Ordenanzas maternales

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El viento soplaba las cálidas hojas de los cristalinos arboles que rodeaban al pequeño niño. Cuando el sol se puso el pequeño Aidan se acuclilló junto a uno de los arboles,  escuchando con admiración a las pequeñas hormigas que sin el más mínimo ápice de vergüenza revelaban sus planes de dominación mundial y como, en alianza de las abejas, acabarían con la agricultura global obligando a los humanos a matarse entre sí por los pocos recursos que quedaban, de esta manera acabando con el peor enemigo de la naturaleza.
Su sonrisa se ensancho cuando el amable viento desordeno y peino sus ricitos azabache con una ligera caricia refrescante que lo hizo sentir muy feliz.  

La noche solo duro un par de minutos hasta que el sol en toda su gloria reapareció por lo que parecieron décadas, el pequeño Aidan saltó feliz al entender que poca noche significaba menos tiempo para dormir y más día significaba más tiempo para jugar. El niño no entendía porque los días eran tan cortos, anhelaba con todo el corazón que la noche nunca llegará, siempre había algo nuevo que hacer y le resultaba triste tener siempre que postergarla para después. Animado por un nuevo día lleno de juegos y delicias el pequeño Aidan corrío dando saltitos hacía su hogar, la linda casita que aunque sus padres se empeñaran en desprestigiar (por la pintura vieja, las goteras, grietas y el espacio insuficiente para tan grande familia) para él era como un palacio, esos de los cuentos de hadas custodiados por feroces dragones amigables. Entre las montañitas de arena de un jardín que jamás había sido cuidado el niño escucho la voz de su padre llamándolo para comer, usualmente el infante tardaría un par de minutos en acatar el llamado, sabía que después de la comida vendría la hora de la siesta y después de dormir tendría que hacer su tarea, y no existía peor tortura imaginable que hacer la tarea a costa de precioso tiempo que podría invertirse en crear recuerdos que a diferencia de la raíz cuadrada o la historia del genocida de Colón le serviría para toda la vida, si tan solo el niño tuviera un botoncito con el cual detener el tiempo la tarea ya no sería un problema, porque tendría tiempo de sobra para hacer lo que quisiera, pero como todavía ninguno de los botones blancos de su camisa revelaba poseer dicha habilidad seguiría protestando por su libertad, sus padres siempre lo reprendían, diciendo que el estudio era una de las cosas más lindas del mundo, pero el pequeño Aidan no lo comprendía, las matemáticas no eran nada lindas, eran confusas y la historia siempre dejaba a un lado temas importantes propios de su cultura para repetir hasta la saciedad la misma historia contada de otra forma, era más bonito mirar al sol, oler una flor, nadar en la piscina vacía de la casa amarilla con su imaginación o devorar manzanas bajo la fresca sombra de un árbol que el niño estaba convencido que Dios hizo crecer en esa zona solo para él, era imposible no llegar a dicha conclusión: de todos los arboles del jardín de la casa amarilla era el único tan grande como para que debajo de él solo hubiera frescura, el que más manzanas rojas y jugosas producía, y él que más ramas poseía, fuertes y perfectas ramas para poder escalarlo. Una vez Aidan subió la copa del manzano, como siempre estaba en busca de alguna fruta que devorar pero sus ojos se apartaron de la exquisita manzana al contemplar el paisaje; se podía ver una parte de la ciudad, pero más allá se veían las montañas que rodeaban la zona, verdes montañas repletos de verdes arboles con verdes plantas en un campo verde. A partir de entonces el niño pasaba horas mirando más allá de la ciudad, en las montañas, imaginando a gigantes bíblicos aparecer entre los descomunales y elevados terrenos; pero con el tiempo y la industrialización edificios que contaminaban su perfecto paisaje comenzaron a aparecer, aún así el manzano de la casa amarilla era el único lugar de la ciudad en la que todavía se podía ver un poco más allá de las montañas. A diferencia de otras ocasiones esta vez el niño obedeció y fue en busca de su comida, no queriendo hacer enojar a su padre. El infante había comprendido que los adultos nunca verían lo que él veía en el manzano o lo que sentía cuando jugaba en el pasto, ellos no tenían tiempo, siempre estaban corriendo de un lado a otro, demasiado ocupados para detenerse y contemplar la obra tan maravillosa de Dios, <<Quiero estar aquí>> pensaba el niño cada vez que el sol iluminaba su ventana cada mañana, incluso si tenía a la revoltosa de su hermana acosándolo contra la pared, el niño se propuso que haría algo bueno; ese día en lugar de dormir se escabulliría al closet comunitario de la casa y presionaría cada botón de cada camisa, abrigo o pantalón hasta encontrar uno que pudiera darle a los adultos algo de tiempo, quizás así podrían dejar de correr. El pequeño Aidan levanto sus manitas al llegar a la casa y su buen amigo el viento lo recompenso por su obediencia otorgándole una adorable cometa hecha de nubes, y estrellas, el niño se lo agradeció con una sonrisa y animadamente emprendió la búsqueda de alguien a quien enseñarles sus tesoros, con mucho cuidado guardo la cometa entre sus rocas junto a sus demás tesoros infantiles en un pequeño cofre de madera, haciendo uso de sus fuerzas el niño levanto el cofre con gran dificultad y lo coloco en un camión de juguete, usando una cuerda comenzó a tirarlo en búsqueda de un alma amiga a la cual confiarle sus tesoros que aunque sin valor a los ojos de un extraño para los ojos de un buen amigo, más aún de su alma amiga anhelada sería de un valor incalculable.

