos figuras oscuras de piel agrietada se manifestaron en el pasillo y dijeron al unísono:

—No hay más camino que Dhagmarkal. No hay más vida que la muerte a sus manos.

Al verse acorralado, miró por última vez la cabeza de su hija, apretó los dientes y saltó por una ventana. Mientras descendía, notó como si centenares de cuchillas le cortaran la carne. Cuando no pudo aguantarlo más, gritó y perdió el conocimiento.


Woklan despertó de golpe y soltó un chillido. Estaba tan desesperado que no se dio cuenta de que unas correas lo mantenían atado a una cama que se hallaba en medio de una sala repleta de todo tipo de instrumentos tecnológicos.

Con el corazón golpeándole el pecho, con el cuerpo cubierto de sudor frío y con la respiración agitada, no fue capaz de ver que en una pared había un hombre colgado.

El prisionero, el recluso novecientos noventa y nueve, casi sin fuerzas, lo miró y susurró:

—Bienvenido al infierno.

A medida que pasaban los segundos, Woklan se tranquilizaba y dejaba atrás lo que acababa de vivir; la desgarradora pesadilla que había tenido, una experiencia tan vivida que dudaba de si había sido real o no.

Cuando el corazón dejó de latir aceleradamente, después de que se calmara la respiración, tragó saliva, parpadeó y empezó a ser consciente de que se hallaba cautivo. Intentó mover los brazos y las piernas, pero las correas se lo impidieron presionándole la piel con fuerza.

Desorientado, observándose el pecho cubierto de eléctrodos y notando que tenía otros adheridos a las sienes, preguntó:

—¿Dónde estoy?

Ladeó un poco la cabeza y pudo ver al recluso novecientos noventa y nuevo atado a la pared, colgado de los brazos, con la cabeza caída.

«¿Qué es este lugar?» pensó mientras forcejeaba con fuerza contra las correas.

Al escuchar el ruido, el prisionero de la cara tatuada hizo un gran esfuerzo, elevó un poco la cabeza, lo miró y le dijo con la voz carrasposa:

—Es inútil... Aunque consiguieras liberarte no podrías escapar de esta sala.

Sin dejar de estar alterado, Woklan cesó la lucha contra las ataduras y le preguntó:

—¿Quién eres? —Observó los filamentos que le habían incrustado en la piel al prisionero—. ¿Qué te han hecho? —Apretó los puños e intento de nuevo liberar los brazos—. ¿Dónde estamos?

El recluso no aguantó más el desgaste al que le habían sometido al extraerle la energía Gaónica del organismo y perdió el conocimiento.

—No entiendo nada... —susurró Woklan—. ¿Por qué no estoy en la Ethopskos?

Al mismo tiempo que luchaba por recordar lo sucedido, por averiguar el porqué se hallaba en esa sala, notó un leve temblor que sacudió la cama.

«¿Qué pasa?».

Echó todo lo que pudo la cabeza hacia delante y observó perplejo cómo se formó una densa niebla negra de la que emergían relámpagos rojos. A la vez que impactaban contra el equipamiento que Ragbert usó para buscar el origen de la paradoja dentro de la mente de Woklan, los rayos producían un sonido ensordecedor que se clavaba en los oídos del crononauta.

—¡Basta! —bramó y apretó la mandíbula—. ¡Basta! —repitió, sin llegar a ser consciente hasta pasados unos segundos de que los relámpagos le obedecieron.

Un carcelero abrió la compuerta de la sala, entró y, al ver la niebla, apuntó con un arma hacia ella.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó, abriendo fuego, lanzado haces de anti-materia que lo único que lograron fue alimentar la bruma.

«Mátalo» Woklan escuchó cómo alguien le susurraba dentro de su mente.

—No... —respondió.

«Mátalo, es culpable. Todos los son. Su existencia te impide reunirte con tu mujer y tu hija. Por su culpa, ellas esperan consumidas por el peor sufrimiento».

—No... —contestó, dudando de su respuesta.

Mátalo —escuchó el susurro cerca del oído, sintió cómo una de las correas se partía y le dejaba libre un brazo—. No merece existir, te impide reunirte con tus seres queridos.

—Weina... —Manipulado por la voz, una lágrima brotó y le recorrió la mejilla—. Weina...

La correa que le sujetaba el otro brazo también se partió.

Hazlo —la voz cobró más fuerza—. ¡Hazlo!

Los ojos de Woklan se tornaron negros; la rabia, la ira, la impotencia y el desprecio por la vida del carcelero se apoderaron de él. Cerró los párpados y las correas que le ataban los tobillos explotaron.

—¡¿Qué?! —exclamó el guardia.

Woklan se incorporó, lo miró, elevó la mano y le apuntó con la palma.

—¿Por qué me impides reunirme con mi familia? —la voz del crononauta sonó con un tono casi espectral.

El carcelero, confundido y en parte atemorizado, presionó el gatillo del arma y le disparó. Atónito, sin comprender qué estaba sucediendo, el guardia observó cómo el haz se detenía en el aire.

—No puede ser... —susurró, golpeó la pistola y de nuevo abrió fuego.

—Me impides alcanzar lo que más quiero —sentenció el crononauta.

Woklan movió la mano, el haz se desvió y destruyó las cadenas que mantenían cautivo al recluso novecientos noventa y nueve. El golpe contra el suelo consiguió devolver la consciencia del prisionero que, dolorido y con la vista borrosa, observó a Woklan, al carcelero, a la bruma y preguntó:

—¿Qué está pasando?

Obedeciendo la voluntad de Woklan, la niebla se extendió y ocupó una porción mayor de la sala.

—Sufre, por todo aquello que yo sufro. —El crononauta miró a los ojos del guardia y sentenció—: Sufre, por mi pérdida. Ahógate en tu sangre.

Una decena de cadáveres podridos con los rostros amputados emergieron de la bruma, hundieron los dedos en el cuerpo del carcelero y lo obligaron a gritar. Mientras lo arrastraban, mientras le clavaban las uñas en los ojos, le agarraban la lengua y tiraban de ella, unos lúgubres susurros se extendieron por la sala:

Dhagmarkal...

Contemplando el dantesco espectáculo, el recluso novecientos noventa y nueve flexionó los brazos, se arrodilló y repitió:

—¿Dhagmarkal?

Una vez que el carcelero fue tragado por la bruma, Woklan se giró y centró la mirada en el prisionero de la cara tatuada. Tras un par de segundos, en los que dudó de qué hacer, dijo:

—Tú también me impides reencontrarme con mi familia. —Le apuntó con la mano, apretó los dedos y el recluso empezó a sentir una presión en el cuello—. Debes morir.

Con los ojos rojos, con las venas de la cara hinchadas, masculló:

—No voy a morir. No hasta que me vengue de Ragbert.

El prisionero cerró los ojos, gritó y, por un instante, una tenue película dorada le cubrió el cuerpo. Abrió los párpados y dejó que una pequeña porción de energía Gaónica se proyectara hacia Woklan.

Cuando la onda alcanzó al crononauta, una sucesión de recuerdos lo golpeó y fue capaz de recordar parte de lo sucedido. Revivió la pesadilla en la nave, vio cómo Duklar se arrancaba el rostro y sintió cómo jugaron con él las presencias que impregnaban el templo.

«Mátalo» le susurró alguien dentro de su mente.

—No... —susurró—. ¡No! —bramó, elevó los brazos y explotó parte del equipo del profesor Ragbert.

«Obedece, esclavo».

—He dicho que no. —Los ojos de Woklan brillaron con un intenso negro—. ¡Vete! —al mismo tiempo que la orden se propagó por la sala, la niebla se descompuso y la presencia desapareció.

Tras ver el cadáver descuartizado del carcelero que se escondía debajo de la bruma, la moral del crononauta se derrumbó. Temblando, se miró las manos y se preguntó:

—¿Qué he hecho? ¿En qué me he convertido?

Unos aplausos sonaron desde el pasillo y penetraron en la sala. Ragbert, acompañado por Vheret, entró en la habitación y pronunció con énfasis:

—Por fin hemos resuelto el enigma. Por fin tenemos la llave que da acceso a la paradoja.

Woklan no entendía nada, las dudas lo desbordaban y lo mantenían en un estado de confusión. ¿Por qué el profesor Ragbert que conocía desde hacía más de veinte años tenía ese aspecto tan extraño, con implantes que le suplantaban partes del cuerpo?

Retrocedió unos pasos, intentado alejarse de la terrible visión deformada de un hombre por el que sentía un fuerte respeto, intentando alejarse de lo que acababa de hacer con el carcelero y de la sensación de haber estado dominado por una fuerza ajena a su voluntad.