El pequeño Aidan descargo con cuidado su cofre del tesoro entre la mesa de la casa, cerro los ojos durante la oración y con emoción espero que alguien le preguntará que había adentro, ya estaba ensayando una historia fantástica para contar el origen de cada uno de los objetos: la cometa regalada por el viento, una roca de color verde que estaba seguro que era parte del mar rojo por el cual surco Moisés al liberar a Israel, un collar de perlas que le regalo una sirena, una cinta celeste que era un pedacito de cielo y mucho más; pero nadie lo notó, nadie le pregunto. Katherina comía en silencio revisando su teléfono, su madre comía con el ceño fruncido, ignorando todo y a todos (eso le pareció extraño, su madre nunca almorzaba con ellos siempre estaba en el trabajo a excepción de los fines de semana), Haza con su clásica seriedad estaba perdida en el mundo de turno que su imaginación hubiera creado y su padre ejercía su labor de esclavo para la criatura de largos vestidos rosas, y listones de colores que todavía no aprendía a caminar, hablar o por lo menos a tener dientes. Decepcionado tomo de regreso su pequeña caja de tesoros, de la misma manera en la que nadie lo notó llegar nadie lo notó irse. Con el corazón roto guardo su cajita especial debajo de la cama que compartía con su hermana y camino sin rumbo hasta llegar a la casa amarilla, se sentó allí, debajo del manzano, aferrándose a las sombras de las hojas, añorando tener un amigo al cual poder amar de forma incondicional. Juntando sus manitas se arrodillo siendo abrazo por las sombras del manzano.

Por favor, Dios, dame un amiguito, alguien en quien confiar y a quien amar, de ser posible encarna a mi ángel guardián para que así siempre sea mi amigo —  el niño tembló sintiéndose mal, imaginaba a su ángel de la guarda observándolo horrorizando ante tal petición, ya que aquello indicaría que tendría que dejar su santidad y bajar al horrible mundo terrenal —. Perdón, no quise decir eso, te amo ángel de mi guarda, pero...— el niño hizo un ademán de manos todavía con los ojos cerrados — no puedes jugar conmigo, no podemos charlar y aunque sé que te gustan mis tesoros no los puedes tocar — el pequeño Aidan apretó con más fuerzas sus ojitos, haciendo un gran esfuerzo para pedirle a Dios lo que su corazón tanto anhelaba, debía ser muy especifico, no quería Jesús se confundiera y le diera algo que no había pedido —, dame un amigo, solo eso pido, alguien a quien amar y con quien jugar, que seamos amigos para siempre y por siempre, tu tuviste muchos amigos, Jesús, dame uno — el niño levanto sus manitas haciendo un gesto con sus pequeños dedos hacía el cielo —, aunque sea uno, solo unito, préstamelo y te prometo que cuidare muy bien, pero que no sea Lázaro porque me da miedo — el niño medito sus palabras, a decir verdad eran pocos los personajes bíblicos que le agradaban a parte de Jesús, debía sincerarse y admitir que la mayoría le daban miedo: reyes sangrientos, conquistadores y generales de ejercito; eran pocos los personajes de la biblias en librarse de haber matado o hecho daño a alguien y aunque entendía que era necesario no le gustaba que las personas se dañaran entre si —, solo un amiguito, pero que sea bonito para que no me dé miedito, gracias y amén.

Al abrir sus ojitos el infante casi salta de la impresión al hallar frente a él a una criatura dorada, de sonrisa benévola y brillante apariencia. El niño retrocedió en pánico de pensar que Dios efectivamente había encarnado a su ángel solo para hacerle compañía, supuso que su guardián lo odiaría por sentenciarlo a tan misera existencia, pero lejos de parecer enojado la dorada criatura lo miró con amor, dejando ver dos esferas de un azul tan oscuro que el pequeño Aidan pudo divisar las monstruosidades marinas que se ocultaban en el fondo del mar, fondo marítimo que compartía aquél tono azul tan peculiar. Con ternura la criatura dorada lo alzó en brazos y haciendo un movimiento con sus manos la casa amarilla se convirtió en un palacio de oro, la criatura de cabellera dorada lo guio al interior de dicho palacio, a penas se adentraron en el castillo toda puerta y ventana desapareció, la criatura de sonrisa benigna lo dejo un momento sobre una almohada hecha de plumas de avestruz, el niño observo todo maravillado pero un dolorcito en su pecho lo hizo suspirar agitado.

Te daré una manzana pero antes quiero mostrate algo — la voz melódica de la criatura lo hizo sonreír, le gustaba la forma en la que lo cargaba y lo abrazaba, era lindo sentirse querido.

La dorada criatura camino con el pequeño niño en brazos y atravesando un espejo de cristal lo guio hasta las profundidades de la oscuridad de un mejor lugar lo aguardaba. El pequeño Aidan se quedó con la boca abierta al observar todos los regalos, que, por la sonrisa satisfecha de la criatura, supo que habían sido escogidos especialmente para él, aplaudiendo contento el niño tomo entre sus manos un pequeño trajecito de doctor, sintiendo una punzada entre sus piernas que intento ignorar y continuar jugando, pero aquella punzada lejos de desaparecer comenzó a aumentar y apretar más causando dolor, mucho dolor, pero no entendía de dónde venía tan agónica sensación, sus ojitos azules miraron a su alrededor encontrando a la dorada criatura a su lado, haciendo algo extraño con su mano. Sin saber que más hacer el niño intento reanudar su juego pero el dolor era insoportable, sin poder detenerlo comenzó a llorar aunque no quería hacerlo, sobre todo porque si lloraba su amigo se pondría triste, para calmar su temor la tierra se abrió y de su interior su cajita llena de tesoros surgió, entusiasmado le mostro la caja a su nuevo amigo, esperando que así el dolor desapareciera y pudiera compartir ese pedacito de él con su amigo del alma. La criatura tomo sus tesoros entre sus manos, mirándolos con detenimiento, animadamente el niño comenzó a relatar su origen pero la criatura poso sus filosos labios sobre los del niño, callándolo y comenzando a romper sus tesoros, uno a uno la criatura dorada rompió sus tesoros, sin importarle el significado tan importante que tenían para el niño. Las piernas del niño temblaron, sintiendo una vibración extraña en sus partecitas secretas.

¡Mi ropita! — el pequeño Aidan intento aferrarse a sus prendas, deseando no perderlas, alguno de esos botones podría ser el que estaba buscando, pero en especial porque no quería estar así, no debía estar así, los niños no debían estar haciendo esas cosas.

Sus ojos azules no brillaban con la alegría y asombro por el mundo que lo caracterizaban, sus ojitos se tornaron en dos luceritos azules que reflejaban el temor de su corazón. Como pudo intento escapar de la criatura dorada, pero sin importar lo que hizo aquél ser de ojos del color de las profundidades del mar no solo destrozo sus tesoros, también su cuerpo.



Aidan despertó en su cama, con sus padres hablando preocupados a su lado, al notar al pequeño despierto los adultos lo envolvieron y llenaron de besos, pero pronto los regaños fueron más que los abrazos.

— ¡Mirá como te volviste! — grito Evangeline indignada — ¡Estás lleno de moretones!

— ¿Moretón? — pregunto el niño mirando las manchas moradas, verdes y amarillas que adornaban todo su cuerpecito.

De repente el dolor lo volvió a invadir y cayo recostado sobre la cama, comenzando a llorar, su padre acariciaba su cabeza intentando calmar su pesar, pero su madre seguía gritando en histeria. Eso siempre hacía Evangeline, la mujer estaba convencida de que todas las cosas malas que le pasaban a sus hijos era porque los propios niños querían torturarla.

— Sí, Günther me lo dijo todo — la mujer se cruzo de brazos, clavando sus uñas en los costados, completamente frustrada por la imprudencia del pequeño —. Te volviste loco cuando viste las manzanas, querías más y en vez de esperar a que Günther terminara de limpiar algunas cosas, fuera por escaleras y tijeras para bajarlas de forma segura, decidiste ir y subir al árbol solo — conteniendo las lagrimas la mujer se acaricio el pecho desolada, todavía sin superar la angustia que la invadió al ver a su vecino llegar con su hijo inconsciente en brazos —. No me imagino el miedo que sintió nuestro pobre vecino, llego angustiado contigo en brazos, no me sorprende que no recuerdes nada, en especial si te golpeaste la cabeza, que bueno que Günther tiene un doctor tan fiable, a parte de que provocas todo este lío él mismo se hace responsable.

— Evangeline, mirá — Owen tomo al niño con cuidado, notando marcas de dedos en la pequeña cadera del niño —, Ady tiene marcas de manos en su cadera.

— Günther dijo que lo intento sujetar cuando cayo, deben ser por eso.

— ¿Y si lo llevamos al hospital?

— ¿Para qué? El doctor Horowitz ya vino a verlo, dice que estará bien, es un doctor muy respetado, además — la mujer se encogió de hombros — no tenemos dinero.

La asustada madre se retiro sabiendo que si se quedaba terminaría por hacer algo de lo que se podría arrepentir, mientras tanto el padre se quedo arrullando a su hijo, que no dejaba de llorar sin entender porqué estaba llorando, olvidando por completo tan extraño sueño, aquél tormentoso recuerdo.


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