El recluso novecientos noventa y nueve, sintiendo cómo el crononauta, al igual que él, tenía una alta concentración de energía Gaónica en el organismo, se adelantó, lo cogió del brazo y le dijo:

—Tranquilo, no te pasará nada. —Hizo un gesto con la cabeza y Woklan se puso detrás de él.

Ragbert sonrió.

—No puedes protegerte a ti mismo y aún así intentas proteger al mayor criminal de la historia.

El prisionero dio un paso hacia delante.

—Al menos él no me ha torturado día y noche.

Al notar a través del mecanismo de detección de su ojo biónico cómo la energía Gaónica volvía a vibrar con fuerza en los átomos del cuerpo del recluso, Ragbert dijo:

—Interesante, ¿cómo has podido recuperarte con tanta rapidez?

Vheret sostuvo el mango de un látigo de energía y dejó que el resto del arma cayera sobre el suelo metálico, provocando un chisporroteo.

—Padre, déjamelo a mí.

El recluso apretó los dientes, miró la pistola del carcelero que estaba cerca de su cuerpo y se lanzó a por ella. Vheret, sonriendo, dirigió el látigo hacia el cuello del prisionero, lo detuvo y lo obligó a quedarse arrodillado.

—No —masculló, aferrándose al arma energética que le abrasaba el cuello, intentando en vano con la otra mano alcanzar la pistola.

—Sí —soltó con un tono lascivo la hija de Ragbert.

El profesor, disfrutando del espectáculo, preparó una inyección para el recluso y caminó hacia él.

—Buen intento, cara tatuada —dijo, preparándose para dormir al recluso novecientos noventa y nueve.

Woklan, atemorizado, inseguro, preso de sentimientos de impotencia, sufriendo un fuerte dolor en el pecho, no era capaz de reaccionar. Se hallaba en el mismo estado en el que estuvo en el negocio del carnicero; se hallaba sometido por sus demonios internos.

—Wokli —le pareció oír cerca de él.

—¿Weina? —preguntó confundido.

—No los dejes que impidan que estemos juntos. —Aunque a parte de Woklan nadie podía verla, la figura resplandeciente de su mujer, brillando con un intenso blanco, se manifestó delante de él—. Te amo, cariño. Debes volver a mi lado. —Se besó la punta de los dedos, los apuntó hacia Woklan y sopló sobre ellos—. No les permitas que nos mantengan separados.

Al mismo tiempo que la figura de Weina se desvanecía, apretó los puños y dijo:

—No lo harán.

Corrió hacia Vheret, la empujó y la arrojó contra una pared. Antes de que la mujer pudiera desenvainar un cuchillo, Woklan le sacudió el estómago, la cogió de la melena y la lanzó al suelo.

El recluso, al notar que la energía del látigo se apagaba, golpeó la mano de Ragbert, se levantó, le quitó la jeringa y le clavó la punta en el globo ocular. Mientras el profesor gritaba, llenándose la cara de sangre, el prisionero miró a Vheret, vio que estaba a punto de levantarse y atacar a Woklan con el cuchillo, cogió la pistola del carcelero y gritó:

—¡Quieta! —Las facciones de la mujer reflejaban la rabia que sentía—. ¡He dicho que te estés quieta! —bramó cuando la hija de Ragbert hizo un amago de levantarse.

Woklan, aun sin ser totalmente dueño de su mente, mantuvo cierto control y dijo:

—No podemos quedarnos aquí. Debemos encontrar el hangar de acceso a la línea temporal.

El recluso se miró la mano y asintió al ver que todavía no tenía suficiente energía Gaónica en su cuerpo para saltar a otra realidad.

Woklan salió al pasillo, el prisionero lo siguió, pero, antes de ponerse a correr en busca del hangar, apuntó a la pieza metálica de la cabeza de Ragbert y dijo:

—No te mataré, sería demasiado fácil, prefiero que sufras el resto de tu vida por esta derrota. —Disparó y le arrancó el implante.

Al mismo tiempo que Ragbert caía al suelo chillando, a la vez que Vheret corría hacia la puerta, Woklan pulsó el cierre de la compuerta y corrió detrás del recluso. Mientras se alejaba pudo escuchar los golpes de los puños de Vheret en la puerta metálica, las maldiciones y las amenazas.

—No nos impedirán estar juntos —dijo, ignorando el ruido.

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